Consecuencias del proceso de Entzauberung der Welt:

reacciones desde el comunitarismo y la hermenéutica contemporánea

Silvana de Robles*

Cuadernos del Sur - Filosofía 46 (vol. 2), 215-233 (2017), E-ISSN 2362-2989

El proceso de “desencantamiento del mundo” explicitado por Max Weber a comienzos del s. XX pone al descubierto una serie de transformaciones producidas en los inicios de la modernidad que no podrían dejar indiferentes a los teóricos de la filosofía práctica. En este trabajo se analizan algunas de las reacciones de autores significativos de las corrientes comunitarista y hermenéutica, a fin de exponer las diferencias en su recepción de la principal característica del proceso descrito por Weber: el “politeísmo” valorativo.

Palabras clave: politeísmo valorativo – comunitarismo – hermenéutica

Fecha de recepción

06 de junio de 2018

Aceptado para su publicación

17 de agosto de 2020

* Universidad del Salvador, Universidad Salesiana. Correo electrónico: silvanaderobles@gmail.com

Resumen

The process of “disenchantment of the world” described by Max Weber at the turn of the 20th century uncovers a series of cultural shifts at the beginnings of the Modern Age, at the face of which no theoretician of Practical Philosophy can remain indifferent. In this paper, we analyze the responses of some relevant authors in the Communitarianism and Hermeneutic lines of thought, in order to expose the differences in the reception of the main feature of the disenchantment process, namely its “polytheism” of values.

Key words: polytheism of values – communitarianism – hermeneutics

Abstract

215-233

Ar

Introducción

El proceso de Entzauberung der Welt, expuesto por Max Weber a comienzos del siglo XX, describe un período de transformaciones culturales profundas en cuanto a la forma de entender la acción humana y su incidencia en el mundo que la rodea. Sucesos tales como la Reforma protestante y la Ilustración, conjuntamente con el surgimiento de la ciencia, el Estado y el capitalismo modernos, convergen en un proceso de secularización de la cultura que, aunque iniciado en la modernidad, proyecta aún con fuerza su influencia en las sociedades contemporáneas.

De este modo, en el terreno ético-político, la recepción teórica de las investigaciones de Weber resulta, como es de esperar, sumamente dispar. Por un lado, emergen posiciones claramente críticas de aquel proceso y sus consecuencias, postura que redunda en un modelo de pensamiento práctico urgido por retrotraerse de algún modo a las condiciones previas a la evolución descrita por Weber. En tal sentido, se analiza aquí el planteamiento de Alasdair MacIntyre, entendido como un influyente representante de la corriente comunitarista –aun siendo innegable la multiplicidad de posturas que alberga en su seno tal línea de pensamiento–.

Por otro lado, en un trayecto que es posible caracterizar como de clara revalorización de aquel proceso histórico, surgen posiciones teóricas que lo afrontan de un modo prácticamente antagónico. Se trata en este caso de la hermenéutica contemporánea, la que constituye para muchos la koiné de nuestro tiempo dado que comparte un cierto “aire de familia” con múltiples líneas de investigación, tales como el neopragmatismo o ciertas formas de procedimentalismo.

Es este, entonces, el recorrido del presente trabajo: en un primer apartado, la descripción del proceso de “desencantamiento del mundo”, tal como Weber la presentara en su momento, juntamente con las proyecciones para la vida ético-política que él mismo avizora a partir de allí; entre ellas, el célebre “politeísmo valorativo” que tal evolución cultural deja claramente al descubierto. En un segundo apartado, se considera la posición de MacIntyre frente al tema, realizándose un recorrido por su personal caracterización de la modernidad, en general, y de la Ilustración, en particular, como principales responsables de haber confluido en la cultura “emotivista” en la que habitamos. Finalmente, se analiza aquí la recepción de esta misma evolución por parte de la hermenéutica contemporánea, corriente que –según se espera mostrar– pretenderá hallar un balance entre el posible retorno al “monismo moral” reclamado por MacIntyre y la mera aceptación de un “politeísmo valorativo” sin más, como aquel al que alude Weber en el núcleo del proceso que describe.

El concepto de “desencantamiento del mundo” y su recepción inicial

Los pasajes de la obra de Weber en los que este alude al célebre concepto de Entzauberung der Welt atribuyen, en primer lugar, a la Revolución puritana y, luego, a la propia Ilustración, con su racionalismo natural, la principal responsabilidad cultural en el desarrollo de dicho proceso1. En efecto, tal “desencantamiento” del mundo, entendido como la paulatina tendencia a la desacralización de la naturaleza, se conecta a su vez con la puesta en cuestión de las estructuras e instituciones que previamente canalizaban las creencias espirituales de la población a través de prácticas místicas y rituales. Es cierto también que para Weber tal proceso había comenzado ya con las “antiguas profecías judías”, las que, apoyadas en el pensamiento científico heleno, serían las primeras en rechazar la búsqueda de lo que él denomina los “medios mágicos para la salvación” (Weber, 1985: 124). Desde esta óptica entonces, el protestantismo simplemente viene a reforzar, en los inicios de la modernidad, aquella actitud negativa frente a “los elementos sensibles y sentimentales de la cultura”, entendidos a partir de aquí como “inútiles para la salvación” (1985: 125). Lo cierto es que dicha evolución conduce a su vez, según Weber, a un proceso de “intelectualización” y “racionalización” de la naturaleza, susceptible de ser medida y cuantificada en orden a su dominio sin limitaciones. Y es esta idea la que el autor conecta con su célebre concepto de “desencantamiento del mundo”:

La intelectualización y la racionalización crecientes no significan en consecuencia un creciente conocimiento de las condiciones bajo las cuales se vive. Significa en cambio algo distinto: el saber o el creer que si se quiere se puede, que no hay en principio ninguna fuerza misteriosa e imprevisible que interfiera, que antes bien todas las cosas pueden ser dominadas por el cálculo. Pero esto significa el desencantamiento del mundo. Nunca más se podrá echar mano a los recursos mágicos, como el salvaje, para quien tales poderes existen para dominar o implorar a los espíritus, sino que habrá que recurrir a cálculos y recursos técnicos. Tal es la significación esencial de la intelectualización (2003: 18).

Dicha constatación da cuenta, a su vez, de que la desacralización de las fuerzas de la naturaleza en nombre del cálculo genera también la pérdida de aquel “sentido moral objetivo” de la realidad con el que las interpretaciones religiosas del mundo lograban dar fundamento sólido a la vida premoderna. Por lo que se completa ahora un proceso de siglos que deja al descubierto la existencia de un “politeísmo valorativo” propicio a favorecer insoslayables antagonismos éticos e ideológicos. En efecto, según Weber, tales conflictos carecen, obviamente, de “solución” definitiva, debido a que no pueden ser resueltos ni por medio de la actividad científica que nace ahora en su forma moderna, ni tampoco a través de la vida política que comienza a ser reformulada. Es que tal proceso confirma, en definitiva, la incapacidad humana para determinar sentidos y valoraciones de manera unívoca, dejando en cambio plenamente instalados, por un lado, un espacio público impersonal, reglado por el derecho formal moderno y, por otro, la pugna entre valores entendidos como meramente subjetivos. Como precisa Weber con cierto matiz trágico:

Es este el destino de nuestra época con su característica racionalización e intelectualización, y, sobre todo, con su desencantamiento del mundo, que hacen que se retiren de la vida pública los más sublimes valores y busquen refugio ya sea en el reino extraterreno de la vida mística o en la fraternidad de las relaciones inmediatas y recíprocas de los individuos (2003: 34).

Weber considera, de este modo, que, aunque la ciencia moderna constituye parte motora fundamental en esa evolución, no posee, ella misma, “algún sentido que supere lo puramente práctico y técnico”. Por lo que el tipo de “progreso” que ofrece “no tiene sentido puesto que no responde a las preguntas que para nosotros son más importantes: ¿Qué debemos hacer? ¿Cómo tenemos que vivir?”. Sin embargo, en un reconocimiento que da muestras de su propia ambigüedad frente al proceso que describe, agrega de inmediato: “Lo esencial reside en preguntarse en qué sentido no da ninguna respuesta y si, a pesar de todo, no podría quizá ser útil a quien plantease correctamente el problema” (2003: 22). Lo que significa, claramente, evitar pretender que la ciencia tome posición sobre cuestiones últimas. Es que “el viejo Mill (...) tiene razón en este punto” –señala Weber– “si se parte de la pura experiencia se llega al politeísmo” (2003: 27). De manera que solo cabe entonces concluir que

la vida conoce solamente la lucha eterna entre dioses, es decir, hablando sin metáforas, la imposibilidad de conciliar y por tanto de resolver los puntos de vista últimos posibles y en consecuencia la necesidad de decidir a favor de uno u otro (2003: 31).

En suma, el proceso de desencantamiento del mundo, con todas sus aristas, implica la progresiva constatación de que este no tiene un significado unívoco, evidente para todos, sino que es tarea de individuos y grupos el otorgárselo. La vida ético-política es, así, resultado del conflicto; y los más diversos paradigmas morales –ascetismo, hedonismo, normas altruistas, salvacionismo, prohibiciones, etc.– deben ser entendidos simplemente como variados “intentos de solución” originados ante tales diferencias de cosmovisión. Weber está convencido aquí de que su tarea consiste en evitar una visión poco realista de la filosofía práctica, haciendo que se tenga en cuenta el conflicto social como una de las principales fuentes de producción del complejo mundo moral2.

Más aún, este diagnóstico deja también en claro que, a diferencia de las cuestiones sobre axiomas últimos de valor, es decir, sobre acciones racional-axiológicas, son las acciones racional-teleológicas las que ganan terreno a partir de la modernidad. En efecto, ellas son las máximamente racionales a partir de ahora al ser las que realizan los agentes cuando eligen los medios más adecuados para sus fines, teniendo en cuenta las consecuencias que se siguen del uso de tales medios. Es el cumplimiento de esas consecuencias lo que permite constatar la pertinencia o no de tal acción, a diferencia de las tomas de posición sobre puntos de vista “últimos”, que resultan evidentemente incontrastables (Cfr. Weber, 2003: 27; Cortina, 1994: 347-348).

