Naturalismo en La Ciénaga: apuntes para pensar el rol del cuerpo en el cine de sensaciones de Lucrecia Martel°
Naturalism in The Swamp: notes for thinking the role of the body in the cinema of sensations of Lucrecia Martel
Nicolás Podhorzer*
Cuadernos del Sur - Filosofía 53 (2024), 78-94, E-ISSN 2362-2989
El presente artículo se propone ofrecer una mirada problemática sobre el naturalismo en La Ciénaga (2001) de Lucreica Martel tomando la experiencia del cuerpo como hilo conductor. Nuestra hipótesis principal tiene dos caras: en primer lugar, la experiencia del cuerpo en La Ciénaga resulta inescindible de un tratamiento del sonido, el cual cumple un rol preponderante respecto a la imagen, y que se puede expresar en lo que Kratje conceptualizó como atmósferas generizadas (2019); en segundo lugar, para dar cuenta cabalmente de la singularidad de cada cuerpo y del problema de su heterocronía según sus rasgos sociales, es preciso presentar cierto bergsonismo usualmente soslayado en Martel, que se expresa en una comunidad de problemas con el filósofo francés más que en una afinidad conceptual. Creemos, en ese sentido, que la interpretación del naturalismo ofrecida por Gilles Deleuze en La imagen-movimiento (2013) solo comprende parcialmente la especificidad de La Ciénaga, y que el diseño del sonido presenta una estructura de pensamiento autónoma que requiere de mayor precisión conceptual. No obstante, el contraste con sus categorías permitirá comprender en qué medida la experiencia del cuerpo propuesta por el cine de sensaciones de Martel logra salirse de este esquema naturalista.
Palabras clave
La Ciénaga (Lucrecia Martel)
experiencia del cuerpo
naturalismo
Fecha de recepción
19 de octubre de 2023
Aceptado para su publicación
27 de noviembre de 2023
° https://doi.org/10.52292/csf5320244764
* Universidad de Buenos Aires. ORCID: https://orcid.org/0009-0006-2793-6652. Correo electrónico: nicpod@hotmail.com.
Resumen
In this article, I intend to offer a problematic view on naturalism in La Ciénaga (2001) by focalizing on the body experience proposed by Martel as a common thread. My main hypothesis is two-sided: on the first hand, body experience at La Ciénaga is inseparable from a certain treatment of sound, which has a predominant role regarding the visual, and which can be expressed on Kratje’s concept of gendered atmospheres (2019). On the second hand, to thoroughly acknowledge each kind of body’s singularity and the problem of its heterochronism from a social point of view, it is necessary to introduce a certain Bergsonism usually disregarded on Martel, which is expressed on a community of problems with the French philosopher rather than a conceptual bondage. In this respect, I propose that the interpretation of naturalism offered by Gilles Deleuze in La imagen-movimiento (2013) only acknowledges partially the specificity of La Ciénaga, and that the sound design presents an autonomous structure of thought which requires more conceptual precision. Nevertheless, it is certain that the contrast with its categories will allow understanding to what extent the body experience proposed by the cinema of sensations of Martel, successes in quitting this naturalistic scheme.
Keywords
La Ciénaga (Lucrecia Martel)
body experience
naturalism
Abstract
78-94
Do
Introducción
Desde sus comienzos, lo que la teoría crítica ha dado en llamar el “Nuevo Cine Argentino” (NCA) debió crear formas estéticas capaces de superar el doble escollo de la simple representación realista de la televisión y el código costumbrista que todavía regía en los años 80. La primera película de Lucrecia Martel, La Ciénaga, parece haber resuelto este dilema con un naturalismo no exento de paradojas, hecho que se vislumbra en la multiplicidad de puntos de vista con los que este tema ha sido abordado. Así, Aguilar (2006) y Martin (2016) parten de la descripción del mismo otorgada por Deleuze en el capítulo 8 de La imagen-movimiento, donde el naturalismo remite a mundos originarios y a su correlato de pulsiones desatadas y orientadas por un ciego instinto de muerte (Deleuze, 2013). Andermann (2015) y Bernini y Choi (2001) presentan —de maneras distintas— el naturalismo de La Ciénaga como basado en una disyunción entre la cognición visual y sonora de manera tal que la mirada adulta soberana se ve desplazada por la experiencia propia de una infancia salvaje. Por su parte, Schwarzböck y Salas consideran que La Ciénaga presenta una estética impiadosa capaz de retratar el fatalismo cultural que conlleva la naturalización de los vínculos sociales (2001). Por último, Peña pone el foco en el modo en que Martel elabora con el naturalismo una “cuidadosa apariencia” cuyo fin es hacernos bajar la guardia para entrar en “una zona profundamente subjetiva y desgarrada” (٢٠١٢: ٢٣٧).
