La ceguera del poema


La ceguera del poema

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Cuadernos del Sur - Letras 47 (vol. 1), 85-109 (2017), ISSN 1668-7426 EISSN 2362-2970


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La ceguera del poema


Mario Montalbetti* 85-109


Bahía Blanca, 5.X.2017


En mayo (de este año), gracias a una invitación de la UNTREF di una conferencia en la ciudad de Buenos Aires

titulada “El sentido del poema”.


En ella me propuse examinar la siguiente pregunta:


¿cuándo es que el lenguaje vale la pena?


¿Qué pena? La pena

de escribirse, la de decirse...

aún, la de leerse.


Hoy, quiero regresar a esta misma pregunta desde otro punto de vista,

desde el punto de vista

de la no-relación entre decir y ver, desde el punto de vista

de lo que llamaré la ceguera del poema.


Para entender mejor de qué estoy hablando comenzaré exponiendo brevemente algunas de las ideas que discutí en mayo


* Pontificia Universidad Católica del Perú. Correo electrónico: mmontalbetti@pucp.pe


Cuadernos del Sur - Letras 47 (vol. 1), 85-109 (2017), ISSN 1668-7426 EISSN 2362-2970

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para que sirvan como telón de fondo a lo que ahora deseo presentarles.


La pregunta es, repito,

¿cuándo es que el lenguaje vale la pena? pero, en realidad, la pregunta es otra.


La pregunta debe (re-)formularse en términos más específicos

del siguiente modo,


¿cuándo es que el lenguaje del poema vale la pena?


—y esto porque la respuesta a la pregunta

¿cuándo es que el lenguaje (en general) vale la pena? la conocemos más o menos bien

sobre todo si tenemos en cuenta a los usuarios.


Por ejemplo, conocemos bastante bien la respuesta del político

(tal vez algo así como:

el lenguaje vale la pena cuando convence, seduce, llama a la acción,…); la del locutor deportivo,

(cuando transmite, describe, emociona,…) la del cura,

(cuándo salva, cuando conforta,…); la del piloto de avión,

(cuando tranquiliza, calma, cuando explica,…); la del psicoanalista,

(cuando “ça parle”,

es decir, cuando el inconsciente habla,…).


Inclusive, conocemos bastante bien, creo, la respuesta del novelista

(que estos días parece ser: “el lenguaje vale la pena

cuando cuenta una buena historia…”).


Pero la respuesta del poeta,

la respuesta del poeta a la pregunta


¿cuándo es que el lenguaje vale la pena? en verdad no la conocemos.


Debo hacer una aclaración de entrada. La pregunta

¿cuándo es que el lenguaje (del poema) vale la pena? no es la misma que la pregunta

¿por qué escribo?


La pregunta ¿por qué escribo? ha sido saboteada por una serie de coartadas a las que se recurre una y otra vez y con poca originalidad.

Mencionaré algunas.


La coartada del archivo

(“escribo para recordar, para dejar un registro”),


la coartada catártica

(“escribo para liberarme de mis demonios”), la coartada escatológica

(“escribo para vencer a esa puta que es la muerte”), la coartada metafísica

(“escribo para arremeter contra los límites del lenguaje”), la coartada psicológica, tal vez la peor de todas

(“escribo para encontrar o construir una identidad”),

… y todas estas son coartadas por dos razones, primero, porque ninguna explica

por qué es que tenemos que publicar lo que escribimos


(noten, de paso, que todas las coartadas anteriores son coartadas de novelista


—los poetas no hablan así…


al contrario: los poetas siempre tiene problemas cuando tratan de continuar la frase

“escribo para…”;)


… y segundo

la razón por la que todas las explicaciones anteriores


son coartadas

es porque todas parecen justificaciones para hacer otra cosa

como si la escritura fuera un medio para alcanzar otra cosa (dinero, fama, identidad, sexo, catarsis…,).


Es en contra de esta versión instrumental del lenguaje que hablé en mayo en la UNTREF.


¿Qué fue lo que concluí? Tres cosas:


uno) que la metáfora y la interpretación

son ejercicios de una gran irresponsabilidad poética.


La metáfora, como sabemos, traslada,

—etimológicamente traslada

lleva a otro lugar, dice que las cosas son otras cosas.


… convierte al lenguaje en el lugar en el que las cosas son otras cosas…

En lugar de decir A decimos B. ¿Por qué lo hacemos? La respuesta es más bien obvia:

porque si por un momento pudiéramos hablar literalmente, si lo que tomamos por metáfora fuera en realidad literal,

si no trasladara,


no lo podríamos soportar.


Cuando no podemos soportar algo lo trasladamos, lo llevamos a otro lugar, lo hacemos ser otra cosa (más amable, más bella

y, sobre todo, lo hacemos ser una cosa en otro lugar).


