El mal y el uso de la metáfora en la obra de Hannah Arendt

María E. Wagon*

Cuadernos del Sur - Filosofía 50 (2021), 100-118, E-ISSN 2362-2989

El presente trabajo analiza las metáforas que utiliza Hannah Arendt para referirse al mal acaecido durante el régimen totalitario nazi. A tal efecto, se realiza un comentario general sobre el problema del mal en la obra arendtiana para luego hacer hincapié en el cambio de postura asumido por la pensadora en lo que respecta a su concepción del mal. A continuación, se mencionan, brevemente, las reflexiones sobre el lenguaje metafórico expuestas por Arendt en La vida del espíritu, las cuales servirán de herramientas para poder realizar el análisis del uso de metáforas a la hora de comprender y poner en palabras hechos horrendos sin precedentes.

Palabras clave

mal radical

banalidad del mal

metáfora

Fecha de recepción

17 de marzo de 2022

Aceptado para su publicación

11 de junio de 2022

* IIESS, Universidad Nacional del Sur - CONICET. Correo electrónico: mariawagon@gmail.com.

Resumen

This paper analyzes the metaphors used by Hannah Arendt to refer to the evil that occurred during the totalitarian Nazi regime. To this end, a general commentary is made on the problem of evil in Arendt’s work, and then emphasis is placed on the change of position made by the thinker with regard to her conception of evil. Next, the reflections on metaphorical language presented by Arend in The Life of the Mind are briefly mentioned, and they will serve as tools to be able to analyze the use of metaphors, to understand and put into words unprecedented horrendous deeds.

Keywords

radical evil

banality of evil

metaphor

Abstract

100-118

Do

Introducción1

Luego de los terribles acontecimientos del siglo XX, el mal se convirtió en un escollo ineludible que puso en jaque el pensamiento filosófico, dado que lo llevó al límite de su capacidad de comprensión. En el presente trabajo se aborda, como tema principal, el uso de metáforas por parte de Hannah Arendt a la hora de hacer referencia al mal acaecido durante los regímenes totalitarios. Se realiza un comentario general sobre el problema del mal en la obra arendtiana para luego hacer hincapié en el controvertido cambio de postura asumido por la pensadora en lo que respecta a su concepción de dicho fenómeno. En este punto, se hace mención a un intercambio epistolar entre Arendt y Scholem, en el que la autora utiliza una metáfora para fundamentar su postura, así como también para explicar su punto de vista.

El paso siguiente es exponer brevemente las reflexiones sobre el lenguaje metafórico planteadas por Arendt en La vida del espíritu (VE) (1984), que servirán de herramientas para poder analizar el uso de metáforas a la hora de comprender y poner en palabras hechos horrendos sin precedentes. La metáfora del mal utilizada por Arendt, por un lado, cumple una función argumentativa por cuanto ofrece las razones de su cambio de postura respecto al mal totalitario y, a la vez, pretende aportar una imagen que brinde un acercamiento a la experiencia límite que dicho mal trae aparejado.

El problema del mal en el pensamiento de Hannah Arendt. Comentarios generales

El presente apartado retoma cuestiones generales del análisis realizado por Wagon (2018) respecto al problema del mal en la obra de Arendt. En dicho análisis una de las primeras cuestiones que se aclaran es que las reflexiones arendtianas sobre el mal ponen en cuestión dos de las principales consideraciones tradicionales del mencionado fenómeno, a saber: que es ilusorio o que responde a una carencia de bien, y que todo mal se sustenta en motivaciones malvadas (Hayden, 2010). Este alejamiento por parte de Arendt de dicha concepción tradicional se basa en el hecho de que la clase de mal que se materializó durante el totalitarismo excedió el acervo conceptual con el que la intelectualidad contaba a la hora de reflexionar sobre este fenómeno. El terrible horror del totalitarismo radica en la ruptura que sus acciones llevaron a cabo respecto de la tradición occidental, por lo que las categorías por medio de las cuales se comprendía el mundo se han perdido (Birulés, 2007)2. En relación con esto, Young-Bruehl (1993) reafirma la carencia que observa Arendt en la tradición filosófica occidental a la hora de entender el mal que acaeció bajo el gobierno totalitario nazi. La opinión de Young-Bruehl es que dicho mal solo podría ser entendido analizando los elementos que cristalizaron en el régimen totalitario, a saber: la explosión demográfica, el desarraigo social y la expansión y superfluidad económicas, entre otros. A su vez, menciona la falta de explicitación metodológica por parte de Arendt en Los orígenes del totalitarismo (OT) (1998b), así como también la necesidad de explicar la metáfora arendtiana de la cristalización3.