Lo que este cuadro de lecturas vuelve patente, por su sola contraposición, es que el naturalismo de La Ciénaga no se ofrece a un examen lineal y unívoco. Si bien nos veremos forzados a rectificar la lectura deudora de la hipótesis deleuziana de La imagen-movimiento, antes bien que discutir con estas posiciones intentaremos ponderar el rol que juega el cuerpo en La Ciénaga para aportar una posible mirada de conjunto. La experiencia del cuerpo, como sostendremos, se encuentra profundamente tamizada por los usos de lo sonoro y, desde entonces, solo reflexionando acerca de dichos usos podremos esclarecer el sentido del naturalismo de La Ciénaga. Pero ¿cómo hablar de “la experiencia” del cuerpo? ¿De qué cuerpo se trata en La Ciénaga?: ¿cuerpo adulto o cuerpo infantil?, ¿cuerpo de coya o de clase alta en decadencia?, ¿cuerpo generizado de varón o de mujer? Ana Amado ha hecho la descripción de la compleja heterocronía de los cuerpos que anima La Ciénaga, desandando de este modo una concepción de la película que a menudo privilegia su aspecto cíclico o circular, sin obviar que su dinámica propia es la de una precipitación (2006)1. Por su parte, Julia Kratje ha propuesto la categoría generizada de “atmósfera” para pensar la apertura de lo sonoro a tiempos no productivos ni hegemónicos, implicando en ello todo un juego de sensaciones olfativas, gustativas, lo propio de un clima e incluso de un humor que logran desasirse respecto de las temporalidades más lineales y ubicuas (2019). Creemos que las lecturas de estas autoras coinciden con un profundo bergsonismo a menudo soslayado en el pensamiento de Martel. Este se refleja en problemáticas afines al filósofo francés: la posibilidad de acceder a temporalidades alternativas respecto a la nuestra; el rol del cuerpo en el acceso a nuestro entorno inmediato; el predominio habitual de la vista sobre los demás sentidos y el privilegio de lo sonoro para acceder a la propia durée.
Christofoletti Barrenha et al. han puesto de relieve cómo la idea del cine de Martel nace de experiencias que, aunque parten de la soledad del cuerpo, no por ello se encuentran impedidas de ser llevadas por medio del cine a una función de socialización más amplia que la de la vivencia personal (2022). Al igual que ella, también nos remitiremos principalmente al trabajo de Michel Chion (2018), esta vez con la finalidad de mostrar no solo cómo Martel elabora un diseño sonoro con apariencia de naturalismo, sino cómo también dicho diseño sonoro le permite ir más allá del mismo, constituyendo, de esta manera, un verdadero cine de sensación.
El bergsonismo de Martel: la experiencia del cuerpo y el cuerpo del otro
En una entrevista con Oubiña, realizada en el marco de su estudio sobre La Ciénaga, Martel realizaba una de las escasas declaraciones en la que se dejaban entrever sus afinidades cinematográficas: “como decía Godard, yo creo sinceramente que un travelling es una decisión ética” (2009: 75). Es cierto que esta declaración resulta posteriormente desarrollada por Martel:
La cámara es un personaje con el que me siento muy identificada. Siempre es alguien que pertenece al mundo de lo narrado. Difícilmente, entonces, podría mirar como mira una steady-cam, o desde arriba, como lo hace una grúa, o con esa movilidad que puede tener un travelling. Lo que se ve no puede ser algo mirado por nadie; aunque no es ningún personaje en particular, la cámara es alguien (Oubiña, 2009: 77).
Si bien el cuerpo no aparece mencionado explícitamente en esta cita, resulta difícil no pensar —por el sentido de las palabras de Martel— que el cuerpo de “alguien” es aquí el principal aludido como lugar desde donde se siente y se percibe, se mira. Pero ¿por qué se trataría de una decisión ética, si la cámara no es ninguno de los personajes? ¿Cómo se produce la identificación de la que habla Martel? El sentido de la frase parece indicar que, propiamente, no hay nadie (ningún personaje real) en el lugar de la cámara, a pesar de lo cual, al identificarnos con ese lugar, hacemos que allí haya alguien. Es esta posibilidad de vinculación la que hace de la decisión estética una decisión ética. Y el hecho, también, de que esta sea una cuestión de movilidad, ya sea de la cámara o de lo que esta puede captar. Esta impresión resulta confirmada hacia el final de la entrevista:
El cuerpo es una geografía de una soledad absoluta. Uno está en un lugar en donde nadie más puede estar. Es imposible que alguien se ponga en el lugar de uno. Pero existen estos pequeños trucos que hemos inventado y que, por unos instantes, de manera imperfecta, logran poner al otro en el cuerpo de uno (Oubiña, 2009: 80).