Por eso es que cuando, tras Weber, interpretaciones más radicalizadas de la cuestión señalan que, en rigor, a partir de la modernidad el mundo no solo ya no está “poblado por los dioses” sino que ha sido abordado por la ciencia, la técnica y la organización burocrática del Estado moderno como un gran mecanismo al que es preciso, ante todo, controlar, pasa a cobrar fuerza la idea de que, en definitiva, “el programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia” (Horkheimer y Adorno, 1988: 59). Y, vista así, la racionalidad científico-técnica occidental opera, en primer lugar, de manera ideológica, como instancia encubierta de dominio de una clase social sobre otra, pero más adelante como un verdadero mecanismo de “cosificación” total, que se impone sobre todo el género humano, sin excepción. El problema no es entonces solamente el de la lucha entre “propietarios y explotados” sino el proceso mismo de “mecanización” que, erigido en modelo paradigmático de racionalidad, acaba por volverla completamente opresiva. Por lo que tal racionalidad pasa a ser la clave de interpretación de una época que no vacila en indicar como “racional” solo aquello que tiene algún tipo de utilidad; pero que, al centrarse en los medios y reducir toda valoración a lo que “sirve para” algo, deja de lado la preocupación por los fines, es decir, justamente aquello para lo que todo lo demás sirve. Para estos autores, por tanto, el progreso de la razón se ha anulado a sí mismo; y su cuestionamiento radical a este período cultural llega incluso a la interpretación de que “la Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Este los conoce en la medida en que puede manipularlos” (Horkheimer y Adorno, 1988: 64).

La posición de A. MacIntyre frente al proceso descrito por Weber

Ahora bien, una nueva línea de argumentación frente al proceso descrito hasta aquí es la que se caracteriza por profundizar aquella denuncia, en parcial continuidad con los autores mencionados. Suscribiendo en parte las acusaciones anteriores, A. MacIntyre afirma ahora que es el propio tránsito hacia la modernidad cultural el responsable de haber dado el paso desde una cosmovisión “teleológica” del mundo –en la que el conocimiento de la “causa final” era indispensable para comprender el movimiento de los seres– hacia una interpretación “mecanicista” de este, en la que la ciencia comienza a requerir, simplemente, explicaciones centradas en las “causas eficientes”. Y tal evolución no habría tenido consecuencias solamente en el trato hacia la naturaleza en general, sino también en el modo de interpretar la naturaleza humana en particular. En efecto, para MacIntyre, es en la modernidad donde comienza a desdibujarse la noción griega de télos; es decir, la idea de que el hombre –como todos los demás seres– tiene un “fin” propio, particular, tal como lo entendían el pensamiento antiguo y medieval (Cfr. Aristóteles, 2003, E.N. I, 7, 1097b25-1098a21). Es que, según estas interpretaciones de la tradición, el concepto de “hombre” era, en sí mismo, un “concepto funcional”; es decir, un concepto que se define en términos del propósito o función que se espera que determinado ser cumpla (MacIntyre, 2004: 58)3. Y era gracias a esto que el sentido de la moralidad estaba claro: los preceptos que ordenaban las diversas virtudes y prohibían los vicios contrarios lograban instruir al miembro de la polis acerca de cómo alcanzar dicho fin, de modo que oponerse a él significaba quedar frustrado e incompleto (2004: 76). Por el contrario, la pérdida de dicha noción de la “función” humana comporta ahora, inevitablemente, la crisis del concepto de “verdad práctica”, dado que las acciones ya no tienen frente a qué ideal, frente a qué télos, contrastarse como “buenas” o “malas” de manera objetiva. La razón pasa a ser vista entonces como incapaz de motivar la conducta, y comienza a tener lugar la interpretación de que solo los sentimientos son los encargados de movilizarla (Cfr. Cortina, 1994: 340 y siguientes).

Por eso es que también para MacIntyre la Ilustración es responsable del modo “manipulador” de nuestra cultura (2004: 94 y siguientes). Con ella se pierde, a su juicio, la imprescindible conexión entre racionalidad y acción, incuestionable en su momento para Aristóteles a través de su concepto de phrónesis –prudencia– y presente también en la doctrina tomista de la recta ratio agibilium (Aristóteles, 2003: VI, 2, 1139a, 22-23; Tomás de Aquino, 1964, 1-2, q.56, a.3c.). De manera que la pérdida de esta conexión tendría una implicancia crucial para la filosofía práctica, tal como MacIntyre lo ve; se trata de la indiscutible tendencia de las sociedades modernas a adoptar como actitud moral central el “emotivismo” (Cfr. MacIntyre, 2004: 26), es decir, la posición según la cual los juicios de valor –y, más específicamente, los juicios morales– no son más que expresiones de preferencias, actitudes o sentimientos que los seres humanos manifiestan, tanto para expresar dichos sentimientos como para producir en otros tales efectos (Cfr. Cortina, 1994: 342 y siguientes).