En OT, Arendt se refiere al mal totalitario como mal radical, una noción de origen kantiano que ella resignifica:

Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un “mal radical” (…). Kant, el único filósofo que, en término que acuñó para este fin, debió haber sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el concepto de una “mala voluntad pervertida”, que podía ser explicada por motivos comprensibles. Por eso no tenemos nada en qué basarnos para comprender un fenómeno que, sin embargo, nos enfrenta con su abrumadora realidad y destruye todas las normas que conocemos (Arendt, 1998b: 368).

En lo que respecta al concepto de mal radical, Bernstein (2000) menciona que es muy poco lo que Arendt deja en claro en cuanto a sus características y sus alcances. El autor hace referencia también a un artículo anterior que Arendt escribe sobre los campos de concentración (1948)4, en el que, si bien no utiliza la categoría de mal radical para referirse al mal acaecido durante el régimen totalitario, la noción de mal absoluto con la que Arendt lo caracteriza en una única ocasión5 puede considerarse equivalente a su concepción del mal radical expuesta en OT. En apoyo a la mencionada relación de sinonimia, cabe aclarar que Arendt (1998b) también utiliza el concepto de mal absoluto en algunos pasajes de su obra, pero no se detiene a analizar su alcance ni su posible distinción respecto de otros tipos de mal, cuestión que alimenta la interpretación del mal absoluto como sinónimo del mal radical en el marco de su pensamiento. En este sentido, en el prólogo a la primera edición norteamericana de OT Arendt se refiere al surgimiento del mal absoluto en las últimas etapas del régimen totalitario como muestra de la verdadera naturaleza radical del mal. Este mal sin precedentes deviene incomprensible, imposible de ser perdonado y de recibir un castigo acorde a su magnitud:

When the impossible was made possible it became the unpunishable, unforgivable absolute evil which could no longer be understood and explained by the evil motives of self-interest, greed, covetousness, resentment, lust for power, and cowardice; and which therefore anger could not revenge, love could not endure, friendship could not forgive (Arendt, 1979: 459).

En la reformulación de la noción kantiana de mal radical llevada a cabo por Arendt se evidencia que la característica principal de dicho mal es su apelación a la superfluidad, es decir, su pretensión de eliminar de los seres humanos las notas distintivas de su humanidad, ya que “ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo” (Arendt, 1998b: 380). La noción de superfluidad aparece a lo largo de la totalidad de OT. Según el análisis arendtiano, los regímenes totalitarios no pretenden lograr una dominación despótica sobre los individuos sino tornarlos superfluos debido a que esta es la única manera de alcanzar el poder total. Esto hace que los Estados totalitarios constantemente intenten lograr la superfluidad de los hombres, es decir, anularlos como personas, volverlos “sobrantes” para el mundo (García y Kohn, 2010).

Aguirre y Malishev agregan que “el régimen totalitario va más allá del poder despótico sobre el ser humano; quiere y necesita el dominio mundial, y ahí, el hombre resulta inútil y superfluo” (Aguirre y Malishev, 2011: 67). Es importante remarcar que esta superfluidad no es exclusiva de las víctimas del régimen totalitario, sino que sus manipuladores también caen dentro de tal categoría por cuanto están convencidos de su propia superfluidad, así como también de la de las víctimas. Una de las precondiciones de dicha superfluidad es el desarraigo, es decir, convertir a los individuos en extranjeros dentro de un mundo que no los reconoce como miembros6. El desarraigo supone no tener en el mundo un lugar de pertenencia que sea reconocido por los otros; la superfluidad, por su parte, implica la no pertenencia al mundo. El hombre totalitario destruye la vida humana del otro después de haber destruido el sentido de toda vida humana, inclusive de la suya propia (Kristeva, 2001). Los desarraigados, los “sin ley”, no tienen a quién reclamar por sus derechos debido a que no forman parte de ninguna comunidad que los proteja7. No entran en la categoría de oprimidos porque, en su “quedar-afuera-de-la-ley”, no existe nadie que quiera oprimirlos, “solo si permanecen siendo perfectamente ‘superfluos’, si no hay nadie que los ‘reclame’, pueden hallarse sus vidas en peligro” (Arendt, 1998b: 246). Es por esto que el régimen nazi comenzó por dejar al margen de la ley a sus víctimas, aislándolas del resto del mundo por medio de su reclusión en guetos y campos de concentración. En este sentido, se podría hablar de superfluidad con una doble referencia, a saber: en cuanto carencia de mundo (entendido como artificio humano de carácter estable) y en cuanto carencia de comunidad, es decir, de relaciones intersubjetivas y de referencia a otros. La soledad, según Arendt, es clave en los regímenes totalitarios:

La soledad, el terreno propio del terror, la esencia del Gobierno totalitario, y para la ideología o la lógica, la preparación de ejecutores y víctimas, está estrechamente relacionada con el desarraigamiento y la superfluidad, que han sido el azote de las masas modernas desde el comienzo de la revolución industrial y que se agudizaron con el auge del imperialismo a finales del siglo pasado y la ruptura de las instituciones políticas y de las tradiciones sociales en nuestro propio tiempo (Arendt, 1998b: 380)8.

