La analogía de la manufactura en el Leviatán de Hobbes a la luz de la interpretación arendtiana: continuidades y rupturas
Diana Paula Fuhr*
Cuadernos del Sur - Filosofía 50 (2021), 51-71, E-ISSN 2362-2989
A lo largo de la historia de la filosofía se han usado diversas imágenes para conceptualizar el Estado y la política. Su análisis y apropiación cambia según el autor y la época histórica. En este trabajo, el objetivo es abordar la imagen hobbesiana del Estado como máquina, autómata, hombre artificial, que denominamos “analogía de la manufactura”, haciendo un recorte a la luz de la interpretación y crítica que Hannah Arendt hace de ella. Por eso, en primer lugar, expondremos cómo Arendt articula la imagen hobbesiana del Estado-máquina con la burguesía y el imperialismo, y las consecuencias políticas que deriva de ello. Luego, analizaremos en el Leviatán el modo en que Hobbes conceptualiza el Estado a partir de la imagen del autómata u hombre artificial en el plano interno e internacional, en vínculo con la imagen orgánica. Por último, señalaremos las continuidades y rupturas entre la interpretación arendtiana y las referencias hobbesianas.
Palabras clave
Hobbes
Arendt
analogía de la manufactura
Fecha de recepción
17 de marzo de 2022
Aceptado para su publicación
7 de agosto de 2022
* Departamento de Humanidades, Universidad Nacional del Sur. Correo electrónico: dianafuhr89@hotmail.com.
Resumen
Throughout the history of philosophy, different images were used to conceptualize the State and politics. Analysis and appropriation change according to authors and historical ages. The purpose of this research is to approach the Hobbesian State’s image as a “machine”, “automation”, “artificial man”, that we call “manufacturing analogy”, in the light of Hannah Arendt’s interpretation and critic. First, we will present how Arendt articulates Hobbesian State’s image as a machine to bourgeoisie and imperialism and its political implications. Then, we will analyze how Hobbes conceptualizes State starting from the image of “automation” or “artificial man” in the Leviathan in both levels: internal and international in relation with the organic image. Finally, we will indicate continuities and ruptures between Arendt’s interpretation and Hobbesian references.
Keywords
Hobbes
Arendt
manufacturing analogy
Abstract
51-71
Do
Introducción
En los inicios de la modernidad, bajo el paradigma mecanicista, circulaba entre los pensadores la imagen de la máquina como modelo de comprensión de la naturaleza y de lo humano (Balzi, 2014). Hobbes es el primero que hace uso de este recurso para referirse al Estado (Schmitt, 2002), y lo hace a través de la figura del hombre artificial, cuyas partes se componen y relacionan al modo de un reloj mecánico o autómata; de este modo, combina dos fuentes: la del hombre y la del artificio.
La imagen de la máquina ha sido retomada por pensadores contemporáneos en sus críticas a la filosofía política moderna, entre ellos, Hannah Arendt. La filósofa divide su obra Los orígenes del totalitarismo (Arendt, 1998) en tres partes. En el capítulo V de la segunda parte titulada “Imperialismo”, en el apartado “Poder y burguesía”, la autora recupera la filosofía hobbesiana y la imagen del Estado como máquina de poder que fagocita todo lo que está a su paso, para analizar su relación con el desarrollo de la burguesía y el imperialismo. Desde el punto de vista de Arendt, la idea central del imperialismo es la consideración del poder “como un motor autoalimentado y siempre en marcha de la acción política” que justifica el expansionismo ilimitado (Arendt, 1998: 127), pero es en el Leviatán de Hobbes, específicamente en su concepción del hombre y del Estado como máquina, en que encuentra su prefiguración y justificación teórica. Ahora bien, el uso arendtiano de la imagen de la máquina para describir el Estado hobbesiano tiene que ver con las consecuencias que ella deriva de su concepción, que llegan más allá de lo que Hobbes sostiene.
En este trabajo, por medio del análisis de dicha imagen en el Leviatán (2014), inscribiremos a Hobbes dentro del campo de lo que llamamos “analogía de la manufactura” y “analogía orgánica”, y abordaremos cómo, a partir de ellas, conceptualiza el Estado, para poder establecer continuidades o rupturas con la interpretación arendtiana.
Con tal propósito, en primer lugar, abordaremos la relación que establece Arendt entre la máquina estatal hobbesiana, la burguesía y el imperialismo y sus implicancias políticas, porque esto nos permite recortar la aproximación a la filosofía de Hobbes. En segundo lugar, procederemos a deconstruir y profundizar en la imagen del Estado como máquina y hombre artificial en el Leviatán. De esta manera, finalmente, podremos notar el desplazamiento semántico y pragmático que se da de dicho concepto, tal como es tomado por Arendt y Hobbes, y mostrar así rupturas y continuidades.
Si bien la lectura que hace Arendt de Hobbes ha sido analizada por la crítica, no se ha realizado a partir de la conceptualización construida desde el campo de las imágenes. Por ejemplo, Porras (2015) trabaja la interpretación de la filosofía hobbesiana en los Diarios de la pensadora alemana a partir de términos como los de poder, libertad y sentido común. Díaz García (2019) considera los supuestos políticos del Leviatán como marco explicativo de la relación de mando-obediencia propia del imperialismo en Los orígenes del totalitarismo. Correia (2015) reconstruye el recorrido arendtiano sobre la teoría hobbesiana que toma el imperialismo como clave de comprensión burguesa de la política. Por su parte, los estudios hobbesianos consideran parcial y errónea la lectura de la pensadora alemana (Lukac, 2008). Estos trabajos realizan análisis en términos exclusivamente conceptuales. El presente artículo, en cambio, se apoya en el supuesto de que las metáforas y las analogías que están en la base de un concepto permiten comprender cómo se construyen y estructuran sus relaciones, límites y alcances (Lakoff y Johnson, 1998). Por ello, nuestro análisis se hará en términos de la imagen de la máquina y de la analogía de la manufactura.
