Guerra, comunidad y distancia. Notas tentativas sobre política indígena a partir de las articulaciones bélicas
Guido Cordero*
Cuadernos del Sur - Historia 47, 15-30 (2018), E-ISSN 2362-2997
En este artículo se desarrolla un argumento respecto de la conceptualización de las unidades políticas en la sociedad indígena del siglo XIX. Para ello, se revisan trabajos previos relativos a la caracterización de los malones indígenas. En particular, se describen los rasgos fundamentales de un protocolo, formado por un conjunto de acciones necesarias y reguladas, que acompañaba la ejecución de grandes incursiones bélicas, pero que no se encontraba presente en otras de menor importancia. Esta asimetría se pone en relación con una reflexión teórica sobre las nociones mapuches de distancia y cercanía social, a partir de la cual se propondrá un sentido posible para la mencionada etiqueta. En función de ello, se sostendrá que la delimitación política más productiva para el análisis de la política indígena del período es la comunidad social y ritual del lof.
Palabras clave
Malones
Mapuche
Frontera
Fecha de recepción
10 de abril de 2020
Aceptado para su publicación
13 de julio de 2020
* UNMdP/CONICET. Correo electrónico: corderoguido@yahoo.com.ar
Resumen
This article develops an argument regarding the conceptualization of political units in the indigenous society in the 19th century. For this reason, previous works related to the characterization of the indigenous raids are reviewed. In particular, the fundamental features of a protocol are described, consisting of a set of necessary and regulated actions, which accompanied the execution of major war incursions, but which were not present in others of lesser importance. This asymmetry will be put in relation to a theoretical reflection on Mapuche notions of distance and social closeness, from which a possible meaning for the aforementioned label will be proposed. Based on this, it will be argued that the most productive political delimitation for the analysis of indigenous politics of that period is the social and ritual community of the lof.
Keywords
Raids
Mapuche
Frontier
Abstract
15-30
Do
Introducción
Este artículo se propone resumir una reflexión, aún en curso, vinculada a la delimitación de las unidades sociopolíticas en el mundo mapuche del siglo XIX. Se enmarca en la profusa producción de las últimas décadas, en que los investigadores han abandonado miradas que soslayaban la agencia indígena, reduciéndola, no pocas veces, a la “irracionalidad” y el “salvajismo”, al mismo tiempo que han procurado recuperar su complejidad y las lógicas que la informaban. Dentro de estos enfoques, mi propia producción ha intentado interpretar la política intraétnica durante las últimas décadas de soberanía indígena utilizando, como vía para ello, los malones. El seguimiento y caracterización de las incursiones violentas, su contextualización y la identificación de la adscripción de sus participantes, me permitieron proponer hipótesis respecto de procesos de competencia entre longkos, rupturas y desavenencias intragrupales, alianzas y articulaciones entre grupos, y emergencias de nuevos liderazgos (Cordero, 2019). La reconstrucción de la historia política de un período (1860-1875) con esta perspectiva y, en particular, la ratificación de la labilidad e inestabilidad, ya observada por otros investigadores, de las grandes unidades políticas indígenas tal como solemos concebirlas, inspiraron estas notas.
El texto se desarrollará a partir de trabajos ya publicados, por lo que no incorporaré fuentes documentales. Ello se debe a que, en lo fundamental, lo que propondré es una revisión de la opción analítica que yo mismo he tomado en trabajos previos, y lo haré en base a la misma evidencia utilizada anteriormente. No se trata, en ese sentido, de una nueva propuesta a la luz de información adicional, sino de una relectura a través de un lente diferente. Tal reenfoque no es, sin embargo, menor, dado que procura establecer cuál es el agente central de los procesos que analizamos quienes nos interesamos por la política indígena del período. Adelantando lo que serán las consideraciones finales de este artículo, postularé que lograríamos una mayor productividad en pensarlo asociado a la comunidad parental, el lof, en lugar de a los grandes cacicatos u otros modos en que la literatura ha nombrado las entidades sociopolíticas mapuches del siglo XIX.