Por supuesto, cuando Martel se refiere a “estos pequeños trucos”, se refiere al cine y a todos sus procedimientos técnicos, incluyendo el travelling. La paradoja ética se vuelve patente: si bien alguien no puede ponerse en el lugar de nosotros, siendo en este punto la soledad del cuerpo absoluta, en cambio nosotros podemos (a través del cine) “poner al otro en el cuerpo de uno”. ¿Cómo se ejecuta semejante hazaña? Cuando Martel reitere, un poco más adelante, que con el cine “durante un tiempo el otro puede sumergirse en el cuerpo de uno” (2009: 80), veremos perfilarse su famosa idea de inmersión que desarrollará en el transcurso de su obra. Quizás en este punto ya podamos percibir un aire de familia entre el delineamiento general de las ideas esbozadas y el comienzo de Materia y memoria de Henri Bergson. Allí, Bergson presentaba el cuerpo propio como punto de partida de una ontología inspirada en un nuevo concepto de imagen (2010). Se trataba de entender el cuerpo como una imagen especial en el universo frente a la cual todas las demás ofrecen un aspecto suyo en virtud del poder de este de recibir y de ejecutar los movimientos que le llegan. El punto de coincidencia entre el filósofo y la cineasta consistiría en que para ambos el cuerpo propio se manifiesta en el universo a partir de una variación determinada en su poder de afectar y de ser afectado que produce como resultado determinadas coordenadas espaciotemporales2. Es decir, ambos parten de una problematización del cuerpo para pensar cómo ir más allá del mismo, en un universo configurado en términos de puro movimiento. La principal diferencia estriba en que lo que para Bergson es ante todo una cuestión ontológica, porque plantea un problema de acceso a la movilidad real de las cosas, para Martel es también una cuestión ética, porque implica esencialmente a un otro y a una construcción de la experiencia del otro estéticamente lograda.
Ahora bien, como es sabido, Bergson desconfiaba de que esos trucos que hemos inventado con el cine de los que habla Martel permitieran darnos un verdadero acceso a la realidad moviente de las cosas3. E incluso la propia cineasta ha manifestado reiteradamente su desconfianza hacia las posibilidades del cine de restituirnos una experiencia verdadera. A pesar de la enorme distancia entre ambas formas de desconfianza, se trata de problemas que comprobaremos afines: mientras que Bergson veía en el cine el principal ejemplo de la tendencia intelectualista de nuestro pensamiento, el cual suele concebir el movimiento y la duración a partir de instantes inmóviles (los fotogramas), Martel se va a cuestionar, ulteriormente, respecto al poder del cine para producir símbolos universales prefabricados que condicionan la relación que entablamos con nuestro entorno inmediato. Así, por ejemplo, queremos filmar los medicamentos en la mesa de luz, y los imaginamos en un frasco de vidrio, cuando en nuestra experiencia cotidiana acudimos a los “blisters”4. Notemos que detrás de la crítica cultural de Martel se trata en el fondo de la misma tendencia intelectualista generalmente denunciada por Bergson, a saber: aquella que consiste en comprender la movilidad de lo real mediante ideas ya hechas, en lugar de proponerse abordar cada cosa en función de su singularidad5. ¿Hay que renunciar entonces al cine? ¿Cómo salir de semejante atolladero? Observemos que tanto para Bergson como para Martel se presenta una misma alternativa frente a esta situación de principio, la posibilidad de un desvío por medio del sonido que ambos parecen privilegiar. Refiriéndose a la dificultad de percibir el cambio y el movimiento sin algo sólido que esté en su base y que cumpla la función de sustrato, Bergson nos dice:
Nos cuesta representarnos las cosas así, porque el sentido por excelencia es el de la vista y el ojo ha tomado el hábito de recortar, en el conjunto del campo visual, figuras relativamente invariables que se supone se desplazan entonces sin deformarse (…). El sentido de la vista se organiza para tomar las cosas con ese sesgo (…). Pero ya nos costará menos esfuerzo percibir el movimiento y el cambio como realidades independientes si nos dirigimos al sentido del oído. Escuchemos una melodía, dejémonos mecer por ella (Bergson, 2013: 166).
Retengamos aquí que la imagen de la melodía —usual en Bergson para remitir a la durée interior— es tratada como algo más que una simple figura retórica. Aparece, frente a las “figuras relativamente invariables” de la visión, como lo que podemos llamar una figura de conversión, ya que plantea el problema general del tránsito de hábitos de percepción netamente intelectuales a aquella propia de la durée, más apegada a la audición6. Así, y de manera significativa, Bergson también comparará el rol del cuerpo en su aptitud para poner en juego “la vida motriz del espíritu” con el de un director de orquesta que sigue una partitura musical (Bergson, 2013: 87). Aún más, cuando Bergson busque hacer sensible la posibilidad efectiva de múltiples mundos superpuestos más allá de los límites ordinarios de aquel que comúnmente habitamos, recurrirá a la imagen de “veinte emisoras diferentes” transmitiendo veinte conciertos distintos “que coexisten sin que ninguno mezcle sus sonidos con la música del otro, siendo cada uno escuchado por entero, y solo escuchado, en el aparato que ha elegido para la percepción de la longitud de onda de la emisora” (Bergson, 2013: 72). Es cierto que, si bien esta última imagen manifiesta el modo de coexistencia de temporalidades distintas entre sí, todavía no dice nada acerca del problema del pasaje entre ellas, pasaje que Bergson considerará según el modelo de la variación cromática (2013). Pero, como el propio Bergson muestra más adelante en el mismo texto, lo que cuenta finalmente no es la impresión visual externa del color, sino las “vibraciones” físicas internas que modulan su realidad cambiante. Idea que Martel ensayará a su manera, al proponer que el verdadero 3D del cine es el sonido, ya que con distintos niveles de frecuencia sus vibraciones logran afectar al cuerpo de forma directa y en proporciones variables, creando una experiencia perceptiva que sitúa al espectador en la pantalla y que de algún modo lo remite mucho más allá de ella (atrás, al costado, en otra parte…)7. ¿Debemos decir que es entonces el sonido el que permite que la identificación inicial del espectador se torne una inmersión en una experiencia común irreductible a nuestra percepción ordinaria? ¿Qué usos de lo sonoro podemos observar en La Ciénaga que propicien esta experiencia y cómo se ve implicado el cuerpo en esta?