Es así que, llegado este punto, MacIntyre le reconoce a Kant, al menos, la intención de constituirse en el límite más firme frente a tal emotivismo. En efecto, Kant asumía con convicción la idea de que uno puede proponer un curso de acción a alguien de dos maneras: tratar de influirle por vías no racionales u ofrecerle razones para actuar. Solo si hace esto último lo trata como a una “voluntad racional”, digna del mismo respeto que se debe a sí mismo; porque al ofrecerle razones le está ofreciendo una consideración impersonal para que evalúe la situación. Por el contrario, la tentativa de persuasión no racional convierte al agente en un mero instrumento de la voluntad de quien lo persuade, sin ninguna consideración para con su propia racionalidad (2004: 68). Sin embargo, desconociendo tales advertencias y muy lejos ya de las intenciones de Kant, a juicio de MacIntyre,

la experiencia moral contemporánea tiene (…) un carácter paradójico. Cada uno de nosotros está acostumbrado a verse a sí mismo como un agente moral autónomo; pero cada uno de nosotros se somete a modos prácticos, estéticos o burocráticos, que nos envuelven en relaciones manipuladoras con los demás. Intentando proteger la autonomía, cuyo precio tenemos bien presente, aspiramos a no ser manipulados por los demás; buscando encarnar nuestros principios y posturas en el mundo práctico, no hallamos manera de hacerlo excepto dirigiendo a los demás con los modos de relación fuertemente manipuladores a que cada uno de nosotros aspira a resistirse en el propio caso (2004: 94).

Y esto significa para MacIntyre que, cuando surge el “yo” distintivamente moderno, supuestamente autónomo, surge también con él nuestra caótica cultura emotivista. Por lo que, sin ver como posible una tercera alternativa frente a lo que entiende aquí como el indeseable cuadro de situación originado por la separación entre razón y moralidad, para MacIntyre solo cabe retrotraerse a la situación pre-moderna; solo dentro de tal escenario conceptual es posible estructurar la vida moral de la comunidad en torno a una cosmovisión unívoca y coherente. Asumiendo así, sin discusión, que “toda ética, teórica y práctica, consiste en capacitar al hombre para pasarlo del estadio presente a su verdadero fin”, insiste en que el haber eliminado cualquier noción de “naturaleza humana esencial” –y con ello también toda noción de télos ha vuelto la tarea de la ética completamente oscura (2004: 78). Y es que la fallida moralidad moderna, centrada en reglas y no en fines, solo permite determinar aquello que no debe ser hecho, mientras que, en lo que se refiere a las actividades a las que los hombres efectivamente deben dedicarse y a los fines que deben perseguir, “parece quedarse en silencio” (1994: 192). Así, lamenta MacIntyre, este tipo de moralidad simplemente “limita las formas en que conducimos nuestras vidas y los medios con que lo hacemos, pero no les da una dirección” (1994: 191).

Por el contrario, refiriéndose en forma elogiosa a las “sociedades heroicas” antiguas, parcialmente inspiradoras del modelo aristotélico, el autor agrega: “En tal sociedad, un hombre sabe quién es sabiendo su papel en esas estructuras; y sabiendo esto sabe también lo que debe y lo que se le debe por parte de quien ocupe cualquier otro papel y rango”. Y continúa:

Pero no solo para cada rango hay un conjunto prescrito de deberes y privilegios. También hay una clara comprensión de qué acciones se requieren para ponerlos en práctica y cuáles no llegan a lo que se requiere. Porque lo que se requiere son acciones. En la sociedad heroica el hombre es lo que hace (MacIntyre, 2004: 156).

No obstante, MacIntyre reconoce, llegado este punto, que aquella visión clásica de la vida social y política puede representar una versión demasiado simple de las complejidades del bien humano; que lo evidente es la diversidad de valores, los conflictos de bienes, la pluralidad de virtudes, que nunca logran formar una unidad simple, coherente y jerarquizada. Pero su respuesta a esto es, sin embargo, que tanto Aristóteles como Platón entendieron siempre dicho conflicto como un “mal eliminable”; y que, en ese sentido, ellos supieron ver que tales contradicciones son resultado de las “imperfecciones de carácter de los individuos o de convenios políticos poco inteligentes” (2004: 198). Así, según MacIntyre, para ellos, el “bárbaro” no era simplemente el “no griego”, sino alguien carente de polis; y en esto mismo daba muestras de su incapacidad para las relaciones políticas (2004: 200). Por el contrario, las sociedades heroicas sí supieron comprender que solo dentro de un sistema completo de preceptos orientados a un fin claro se es capaz de formular coherentemente propósitos personales. Pero esto se debe a que en aquellas sociedades era incuestionable el hecho de que “toda pregunta por la elección surge dentro del sistema; [aunque] el sistema mismo no puede escogerse” (2004: 161).

Por eso es que, sin alternativas, entiende MacIntyre que el proceso moderno de multiplicación de puntos de vista en cuestiones privadas y públicas nos ha incapacitado por completo para asentar la vida social sobre una interpretación unificadora y convocante. Lo que significa en definitiva que, en un mundo “desencantado”, la construcción de la comunidad moral ya no es posible. Y dado que para él las únicas posibilidades que se plantean a partir de la modernidad son la “racionalidad instrumental” y el “emotivismo”, no cabe entonces vislumbrar otra salida que la de volver la mirada al pasado, ya que “si contra la modernidad hay que vindicar una visión premoderna de la ética y la política, habrá de hacerse en términos cercanos al aristotelismo o no se hará” (2004: 152).