En esto radica el verdadero horror de las medidas tomadas por el régimen totalitario nazi. Es decir, los recluidos en los centros de detención y exterminio, más allá de que lograran mantenerse vivos, eran considerados muertos en vida por el resto del mundo: “El internado en el campo de concentración no tiene precio, porque siempre puede ser sustituido; nadie sabe a quién pertenece, porque nunca ha sido visto. Desde el punto de vista de una sociedad normal es absolutamente superfluo” (Arendt, 1998b: 356). Esta es, a criterio de Arendt, la esencia del mal radical, un mal que nunca había acaecido en el mundo hasta la aparición del totalitarismo, un régimen de gobierno cuyo objetivo último es convertir a los seres humanos en criaturas idénticas entre sí, igualmente superfluas e incapaces de ser espontáneas (Canovan, 1992). Arendt utiliza la categoría de mal radical para hacer referencia al hecho de que la organización totalitaria de encarcelamiento y asesinato en masa es irreductible a un conjunto reconocible de motivaciones humanas.

El terror generado por el régimen totalitario es una nota esencial a ser analizada a la hora de definir el concepto de mal radical. Cabe aclarar que, si bien no fue exclusivo de la mencionada forma de gobierno, pues se lo puede encontrar materializado en las diferentes tiranías y revoluciones que han tenido lugar en la historia, las características que adquiere durante la Segunda Guerra Mundial transforman el terror totalitario en una realidad sin precedentes. Arendt aclara que no son las matanzas a gran escala lo que distingue este tipo de terror de sus predecesores. La novedad consiste en que el terror no fue un medio para alcanzar fines determinados, sino la esencia misma del mencionado régimen de gobierno. El peor de los males radica en el uso del terror para demostrar que no existen límites para el poder humano (Villa, 1999). El terror totalitario, a diferencia del que han generado las tiranías y las revoluciones, no persigue fin alguno más que demostrar que bajo sus circunstancias todo es posible. Carece por completo de racionalidad estratégica y comienza donde otras formas de terror encuentran su fin.

Los campos de concentración y exterminio representan la creación totalitaria que, en su horror sin precedentes, distingue el totalitarismo de otros regímenes violentos (Patrón, 1990). Hay una diferencia significativa entre los campos de internamiento y los campos de exterminio, también llamados por Arendt las “fábricas de cadáveres”, que constituye la novedad y establece la distinción entre una dictadura y un régimen totalitario (Forti, 2008). Los campos de exterminio no solo fueron creados con la finalidad de degradar y posteriormente exterminar a los seres humanos, sino también con el objetivo de ser funcionales al experimento de eliminar la espontaneidad que caracteriza el comportamiento del individuo, transformando así su personalidad en una simple cosa (Arendt, 1979). En su no adecuación a criterio utilitario alguno y en su abandono de la racionalidad instrumental, los campos de exterminio exceden las categorías de comprensión del mundo occidental y erigen su horrenda originalidad (Forti, 2008).

Arendt (1948) considera que en orden a intentar comprender el propósito del totalitarismo es preciso examinar el proceso por medio del cual se logró convertir en “muertos vivos” a los internados en los campos. En tal sentido, la autora señala que el primer paso que debió darse en pos de cumplir con el mencionado objetivo fue el asesinato de la persona jurídica inherente a cada individuo. Esto se logró mediante el emplazamiento de los campos por fuera del sistema penal y por medio de la selección de los internos también al margen de la reglamentación del sistema legal establecido (Arendt, 1948). Arendt agrega: “It is, paradoxically, harder to kill the juridical person in a man who is guilty of some crime than in a totally innocent man” (Arendt, 1948: 752). Esta lección fue rápidamente aprendida por los apátridas y los sin-Estado que vieron desvanecerse sus derechos humanos una vez que quedaron privados de sus nacionalidades.

El paso siguiente para lograr el dominio total sobre los internos es el aniquilamiento de la persona moral en el hombre. El régimen totalitario convirtió las decisiones morales en algo por completo equívoco y cuestionable. Las alternativas entre las cuales el individuo debía elegir no podían traducirse como elecciones entre el bien y el mal, sino entre dos males. Una vez que la persona moral es aniquilada, el último paso que resta es la eliminación de la individualidad e identidad del interno. Tal destrucción se materializa en la anulación de la capacidad humana de iniciar nuevos procesos en el mundo, de su espontaneidad. Es en esta aniquilación de la capacidad creadora y de la espontaneidad humana donde Arendt ve un mal radical, un mal que, como se expuso anteriormente, surge de la mano de una nueva concepción del género humano: el ser humano como ser superfluo. Dentro del universo de análisis del régimen totalitario, los campos de concentración y exterminio son medios lógicos y razonables de lucha contra sus adversarios.