La interpretación arendtiana del Estado como máquina en la lectura de la filosofía hobbesiana
Para empezar, debemos aclarar que pensar algo como una máquina implica considerarlo como algo construido con un fin que se autorregula en su funcionamiento. En el Leviatán se compara el Estado con el ámbito de los objetos producidos por el hombre, en concreto, con un artefacto mecánico o autómata. Esta operación lingüística, que denominamos “analogía de la manufactura”, articula la comprensión del ámbito político a partir de relaciones y propiedades del ámbito de la producción de objetos, en este caso, de la maquinaria.
Para Arendt, este tipo de imagen piensa la política en términos de técnica, pues se trata de buscar los medios para obtener un fin, anulando la política como fin en sí mismo. Hobbes concibe el Estado como un artificio (medio) cuyo fin es dotar de una unidad artificial a sus miembros para garantizarles la vida, y lo hace desde la imagen del hombre artificial.
A partir de esta expresión y de la tesis hobbesiana del afán de poder como impulso común a toda la humanidad (Hobbes, 2014), Arendt ve el Estado moderno como una máquina que adquiere y concentra las características propias del hombre hobbesiano: una máquina de poder en auto-aseguramiento sin fin.
Cuando Arendt analiza las particularidades de la nueva filosofía política que emerge en la modernidad, piensa la analogía de la manufactura como reflejo del burgués del siglo XVII. Por ello, la construcción del Estado sería funcional a los intereses particulares de estos individuos: Hobbes habría derivado el bien público del interés privado. El objetivo de la máquina estatal sería la acumulación de poder, la búsqueda del poder por el poder, para proteger los intereses particulares bajo la pretensión de que son los del cuerpo político:
Este cuerpo político fue concebido en beneficio de la nueva sociedad burguesa tal como emergía en el siglo XVII y esta descripción del hombre es un esbozo del mismo tipo de Hombre que encajaría en esa sociedad. La comunidad está basada en una delegación de poder, no de derechos (Arendt, 1998: 128).
Ahora bien, para Arendt, la descripción hobbesiana del hombre se realiza en función de proyectar un cuerpo político adecuado a la sed de poder que conduce a determinadas consecuencias en el interior del Estado.
Para la pensadora alemana, como en la teoría hobbesiana la carrera por el poder constituye el impulso general de la humanidad, la raison d’être del Estado quedaría reducida a la necesidad de seguridad, ya que la competencia y la igualdad en la capacidad de matar genera un sentimiento de amenaza mutuo. En este contexto, dado que solo la necesidad de seguridad sostiene el Estado y mantiene juntos a los hombres (Arendt, 1998), y que la razón es reducida a razón calculadora, Hobbes debilitaría el concepto de libertad y convertiría al hombre en un sujeto sin capacidad para la responsabilidad, que obedece sin cuestionar a cambio de protección. Hobbes anticipa, así, la lógica de la moral burguesa:
[El cuerpo político] Adquiere un monopolio del homicidio y proporciona a cambio una garantía condicional contra el ser víctima de homicidio. La seguridad es aportada por la ley, que es una emanación directa del monopolio de poder por el Estado (y no es establecida por el hombre según normas humanas acerca de lo que es justo e injusto). Y como esa ley procede directamente del poder absoluto, representa una necesidad absoluta a los ojos del individuo que vive bajo ella. Respecto de la ley del Estado —es decir, del poder acumulado de la sociedad y monopolizado por el Estado— no cabe ya preguntarse por lo que es justo o por lo que es injusto, sino solo la absoluta obediencia, el ciego conformismo de la sociedad burguesa (Arendt, 1998: 129).
De esto se deriva que, por su inserción en la máquina estatal y como condición para su funcionamiento, el hombre pierde su libertad, se convierte “en diente de una máquina acumuladora de poder” (Arendt, 1998: 132-133), en medio para el fin de este Estado-máquina que buscará expandirse para potenciar su poder. En este sentido, sostiene Arendt: “Cada hombre y cada pensamiento que no se conforman al objetivo último de una máquina cuyo único objetivo es la generación y la acumulación de poder es una molestia peligrosa” (1998: 132).
De esta manera, en la medida que la analogía de la manufactura representa el Estado como máquina y al individuo como una pieza, conceptualiza y crea un individuo que, para Arendt, pierde toda responsabilidad moral, social y toda convicción para la acción, queda despojado de su propia capacidad de agencia política. Pero este despojo del hombre en su condición para la acción, que se da a través de y gracias al mecanismo del Estado, sería precisamente afín al proyecto burgués y al imperialismo1.
Ahora bien, en el planteo arendtiano, la analogía de la máquina tiene dos dimensiones o planos: por una parte, el interior del Estado y, por la otra, las relaciones interestatales. En el caso intraestatal, de la imagen del hombre (burgués) y del cuerpo político como proyecto afín a la mentalidad burguesa se desprende la enajenación política del individuo recién mencionada. El individuo se convierte en medio para un fin y se desentiende de la acción, de la libertad y de la responsabilidad social, pues delega sus responsabilidades sociales en los derechos políticos del Estado —quedando excluido de la participación en los asuntos públicos—. Sin embargo, conserva sus derechos privados. El Estado, como máquina de monopolio y expansión de poder, se sostiene en la absoluta obediencia y conformismo burgués, se justifica a sí mismo como garante de seguridad, sin carácter ético. Al interior del cuerpo político no hay una incorporación del individuo a la comunidad política por lazos afectivos con otros, sino una pertenencia solitaria condicionada a la vida del poder soberano.