La posición de la hermenéutica contemporánea frente al Entzauberung der Welt

El trayecto realizado en el primer y segundo apartado de este trabajo pone de manifiesto que el ángulo de crítica con el que se abordan las responsabilidades del programa ilustrado en el proceso aquí descrito tiene entre sus características centrales el rechazo más amplio, de tono romántico, a todo aquello que pueda ser visto como meramente “pragmático” o “instrumental” (Thiebaut, 1992: 34). Una diferente línea de interpretación será la encargada de recordar que, curiosamente, en ello mismo se pierde de vista la otra gran faceta característica de la mentalidad romántica, es decir, su tendencia a ser favorable al más pleno despliegue de lo diverso y, con ello, a hacer frente al ideal de “uniformitarianismo” con el que la tradición occidental pretendió, en el pasado, eludir los conflictos de valores (Berlin, 2002: 158). Precisa I. Berlin sobre este nuevo enfoque:

A esta doctrina se la llama pluralismo. Hay muchos fines, muchos valores últimos, objetivos, algunos incompatibles con otros, que persiguen diferentes sociedades en diferentes épocas, o grupos diferentes en la misma sociedad, clases enteras o iglesias o razas, o individuos particulares dentro de ellas, cada uno de los cuales puede hallarse sujeto a exigencias contrapuestas de fines incompatibles, pero igualmente objetivos y últimos. Estos fines pueden ser incompatibles, pero su variedad no puede ser ilimitada, pues la naturaleza de los hombres, aunque diversa y sujeta al cambio, debe poseer cierto carácter genérico para que pueda llamársele humana (2002: 151-152).

Es decir que, desde esta óptica, el pluralismo constituye una alternativa viable a la uniformidad, sin que ello involucre a su vez la más completa crisis de toda intersubjetividad valorativa. Es que aun en el reconocimiento, con Weber, de la evidente “inconmensurabilidad”4 de los valores en conflicto a los que los seres humanos adhieren en los más diversos tiempos y lugares, se entiende aquí que tal pluralismo no tiene por qué significar necesariamente la asunción de posturas de tono relativista o subjetivista y, por tanto, meramente “emotivista”. Tal como señala Berlin, dicho pluralismo “simplemente niega que haya una teología o estética o moral verdadera, y solo una, y acepta valores o sistemas de valores alternativos igualmente objetivos” (2002: 161).

Por lo que, para quienes se acercan ahora al proceso de “desencantamiento del mundo” desde un enfoque más cercano a este –lejos ya de aquella primera valoración negativa–, tal desarrollo no tiene por qué ser visto como grave amenaza para la construcción de la vida social. Es cierto que, en tanto evolución que tiende a favorecer la expresión de la diversidad en las convicciones personales y grupales, conduce a su vez a la aceptación de que, a nivel político, la cuestión es más bien la de volver viable la convivencia favoreciendo la tolerancia, y no ya la de ofrecer un único télos que otorgue a la vida humana su significación. Por lo que esto puede generar, sin duda, en quienes pretenden para su comunidad la concreción de objetivos “superiores” a aquellos, la sensación de que solo la anima un sentido pragmático de la cuestión. No obstante, tal como se lo ve aquí, aquel proceso histórico merece incluso ser “celebrado” por significar contemporáneamente nada menos que el fin del “historialismo”, es decir, de la comprensión de las vicisitudes de la historia como insertas en un decurso unitario, dotado de un sentido único determinado (Vattimo, 1991: 16).

Más aún, tal cuestionamiento se extiende ahora hasta los propios “metarrelatos”5 de la modernidad, con sus supuestas intenciones emancipatorias. Entre ellos, el intento de reemplazar las antiguas interpretaciones religiosas y metafísicas del mundo por una “racional”, aunque devenida en dominante y excluyente, toda vez que la propia idea ilustrada de “razón” se presenta como la esencia ahistórica de la naturaleza humana. Gracias al proceso de abandono de “metanarrativas” como esta, en cambio, se espera poder llevar aún más lejos aquel primer momento de secularización de la cultura descrito por Weber, haciendo que sea posible asumir la diversificación de la razón en una mucho más realista pluralidad de voces (Cfr. Vattimo, 1994: 17 y siguientes).

De modo que la corriente hermenéutica6, que se ve también a sí misma como entusiasta heredera de la muerte de aquellas utopías, interpreta que bajo ningún concepto debe sentirse la tentación de “traicionar el desencanto”, retrocediendo en busca de seguridades perdidas (Cfr. Vattimo, 1991: 9). El riesgo grave que deriva de tal intención es el retorno a la metafísica, entendida como un “pensamiento violento”, más propio del pasado (1995: 70). Por el contrario, esta multiplicación de voces se agudiza ahora, en la “edad en que vivimos”, cuya característica central es la de ser la era de la opinión pública, de los medios masivos de comunicación, y en la que se ha vuelto evidente la urgencia por abandonar la teoría de la verdad como “conformidad con los hechos” para pasar a entenderla como “cruce de interpretaciones” (1994: 14 y siguientes).

Así, a la crisis de la idea de la historia como trayecto lineal y unitario, regido por una única interpretación unívoca del mundo, se le agrega aquí el surgimiento efectivo de múltiples “dialectos”, es decir, voces de minorías y comunidades desoídas por las interpretaciones unitarias de la historia y del progreso. Resulta evidente entonces que solo cabe concebir la realidad como el entrecruzamiento de estas diversas ópticas, las que, a su vez, deberán ser capaces de “desarraigarse” o tomar cierta distancia de sí mismas, si es que en verdad pretenden evitar recaer en excesos como los que comienzan a ser capaces de confrontar (Vattimo, 1994: 17).