En la década de los sesenta la concepción del mal realiza un giro importante en el pensamiento arendtiano que, hasta la actualidad, sigue generando discusiones en el ámbito de los análisis críticos. Luego del juicio al que fue sometido Adolf Eichmann en Jerusalén en 1961, al que Arendt asistiera en calidad de cronista, la pensadora acuña la noción de banalidad del mal para referirse al nuevo tipo de mal que surgió de la mano de las medidas llevadas a cabo por el régimen totalitario y abandona su concepción anterior respecto de este fenómeno, a saber: el mal radical. Cabe mencionar que la autora explícitamente aclara que no pretende postular una teoría ni una doctrina sobre el mal, sino reflexionar sobre una cuestión puramente factual y concreta, el fenómeno del mal, específicamente, el tipo de mal que llevó a cabo el régimen nazi en Europa (Arendt, 2003b).

Arendt (2003a) no hace ninguna alusión al mal radical ni al porqué de su cambio de postura. Para la pensadora, lo alarmante del caso Eichmann fue llegar a la conclusión de que las acciones terribles por las que se lo juzgaba no fueron cometidas por un ser monstruoso sino que, por el contrario, fueron realizadas por alguien que se encontraba muy lejos de comportarse como un ser demoníaco (Canovan, 1992). La pensadora vio en la figura de Eichmann a alguien con la capacidad de realizar las peores atrocidades movido por motivos carentes de cualquier grado de malignidad; en consecuencia, concluye que los crímenes más perversos pueden surgir del déficit de pensamiento. Arendt (2003a) reconoce, en el “Post Scriptum” agregado en la edición de 1965, que el concepto de banalidad del mal puede generar controversias. La autora observa que no se puede equiparar a Eichmann con los personajes malvados de la literatura clásica por cuanto no es equiparable a un Yago ni a un Macbeth, sino que es un hombre común al que la irreflexión lo llevó a cometer los peores crímenes acaecidos hasta el momento. La conclusión arendtiana es que la irreflexión puede llevar al ser humano a males inimaginables.

Arendt (1984) inicia la introducción a la primera parte de VE, “El Pensar”, haciendo referencia al problema del mal. Retoma la novedad con la que se encontró al presenciar el juicio a Eichmann en relación con dicha noción, pues, como se expuso, el acusado no se mostró acorde con el estereotipo del malvado que recorre el pensamiento occidental. Los hechos que se juzgaban eran monstruosos, pero el responsable de ellos era un hombre común y corriente. La ausencia de pensamiento fue lo que llamó la atención de Arendt. Tal ausencia no podía ser explicada por un olvido de aquellos hábitos considerados buenos ni por la estupidez, es decir, por la incapacidad para comprender:

¿Es posible hacer el mal (…) cuando faltan no ya solo los “motivos reprensibles” (…) sino también cualquier otro tipo de motivos, el más mínimo destello de interés o volición? (…) ¿Puede estar relacionado el problema del bien y del mal (…) con nuestra facultad de pensar? (Arendt, 1984: 14-15).

Estas preguntas son las que motivan y guían el análisis de la facultad de pensar que realiza Arendt en su último libro. Es decir, el cuestionamiento arendtiano intenta dilucidar si es posible que el ejercicio de la capacidad humana de pensar sea una condición necesaria y/o suficiente para que los hombres no cometan el mal. En otras palabras, luego de que su asistencia al juicio a Eichmann la pusiera en posesión de la idea de la banalidad del mal, Arendt se aboca a analizar la atinencia de tal expresión, sus límites y alcances, y concluye que la irreflexión puede ser el motivo impulsor de las malas acciones, incluso de los peores horrores.

Como se comentó anteriormente, luego de su asistencia como cronista al juicio a Eichmann en Jerusalén, Arendt abandona su concepción de mal radical y la reemplaza por la controvertida noción de la banalidad del mal. En el marco de la polémica generada por la publicación de su reporte del mencionado proceso, Gershom Scholem9 le escribe una carta (junio de 1963) manifestándole su completo desacuerdo tanto respecto del planteamiento de su crónica como del tono que utiliza en algunos de sus pasajes. Critica la noción de la banalidad del mal, el análisis arendtiano del rol ejercido por los Consejos Judíos y la relación de Arendt con el sionismo10. En la carta en respuesta a Scholem (julio de 1963), la autora ratifica el mencionado cambio en su concepción del mal:

You are quite right: I changed my mind and do no longer speak of “radical evil”. (…) It is indeed my opinion now that evil is never “radical”, that it is only extreme, and that it possesses neither depth nor any demonic dimension. (…) Only the good has depth and can be radical (Arendt, 2007: 470-471)11.