En el caso del ámbito internacional, por su parte, la analogía de la manufactura, tal como la piensa Arendt, justifica el imperialismo, pues la concepción del Estado como máquina convierte el poder en motor y único contenido de la política y la expansión en último fin, lo cual responde al interés burgués en el sentido de que la “inacabable acumulación de propiedad” requiere de una “inacabable acumulación de poder” (Arendt, 1998: 131).
La máquina de poder que es cada Estado, para Arendt, “se halla construida de tal manera que puede devorar al globo siguiendo su propia ley inmanente” (1998: 133). Dicha ley es la de la búsqueda del poder por el poder y del uso de la violencia como medio para el funcionamiento de la máquina. Por ende, se conceptualiza los Estados como máquinas de guerra en expansión, cuyo objetivo destructivo se ve, según la autora, en la igualdad de capacidad para matar que caracterizaba la lucha por el poder en el estado de naturaleza hobbesiano. Cada nación vive con respecto a las demás naciones “en la condición de una perpetua guerra y en los linderos de la batalla, con las fronteras armadas y los cañones apuntando contra los vecinos en todas direcciones” (1998: 133).
Según Arendt, el lema que rige el imperialismo, que constituye asimismo el motor del Leviatán, es “victoria o muerte”: se buscaría una expansión sin límites y, cuando ya no quedase más nada, el Estado se devoraría a sí mismo. Este es el destino del Estado como máquina de poder que se deriva de la interpretación arendtiana de Hobbes:
Pero cuando sobrevenga la última guerra para cada hombre no se establecerá en la Tierra una paz definitiva: la máquina de poder, sin la que no se habría logrado la continua expansión, precisa de más material que devorar en su inacabable proceso. Si la última comunidad victoriosa no puede llegar a “apoderarse de los planetas”, solo podrá destruirse a sí misma para iniciar de nuevo el inacabable proceso de generación de poder (Arendt, 1998: 134).
De esta manera, los supuestos políticos de Hobbes se muestran, según la interpretación de Arendt en Los orígenes del totalitarismo, como auspiciadores de una filosofía imperialista, individualista, que anula al sujeto político en el interior del Estado, que hace posible y apoya el proyecto burgués. Como señala Zagari (2007), los procesos políticos y sociales de los siglos XIX y XX serían, para la pensadora alemana, consecuencia lógica del Leviatán.
Ahora bien, aunque sea cierto que Hobbes concibe las relaciones entre los Estados como un estado de naturaleza, y que la lucha por el poder y el dominio sea clave en la supervivencia entre individuos en la condición de guerra de todos contra todos, cabe preguntarse: ¿En qué medida justifica Hobbes el expansionismo sin límites con su Estado-máquina? ¿Cuáles son los límites de la acumulación de poder, si es que los hay? ¿A qué se refiere Hobbes cuando conceptualiza el Estado como máquina y cómo se origina esta expresión? ¿Qué características de ella transfiere al ámbito estatal para conceptualizar la política? ¿Qué responsabilidad le queda al individuo?
El Estado como máquina en el Leviatán
Para entender la conceptualización del Estado como máquina en el Leviatán es necesario analizar la Introducción, teniendo en cuenta que Hobbes utiliza la palabra “autómata” —es decir, un artefacto con movimiento y funcionamiento propios— y que los organismos vivos pueden ser considerados en su estructura como autómatas desde el modelo mecanicista2. Allí, Hobbes pone en relación el ámbito de la técnica, el de los artefactos y el de la naturaleza:
La Naturaleza (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en muchas otras cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero, tal como el Artífice se lo propuso? (Hobbes, 2014: 3).
Luego, introduce el ámbito político. En este punto, compara el Estado con un hombre artificial y lo considera como un artefacto creado por los hombres a imitación del arte divino:
El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y del poder ejecutivo, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte. Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, asemejándose a aquel fiat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación3 (Hobbes, 2014: 3).
El Estado es conceptualizado desde la imagen del autómata como un cuerpo artificial en movimiento, dándose simultáneamente dos operaciones: el establecimiento de relaciones entre las partes del Estado y las del cuerpo humano (analogía orgánica) y la comparación del Estado con un artefacto como un reloj (analogía de la manufactura). Ambas operaciones están mediadas por la asimilación del cuerpo humano a un autómata4. En este sentido, es la primera vez que se utiliza la analogía orgánica como analogía de la manufactura para dar cuenta de la naturaleza del Estado como artificio y, en especial, como autómata5.
La imagen del Estado como hombre artificial o cuerpo político da cuenta de la unidad de la multitud de individuos a través de cadenas artificiales, que son las leyes civiles, y de las funciones asignadas por el poder soberano, que tiene el control y el principio de movimiento de la totalidad, y constituye su “alma artificial” (Hobbes, 2014: 3).
En esta metáfora del Estado como hombre artificial, los hombres constituyen su materia y sus artífices —a la vez que su modelo—. Los pactos, derechos y obligaciones ensamblan las partes habilitando el funcionamiento del Estado, al modo como la articulación de partes de un organismo permite la conservación de la vida y las del reloj dar la hora. Estos ensamblajes responden a la naturaleza de la materia y a la finalidad del constructo: la seguridad, que en el ámbito de los organismos se asimila a la conservación de la vida y en el ámbito de la técnica a la garantía de una vida artificial —durabilidad del Estado— cuya sede es la soberanía. Por ende, al aludir al Estado como un “hombre artificial”, Hobbes lo conceptualiza como un mecanismo con jerarquías y articulaciones internas que le permiten funcionar como unidad y cumplir su función. Esto hace posible extraer ciertas relaciones y propiedades.