Desarrollaré esta idea a lo largo de tres apartados. En el primero explicitaré lo que considero problemático en el modo de pensar la unidad de análisis de la política indígena que he esbozado en esta introducción. Lo haré reseñando tanto lo que observo como una tensión entre los términos que solemos usar y los procesos que describen, como el modo en que inicialmente había resuelto esa cuestión en mi trabajo. En el segundo apartado desarrollaré algunos aspectos que he propuesto previamente en relación con las incursiones violentas mapuches, los malones, de donde pretendo extraer una clave que me permitirá sostener mi argumento. La misma consiste en el hiato existente entre la etiqueta plenamente formalizada, cuyos rasgos relevantes detallaré, característica de los grandes malones —y de otras instancias de acción colectiva— y las prácticas de asociación informal que se articulaban en las pequeñas incursiones armadas. Seguiré ese hilo en un tercer apartado en que, apoyándome en una conceptualización sobre ideas de cercanía y proximidad social en el universo simbólico mapuche, intentaré explicar el sentido de la etiqueta malonera, el “repertorio” que prescribía las acciones necesarias para la realización de una acción armada de magnitud. Como se verá, mi argumento sostendrá que en el sentido del “repertorio malonero” podemos vislumbrar una ratificación de la autonomía de la comunidad parental frente a las agrupaciones políticas amplias y los grandes liderazgos.
Corresponde una breve advertencia. Es conocida la impronta estereotipada con que se ha representado al pueblo mapuche y a las sociedades indígenas en general. En ella los malones son, probablemente, el elemento central de la batería de imágenes negativas que cimentaron la legitimación de la expansión colonial del estado argentino y chileno sobre su territorio. El uso del presente no es casual: en episodios tristemente cercanos hemos podido ver la recurrencia del estereotipo del “indio malonero” (Lenton et al., 2015) a propósito de conflictos ligados a la tierra y a la búsqueda del goce efectivo de derechos reconocidos en nuestra legislación. En ese marco y en la percepción, ampliamente compartida entre los especialistas, sobre el rol jugado por la historiografía tradicional de la “guerra contra el indio” y la antropología1 en la construcción de tales imágenes, el análisis de las prácticas colectivas violentas ocupó durante años un lugar contrastante con la ubicuidad tradicionalmente apreciable. Su recuperación como parte no excluyente del discurso indígena frente a la sociedad invasora y, también, como una herramienta para comprender lógicas sociales y políticas más allá de las dinámicas de dominación y resistencia frente a aquella es, en ese sentido, relativamente reciente. En la medida en que, de manera consistente, esta recuperación logre eludir la replicación de la voz de los conquistadores, contribuyendo en su lugar a recuperar el sentido de la acción política de los conquistados, habrá contribuido algo, espero, a conjurar aquellos estereotipos.
Unidad política y agencia colectiva
La unidad política mapuche pampeana del siglo XIX está dada, en la amplia literatura que ha analizado el período, por grupos variables de familias, con un líder caracterizado a su cabeza secundado por otros de menor importancia, que en lo fundamental coincide con los colectivos a los que las fuentes, mayormente no indígenas, consideraban como grupos diferenciados. Aun haciendo propias las advertencias sobre los riesgos de adoptar acríticamente las categorías de nominación impuestas por escribientes no indígenas (Nacuzzi, 1998), no existe mayor desacuerdo en identificar, para las décadas finales de soberanía indígena, un conjunto de entidades —los salineros, los ranqueles, los pehuenches, los manzaneros, algunas agrupaciones de “indios amigos” como los catrieleros— entendidos como recortes soberanos del mundo indígena, portadores de su agencia política frente al mundo no indígena y frente a otras agrupaciones. A diferencia del espacio araucano, el Ngulumapu, para el que se ha postulado un orden que, comenzando por las familias agrupadas en un lof detrás de un longko, agrupadas a su vez en un ayllarewe con sentidos políticos y rituales, se organizaban finalmente en grandes unidades denominadas butalmapu, una jerarquía comparable no ha sido planteada para el oriente cordillerano, el Puelmapu2.