La Ciénaga: atmósferas del naturalismo
Toda la película La Ciénaga se encuentra profundamente orientada por un sentido de inminencia respecto al cual no se sabe qué, cuándo o cómo va a ocurrir. Es sabido que Martel organiza el guión de sus películas minuciosamente a partir del sonido, dejando la mayor parte de las veces para la eventualidad del rodaje el problema relativo a dónde situar la cámara dentro de la escena. Comprobamos, al ver la totalidad de la película, que hay pocos planos generales, y que estos apuntan mayormente a presentar el monte salteño al inicio y al cierre de la película de una manera que nos recuerda a Ozu. La diferencia con el autor japonés estriba en que, mientras en su caso los planos generales de este tipo enfatizan por contraposición el carácter de banalidad y de complicación exagerada de la realidad humana, los de La Ciénaga vienen acompañados de un sonido de truenos y disparos que no siempre resulta fácil discernir entre sí, insinuando el carácter problemático de una mezcla impropia entre lo natural y lo humano. Encontramos en estos planos iniciales todos los elementos del naturalismo tal como Deleuze los dispone en el capítulo 8 de La imagen-movimiento: el mundo originario ineluctable de “La Ciénaga” se acompaña de medios derivados humanos, con la pulsión de alcoholismo de los adultos desatada y la leve perversión de la infancia carcomiendo por dentro el medio derivado adulto. La mirada de Martel sería una mirada sintomática nietzscheana, médica de la civilización en cuanto hace un diagnóstico de su declive (Deleuze, 2013). Ahora bien, lo que esta lectura —por ser exacta— corre el riesgo de pasar por alto es cómo se crean mediante el sonido atmósferas que recrean toda una sensorialidad del cuerpo mediada por la clase, la etnia, las edades y el género y que parecen minar por dentro la apariencia de naturalismo que la película misma nos ofrece de manera sumaria.
Notemos, en principio, que el propio Deleuze resulta sensible al problema de “permanecer” dentro del naturalismo, siendo que muchos cineastas han intentado hacerlo, y que hay uno solo que a su juicio ha superado el naturalismo “desde adentro, sin renunciar jamás a él”: Buñuel (Deleuze, 2013: 192). Solo el cineasta español, en efecto, accedía a una imagen-tiempo directa, libre de los ciclos de destinación del naturalismo, en virtud de la potencia de repetición que insertaba en el cine. Se trataba de superar la imagen-pulsión del naturalismo en pos de otro signo que Deleuze, indudablemente inspirado en Barthes (1986), denomina “escena” (Deleuze, 2013: 193). Ciertamente, Martel está en esto cerca de Buñuel: el tiempo de La Ciénaga es un tiempo de repetición, y las múltiples muertes aparentes de Luchi antes de su muerte real reflejan la fuerza de semejante potencia. Como en El ángel exterminador, vemos a los personajes de La Ciénaga rondando la casa, sin ser capaces de encontrar la repetición exacta que haría que todo se salve, pues en el mundo impiadoso en el que viven no hay posibilidad de salvación. Pero, si según Deleuze, Buñuel iba más allá del naturalismo dejando paso a “una pluralidad de mundos simultáneos, a una simultaneidad de presentes en diferentes mundos (…) un mismo acontecimiento en mundos objetivos diferentes” (2014: 141) —como se ve en El discreto encanto de la burguesía y en El oscuro objeto de deseo—, algo similar puede afirmarse en el caso de La Ciénaga. Puede notarse, en efecto, en su trama débilmente organizada alrededor de un sentimiento de inminencia que se expresa en los múltiples recorridos de Mecha por la casa alcoholizada luego del accidente original, en el plano general en el que parece que acaban de disparar a Luchi en el monte y aparece ileso en el plano siguiente o en la inmersión de Momi en la pileta sin que nunca la veamos salir a la superficie. Paradójicamente, esta fragilidad de la trama, lejos de sumir en la anarquía narrativa, presenta el destino de los personajes como algo tanto más ineluctable, cristal de tiempo tanto más ominoso por cuanto los personajes no podrán salir de él. Se plantea la misma pregunta que en Regla del Juego de Renoir: ¿habrá aquí alguna fisura, alguna vía de escape?8. Como sugiere Andermann (2015), es posible que el hecho de que Momi le confiese a su hermana al final de la película que fue a ver a la virgen y “no vio nada” exprese menos una desilusión religiosa que un ritual de duelo por la pérdida de Isabel, la criada de la casa constantemente racializada y objeto de amor predilecto de Momi: la única que consiguió irse y romper la dura regla. Ozu, Buñuel o Renoir, lo que esta alternancia de lecturas manifiesta por el momento quizás sea que mantenerse en el naturalismo y, al hacerlo, salirse de él, adquiere en La Ciénaga un sentido variable según cada personaje.