Precisamente, a esta posibilidad alude Vattimo –claramente frente al comunitarismo de MacIntyre– cuando se refiere a una más genuina experiencia de comunidad, de ningún modo entendida como la “comunidad cerrada, de provincia, de parroquia, de familia, de los comunitaristas”, sino como una construcción siempre en proceso de gestación, en tanto “no tiene ningún límite objetivo insuperable (como pudiera ser el de la raza, el de la lengua o el de las pertenencias ‘naturales’)” (2006: 76). Precisa al respecto:

pienso en la “fusión de horizontes” de Gadamer, donde el éxito del diálogo hermenéutico entre los interlocutores no está en el prevalecer de la perspectiva de uno o del otro, sino en la formación de un horizonte común que disloca a ambos de sus posiciones precedentes (Vattimo, 1991: 183-184).

En el mismo sentido, desde el neopragmatismo7, Richard Rorty remarca también que los comunitaristas “son aquellos que, a la vez que rechazan el individualismo racionalista de la Ilustración (…), a diferencia de los pragmatistas, consideran que este rechazo pone en tela de juicio las instituciones y la cultura de los estados democráticos supervivientes”. Y es que, para los comunitaristas, ninguna sociedad que deja de lado la idea de “verdad moral ahistórica” es capaz de sobrevivir. Lo ven así debido a su convicción –piensa Rorty– de que no es posible ya “una comunidad moral en un mundo desencantado, porque la tolerancia lleva al pragmatismo que no es una filosofía lo suficientemente fuerte para dar sustento a la comunidad moral” (Rorty, 1996: 242).

Por lo que, en una clara toma de distancia frente a aquel monismo moral con el que Macintyre deseaba reponer las bases para la vida en común, las corrientes hermenéutica y neopragmatista coinciden ahora en que de lo que se trata es de evitar cualquier “reivindicación de ‘lo local’ frente a ‘lo global’, una reducción ‘parroquial’ de la experiencia de lo verdadero, para la cual los enunciados estarían siempre solamente dentro de un horizonte delimitado, y no podrían nunca pretender una validez más amplia” (Vattimo, 1995: 145). Pero, evidentemente, asumen también que para que tal “fusión de horizontes” sea posible es necesaria la previa aceptación del momento de fragmentación y “desencanto” descrito por Weber, entendido aquí como el inevitable “precio a pagar” a cambio del más pleno despliegue de lo diverso. La idea entonces es la de abandonar la intención de devolver al mundo su “encanto” si eso significa impedir a cada uno dar forma a su visión personal de la perfección. Así, en un sutil desplazamiento semántico, concluye Rorty que, si algo queda claro desde Weber, es que “es muy difícil sentirse encantado con una visión del mundo y ser tolerante con todas las demás” (1996: 266).

Esta corriente admite, por tanto, que es cierto que el “emotivismo” –como bien supo denunciar el MacIntyre más cercano a Kant– fracasa como teoría del significado del lenguaje moral debido a que no es verdad que los términos morales signifiquen solo “sentimientos subjetivos”. La hermenéutica coincide también en que a tal estado de cosas contribuyó la mentalidad cientificista moderna, para la cual las únicas proposiciones con sentido son aquellas de las que se ocupa la ciencia –ya sean analíticas, es decir, tautológicas, o sintéticas, determinadas por la experiencia–. En ese contexto, los conceptos éticos son meramente pseudoconceptos, dado que no existe ningún criterio que permita probar la validez de los juicios en los que aparecen.

La cuestión clave es que, desde este enfoque, tampoco eso es así. Por el contrario, cuando alguien afirma que “el acto x es malo”, no está simplemente expresando una desaprobación personal; afirma que cualquier ser humano razonable debería concebirlo de ese modo debido a que se muestra como en sí mismo indeseable, es decir, indigno de ser deseado. Con lo cual dicho sujeto no está expresando solo sus sentimientos personales sino apelando a “estándares intersubjetivos” que deben ser expuestos y considerados a fin de sostener tal valoración. La intersubjetividad no es, así, privativa de la racionalidad teórica, encarnada particularmente en la ciencia moderna, sino que existe también una racionalidad de lo práctico-moral, desde el momento en que la expresión “el acto x es malo” significa que el hablante cree tener razones que puede sacar a la luz para convencer a su interlocutor. Si tales razones son las malas consecuencias para las personas de obrar de ese modo, o que es impropio de personas cabales, es una discusión posterior, ya que significa precisar si el criterio que se está considerando es utilitarista o kantiano. Pero lo importante es que es posible apelar a tales criterios racionales (Cfr. Cortina, 1994: 346-347).

Lo que diferencia entonces a la hermenéutica, en sentido amplio, de la propuesta de MacIntyre es su negativa a intentar superar el emotivismo retrocediendo históricamente hacia una idea preconcebida de télos en conexión con una noción de “naturaleza humana” predeterminada8 y, en definitiva, con un único punto de vista moral que solo puede ser instaurado por imposición. En este sentido, puede ser cierto que durante siglos no se tuviera dudas acerca de la naturaleza del “bien supremo” o acerca del origen de la obligación moral en la “ley divina”. Sin embargo, esto mismo hacía que se sostuviera la necesidad de un consenso absoluto en torno a una única doctrina religiosa o moral general, y que la intolerancia fuera aceptada como condición de orden y estabilidad sociales. Precisamente, es eso lo que comienza a cambiar durante el período descrito por Weber.