La noción de mal radical ya no es retomada por Arendt, quien, salvo en la carta citada con anterioridad, no da mayores explicaciones sobre la no atinencia del adjetivo “radical” en lo que respecta al mal totalitario. Desde el ámbito crítico se ha relativizado la afirmación de la autora respecto al cambio que sufriera su concepción del mal. Por un lado, se sostiene que las nociones de mal radical y banalidad del mal son complementarias por cuanto responden a diferentes aspectos del mismo mal (Bernstein, 2004; Pendas, 2007; Hilb, 2015, entre otros) y, en este sentido, pueden coexistir. Por el otro, se afirma que la acepción del adjetivo “radical” con el que Arendt define el mal en su carta a Scholem difiere de la que utiliza en OT (Bernstein, 2004). En dicha carta estaría tomado en sentido estrictamente etimológico, mientras que en el capítulo “Dominación total” se lo define en relación con la noción de superfluidad. Ahora bien, estas consideraciones no son aceptadas por toda la masa crítica, pues hay quienes (Villa, 1999) brindan algunas posibles razones que explicarían el abandono, por parte de Arendt, del concepto de mal radical y afirman la incompatibilidad del mencionado concepto respecto del de la banalidad del mal si se los aborda a ambos filosóficamente. Villa (1999) sostiene que Arendt dejó de lado la categoría de mal radical porque era consciente del dejo teológico que dicha concepción del mal traía aparejada. A criterio de Villa, el mal puede poseer profundidad metafísica solo en un marco teológico que postule la existencia de fuerzas transhumanas que breguen por el bien y el mal.

En la citada carta a Scholem, Arendt utiliza una imagen metafórica para ilustrar su nueva concepción del mal y justificar su cambio en la concepción de dicho fenómeno. La capacidad destructiva del mal prolifera y arrasa el mundo entero porque se extiende por la superficie como un hongo. Su banalidad radica en que cuando el pensamiento lo aborda y busca en las profundidades e intenta alcanzar sus raíces, se ve frustrado porque no encuentra nada. Arendt está convencida, ahora, de que solo el bien es profundo y puede ser radical. Kohn (2003) sostiene que la radicalidad del mal a la que Arendt alude en primera instancia hacía referencia a que la raíz del mal había surgido por primera vez en el mundo. Pero lo que la pensadora evidenció durante el juicio a Eichmann fue que dicho mal tenía la capacidad de propagarse ilimitadamente por toda la tierra, puesto que, para hacerlo, no necesitaba nutrirse de ninguna clase de ideología.

En las lecciones que Arendt dicta entre 1965 y 1966 (2003c) sobre las cuestiones morales, retoma la idea de que el peor de los males que pueda existir no es radical, en el sentido de que no tiene raíces, por lo que tiene la capacidad de extenderse con mucha rapidez y de manera ilimitada. Cuando Arendt utiliza la noción de raíz o raíces lo hace en el sentido de profundidad y arraigo en la reflexión. El mal sin límites encuentra terreno fértil allí donde la facultad de pensar (y de recordar) está ausente y, por consiguiente, también lo están las raíces que limitan las posibilidades de obrar. Aquellos individuos que no ejercen su capacidad de pensar se dejan arrastrar por los acontecimientos, deslizándose por la superficie de los mismos, y no penetran nunca hasta la profundidad reflexiva de la que, como seres humanos, son capaces.

Consideraciones arendtianas sobre el uso de analogías y metáforas

En VE Arendt afirma que todo el lenguaje filosófico y gran parte del poético es metafórico, y agrega que “toda metáfora descubre ‘una percepción intuitiva de similitud en lo desemejante’” (Arendt, 1984: 123). Por medio de una referencia a Kant, Arendt sostiene que el pensar (razón especulativa en términos kantianos) solo puede manifestarse a través del lenguaje metafórico. La retirada del mundo fenoménico, que funge como precondición de las actividades del espíritu, se desvanece, pues la metáfora conecta ambos mundos (el mental y el material) sustrayendo lo abstracto del pensamiento de las intuiciones sensibles, estableciéndose, de esta manera, la realidad de los conceptos. Arendt aclara que lo anteriormente expuesto resulta sencillo en lo que respecta al pensamiento de sentido común; sin embargo, todo cambia y se vuelve más complejo en el terreno del pensamiento especulativo. Es en este tipo de pensamiento donde la metáfora cobra vital relevancia por cuanto es la que permite la traslación del pensamiento al mundo de los fenómenos, lo cual solo puede ser realizado por medio de analogías. Con una nueva referencia a Kant, Arendt afirma que las percepciones metafísicas solo se logran apelando a analogías, entendidas como la total semejanza de dos relaciones entre dos realidades completamente desemejantes (1984). Respecto a los términos filosóficos, sostiene que:

Todos los términos filosóficos son metáforas, por así decir, analogías cristalizadas, cuyo verdadero significado se revela cuando disolvemos el término en el contexto originario, que tan claramente presente debió de estar en el espíritu del primer filósofo que lo utilizase (Arendt, 1984: 125).