¿Puede el sonido darnos algún indicio para comprender cómo se anudan estos múltiples destinos desde el naturalismo y más allá de él? Detengámonos en una escena en particular que ha llamado la atención de los críticos por su rareza dentro de la película y que nos permitirá comenzar a evaluar los usos de lo sonoro en la misma. Veremos aquí que es preciso tomar al pie de la letra la simpatía que Martel profesa por el lugar y la conciencia de la cámara. Tali conversa con Mecha, quien se encuentra recostada en la cama de su cuarto, acerca de la posibilidad de hacer un viaje a Bolivia para comprar útiles escolares a precio más económico para sus hijos. De a poco ellos van ingresando a la escena, ocupando la cama y el cuarto. Tali empieza a narrar la historia de Teresa, quien pudo ver a La Virgen aparecerse sobre el tanque de agua de una casa de la zona, noticia que se repite a lo largo de la película en los primeros planos de la televisión, incluyendo el testimonio de los vecinos. La historia de Teresa es contada con aires de beatería por parte de Tali, mientras la cámara participa como una integrante más de la escena. El encuadre del relato, desde una semisubjetiva que permite apreciar la credulidad de Mecha frente a los gestos repentinamente elocuentes de su interlocutora, alterna con José preparándose en el baño del cuarto para ir al carnaval. Antes que Tali remate su narración con la frase “Y sí, porque cada uno ve lo que puede”, José fue haciendo lentamente su entrada en la escena en complicidad con su hermana, que pone a funcionar una radio vieja. Finalmente, todos terminan bailando la canción “El Niño y el Canario” con un espíritu festivo que contrasta con la tristeza de la voz de Jorge Cafrune y la letra de la canción, mientras Mecha contempla maravillada, único momento de la película en que la vemos feliz. Esta escena, de un gran intimismo, nos parece que simboliza bien la subversión que el sonido produce sobre lo visual, y el hecho de que esta no ocurre en el relato sin hacer coincidir, aunque sea por un momento fugitivo, un mismo acontecimiento en los mundos objetivamente diferentes de los adultos y el de los adolescentes y niños9. Como indica Deleuze, hay un límite común a lo audible y lo visible que determina la heautonomía de la imagen audiovisual, y que entendemos que en La Ciénaga va regulando la intensidad de las escenas10. De manera que no es casual que Tali evoque con tanto énfasis y determinación un relato alimentado por la creencia de lo que ella vio en televisión, así como no es casual que, enunciado en su discurso el límite de lo que se puede ver, aparezca una música triste para realzar la escena y, por un momento en la película, se aliviane el clima de tensión.
De otra manera, en la escena del dique tendremos una secuencia de gran belleza, cuando un plano fijo permita captar cómo los niños de La Mandrágora entran y salen junto al grupo del Perro de un repentino chorro de agua que los baña y los envuelve en una pantalla blanca (pronto veremos que la fuente acusmática era un gran caño de agua que desemboca en el dique). Lo que hacía esta situación previa especialmente tensa era no solo que estuvieran en el dique cazando peces con largas cuchillas, sino que a nivel narrativo José hubiera recibido una golpiza por parte del Perro pocas escenas atrás por haber querido forzar a Isabel a bailar con él. En ambos casos percibimos cómo la irrupción de un sonido o de una melodía disuelve lo que parece ser una frontera natural en la imagen entre grupos heterogéneos y divergentes, si no directamente opuestos. ¿Qué significa en ambos casos esta especie de simpatía por el lugar de la cámara que Martel profesa? Hablando del artista, Bergson refería que este constituye el “feliz accidente” de alguien “cuyos sentidos o cuya conciencia son menos adherentes a la vida”. De esta manera, “cuando miran una cosa, la ven por sí misma, y ya no para sí mismos. Ya no perciben simplemente en vista de actuar, perciben por percibir —por nada, por placer—” (Bergson, 2013: 155-156)11. Ahora bien, esta ruptura de la observación interesada de la imagen es la que permite disociar lo natural y lo social, cumpliendo el sonido la función de ofrecer una experiencia desinteresada, desapegada, desde el punto de vista de lo que la cámara ve. Ese punto de vista de la cámara, en las películas de Martel, parece coincidir con el punto de vista del artista, tal como acabamos de referirlo en Bergson12.