Por un lado, es evidente la centralidad, unidireccionalidad y verticalidad de la relación entre el poder soberano y los súbditos, entre el todo y las partes, ya que el centro del cual parte cualquier movimiento es la soberanía. Recordemos que “la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero”, los funcionarios son nexos, la recompensa y el castigo son nervios que hacen que cada funcionario y cada individuo cumpla las órdenes del poder soberano (Hobbes, 2014: 3). Por su parte, la equidad y las leyes son concebidas como una razón y una voluntad artificiales, que son las del soberano. En este sentido, las leyes civiles son cadenas artificiales que salen de los labios del soberano y llegan a los oídos de los súbditos (Hobbes, 2014).
Ahora bien, lo que articula el Estado de esta manera, según lo planteado por Hobbes, es el deseo de seguridad y autopreservación que funciona como principio que define la racionalidad de la máquina, pensada en términos de medios y de fines6. Como para garantizar la seguridad debe garantizarse la obediencia absoluta al soberano —debido a la conflictividad propia de las relaciones humanas—, la unilateralidad de la decisión política cae en el soberano, que es quien establece la ley y los castigos, el criterio de acción y de decisión, concentrando así la absoluta autoridad y poder.
Por otra parte, la unidad del Estado en términos orgánicos representa la relación recíproca entre la vida y potencia del individuo y la del Estado. Los intereses de los particulares quedan respaldados, ya que la potencia y la salvación del pueblo dependen de la riqueza y abundancia de los miembros y negocios particulares, habiendo una mayor unidad en la monarquía (Hobbes, 2014).
Hobbes piensa esta unidad de intereses y esta concordia en términos de salud. Por ello, a través de la prolongación de la analogía orgánica en las imágenes de las enfermedades (cap. XXIX), conceptualiza la sedición como enfermedad y la guerra civil como muerte. Para Hobbes, lo que pone en riesgo la obediencia al poder soberano conduce a una división del Estado que culmina en su propia aniquilación. Puesto que la “soberanía es el alma del Estado” (Hobbes, 2014: 180), sin su respeto, el cuerpo político pierde el control unívoco de las partes del Estado, se pierde la unidad.
De esta manera, la imagen del Estado como hombre artificial o autómata da cuenta de su unidad artificial. Sin embargo, si bien los súbditos quedan reducidos en dicha imagen a partes sin ningún tipo de control o capacidad de acción política, esto no dice nada aún de los derechos y obligaciones ni de su responsabilidad, pues los mismos se derivan de la finalidad del Estado, la seguridad, pero también del pacto de unión y sujeción, por el cual se ensamblan las partes. El momento hipotético del pacto muestra cómo se constituye el Estado como persona artificial y qué rol asumen los individuos en el ámbito político.
Como señalamos, en la Introducción del Leviatán los hombres no son solamente materia, sino también artífices del Estado, y Hobbes piensa el Estado como un artificio, lo cual implica un acto de creación —el pacto— y un estado previo hipotético —el estado de naturaleza—.
Las características del estado de naturaleza —por el que se justifica la institución del poder soberano— se derivan de las premisas antropológicas que rigen las interacciones entre los hombres y que, en ausencia de un poder común, conducen a una guerra de todos contra todos.
El hombre hobbesiano es un ser racional y pasional, se acerca hacia lo que desea y se aleja de lo que le produce daño (Hobbes, 2014: 42). El criterio de racionalidad es hacer lo que conduce al beneficio propio y a la autoconservación. Ahora bien, dado que por naturaleza todos los individuos son iguales y tienen el mismo derecho a todas las cosas (libertad natural), y no hay un poder común que gobierne a todos (estado de naturaleza), el conflicto es inevitable y la violencia es un medio legítimo. En tal condición hipotética (cap. XIII), el deseo de lo mismo —si es escaso— desencadena una competencia mutua y una enemistad que genera temor y ataque preventivo como defensa, y a estas causas de conflicto se suma el deseo de gloria. Cada uno ve en el otro una posible amenaza y vive bajo un temor constante a la muerte violenta. No hay leyes ni justicia ni injusticia ni criterio de bien y mal ni propiedad. La ley de naturaleza dicta a cada hombre esforzarse por la paz, si hay esperanza de obtenerla, o buscar y usar toda la ayuda y las ventajas de la guerra. Dado que la guerra no garantiza la autoconservación, la razón sugiere que cada uno limite su derecho a todo y ceda su poder a un tercero —el soberano—, si todos lo hacen, para que dictamine las leyes de paz y garantice su cumplimiento.
Hobbes justifica el monopolio de la violencia y el poder absoluto del soberano a partir del estado de naturaleza como estado de guerra, temor y amenaza en un momento en que Inglaterra atraviesa guerras civiles. La seguridad, elemento base de la creación del artificio estatal y razón de estado, justifica la concentración de poder que se esquematiza en la figura del soberano como alma del Estado, a la vez que funda la relación protección-obediencia.
Ahora bien, dicha configuración del poder y la consecuente estructura de relaciones al interior del Estado se instituye mediante el pacto que, como señala Kersting (2001), puede desdoblarse en dos dimensiones: 1) el acto de renuncia al derecho a todo o restricción de la libertad natural y, 2) el acto de autorización de las acciones, juicios y voluntad del soberano como propias para que el Estado tenga verdadera unidad y dominio sobre sus partes:
El único camino para erigir semejante poder común (…) es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus actos de la misma manera (Hobbes, 2014: 140-141).