Canclini (2016) retoma la cita anterior afirmando que para Arendt la analogía es la que propicia la construcción de conceptos filosóficos que se congelan y trascienden, luego, como metáforas. En el caso de que el contexto en el que fueron acuñados se explicite, es posible desvelar el significado original. La metáfora no requiere interpretación porque establece una relación que se percibe en su proximidad por medio de los sentidos (Arendt, 1990). El pensamiento logra salvar la distancia que lo aleja del mundo material por medio de las analogías y de las metáforas, las cuales posibilitan alcanzar la unidad de la experiencia humana (Arendt, 1984). Arendt concluye que no hay dos mundos porque la metáfora los unifica:

Desde Homero, la metáfora ha llevado el elemento de lo poético que transmite la cognición; su uso establece las correspondances12 entre las cosas físicamente más remotas (…). Las metáforas son los medios por los cuales se logra en forma poética el carácter único del mundo (Arendt, 1990: 152).

El objeto de la actividad de pensar es la experiencia y su finalidad última es comprender. Estas cualidades hacen del pensamiento la condición necesaria de todo juicio. La comprensión se diferencia del conocimiento en que la primera busca el sentido por medio de la razón y el segundo, la verdad por medio del intelecto. Dicha comprensión es definida por Arendt como pensar-sobre-una-cosa y acaece en la actualización de un pensamiento libre. Su lugar, entendido como modo humano de ser, es la narración (Lucena Góngora, 2015: 46).

El mal y el uso de la metáfora en la obra arendtiana

Como se expuso anteriormente, Arendt sostiene que el lenguaje filosófico, en su totalidad, es metafórico, pues sus conceptos adquieren realidad por medio del vínculo analógico que dicho recurso (la metáfora) establece entre el mundo fenoménico y la facultad del pensamiento. La analogía entendida como metáfora cristalizada es la que le otorga unidad a la experiencia humana por medio de la relación de semejanza entre dos planos que, en su ausencia, permanecerían escindidos. Ahora bien, no obstante la afirmación arendtiana respecto del sustrato analógico/metafórico del lenguaje filosófico, la metáfora en su sentido más fuerte, es decir, en su uso poético/literario, cobra un peso mayor en lo que se refiere al intento de comprender y poner en palabras el mal más extremo, el mal totalitario.

Heuer (2005) sostiene que la obra de Arendt está plagada de metáforas y, por medio de una referencia a los Diarios filosóficos, reitera lo dicho en el parágrafo anterior, a saber: que el pensamiento, a criterio arendtiano, se sirve de la experiencia, de lo visible, para formar sus conceptos y designar lo invisible. Al respecto afirma: “no se puede definir la metáfora misma de otra manera que no sea por medio de metáforas” (Heuer, 2005: 48). Arendt se refiere a la metáfora como el puente sobre el abismo que separa la interioridad invisible del ser humano y el mundo de apariencias. Otra imagen que utiliza Arendt en el Diario filosófico para referirse al uso de analogías y metáforas es la de un hilo que une el pensamiento con el mundo de la experiencia.

En lo que respecta al uso de metáforas por parte de Arendt a la hora de abordar las experiencias límite, específicamente, el surgimiento de un nuevo tipo de mal en el contexto de los totalitarismos del siglo XX, Blanco Ilari señala que, ante dichos acontecimientos, la posibilidad de la comprensión se ve puesta en jaque: “El mal, el absurdo en la terminología camusiana, se presenta entonces como lo que deshace nuestras categorías de comprensión” (Blanco Ilari, 2013: 323). Sin embargo, hay una tendencia normalizadora por parte del pensamiento que intenta abarcar y explicar los nuevos hechos mediante las categorías con las que cuenta. En esta reducción de lo desconocido al universo categorial conocido se pierde el carácter extraordinario de la experiencia, así como la capacidad humana de verse afectado por la novedad de la misma. Si esto sucede, no hay comprensión. La dificultad/imposibilidad para comprender genera conmoción, la cual se traduce en la incapacidad de nombrar los acontecimientos inéditos y extremos: “La metáfora es el recurso que tiene el lenguaje para habérselas con lo nuevo, con lo que rompe la habitualidad” (Blanco Ilari, 2013: 327).