Pero ¿cómo logra Martel realizar esto a lo largo de toda la película, más allá del carácter excepcional de estas dos escenas13? Al comienzo de la película aparecen junto a la imagen del monte salteño el sonido de disparos a lo lejos y el tintineo de las copas de cristal. Estos dos ruidos, que podemos considerar personajes sonoros por su presencia continua a lo largo de la película, acompasan el ritmo ratificando de manera especial la doble propiedad que Chion atribuye a la “creencia común” sobre el ruido, a saber, la de “no sólo narrar objetivamente por sí mismo la causa de la que emana, sino también de despertar las impresiones ligadas a esa causa” (Chion, 2018: 126). Esta ilusión de una “narratividad natural de los sonidos” es la que nos parece que resulta explotada de manera compleja por Martel. El sonido del tintineo del hielo contra el cristal de la copa acompaña a Mecha en prácticamente cada escena en la que aparece luego de su caída al comienzo de la película, sugiriendo un nuevo accidente casero; y ya su primera audición por parte de Momi en la escena del accidente da cuenta de una percepción irrealmente amplificada por parte de los jóvenes (ya que Mecha está en la pileta y Momi dentro de la casa en su cuarto), contrariamente al sopor de los adultos14. Por su parte, el sonido de los disparos transmite la sensación de una amenaza todavía lejana de la que no se sabe cuándo ni cómo va a acometer. De esta doble inminencia, lejana y cercana a la vez, surge el sentimiento de tensión que acompaña toda la película, en virtud de lo que Chion denomina la “vaguedad narrativa” que afecta a nuestro modo de escucha más extendido, a saber, aquel que busca informarse y encontrar la causa o la fuente de los sonidos (Chion, 2018: 39). Precisamente, las elipsis narrativas comunes a lo largo de la película frustran la escucha causal a la par que la mantienen en tensión respecto tanto a lo que ha pasado como a lo que está por venir, entramando de manera compleja las sensaciones que se encuentran ligadas a las situaciones generales a las que esos ruidos remiten: atmósfera de alcoholismo, atmósfera de monte, de humedad y de pesadez, atmósfera de carnaval.
Una de las virtudes del concepto de atmósfera propuesto por Julia Kratje (2019) consiste precisamente en que permite dar cuenta de un pluralismo de los sentidos que, en el caso de Martel, no solo no obedece a un esquema de causalidad lineal, sino que además pone de manifiesto la potencia de lo sonoro para dotar a la imagen de nuevas dimensiones sensibles. El concepto de atmósfera nos parece que permite comprender en cada caso el clima sonoro de la película con su carácter de mutua imbricación con los sentidos y la perspectiva personalizada de “alguien” que se vuelve capaz de sentir en esa imagen15. Hay indudablemente, a este respecto, una decisión ética en que la cámara en mano siga a Joaquín con su escopeta por el monte como se persigue a un animal, él que con sus comentarios “animaliza” a los otros niños coyas permanentemente, haciéndonos ingresar en la atmósfera del monte. Así como hay también una decisión ética en que la cámara retroceda titubeando ante el avance de Mecha, copa en mano, lanzando insultos a todo su servicio, sumergiéndonos en su atmósfera de alcoholismo. Si consideramos el comentario de Andermann sobre la naturaleza del accidente en la obra de Martel, “a menudo consecuencia de una falta de conciencia y de un control insuficiente del fuera de campo, que irrumpe y rompe la coherencia interna de la pantalla como un espacio audiovisual y narrativo autónomo” (2015: 253), quizás comprendamos con lo dicho hasta aquí algo del fatalismo que se cierne sobre los personajes de La Ciénaga: por principio, se encuentran separados de las causas de lo que escuchan, remitiendo sus accidentes a una presencia inminente que se encuentra sesgada, degradada, fuera de campo.
Finalmente, estas atmósferas expresan un problema ulterior del naturalismo de La Ciénaga, a saber: el hecho de que este se sostiene menos en mundos originarios que en lo que Peña denomina como una “apariencia cuidada” (2012: 238). Esta hipótesis de un naturalismo aparente se conjuga mucho mejor con el trayecto general de la película que aquel de las pulsiones desatadas, en la medida en que estas remiten aún a un tiempo cíclico y a una pulsión de muerte. De hecho, esta apariencia de naturalismo, con sus múltiples facetas, en última instancia parece tener como correlato la declinación de la familia de clase media de provincia, su precipitación hacia un medio que no parece remontar a ningún mundo originario: siempre una atmósfera detrás de otra. Y, durante el tiempo que dura la proeza del encantamiento cinematográfico que permite habitar sucesivamente el cuerpo de otros (los personajes de la película), Martel logra hacernos “bajar la guardia” para entrar en lo que Peña continúa denominando como “una zona profundamente subjetiva y desgarrada” (2012: 238). Resuenan, en este punto, las indicaciones de Schwarzböck y Salas, para quienes “sin querer hacer del género una ventaja comparativa, podría decirse que sólo una mujer puede percibir (…) el mundo de La Ciénaga”, y continúan agregando que
es dudoso, también, que su mirada pueda ser compartida por quienes no participen de una inmensa minoría: la de aquellos que, por distintas razones, vivieron los vínculos familiares y el ámbito doméstico como una tortura silenciosa y no como un lugar de refugio (2001: 12).
Quizás este sea el sentido más global del naturalismo de La Ciénaga: exponer el carácter de inminencia propio de una atmósfera de amenaza permanente, la de la propia familia de clase media de provincia como imagen-cristal que se resquebraja en el punto preciso en que más parece adoptar el aire y la apariencia de lo perenne, de lo inmutable. Poco después de que Tali vuelva a escuchar la música de Jorge Cafrune que viene de la casa de al lado, tendremos el accidente y la muerte de Luchi y, con él, los encuadres silenciosos de los espacios vacíos de una casa despojada de ruidos, de infancia.