Por el acto de autorización, los súbditos, si bien se desentienden de la agencia política, aceptan las decisiones del soberano como propias, otorgándole el gobierno de sí mismos a través de la enajenación de la propia voluntad (Kersting, 2001). Esto permite que el Estado actúe y hable con una única voz, como un cuerpo político con una única voluntad (Skinner, 2010). Asimismo, los súbditos son autores de cada uno de los actos del soberano, con lo cual nunca son eximidos de la responsabilidad de sus actos, si bien se puede poner en cuestión qué realidad práctica tiene esa responsabilidad meramente abstracta e hipotética. Como señala Zagari, esto supone “la alienación del individuo hacia el soberano o la asamblea y, en el mismo acto, la preservación de la libertad del mismo individuo que se constituye para sí —como sujeto— en el momento fundacional de la soberanía” (2007: 53).
En términos de imágenes, por esta doble dimensión, la imagen orgánico-teatral complementa la de la manufactura, ya que la soberanía es creada, artificial, pero se conceptualiza a través de la imagen de una voluntad con dominio sobre el cuerpo. La enajenación del individuo y la asunción del juicio y voluntad del soberano como propios permite al cuerpo político moverse como unidad, dando capacidad de movimiento y acción al autómata-Estado. Esta unidad se sostiene en la escisión del individuo en foro interno y externo (Schmitt, 2002). Cada uno puede pensar internamente lo que quiera, pero en la acción manifiesta debe obedecer, dado que la absoluta obediencia es esencial para la articulación, actividad y estabilidad del Estado como mecanismo.
Así, por medio de la sujeción al poder soberano, del acto de autorización y de la obediencia absoluta se garantiza el funcionamiento del hombre artificial-Estado, del cual los súbditos se reconocen como responsables y autores, lo que implica simultáneamente la enajenación de la voluntad y el completo y voluntario sometimiento. Como señala Fernández Peychaux (2013), no se debe olvidar que los individuos son los artífices del Estado.
Sostiene Hobbes en la Introducción del Leviatán: el Estado “no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero” (Hobbes, 2014: 3).
El acto de renuncia y autorización deja al poder soberano como único en estado de naturaleza, con derecho a todo. Como características fundamentales de cada hombre artificial-Estado señala Hobbes la soberanía y la libertad, pues los Estados son los únicos que preservan libertad en un sentido positivo y absoluto.
Ellos son concebidos como hombres artificiales que están en estado de naturaleza con respecto a los demás y tienen el deber de garantizar la seguridad de sus súbditos, protegiéndolos tanto de las amenazas mutuas y las enfermedades internas, por medio de leyes, como de las amenazas externas, a través de la guerra (Hobbes, 2014). El Estado se constituye internamente mediante un poder y una voluntad soberana, y externamente como unidad de fuerzas y de poder en oposición al enemigo extranjero (Hobbes, 2014). Cuanto mayor sea el poder de un Estado, mayor será su seguridad, según la lógica hobbesiana:
La ley de las naciones y la ley de naturaleza son la misma cosa, y cada soberano tiene el mismo derecho, al velar por la seguridad de su pueblo, que puede tener cualquier hombre en particular al garantizar la seguridad de su propio cuerpo (Hobbes, 2014: 291).
De esa manera, lo que rige las acciones frente a otros Estados es el principio de seguridad y supervivencia. Ahora bien, ¿qué lugar le cabe al deseo de poder y expansión de un Estado?
Según la antropología hobbesiana, las acciones de los hombres tienden a procurar el propio bien y a asegurar el progreso continuo en la satisfacción de los deseos, que se consigue mediante el poder. El afán de poder se constituye como un impulso y condición incesante de la humanidad. Sin embargo, no se trata únicamente de un deseo por el poder mismo:
Y la causa de esto [del poder como inclinación general de la humanidad entera] no siempre es que un hombre espere un placer más intenso del que ha alcanzado; o que no llegue a satisfacerse con un moderado poder, sino que no pueda asegurar su poderío y los fundamentos de su bienestar actual, sino adquiriendo otros nuevos (Hobbes, 2014: 79-80).
En este punto, resulta relevante destacar que Hobbes ejemplifica el afán de poder y su causa precisamente a través de la figura de los reyes:
De aquí se sigue que los reyes cuyo poder es más grande, traten de asegurarlo en su país por medio de leyes, y en el exterior mediante guerras; logrado esto, sobreviene un nuevo deseo: unas veces se anhela la fama derivada de una nueva conquista; otras, se desean placeres fáciles y sensuales, otras, la admiración o el deseo de ser adulado por la excelencia en algún arte o en otra habilidad de la mente (Hobbes, 2014: 80).
Aquí aparecen las guerras como un modo de asegurar el poder. Sin embargo, este no necesariamente se constituye como un fin en sí mismo o se condice con un deseo incesante de conquista —aunque sí puede iniciar una carrera sin límites—. El poder es buscado en cuanto medio para conseguir otros propósitos. Puede tomar diferentes formas, una de ellas es la violencia y la conquista, pero no la única7.
Asimismo, en el capítulo XVII Hobbes señala con respecto a la expansión:
Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad, y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan para someter o debilitar a sus vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía (…).
No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa seguridad (…). La multitud suficiente para confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por la comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es de naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a intentar el acontecimiento de la guerra (Hobbes, 2014: 138).