Así se lo entiende, en particular, desde el procedimentalismo9, una de cuyas versiones sintetiza la pregunta crucial latente aquí de esta manera:

¿Cómo es posible que pueda existir a lo largo del tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales profundamente divididos entre ellos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables? Se trata de un problema de justicia política, no de un problema acerca del bien supremo (Rawls, 2003: 21).

Gran parte de la razón de ser de la filosofía ético-política contemporánea radica, justamente, en este intento de abordar cada vez con mayor acierto la cuestión del “politeísmo valorativo” puesto a la luz por Weber y revalidado aquí con contundencia. Es que, como clarifica Rawls, “considerar un desastre el pluralismo razonable es considerar un desastre el ejercicio mismo de la razón en condiciones de libertad” (2003: 20). No se trata entonces de si el conocimiento moral es subjetivo u objetivo, de si los juicios morales son causados por las emociones, o de si hay una gran variedad de códigos morales en el mundo. Todas estas corrientes asumen, por el contrario, que su razón de ser es la de encontrar los modos posibles de validar cuestiones morales estableciendo procedimientos racionales de decisión. Y destacan que, en efecto, es notorio que existen ya, de hecho, múltiples consensos alcanzados en torno a determinados valores básicos –tales como que es preferible la tolerancia a la intolerancia, la no esclavitud a la esclavitud, el respeto a los derechos humanos a su infracción, etc.–, de modo que su tarea es siempre la de desentrañar los mecanismos que llevaron a cristalizar tales acuerdos exitosamente (Cfr. Cortina, 1992a: 193).

Se trata, en definitiva, de la preocupación por el entendimiento entre quienes se consideran interlocutores igualmente facultados que solo pueden entenderse cuando, en lugar de instrumentalizarse recíprocamente, buscan cooperativamente el acuerdo racional. Como señala Cortina al referirse a su propia orientación, la ética comunicativa, presentada aquí en su carácter de hermenéutica crítica:

La hermenéutica gadameriana es una extraordinaria aportación, en la medida en que las ciencias sociales tienen que optar por la comprensión, es decir, por el tema del entendimiento, por el tema del acuerdo, el de la relación sujeto-sujeto, no la relación sujeto-objeto. Pero hay un punto, que es el de encontrar un criterio para distinguir entre lo vigente y lo válido10, y es en ese sentido en el que yo hablaba de una hermenéutica crítica, es decir, que da un criterio para la crítica de lo actualmente en existencia, de lo que sucede y de lo que pasa, que a mí me parece que es fundamental (Cortina, 2003).

Es que, según ella lo ve, cuando en una sociedad se pasa “de épocas monistas a épocas pluralistas”, hay un cierto momento en el que la población está confundida frente a tal “politeísmo”, y sobre cuáles son los valores básicos que, efectivamente, todo el mundo comparte. Es dicha búsqueda la que, por su parte, denominó “ética mínima”: la indagación en torno a los fundamentos para una ética cívica que asume que el pluralismo y la diversidad cultural sólo pueden librarse del relativismo extremo –como alternativa al monismo valorativo–, si se establecen unos mínimos éticos, racionales, comunes, acordados por todos y exigibles, sobre los que se puedan promover aquellas expectativas de “máximos”, o visiones comprehensivas del mundo, tras las cuales cada uno pueda perseguir sus propias expectativas de autorrealización (Cfr. Cortina, 1992b; Sánchez Pachón, 2014).

En suma, desde esta línea de pensamiento, no es posible ya el retorno a ninguna “propuesta de máximos”, en la medida en que es ese, precisamente, el modo de expresar el derecho a la diferencia que se reserva para cada ciudadano en una sociedad pluralista. Entienden estos autores que, por el contrario, la cuestión de los “fines” de la propia vida es, en efecto, una cuestión existencial que mantiene siempre un carácter personal y subjetivo. Es la dimensión que expresa la especificidad individual, por lo que no necesita ser argumentativamente defendida ante nadie para ser racional, sino que basta que tenga un sentido para el sujeto que se lo propone (Cfr. Cortina 1992a: 191).

De modo que es precisamente a partir del proceso de “desencantamiento del mundo” devenido con la modernidad, que la tarea de una “ética cívica” como la que persiguen los autores aquí considerados, pasa a ser la de articular dialógicamente la diversidad –en mayor medida determinando aquello que no debe hacerse– mientras que, “en lo que se refiere a las actividades a las que los hombres efectivamente deben dedicarse y a los fines que deben perseguir” –tal como reclamaba MacIntyre– ha asumido que, en efecto, puede y debe quedar en silencio.

Conclusión

El retroceso de las imágenes religiosas del mundo, entendidas como formas de cohesión social y fundamentación moral, produce, a partir de la modernidad, la sensación de que ya no es posible una moral compartida al diluirse un único código ético-religioso entendido como factor aglutinante de la vida en comunidad. Las acciones de tipo “racional-axiológico”, posibles hasta entonces, comienzan a encontrar grandes dificultades en sus pretensiones de objetividad, y cada agente opta por una jerarquía de valores percibidos como inconmensurables, y asumidos, por tanto, de manera emotivista.