Conclusión. El pensamiento y el sonido
Los filósofos no siempre han dado suficiente crédito a sus oídos a lo largo de la historia del pensamiento. Basta con considerar la metáfora de la línea y del sol en Platón (2011) o la línea que permite aprehender sintéticamente el tiempo en Kant (2009) para comprender hasta qué punto el pensamiento filosófico ha tendido a privilegiar la visión por sobre los otros sentidos. Recordemos cómo llamaba Spinoza al que consideraba el género más pobre de conocimiento: “percepción de oídas” (2014: 105). ¿Cabía esperar a Schopenhauer y a Nietzsche para que la música adoptara un sentido metafísico y la curvatura del oído adquiriera los visos de un eterno retorno? Queda la pregunta acerca de si en este tipo de planteamientos no solemos encontrarnos con lo que Jean-Luc Nancy ha denominado como un “círculo metafísico”, que nos hace coligar la escucha a una interioridad, y la interioridad a la escucha, sin dar suficientemente cuenta de la capacidad que tiene el oído para crear espacios de sentido autónomos cuyo carácter propio es menos la intermitencia que una especie de consistente fugacidad (2022: 60-61). Como hemos visto, Bergson atribuyó un lugar inequívoco al oído para captar la durée, y podríamos remitirnos nuevamente a Las dos fuentes de la moral y de la religión para ver hasta qué punto la música es pensada como una pura forma de exterioridad, atmósfera inmensa que no afecta solo al que escucha, sino a otros, a todo el mundo (1996).
Pero hemos visto también cómo en La Ciénaga las escenas musicales cumplen un rol limitado en la creación de atmósferas que la vuelven un cine de sensación. Aquellas expresan, podríamos decir, un naturalismo ya constituido, siendo su fuerza más bien la manifestación ambigua de un pasaje a otro modo de experiencia. En efecto, cuando la heautonomía de lo auditivo y lo visual plantean un contrato audiovisual al espectador en el cual lo sonoro será siempre primero respecto a lo que vemos, lo que cuenta es menos la relación de lo que vemos con lo que escuchamos que aquello que pasa entre lo audible y lo inaudible como tal16. Ciertamente, la imagen visual sigue cumpliendo un rol activo como límite de aquello que podemos escuchar, delineando los contornos de cada situación, pero en conjunto esto tiene como efecto tan solo volver patente la estructura de pensamiento sonoro que funciona como un andamiaje general. La relación entre lo audible y lo inaudible cubre entonces el todo de la película, instaurando nuevas relaciones de pensamiento con la imagen visual17. Estas relaciones son sin duda analógicas: es “como” el alcohol, es “como” el monte, es “como” el carnaval. Pero el conjunto de dichas relaciones permite hablar de un montaje sonoro por el que se producen verdaderas atmósferas, cada una de las cuales es perfectamente consistente desde el punto de vista de la experiencia sensible que son capaces de recrear.
¿No era preciso llevar el naturalismo hasta este punto de entablar con su potencia de repetición una relación que fuera más allá de la simple “pulsión”? La pulsión, ¿no implicaba una imagen demasiado orgánica del cuerpo, demasiado direccionada por una “pulsión de muerte”? Había que romper la causalidad natural, separar al oído de lo que puede escuchar, producir la tensión de una inminencia que se encuentra tan pronta a suceder como ya sucedida. Así, la relación entre lo audible y lo inaudible en La Ciénaga puede bien ser llamada inaudita, por la experiencia del cuerpo que esconde, incluyendo su inexorable fatiga18. De esta manera, Martel va más allá del naturalismo, al hacer patentes por debajo de su aparente circularidad los trayectos de sentido incongruentes para la pulsión ocular que hacen del sonido una estructura de pensamiento lo suficientemente problemática, lo suficientemente compleja para comprender en ella los avatares en los que se juega otra experiencia del cuerpo, ¿otra eticidad?
Bibliografía
Fuentes
Bergson, Henri (1996), Las dos fuentes de la moral y la religión, Madrid, Tecnos.
----- (2009), La risa. Ensayo sobre el significado de lo cómico, Buenos Aires, Losada.
----- (2010), Materia y memoria, Buenos Aires, Cactus.
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1 Ya Aguilar iba contra esta interpretación, aunque todavía considera la estructura de La Ciénaga como una “espiral” (2006: 51).
2 “La parte de independencia de que dispone un ser vivo (…) permite pues (…) enunciar esta ley: la percepción dispone del espacio en la exacta proporción en que la acción dispone del tiempo” (Bergson, 2010: 50).
3 Resultan famosas las declaraciones de Bergson respecto a la ilusión cinematográfica del pensamiento en el capítulo IV de La evolución creadora (2012: 30 y siguientes).