Si bien —como se señala en el primer párrafo citado— entre los Estados representados por los soberanos reina un estado de naturaleza, Hobbes justifica el avance del poder a través de la guerra y la conquista con el supuesto fin de garantizar la seguridad de sus súbditos como pretexto. No necesariamente se trata de un deseo de expansión sin fin o de una guerra actual. Como puede leerse en el segundo de los párrafos citados, la política exterior está supeditada a la posibilidad de seguridad del Estado y, por ende, a la representación —basada en la visibilidad— que se tenga del poder del mismo y de los demás Estados. En este sentido, como señala Naishtat (2000), se establece una lógica diferencial de poder.
La misión del Estado en términos de política externa no parece estar definida preponderantemente por Hobbes en términos de invasión per se, sino más bien defensivos: “La misión de un Estado consiste en mantener el pueblo en paz, en el interior, y defenderlo contra la invasión extranjera” (Hobbes, 2014: 214). Con lo cual, nuevamente, por un lado, la expansión está supeditada a las condiciones de seguridad de la población y, por otro, el tipo de política a implementar frente a otros Estados tiene que ver con la amenaza o no que estos puedan representar y con la información que se tenga de los convenios y transacciones de los Estados entre sí (Hobbes, 2014). Sin duda, el argumento de la defensa puede ser utilizado como excusa para avasallar otros pueblos y justificar la expansión, pero no necesariamente es la mejor política para el pensador inglés. En el capítulo XXIX establece ciertos límites al puro expansionismo al referirse a “la grandeza inmoderada de las ciudades”, “el apetito insaciable o bulimia de ensanchar los dominios” con sus “heridas incurables” y “las conquistas mal consolidadas”, “tumores” o “carga” “que con menos peligro se pierden que se mantienen” (Hobbes, 2014: 179). Estas imágenes revelan que un imperialismo ilimitado podría ser perjudicial al Estado en vez de incrementar su poder y estabilidad, aunque lo que podría ponerse en entredicho no es la expansión en sí misma sino las condiciones en que se da, ya que nunca se corre de una lógica del dominio8 —muchas veces a nivel de la representación y visibilidad—.
Por otra parte, cabe mencionar que Hobbes hace referencia a la creación de colonias con la metáfora procreativa, pero se limita a establecer las relaciones posibles con el Estado “madre” (Hobbes, 2014), más que a justificar su instalación. Lo mismo sucede cuando se refiere a las colonias de Virginia y Sommer-Islands (Hobbes, 2014).
Incluso, en el marco del pensamiento hobbesiano, cabría preguntarse, tal vez con ingenuidad, si el establecimiento de colonias, el expansionismo y la violencia podrían funcionar per se como causa de expansión o si serían más bien una consecuencia de “necesidades” al interior del Estado y supeditados a esta. En este sentido, se legitimaría la expansión, pero no como parte de una lógica necesaria, sino más bien contingente, con relación a la seguridad del pueblo, al propio poderío y al de los otros Estados, lo que da lugar a un círculo vicioso cuyos términos son expansión y seguridad. De la misma manera, cabe preguntarse si la lucha por la hegemonía entre Estados podría culminar, como sugiere Arendt9, en una máquina de poder que termine por devorar el globo terráqueo bajo el lema “victoria o muerte”.
Por lo señalado anteriormente, un expansionismo ilimitado podría ser contraproducente con la finalidad misma del Estado: la seguridad. Sin embargo, ¿qué sucede para Hobbes en caso de escasez de recursos al interior? El filósofo señala en el capítulo XXX:
La multitud de los pobres, cuando se trata de individuos fuertes que siguen aumentando, debe ser trasplantada a países insuficientemente habitados; en ellos, sin embargo, no habrían de exterminar a los habitantes actuales, sino que se les constreñirá a habitar unos junto a otros; no ya apoderándose de una gran extensión de terreno con ánimo de expropiarlo, sino cultivando cada parcela con solicitud y esfuerzo, para que de ellas obtengan sustento en la estación adecuada. Y cuando el mundo entero se ve recargado de habitantes, el último remedio de todos es la guerra, la cual procura una definitiva solución, por la victoria y por la muerte (Hobbes, 2014: 285).
Aquí aparece, por un lado, un expansionismo legitimado no por el poder, sino por la pobreza y en términos “pacíficos” y, por el otro, el lema “por la victoria y por la muerte”, pero no con relación a una lógica intrínseca a una máquina estatal sedienta de poder, sino a la posibilidad de un crecimiento poblacional mayor al de los recursos que puedan abastecerla. Entonces sí, la lógica de la violencia podría expandirse al globo terráqueo. De este modo, la lógica del poder por el poder no es la que guía el pensamiento hobbesiano sino la lógica de la seguridad, la supervivencia, el dominio.
Consideraciones finales: continuidades y rupturas entre la interpretación arendtiana y el planteo hobbesiano
En la primera parte vimos que Arendt focaliza en la noción de máquina para mostrar cómo el Estado hobbesiano deja al individuo sin capacidad de agencia ni responsabilidad política bajo obediencia ciega y, afín a los intereses burgueses, permite con sus premisas justificar el imperialismo posterior. El Estado hobbesiano es, en la lectura de Arendt, una máquina sedienta de poder que devora todo lo que está a su paso y en la cual el individuo —despojado de todo derecho político, de acción y de comunidad— queda reducido a diente de la máquina. Según la pensadora alemana, Hobbes parte de las necesidades económicas de la burguesía para proyectarlas políticamente. En esta operación los individuos se anulan a sí mismos como sujetos de acción política para acomodarse al sistema de acumulación de poder y capital. De esta manera, pasan a formar parte del engranaje de un sistema que, a su vez, asegura sus propios intereses. En la lectura de Arendt la lucha por la acumulación de propiedad pone en riesgo la seguridad individual, mientras que el Estado-máquina permite asegurar y extender esa acumulación a través del poder y la expansión. De esta manera, el Estado hobbesiano preludia el imperialismo del siglo XIX y Hobbes es considerado como un pensador de la burguesía.