En el apartado sobre el cambio de postura arendtiano respecto de su concepción del mal se hizo mención a un intercambio epistolar entre Arendt y Scholem. En la respuesta arendtiana a las críticas de su interlocutor se ilustra, por un lado, el valor argumentativo de la metáfora, dado que Arendt la utiliza para fundamentar su postura, y, por el otro, el intento de poner en palabras aquello que es imposible de ser nombrado por medio de un lenguaje llano y literal. Heuer sostiene que “comprender y juzgar no pueden acontecer a través de conceptos abstractos sino sólo concretamente con la ayuda de una visualización” (Heuer, 2005: 46). En dicha correspondencia, la pensadora se refiere al nuevo tipo de mal ante el cual se encontró durante el juicio a Eichmann, un mal que ya no puede ser catalogado de radical porque carece de la profundidad que le otorga el pensamiento13. La banalidad del mal consiste, justamente, en un mal carente por completo de la profundidad en la que se mueve el pensamiento. Es un mal, en cambio, que se propaga en la superficie, “como un hongo” (1998a: 32), dice Arendt, con la velocidad letal de lo desarraigado. En lo que respecta a la capacidad profundizadora del pensamiento, Heuer afirma:

Pensar, escribió Arendt en su diario, siempre tira en lo que se encuentra bajo la superficie, o sea en la profundidad. “En lo profundo está su dimensión (…)”. Ahí, donde “el diálogo del pensamiento... falta, ya no tiene profundidad, y es la vuelta a la trivialidad. ... De la trivialidad resulta el desastre y no de la profundidad, ya que esta la hemos perdido” (Heuer, 2005: 43).

El pensamiento, frente a los sentidos, deja en evidencia su insuficiencia para hacer patente lo inefable (Uña Juárez, 2014). El carácter único del mundo se alcanza poéticamente por medio de las metáforas, “la ‘transferencia’ lingüística nos permite dar forma material a lo invisible (…) y lo hace capaz de ser experimentado” (Arendt, 1990: 152). Blanco Ilari (2013) sostiene que la conmoción ante el encuentro con lo novedoso (en este caso, el mal) se refleja, en un primer momento, en una incapacidad para nombrarlo. Este límite, sin embargo, puede salvarse por medio de un cambio de registro semántico que, si bien no habilita su aprehensión, permite circundar la experiencia del mal, “una experiencia que conmueve amerita un lenguaje conmovido; y para ello debemos realizar una transposición de los códigos literales” (Blanco Ilari, 2013: 327).

Conclusión

El problema del mal es un tema clave en la obra arendtiana, pero de difícil abordaje debido a la complejidad de los análisis realizados por la autora, la controversia generada por su cambio de postura tras el juicio a Eichmann y la falta de una obra específica en la que Arendt aborde el problema de forma directa. En OT caracteriza el mal como radical, un mal cuyo rasgo principal es su aspiración a la superfluidad. Este tipo de mal no tiene precedentes y su horror radica en que no se sustenta en motivaciones humanas reconocibles.

Sin embargo, en la década de los sesenta Arendt cambia de postura respecto de su concepción del mal al presenciar el juicio a Eichmann llevado a cabo en Jerusalén. En su crónica hace referencia a la conmoción que sufrió al darse cuenta de que el acusado no era un ser monstruoso, sino un individuo carente de convicciones y motivado por razones burdas. Esto la llevó a acuñar la noción de banalidad del mal, que remite a la desproporción existente entre el mal realizado y los motivos impulsores del mismo. Es decir, la falta de reflexión, la obediencia ciega y la búsqueda de aprobación pueden llevar a cometer los males más terribles. En otras palabras, en su crónica sobre el juicio a Eichmann, Arendt habló de la banalidad del mal como fundamento y justificación de las conductas de los diferentes agentes del nazismo. Creyó ser clara y, por medio de la noción de banalidad del mal, dar cuenta de una realidad indiscutible. Sin embargo, la publicación de su escrito generó la controversia más efervescente y extendida en el tiempo. En su carta a Scholem recurre al uso de una metáfora para poder hacerse entender, para fundamentar su postura e intentar materializar en palabras aquello que por lo horrendo de sus consecuencias la impactó por la trivialidad de sus orígenes.

En VE Arendt vuelve a problematizar la cuestión del mal y, en el primer tomo, analiza el rol de las metáforas en el pensamiento filosófico, específicamente, en su condición de herramientas fundamentales a la hora de nombrar el mal más horrendo. Ante la imposibilidad de comprender este tipo de mal, el pensamiento hace uso de la metáfora para nombrarlo y, si bien no logra aprehenderlo y comprenderlo en su totalidad, sí consigue circundar su experiencia. Luego del juicio a Eichmann, Arendt concluye que el mal ya no puede ser concebido como radical por cuanto no se sustenta en la profundidad del pensamiento, sino que su banalidad radica en la falta de soporte reflexivo, condición que le permite expandirse ilimitadamente.