La discusión tradicionalmente ha girado alrededor del carácter del liderazgo de los longkos, sin profundizar sobre la naturaleza de las jerarquías desplegadas bajo su autoridad, o si estas existían. Sin ahondar en él, por ser de sobra conocido, el debate sobre el liderazgo en la sociedad mapuche pampeana del siglo XIX osciló entre postular el fortalecimiento de la autoridad cacical, que justificaría su inclusión en la categoría de “jefatura”, o señalar la continuidad estructural de procesos de fisión y fusión que configurarían una sociedad “segmental” (Mandrini, 1992; Bechis, 1999). Pero, en ambos casos, la entidad sobre la que el lonkgo definido como un “jefe” era capaz de desplegar su poder o bien, el líder sin poder punitivo de una sociedad hecha de segmentos construía día a día una autoridad inestable, coincidía con esas agrupaciones mencionadas más arriba. Más jerárquica o más horizontal, la sociedad mapuche pampeana estaba formada por unidades políticas reconocibles, al frente de las cuales desplegaban su poder o su autoridad grandes líderes cuyos nombres propios conocemos: Calfucurá, Mariano Rosas, Valentín Sayhueque, Ignacio Coliqueo, entre otros.
Estos colectivos aparecen mencionados en las fuentes como “parcialidades”, “tribus”, “naciones” o “agrupaciones”, entre otras denominaciones. La literatura especializada ha tomado estas y otras formas de nominarlas —como “etnias” y “subetnias”, por ejemplo— a veces de modo intercambiable, y en ocasiones para resaltar la adscripción del autor con alguno de los modelos interpretativos mencionados en el párrafo anterior. Independientemente del término empleado, en el seguimiento de las trayectorias políticas, estas se han identificado con los longkos más caracterizados, teniendo otros líderes un rol subordinado o inexistente, o pasando a ser considerados un colectivo independiente, y no ya parte del original, que seguiría siendo analizado como una unidad.
Sin embargo, como algunos autores han señalado, existen algunas dificultades de atribuir unicidad en el accionar político de estos colectivos (de Jong, 2011), recomendándose prestar especial atención al accionar de las comunidades más allá de sus líderes (Villar y Jiménez, 2011). Un aspecto central de mi propio trabajo3 consistió, apoyado en —y acompañando a— tal observación, en mostrar cómo líderes de distinta influencia y capacidad de movilización, adscriptos en las fuentes a esos colectivos y subordinados a sus grandes longkos, encabezaban, en distintas instancias, políticas autónomas, expresadas en malones u otras acciones que contrastaban con las políticas seguidas por los principales líderes, operando el “código político fronterizo” de modo independiente4. Por fuera de la “alta política” de los grandes longkos, movilizaban militarmente conjuntos variables de weichafes (guerreros) contra los cristianos, o bien por el contrario, procuraban la concreción de acuerdos independientes con ellos. En igual sentido, pero en relación con la sociedad indígena, desprendimientos de esos grupos podían confluir alrededor de pequeños líderes para incrementar la capacidad de movilización de otros lonkgos, de manera coyuntural o permanente, siendo la competencia por tenerlos bajo su amparo y autoridad uno de los principales nudos conflictivos entre los grandes caciques.
Numerosos líderes, en definitiva, actuaban de manera autónoma respecto de los grupos a los que estaban adscriptos. A estos “otros” líderes los denominé “segundas líneas”, siendo estos mencionados en las fuentes tanto “caciques” como “capitanejos”. Al respecto, debe señalarse que no siempre resulta claro qué tipo de jerarquización implicaban tales términos. En ocasiones, ambos podían ser atribuidos al mismo individuo en momentos sucesivos, o podía variar según quién fuera el que lo estuviera nombrando de tal modo. Por ello, resultaba dificultoso determinar con claridad si el uso de uno u otro término refería al liderazgo de colectivos distintos y autónomos —como parecía indicar su accionar independiente—, a niveles jerárquicos dentro del mismo grupo —como explícitamente solían referirse a muchos de ellos los grandes longkos— o bien, eran atribuciones contextuales, dependientes de la propia dinámica de ascenso y caída de los liderazgos, de las alianzas y acuerdos intraétnicos y del desarrollo de la política intra e interétnica.