En la parte dedicada a Hobbes, sin embargo, vimos que el filósofo utiliza los términos “autómata” y “hombre artificial”, y que esta analogía, si bien tiene supuestos presentes en una variedad de justificaciones y legitimaciones históricas posteriores, en realidad responde a una época en que la hipótesis mecanicista se aplica como modelo a la naturaleza (cuerpo humano como mecanismo) y permite la creación de artefactos con movimiento propio. Esta imagen del Estado como autómata/cuerpo artificial tiene como objetivo dar cuenta de la naturaleza y unidad artificial del Estado, focalizando en el poder soberano. En este sentido, la novedad de Hobbes radica en concebir lo político en el plano del artificio y no de la naturaleza.
Dado que Hobbes vive en plena guerra civil, el problema que enfrenta es el de cómo generar unidad y orden ante la conflictividad de la naturaleza humana —que lleva al temor mutuo por la propia vida—. Por esta razón, la creación del Estado como hombre artificial implica un mecanismo con jerarquía y articulación entre las partes que supone el monopolio de la razón, la voluntad y el poder. El soberano, en cuanto alma y voluntad del cuerpo político, tiene dominio absoluto sobre este.
A través del pacto de unión y sujeción, el súbdito es relegado, como señala Arendt, a la obediencia. La razón de ser del Estado es la seguridad y el eje estructural del mismo es el poder soberano como garante de seguridad bajo el principio de protección-obediencia. En este sentido, por cuanto al súbdito solo le corresponde obedecer, se convierte —en palabras de Arendt— en “diente de la máquina”. Y este principio de obediencia absoluta —a condición de protección— es, sin duda, eje en la filosofía hobbesiana. La pluralidad conduce al conflicto, y se torna imprescindible, para el pensador inglés, la unidad a través de un mecanismo controlado por el poder soberano en que al súbdito corresponde obedecer.
No obstante, pasa desapercibido para la pensadora alemana que el individuo es envuelto en la responsabilidad sobre los actos del soberano por la autorización y el consentimiento, por la cesión de su voluntad particular para que haya una voluntad de Estado, soberana, exteriorizada en las leyes. La obediencia y los derechos del soberano no vienen de la mera imposición externa, sino de la sumisión voluntaria y el consentimiento. La imagen de la unidad y de la soberanía como efectivo dominio de la voluntad del cuerpo político sobre sus partes se da no solo por el cumplimiento de la ley por temor al castigo, sino también por la cesión del gobierno de sí mismo ante el temor a una perpetua vida insegura (Skinner, 2010). El temor a la muerte violenta, a la pérdida de la propia vida, aún más que a la pérdida de propiedad o posesiones, es lo que preocupa al pensador inglés y sirve de justificación para el mecanismo estatal. El deseo de una vida confortable es también un móvil, pero la obediencia o desobediencia se articulan a partir de la seguridad que le pueda proporcionar el poder soberano a su propia vida y, por ello, es que hay consentimiento, hay voluntad de obediencia.
La imagen orgánico-teatral del Estado como unidad personal en el Leviatán se entrecruza con la analogía de la manufactura y focaliza en la unidad de la voluntad como símbolo de la soberanía, permitiendo al todo dominar sus partes gracias al pacto. De esta manera, dichas imágenes involucran al individuo a la vez que lo enajenan.
En el Leviatán, la imagen del Estado como hombre artificial permite conceptualizar al Estado como un artificio cuya capacidad de acción se centra en una soberanía creada, artificial, calculada, pero en la articulación de sus partes implica no solo al individuo como pieza y materia, sino también como artífice. Por ello, por un lado, el individuo se enajena como consecuencia del pacto en cuanto se despoja de sus derechos políticos, pero obtiene a cambio seguridad —como señala Arendt—, mientras que, por el otro, por el hecho mismo de ser artífice del pacto, nunca deja de ser responsable de las acciones del soberano y de dar su consentimiento, aunque se haya despojado a sí mismo del derecho de juzgarlo y de intervenir en materia política —aspecto no enfatizado por Arendt—.
Con respecto a este último punto, cabe recordar que los súbditos son autores de cada uno de los actos del soberano, no porque le cedieron su poder y renunciaron al derecho a todo, sino porque autorizaron al soberano a usar todos los medios como lo que crea oportuno para garantizar la paz y defensa en el interior del Estado, y en esta autorización se comprometieron a aceptar la voluntad y el juicio del soberano como si fuesen propios. En cuanto son autores de cada uno de los actos del soberano, dado que se apropian de ellos, son también responsables. Consentimiento y autorización son los mecanismos hobbesianos que encierran al individuo en la paradoja de la responsabilidad de su propia conducta incluso en su calidad de dientes de una máquina. En su clave de lectura de Hobbes a partir de las condiciones socioeconómicas de la burguesía y de la lógica imperialista, Arendt pierde de vista las implicancias del pacto de unión y sujeción y del consentimiento en lo que respecta a la responsabilidad, así como lo que realmente preocupa al pensador inglés: el temor a la muerte violenta, la guerra civil. Para Hobbes, el individuo es responsable de que la soberanía cuente con la condición para brindar protección, y esa condición es la obediencia. Sin obediencia no hay seguridad. Sin seguridad peligra la vida. Si a Hobbes le preocupa la obediencia, es porque la desobediencia lleva a la guerra civil. A su vez, si considera la necesidad de hacer a cada individuo autor y responsable de los actos del soberano es porque lo supone como condición de unidad y de paz. El mecanismo de aceptar la voluntad y el juicio del soberano como propios hace posible, según el pensador inglés, la unidad de todos en la voluntad del soberano. Esto permite al Estado actuar como una unidad orgánica que implica al individuo no desde la ceguera mecánica, sino desde el consentimiento y, por ende, desde la responsabilidad. Es cierto que aquí se pone en juego el problema de que, si todos son responsables, nadie lo es. Sin embargo, no puede negarse que la filosofía hobbesiana deja lugar a la responsabilidad de los súbditos en la acción del Estado en cuanto artífices del mismo y en cuanto autores de los actos del soberano.