4 En su charla Guerra, turismo y narrativas audiovisuales dada en el marco de Alternativa Teatral en 2023, Martel cuenta haber hecho esta experiencia en algunas de sus clases magistrales: consiste en pedir a los asistentes que dibujen a una mujer mirando un reloj de alarma. Curiosamente, sin importar la proveniencia cultural de la persona, las representaciones del reloj de alarma suelen ser muy parecidas entre sí: una especie de círculo con dos campanitas que le salen de arriba a la manera de dos antenas. Es decir, una representación universal acerca de cómo se supone que se tiene que ver un reloj de alarma, que no condice con el reloj de alarma concreto que utilizamos para despertarnos cada mañana (en el mayor de los casos, actualmente, nuestros teléfonos celulares). Martel se pregunta qué es exactamente lo que lleva a alguien a sentir nostalgia por algo que nunca vivió y cómo es que el cine es capaz de lograr eso. Y responde que nos gusta pensar que el reloj de alarma se ve como esa especie de modelo o arquetipo porque es nuestra idea culturalmente prefabricada acerca de cómo se supone que debe verse un reloj de alarma. Esta misma idea aparece en su última entrevista publicada en Atehortúa (2023).
5 Esta crítica del intelectualismo que se introduce en La evolución creadora acompaña la crítica al “método cinematográfico” del pensamiento (Bergson, 2012: 301-302).
6 Como Bergson insistirá en Las dos fuentes de la moral y de la religión, la inteligencia debe ser comprendida en función de un poder de emoción más alto del cual deriva, y que encuentra su medio ideal en la música (1996: 44 y siguientes).
7 Esta noción, que Martel desarrollará en su Masterclass de Rotterdam (2018), es clave para su idea de inmersión: la pantalla es un recorte sobre el mundo, y el sonido, la posibilidad de sumergir al espectador en todo ese mundo faltante.
8 Deleuze (2014) elabora principalmente a partir de Renoir, Ophüls, Fellini y Visconti un concepto de imagen-cristal para el cine. Para ver el concepto de la imagen-cristal en Renoir, cfr. Deleuze (2014).
9 Dipaola, entre otros, le otorga a esta escena un peso esencial (2022).
10 Esta noción compleja de “heautonomía” Deleuze la toma de La Crítica del Juicio de Kant. Mediante ella, intenta analizar de qué modo la imagen auditiva y la imagen visual se relacionan a partir de su propia autonomía (Deleuze, 2014). Se puede encontrar una buena definición de la noción de heautonomía en el Diccionario de la filosofía crítica kantiana (AA.VV., 2017).
11 David Lapoujade ha hecho un análisis interesante de las variaciones de Bergson alrededor de las expresiones “apego a la vida”, “atención a la vida”, “adherencia a la vida”, casos que deben ser considerados de manera diferenciada y según cada aparición particular. Cfr. Lapoujade (2011).
12 Se trata, indudablemente para Martel, del punto de vista de una niña (Oubiña, 2009). Respecto a la relación entre la figura del niño en Bergson y el arte, cfr. el final de su ensayo sobre el significado de lo cómico (Bergson, 2009).
13 A ella es preciso agregar la escena de la bailanta, que además permite apreciar una ambigüedad esencial en las escenas musicalizadas: aquí el corrimiento de las fronteras, esta vez de clases, termina en la golpiza que el perro le da a José. Cuando al final volvamos a escuchar la música de Cafrune viniendo de la casa vecina a la de Tali, va a ser a la manera de una anticipación ominosa de la muerte de Luchi.
14 Agradezco a Guido Berenblum por la amable disposición a conversar sobre su trabajo en el sonido de la película, que me permitió advertir este detalle, así como afianzar o corregir algunas hipótesis del presente trabajo. La idea del sonido como estructura de pensamiento de la película a la que arribo en mi conclusión fue considerada a la luz de dicha conversación.
15 David Oubiña da cuenta de la centralidad del cuerpo en el análisis de Kratje y sintetiza el concepto de atmósfera propuesto por la autora. Cfr. Oubiña (2019).
16 La idea de “contrato audiovisual” organiza la lectura de lo audiovisual de Chion como “lo contrario a una relación natural que remite a una armonía de las percepciones entre sí” (2018: 13).
17 Deleuze observa en el final del capítulo 9 de La imagen-tiempo la relación de heautonomía que establecen las imágenes sonoras entre sí, en una serie que va del grito a la música, sin que por ello se desprendan del todo de su relación con la imagen visual (2014). Martel, como indica Chion, piensa las secuencias de sonido de manera tal de producir “la acción de una atmósfera, de una irrealidad” (2018: 51).
18 “Donde más atrapados estamos es en el condicionamiento de nuestra percepción, lo que vemos, y en general solo vemos lo que podemos nombrar. Y todo nuestro día a día está atravesado por experiencias que no pueden nombrarse. Y nosotros tenemos una herramienta para lo que no puede nombrarse… aquello que nos deja atónitos, lo inaudito” (Martel, 2023). François Jullien ha creado un concepto filosófico para lo inaudito, cercano en algunos puntos a la experiencia del cuerpo de La Ciénaga, sobre todo al cansancio. Cfr. Jullien (2023).