Para el colectivo mayor, esto es, el conjunto de composición cambiante organizado alrededor del liderazgo de un “cacique principal”, utilicé el término “grupo”, algo más ambiguo que las alternativas “parcialidad”, “tribu” o “cacicato”. Aunque la elección de este término por su ambigüedad fue explícita, la existencia de un “grupo” articulado alrededor de un líder, rodeado de “segundas líneas” que sostenían/contestaban sus liderazgos, suponía —nuevamente— la delimitación de una unidad política. Los disensos y conflictos que identifiqué en mi trabajo fueron pensados como intragrupales, más allá de que se resolvieran al interior de los mismos o bien, derivaran en desplazamientos de líderes secundarios y guerreros, temporales o permanentes, que pasaban a engrosar otros grupos o redundaran en la conformación de otros nuevos. El supuesto, en continuidad con otros autores, fue que esos grupos, típicamente los salineros de Calfucurá, constituían la unidad política básica del campo político indígena en ese período. En tanto estos “grupos” eran definidos por su articulación alrededor de un líder, no se confundían con otras denominaciones “étnicas”, como por ejemplo los ranqueles, dado que allí se trataba de más de un líder o linaje, de modo que el “grupo” en cuestión en tal caso estaría definido por, por ejemplo, “los ranqueles de Mariano Rosas”. Del mismo modo, el grupo construido alrededor del longko Pincén, especialmente en la década de 1870, que desde otra perspectiva podría ser pensado como parte de los salineros, fue pensado desde este enfoque como un “grupo” independiente, articulado alrededor del ascenso de este liderazgo.
El término elegido, entonces, me permitía enfatizar que me refería a una unidad política en determinado contexto, no a etnónimos u otros colectivos de adscripción mayor que, eventualmente, podían estar formados por varias de ellas5. La ambigüedad en la elección del término buscaba resaltar los límites difusos de tales agrupamientos y los procesos de transformación en su composición, que procuré mostrar en mi investigación, y enfatizar el carácter político de la entidad que me interesaba, frente a formas de adscripción que pudieran ser de otra naturaleza, como territorial o “étnica”. Sin embargo, y aunque debo subrayar que este pequeño texto es un ejercicio provisional que pongo a consideración, me encuentro crecientemente incómodo con el supuesto implícito en el enfoque que elegí. Esto es, en la productividad analítica de considerar a los grandes liderazgos y sus seguidores como las unidades básicas del campo político indígena pampeano en ese período. Dicha incomodidad se funda, en buena medida, en la descripción de los procesos de gestión colectiva de la violencia, los malones, que son el lente que utilicé para analizar la política mapuche, de modo que argumentaré a partir de ello.
La política en acción a través de los malones
La recuperación del malón como objeto de indagación, ya deslindada de los rasgos que caracterizaron sus enfoques tradicionales, ha permitido recuperar esa dimensión del discurso político indígena desprendiéndola de las narrativas justificatorias de la conquista. Lejos de la irracionalidad y el atavismo, las incursiones comenzaron a verse en función de procesos y contextos particulares, como una —y no la única— modalidad de vinculación interétnica y, por supuesto, como expresiones de una conflictividad bilateral, y ya no una agresión unívoca desde “tierra adentro”. Uno de los rasgos de las formas actuales de entender las prácticas maloneras es el reconocimiento de su complejidad y heterogeneidad, anteriormente confundidas en un rótulo único, que sin embargo englobaba prácticas diversas. Al respecto, la literatura de las últimas décadas comenzó a practicar los deslindes necesarios y uno de sus aportes consistió en la proposición de tipologías que permitieran diferenciar y comprender mejor lo que antes se presentaba como indiferenciado y autoexplicado en tanto metonimia de la “barbarie”.
Pero las tipologías que la literatura había elaborado para complejizar la práctica malonera eran en mi opinión insuficientes o poco operativas, en tanto mayormente apuntaban a diferenciar objetivos (económicos, políticos, jurídicos) imposibles de distinguir en eventos particulares o que, razonablemente, se encontraban entramados simultáneamente en ellos6, o expresaban en diversas proporciones los objetivos de diferentes participantes. El sentido de un malón debía buscarse en el contexto de su ocurrencia y, de todos modos, nunca dejaría de ser una hipótesis parcial, atinente a un sentido predominante, nunca único, dado que una incursión era también una instancia de articulación entre objetivos variados. Frente a esta percepción, me incliné por diferenciar los malones exclusivamente por su tamaño, subrayando que los cambios en el mismo no implicaban la atribución de objetivos políticos a los más grandes y “meramente” económicos a los más pequeños, en vista de que ambas dimensiones, así como su naturaleza “jurídica” —en tanto accionar restitutivo legitimado en el admapu— podían estar presentes en ambas7, y habitualmente así era.