Bibliografía

Fuentes

Arendt, Hannah (1948), “The concentration camps”, Partisan Review, vol. XV, nº 7, pp. 743-763.

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1 El presente trabajo retoma fragmentos de la tesis doctoral de la autora y profundiza sobre algunos aspectos de la problemática abordada.

2 Al respecto, Arendt afirma en la dedicatoria a Jaspers de su libro La tradición oculta: “la fabricación de cadáveres ya no tiene nada que ver con la hostilidad y no puede comprenderse mediante categorías políticas” (2005: 12).

3 A tal efecto, Young-Bruehl cita una conferencia dictada por Arendt en la New School en 1954, que nunca apareció en el libro: “Los elementos del totalitarismo forman sus orígenes, si por orígenes no entendemos ‘causas’. La causalidad (…) probablemente es una categoría completamente extraña y falsificadora en el plano de las ciencias históricas y políticas. Los elementos (…) [s]e convierten en orígenes de acontecimientos si y cuando cristalizan, en formas fijas y definidas. Entonces, y solo entonces, podemos seguir su historia retrospectivamente, hasta sus orígenes” (Arendt, 1954, citado por Young-Bruehl, 1993: 265).

4 Arendt reformula su artículo de 1948 y lo agrega a la versión revisada de OT, en la sección “Dominación total” del capítulo XII.

5 “The fear of the absolute Evil which permits of no escape knows that this is the end of dialectical evolutions and developments” (Arendt, 1948: 748).

6 Si bien al incorporar la noción de superfluidad Arendt está pensando en lo acontecido bajo los gobiernos totalitarios, Lafer (1994) plantea que en la actualidad persisten situaciones sociales, económicas y políticas que convierten a los seres humanos en seres superfluos: “La ubicuidad de la pobreza y la miseria, (…) la amenaza del holocausto nuclear; la coincidencia de la explosión demográfica con el descubrimiento de técnicas de automatización que pueden volver descartables a considerables segmentos de la población desde el punto de vista de la producción son (…) situaciones que ponen de manifiesto la relevancia y la actualidad de las preocupaciones de Hannah Arendt” (Lafer, 1994: 17-18).

7 En relación con esta cuestión, se han realizado numerosos estudios vinculando los derechos humanos y la teoría política arendtiana. La afirmación de Arendt respecto de la existencia de un derecho fundamental, “el derecho a tener derechos”, ha sido y aún en la actualidad sigue siendo fuente de debate por parte de los críticos: “Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y las opiniones propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, solo cuando emergieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global” (Arendt, 1998b: 247). Al respecto, cfr. Lafer (1994), Isaak (1996), Benhabib (2005; 2008), Reyes Mate (2010).

8 Arendt (1979) señala que el auge del imperialismo desestabilizó las estructuras del Estado nación, cuya desintegración comenzó a darse después de la Primera Guerra Mundial. Esta situación devino en el surgimiento de minorías creadas por los tratados de paz y el movimiento creciente de refugiados. Dichas minorías eran “medio” apátridas en el sentido de que, de jure, pertenecían a un cuerpo político, pero en la realidad requerían de tratados y de garantías especiales que los protegieran. Los apátridas, en cambio, habían perdido por completo la protección de sus gobiernos de origen y necesitaban de acuerdos que salvaguardaran su estatus legal. Los grandes Estados receptores de estos nuevos grupos, en palabras de la autora, “sabían que las minorías en el seno de las Naciones-Estados tendrían más pronto o más tarde que ser, o bien asimiladas, o bien liquidadas” (Arendt, 1998b: 229).

9 Scholem fue un estudioso judío nacido en Alemania y luego radicado en Israel, conocido por su erudición respecto de la mística judía. Arendt y él se conocieron gracias a un amigo en común, Walter Benjamin.

10 Para una ampliación de la relación de Arendt con el sionismo, cfr. Serrano de Haro (1998).

11 “Llevas razón: he cambiado de parecer y ya no hablo de ‘mal radical’. (…) Mi opinión es hoy, en efecto, que el mal nunca es ‘radical’, que es solo extremo, y que no posee ni profundidad ni dimensión demoníaca ninguna. (…) Solo el bien tiene profundidad y puede ser radical” (Arendt, 1998a: 32).

12 El resaltado responde, en este caso como en los demás, al original.

13 Es preciso tener presente que Arendt está utilizando el término radical en sentido etimológico, a saber: propio o concerniente a la raíz.