En lo que respecta al plano internacional, mientras que Arendt ve en Hobbes un precursor de la filosofía imperialista, precisamente a través de su idea de Estado como máquina de poder, en nuestra lectura de Hobbes nos encontramos sí con una idea de afán de poder como impulso general de la humanidad, pero no con un Estado-máquina sediento de poder capaz de devorar el globo terráqueo solo por el deseo de poder mismo. La imagen de los Estados como hombres artificiales o individuos en estado de naturaleza implica, hacia adentro, una articulación en pos de la disuasión de temor mutuo y, hacia afuera, una relación de guerra y poder —muchas veces en términos de representación o imaginario más que en términos actuales— en la lógica de la supervivencia, pero el fin no es el poder por el poder sino la seguridad y las condiciones para lograrla. Por ello, es al argumento de la escasez y la superpoblación al que apela Hobbes para la expansión bajo el lema “victoria o muerte” que recupera Arendt. Otro argumento en la misma línea es que, a la vez que el pensador inglés conceptualiza la relación entre los Estados como una condición de guerra que promueve la expansión por la defensa, a través del uso de la metáfora orgánica de los tumores o la bulimia como apetito insaciable, pone límites a esa expansión priorizando las condiciones de la supervivencia. De este modo, podemos observar que, si bien en el filósofo inglés hay premisas que justifican el expansionismo, este no es por sí mismo la base de sus argumentos. En todo caso, subsiste una circularidad de seguridad y expansión en la que el poder es medio. En términos generales, la lógica de la supervivencia es prioritaria en el planteo hobbesiano respecto de la lógica de la expansión.
A raíz de lo analizado, podemos concluir que Hannah Arendt lleva al extremo las consecuencias del Estado como máquina en el Leviatán a la luz del siglo XIX. Sin embargo, la preocupación principal de Hobbes fue la del interior del Estado. La creación del artificio estatal —hombre artificial / autómata / Estado—, estructurado en el poder absoluto del soberano como su alma o voluntad, era para Hobbes el mejor remedio contra la peor enfermedad: la guerra civil. En ese artificio, debía estar presente el consentimiento y, con este, la consciencia de la soberanía como garante de la propia vida. La vida y no la expansión es lo que está en juego en el planteo del pensador inglés.
Bibliografía
Fuentes
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1 En la anulación de la acción se dan simultáneamente la pérdida de la capacidad de acción de los individuos, de la pluralidad y del espacio público.
2 Bajo el modelo mecanicista se comprende la naturaleza como si fuese una máquina y se habilita la construcción de máquinas/artefactos mecánicos gracias al saber técnico (Negri, 2008; Turró, 1985).
3 La cursiva pertenece al original, al igual que en las siguientes citas.
4 El mecanicismo asimila el funcionamiento del cuerpo a un automatismo (Turró, 1985).
5 Tradicionalmente, la analogía de la manufactura focalizaba en el saber específico que necesitaba el gobernante sobre su materia, pero no daba cuenta de la naturaleza de lo político. Para referirse a esta se privilegiaba la imagen orgánica, que denotaba un orden ontológico al que correspondía la relación armónica entre las partes de un Estado.
6 Hobbes aplica la hipótesis mecanicista al ámbito político por cuanto lo considera como espacio de creación de un Estado por medio del contrato y como artefacto construido para controlar los problemas del estado de naturaleza, que son los de la guerra civil (Bobbio, 1992).
7 Cfr. capítulo X, en que Hobbes enumera formas de poder.
8 Naishtat sostiene que hay pacto entre los humanos y no entre los Estados, porque 1) el Estado como mero automatismo se destruiría al restringir su libertad absoluta y su soberanía (Hobbes, 2014, cap. XXI), mientras el individuo mantiene su autonomía en foro interno, y 2) los individuos son iguales por naturaleza, pero los Estados no. Tienen igualdad de derechos, pero no de condiciones. Esto explicaría que logren su autopreservación “a través de una lógica de diferenciación definida por la búsqueda de la hegemonía” que no conduce a la destrucción recíproca, ya que el Estado más fuerte puede destruir al más débil pero no al revés (Naishtat, 2000: 9). En este sentido, Naishtat está de acuerdo con Arendt en que prevalece una “lógica de la diferenciación definida por la política de potencia (…) apta para sobrevivir en el mismo [en el estado de naturaleza]”, pero, a diferencia de Arendt, sostiene que la desigualdad de condiciones deviene “parte constitutiva de una redefinición de la política, que admitirá la conflictividad y el pluralismo en su dimensión internacional” (2000: 9-10).
9 Cfr. el apartado “La interpretación arendtiana del Estado como máquina en la lectura de la filosofía hobbesiana”.