Esta diferenciación en la cantidad de participantes, no obstante, no remitía a una variación meramente cuantitativa, como ya había sido observado por otros autores8, sino que implicaba un cambio en el modo en que era concebida la acción. Aunque, por lo ya señalado, dicho cambio no correspondía a los objetivos del malón, que podían estar presentes en ambos casos, y tampoco eran relativos a la naturaleza de las operaciones guerreras. En efecto, en términos operativos, los malones eran siempre expediciones militares rápidas, acompañadas de dosis variables de violencia y destrucción, pero cuyo objetivo habitual no era el enfrentamiento sino la obtención de diferentes bienes y, eventualmente, la captura de personas. Ello no variaba sustancialmente en función de los objetivos particulares o la magnitud de la incursión, aunque sí en la dosificación de la violencia o en el énfasis en, por ejemplo, la toma de cautivos, que podía vincularse con el intercambio de prisioneros.
Tal distinción en la dimensión de las incursiones remitía, más bien, al tipo de procesos sociales necesarios para llevar adelante una incursión a gran escala. Me referí a ellos como conformando un “repertorio malonero”, esto es, un conjunto de fases, marcadas por un protocolo específico, que eran necesarias para poder gestionar una acción bélica a gran escala. Si bien no describiré esos pasos, vale señalar aquí como rasgos relevantes para lo que me propongo argumentar que: 1) seguía en cada una de sus etapas pasos formalizados y ritualizados; 2) en estos pasos cada una de las fracciones participantes hacía explícita su autonomía frente a las restantes, autonomía que incluía su libertad para participar o no; 3) en el aukatrawn (parlamento para la guerra) en el que se debatía la posibilidad de seguir adelante con lo propuesto se construía un consenso puntual que no se extendía una vez terminado aquello que se había acordado; 4) aunque un malón era una acción colectiva, numerosas instancias del proceso eran reservadas para los guerreros individuales y su grupo parental más cercano, entre ellas, la preparación de armamentos y cabalgadura, así como la apropiación del botín.
Ciertamente, los cuatro rasgos apuntados están vinculados entre sí y, podría decirse, tres de ellos no son más que una variación de un mismo principio de libertad retenida por los participantes de una acción bélica frente a quien o quienes la convocaban. Esta autonomía era rigurosamente ritualizada, como se dijo, por medio de una etiqueta específica y creo que es posible preguntarse por los sentidos y “funciones” de aquella. Es preciso señalar que, hasta donde he podido evaluar en las fuentes, este ceremonial no poseía un equivalente en los malones pequeños (cuero-tún), típicamente ejecutados por el grupo más cercano u otros individuos de confianza. No obstante, sí aparecen referencias a reuniones de ese tipo con la concurrencia de miembros de lo que habitualmente consideramos una unidad política, tales como los salineros o los manzaneros. Esto es, la etiqueta que según creo no se encontraba presente para la organización de acciones de pequeña magnitud, pero que sí era un prerrequisito para grandes movilizaciones militares confederadas, también ordenaba las prácticas bélicas al interior de los grupos definidos por los grandes liderazgos, y que son habitualmente entendidos como las unidades políticas del mundo mapuche. Adelantando nuevamente mi argumento, diré que en ese salto en el cual se hace necesario el repertorio malonero, es donde propondré un criterio de delimitación posible.
Cercanía, proximidad y distancia
Intentaré a continuación vincular lo dicho hasta aquí con un tratamiento particular de las nociones de “cercanía” y “proximidad” social en el universo simbólico mapuche propuesto por José Isla Madariaga (2006). Considero que este enfoque es especialmente útil para comprender la necesidad del “repertorio malonero” y su etiqueta solo en algunos casos: aquellos en que la distancia social los hace necesarios. El trabajo de Isla Madariaga constituye una reflexión sobre el tratamiento de la distancia social en la constitución del territorio, la sociedad y la persona mapuche. Si bien está basado en un trabajo etnográfico reciente9, y no pretendo extender linealmente hacia el pasado sus reflexiones, con el riesgo de deshistorizar y esencializar los procesos constitutivos de la sociedad mapuche, considero legítimo un uso flexible de su propuesta, enfatizando aquellos aspectos que resultan consistentes con lo que es posible reconstruir del período que me interesa.