Frente a esto, posiciones de tipo neoaristotélico, como la de Alasdair MacIntyre, se presentan como revalorización de la “sustancia ética” de la vida social, proponiendo reencontrar la racionalidad moral en el ethos ya vivido por un pueblo, en sus instituciones, virtudes y costumbres. Se trata de una razón realizada históricamente, en su pretensión de no soñar utopías ni buscar algún tipo de fundamentación más allá de los contextos concretos de la acción. Sin embargo, en ello mismo se constituyen, sin vacilación, en un retorno al monismo moral, a una ética “de máximos” susceptible de ser impuesta de manera unívoca a una población que se reconoce ahora como inevitablemente plural.

Desde el enfoque hermenéutico de la cuestión, por el contrario, se entiende que la justificación de normas morales no puede hacerse ya apelando a unos principios materiales, captables por la intuición, desde los que se deducirían las normas interpretadas por un magisterio autorizado para ello. Tales principios materiales se han manifestado como inexistentes, como lo muestra suficientemente el carácter plural de nuestras sociedades.

Recuperando entonces la conexión entre razón y acción como parte, ahora, de un saber intersubjetivo entendido como central para la filosofía práctica, se avanza aquí en torno a unos consensos básicos desde los cuales sea posible respetar a cada uno sus propios máximos –los “dioses en lucha” de Weber– y construir, a la vez, la vida social en común. Por lo que, sin euforias injustificadas, pero tampoco desde una mirada nostálgica hacia el pasado, las diversas líneas de la koiné hermenéutica asumen plenamente el giro lingüístico-pragmático contemporáneo, para posicionarse como una tercera alternativa entre el puro emotivismo y el, claramente inviable, monismo moral.

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1 Como es sabido, Weber alude en sus investigaciones al protestantismo en general, aunque en rigor se está refiriendo al calvinismo, por ser la línea teológica que considera más influyente en el modo de vida y la moral burguesas (Cfr. Weber, 1985).

2 Como señala Giner (2003: 133), para Weber, “la ética surge como resultado del conflicto entre fines incompatibles en el reino de la deliberación y no en el ciego seguimiento de reglas. Y la sociología -como la filosofía- debe estudiar precisamente esa deliberación”.

3 MacIntyre lo ejemplifica con las nociones de “reloj” y “granjero”, y explica que definimos ambos en términos del propósito o función que característicamente se espera que cumplan un reloj o un granjero. Así, el concepto de reloj no puede ser definido con independencia del concepto de un “buen reloj”, ni el de granjero con independencia del de “buen granjero”; del mismo modo, un hombre, no puede ser definido con independencia de lo que “debe ser tal” si cumple con su naturaleza esencial.

4 Entendiendo “inconmensurabilidad” en su sentido etimológico básico, de que “no pueden medirse con una medida común” o que no hay manera de compararlos y decir cuál es la escala de valores “mejor” o más “correcta”, y no en el tan frecuentemente aludido sentido relativista de T. Kuhn, en su obra La estructura de las revoluciones científicas (The Structure of Scientific Revolutions, 1962) de “inconmensurables” por pertenecer a “mundos diferentes” e “incomunicables” entre sí, lo que significa la imposibilidad de comprenderse mutuamente y llegar a un entendimiento.

5 Concepto acuñado por J. F. Lyotard en su obra La condición posmoderna (La condition postmoderne: rapport sur le savoir, 1979), con el que alude a los principales sistemas de ideas que prometieran la “liberación” humana (cristiano, ilustrado, capitalista y marxista) los que, aunque se presentan a sí mismos como orientadores de “sentido”, solo constituyen, a su juicio, diversas formas de expresión de la violencia ideológica occidental.

6 Vattimo se refiere a la corriente hermenéutica en sentido amplio como la koiné o lengua común “de la cultura de hoy”. Esta corriente, en su sentido contemporáneo, toma forma hacia los años 80 como la línea filosófica desarrollada inicialmente por H. G. Gadamer en su obra Verdad y método, [Wahrheit und Methode] (1960), y suele señalarse que, por el sentido extendido con el que se la entiende en la actualidad, no solo Gadamer y P. Ricoeur, sino también pensadores tan diversos como R. Rorty, K. O. Apel, J. Habermas, J. Derrida, M. Foucault y casi toda la filosofía europeo-continental hablarían ese lenguaje. (Cfr. Rodríguez, 1995: 9).

7 En su célebre obra La Filosofía y el espejo de la naturaleza, Rorty habla de abandonar el enfoque “epistemológico” de la filosofía y dejar que se manifieste el “hermenéutico”, entendido como el que no persigue ya “la representación exacta” y sí que “la conversación moral de Occidente continúe” (Cfr. Rorty, 1995: 287 y siguientes).

8 Recuerda Rorty que a partir de Hegel comienza a ser puesta en cuestión la propia idea de “naturaleza humana” al diluirse paulatinamente las distinciones entre una supuesta racionalidad innata y los productos de la enculturación; gana lugar, en cambio, la idea de que “nada hay debajo de la socialización, o antes de la historia, que sea definitorio de lo humano” (Rorty, 1991:15).

9 Se trata de aquella corriente que no se ocupa tanto de los contenidos morales, como haría una ética material, sino de “los procedimientos mediante los cuales podemos aclarar qué normas surgidas de la vida cotidiana son correctas”, y que asignan a la ética “la tarea de descubrir los procedimientos dialógicos legitimadores de las normas” (Cortina, 1992a: 179-180).

10 El énfasis es nuestro.