El modo de habitar la tierra de las comunidades mapuche, sostiene Isla Madariaga, se caracteriza por un patrón disperso, que una mirada superficial podría confundir con residencias aisladas. Pero aunque cada vivienda —ruka— conforma una unidad semi-autónoma, comparte con otras, en la que los hombres conservan vínculos parentales, una serie de derechos que conforman bienes comunes. Los lazos que unen a los grupos domésticos, ritualizados en la circulación de los nombres masculinos, dan forma a un espacio de “cercanías”, entendido como el lugar en que la distancia social es inexistente. Aun aquellos que fueran incorporados desde fuera de la comunidad participarían de ese borramiento de la distancia, incorporados ritualmente al parentesco del grupo, dado que este espacio, el lov (lof)10, no se define en función de la extensión “hacia fuera” de las redes parentales sino que es definido en función de su pertenencia, hacia su interior.
Cada lov se encuentra liderado por un longko, que es quien encabeza al grupo frente a otros, y, especialmente, lleva adelante su articulación con otros grupos cercanos. Estos últimos, cada uno de ellos un espacio de “cercanías” en sí mismo, se vinculan con el lov por medio de alianzas políticas y matrimoniales. Estas son de vital importancia dado que, mientras los espacios de “cercanías” son por definición exógamos —están conformados por hombres emparentados—, los espacios de “proximidades” que forman con ellos en conjunto constituyen unidades endógamas. Estas unidades mayores, a su vez, poseen determinadas instancias rituales —diferentes a aquellas específicas de las “cercanías”—, que cimentan y reactualizan la dependencia mutua y los lazos establecidos. Por fuera de las “cercanías” y las “proximidades”, el mundo se proyecta hacia un exterior que siempre es potencialmente hostil. Si las personas son definidas en función de su pertenencia al espacio cercano que los hombres comparten con individuos emparentados, o a los espacios próximos que expresan las alianzas y donde residen los parientes de las mujeres, la distancia que se extiende hacia el exterior es un territorio desconocido, donde las obligaciones recíprocas que permiten proyectar confianza estarán ausentes, con todos los riesgos que ello implica. El entramado de alianzas articulado por los longkos cercanos y celebrado ritualmente solo puede abarcar una fracción de la sociedad mapuche.
No es difícil, para quien está familiarizado con las fuentes y la literatura relativa a las pampas en el siglo XIX, reconocer el patrón residencial disperso en que se distribuían los toldos, por usar el término que aparece en nuestras fuentes. También es posible encontrar resonancias respecto de la preponderancia de los vínculos parentales, definidos desde “fuera” hacia “adentro” en la definición de los grupos —y las obligaciones recíprocas emergentes—, que permitían la flexibilidad característica que habilitaba la incorporación de personas a los lof, especialmente en tiempos álgidos de desestructuración y violencia11. Ciertamente, no son habituales en las fuentes el tipo de descripciones que permitirían explicar en profundidad los vínculos parentales y políticos de un grupo, al modo en que es posible hacerlo en una investigación etnográfica. Conservaré en suspenso esta cuestión, solicitando la indulgencia del lector, y reteniendo en particular las nociones de “cercanía”, “proximidad” y distancia.
La pregunta implícita al finalizar el apartado anterior apuntaba a las razones por las cuales los grandes malones, ya fueran con una participación confederada de grandes liderazgos, o con invitados considerados habitualmente de una única unidad política —dependientes de la autoridad de un único gran longko— requerían una etiqueta particular, en tanto en incursiones mucho más pequeñas nada de ello parece haber tenido lugar. Es el momento, entonces, de ensayar una respuesta: en los cuero-tún, quizás, la etiqueta propia del “repertorio malonero” es redundante, porque su sentido sería, precisamente, generar frente a un otro, definido por su exterioridad y su potencial hostilidad, un marco formal que permita, al adecuarse cada uno de los presentes a un protocolo de acción predefinido (y cuidadosamente controlado), reducir la incertidumbre propia del alejamiento de la comunidad más cercana, aquella sólidamente articulada por lazos de parentesco e instancias rituales periódicas. El cuero-tún se desarrollaría en un marco de “cercanía” social tal que el “repertorio” del trawn para la guerra fuera innecesario.
En tanto los límites de ese núcleo fueran cruzados, atravesando las relaciones de “proximidad” definidas por alianzas parentales más o menos sólidas, la confianza resultante del trato habitual y las obligaciones mutuas pautadas en el admapu se diluirían en una distancia social capaz de hacer, de los grupos otros, una presencia potencialmente amenazante. En suma, el aukatrawn estaría expresando la autonomía de los distintos fragmentos allí convocados, autonomía que, de todos modos, se sostenía en otras etapas del accionar colectivo acordado, aun cuando se asumía la jefatura total del líder asignado para la guerra durante la realización del malón12. En los malones pequeños, en cambio, ninguno de estos procedimientos parece haber existido hasta donde he podido observar, lo cual es lógico, porque no eran necesarios.
Dicho esto, ¿cuál sería entonces la unidad política que deberíamos tener en cuenta a la hora de analizar las dinámicas políticas del período? Considerando tanto la autonomía de los longkos (aquellos que en las fuentes a veces son “caciques” y a veces, “capitanejos”) y su grupo inmediato de weichafes escenificada en el trawn para la guerra; que dicha autonomía también se expresa en la inversión necesaria para el malón y la apropiación de sus beneficios; y considerando particularmente la notable circulación de “segundas líneas” entre diferentes liderazgos y, aun, las variadas posiciones frente a los cristianos haciendo caso omiso de las posturas contemporáneas de los grandes caciques; considero que es posible y analíticamente productivo poner el foco en el lof13 como la unidad política a la que deberíamos prestar especial atención. Un espacio de cercanía social, formado por un número variable de toldos, encabezado por un líder que, aun si fuera relativamente pobre o poco prestigioso, sería capaz de presentarse en igualdad de condiciones a un parlamento convocado por longkos mucho más influyentes, o declinar hacerlo si así ha soñado o así lo dispone por el motivo que fuere, con la autonomía suficiente para malonear sobre los cristianos, con sus parientes y amigos o con los aliados que decida, o de buscar por su cuenta los acuerdos diplomáticos que nada obligaría a esperar de los grandes líderes, si es que así lo ha considerado adecuado.
Palabras finales
No pretendo con estas breves notas postular una caracterización de largo alcance sobre la estructuración política de las sociedades pampeanas del siglo XIX, que tanto han fatigado la literatura desde que hace unas décadas su análisis lograra emanciparse de las miradas arcaicas sobre las fronteras, aunque sugiero que los tópicos de aquellos debates pueden leerse desde otra luz en la medida en que pensemos la segmentalidad y la concentración de poder en niveles de agregación diferentes14. Ubicando la unidad política en el nivel de la comunidad es posible entender las articulaciones expresadas, por ejemplo, en el malón, como resultantes de un acuerdo acotado, emergente de un parlamento, que no se extiende necesariamente en el tiempo, permitiendo así explicar con más simpleza las permanentes variaciones en la composición de los grupos (o “parcialidades”, “cacicatos” o como fuere que los nombremos).
Algunas características aducidas respecto de la centralización política en la sociedad mapuche del período podrían estar atribuyendo a los consensos emergentes de las instancias de articulación rasgos propios de la jerarquización interna de las comunidades locales. De modo similar, la potencialidad segmental de la sociedad mapuche, la plasticidad para la dispersión y el agrupamiento, que fácilmente puede observarse en numerosos contextos, podría ser consistente en un nivel de agregación determinado, sin por ello generar el vértigo que implica imaginar una sociedad intrínsecamente inestable. Ello llevaría a que, llegado el caso, resultara difícil encontrar los anclajes sociales que, sin embargo, aparecen nítidos en las fuentes y, en su forma más ominosa, en los intentos desesperados de recuperar parientes, incluso renunciando a la libertad, de manos de los cristianos.
Si el argumento es correcto, y es en estos espacios cercanos donde es preciso buscar la agencia política colectiva indígena, y el ejercicio efectivo de su soberanía sobre el Wallmapu continua pero fragmentada, cabe preguntarse sobre el rol que en este esquema ocupan los grandes hombres y los grupos con que se han asociado sus nombres. La importancia de estos hombres prestigiosos con los recursos necesarios para convocar a otros estaría dada por la capacidad de articular a numerosos longkos, que no obstante no debían por fuerza integrarse a su grupo particular. Ya no serían la cúspide de un sistema jerárquico de líderes sino uno entre tantos, pero razonablemente no uno cualquiera. Una mirada astuta, capaz de convertir en próximos mediante alianzas matrimoniales y otros mecanismos a numerosos líderes, sin embargo iguales; un despliegue inteligente de recursos de diferente tipo y control de determinados espacios; y la propia ampliación del lof que encabezaban, quizás, los más importantes; convertiría a los Vuta Longkos en vectores principales de la política indígena. Pero, al momento de expresar su poderío mediante una convocatoria para la guerra, debían comportarse como iguales ante iguales, ciñéndose a los procedimientos que garantizaban a hombres mucho menos poderosos que el control de sus vidas y sus lanzas sería respetado.
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1 Con historiografía tradicional me refiero a obras clásicas sobre la “guerra contra el indio” como Walther (1970). Si bien estas imágenes han sido mayormente dejadas de lado por los especialistas, ello no puede generalizarse, persistiendo publicaciones recientes no especializadas que no han hecho propias las revisiones encaradas por la historia y la antropología desde comienzos de la década del 80 del siglo pasado. A modo de ejemplo relativamente reciente puede consultarse el libro de Ras (2006).
2 Debe señalarse también, aunque no abordaremos ello aquí, que la realidad de esta estructura jerárquica piramidal también ha sido objeto de discusión.
3 Aquí y en lo sucesivo las referencias a mi trabajo remiten a Cordero (2016; 2019) y de Jong y Cordero (2017).
4 De Jong se refiere de este modo a las modalidades de interacción que articulaban las relaciones entre grupos indígenas y no indígenas, teniendo en el par malón/diplomacia un aspecto central (de Jong, 2018).
5 En su momento, Martha Bechis (2008) intentó delimitar la unidad política mayor, asumiendo que, como en el caso de los ranqueles, esta pudiera estar formada por varios cacicatos, aduciendo que esta estaría conformada por agrupaciones que no se maloneaban entre sí. Esta perspectiva coincidía, en su análisis, con los grandes grupos del Ngulumapu. Sin embargo, trasladada a las pampas presenta un problema: no se registran en las décadas centrales del siglo XIX malones intraétnicos, por lo cual de adoptar este criterio todo el Puelmapu debería ser considerado un grupo único, lo que se contradice con referencias recíprocas de salineros y ranqueles como grupos distintos presentes en numerosas fuentes. Ver, por ejemplo, de Jong (2016).
6 A idéntica conclusión ha llegado Alioto (٢٠١١). Entre los autores que complejizaron el modo de entender los malones y en un listado no exhaustivo, ver León (١٩٩٥-١٩٩٦), Boccara (١٩٩٩), Villar y Jiménez (٢٠٠٣), Carlón (٢٠١٤), Bechis (٢٠٠٨) y, más recientemente, Roulet (٢٠١٨).
7 En este punto disiento con Florencia Roulet (2018), quien, a propósito de los primeros malones masivos que pudo registrar en el espacio pampeano oriental (siglo XVIII), sugiere una transformación social que haría posible tal empresa de articulación colectiva. A mi juicio, ello implica retomar una diferenciación entre “lo político” y lo que no lo es como campos diferenciados de acción.
8 Cfr. Alioto y Jiménez (2011).
9 Se trata de un trabajo etnográfico desarrollado en una comunidad pehuenche del Alto Bío-Bío entre fines del siglo pasado y los primeros años del actual.
10 Respetaré en este párrafo y el siguiente la escritura (lov) utilizada por el autor.
11 Puede verse un ejemplo de ello en Bechis (2010). Más recientemente Barbuto y Literas (2019) han llevado adelante un seguimiento de las estrategias implementadas por cuatro pequeños grupos frente al avance del estado, dando cuenta de la importancia de sostener estas relaciones cercanas.
12 Va de suyo que lo mismo podría ser observado para parlamentos amplios con otras funciones, económicas o diplomáticas, pero abordar ello excede estas breves notas.
13 La literatura etnográfica ha mostrado que el concepto de lof puede tener sentidos distintos según el contexto, tanto políticos como rituales. Aquí, en línea con el planteo de Isla, lo utilizo en uno ellos, más afín a “comunidad” y asociado fundamentalmente a su carácter político, sin que ello implique excluir otros sentidos.
14 Como ya se ha hecho al pensar el nivel de confederación (de Jong y Ratto, 2008) como segmental, por parte de autores que no obstante advierten rasgos de jefaturas en “parcialidades” (Alioto y Jiménez, 2011; Villar y Jiménez, 2011).