Esto es lo que hace el poeta. Pero esto es también lo que hace el crítico


que cree que su labor es la interpretar estos traslados porque él mismo (ella misma) no puede soportar

el peso abrumador de cierta literalidad.


Pasárselas creando e interpretando metáforas termina siendo, entonces,

un ejercicio de una gran irresponsabilidad.


Y esto porque sospecho que el poeta no es sólo responsable del poema que crea

sino también es responsable de salvarlo y ¡no se salva un poema interpretándolo! Disculpen la irrupción teológica.

Si Dios se hubiera limitado a crear el mundo y se hubiera olvidado de salvarlo

Dios hubiera sido el primer surrealista


y hubiera gozado del mismo interés pasajero que tuvieron los surrealistas

—pero no mucho más.


(En cambio, el interés de Dios por salvar el mundo le aseguró una permanencia insospechada).


Metaforizar comparte (con la creación) el delirio trascendental

de asumir que hay algo distinto de lo que hay, algo ”más allá”,

algo a lo que tenemos derecho, algo a lo que debemos aspirar, algo mejor.


¿Y qué de lo que queda acá?

¿Qué hacemos con la insoportable inmanencia de este mundo?


Daré un solo ejemplo que nos advierte brillantemente en contra de la metaforización. Está en Melville.


En el capítulo 45 de Moby Dick, llamado “El afidávit”,

Melville escribe


“Tan ignorante es la mayoría de los hombres de tierra firme (...) que se podría imaginar a Moby Dick como una monstruosa fábula, o, peor aún y más detestable, como una horrible e insoportable alegoría”.


Los hombres de tierra firme no saben nada sobre el mar y como no saben nada sobre el mar

creen que Moby Dick es una alegoría, una imagen, una metáfora.


Y Melville dice: no es así; eso es detestable.

Porque si supieran algo sobre el mar se darían cuenta de que

Moby Dick es una inmensa ballena blanca (o si se prefiere,

que Moby Dick es todo lo que la novela de Melville dice que es).


Pero en ningún lugar dice Melville que es una alegoría.

Al contrario, dice explícitamente que no lo es y ¡lo dice en la propia novela!


La observación de Melville

es enteramente aplicable al poema

(los “hombres de tierra firme” ¿quiénes son?


Cada quien puede elegir a sus sospechosos predilectos: los críticos, los novelistas, los abogados,

los periodistas,…),


los hombres que no saben nada del poema creen que se trata de una alegoría,

de una imagen, de una metáfora.


Y esto porque, el poema como Moby Dick, como inmensa ballena blanca


es insoportable.


Dije que daría un solo ejemplo. Daré dos.

El segundo es una versión popular de lo mismo [que Gary Leggett me ha señalado].


Al gran Cheo Feliciano

(quienes no lo conocen: José Luis Feliciano Vega, alias “Cheo” (Puerto Rico 1935-2014) fue uno de los más extraordinarios cantantes de salsa que jamás existió)


bueno, al Cheo le preguntaron una vez por la moraleja, por el significado oculto de su gran éxito, “El ratón”.


La respuesta de Feliciano fue la siguiente: “No, bueno. No hay filosofía.

Ahí lo que hay es un gato, una gata y un ratón; [...] y más nada”.

[cf. César Miguel Rondón, El libro de la Salsa] El ratón como Moby Dick.

La imposibilidad de lidiar con la literalidad del poema nos hace trasladarlo, llevarlo a otro lugar,

declararlo alegórico, declararlo imagen, metáfora—


nos lleva a interpretarlo, a decir que A es B… y eso es justamente

lo que creo es de una gran irresponsabilidad. Bueno, eso fue lo primero que concluí.

dos) lo segundo que concluí

fue que en contra de una versión común que considera a la verdad

como aquello que falta, como un resto que, en el caso del poema,

le crece como prótesis semiótica invisible— en contra de esa versión, propuse (siguiendo una idea de Jean-Luc Nancy)

que al poema no le falta nada;


y, en particular, no le falta interpretación

para completarlo; porque no hay nada que completar.


Y esa falta de nada

es precisamente la relación que existe entre el poema y el mundo,


la relación que ata el poema al mundo. A ninguno de los dos les falta nada.


Y esa falta de una falta

(que es lo que los lacanianos llaman ‘angustia’

—objeto sin significación ya que sin falta!) cierra tanto al poema como al mundo

en sí mismos.


Todo lo demás

(que no es ni poema ni mundo)

existe

movido por faltas.


(Sobre todo, todos nuestros lenguajes).


Al lenguaje de nuestros intercambios cotidianos, usuales, (cuando decimos “Qué tal, ¿como estás?... ¿Qué hora es?

¿Quieres ir al cine?…”) a esos lenguajes,

a los lenguajes que Baudrillard llamaba “los discursos superfluos”, siempre les falta algo:

les falta cosa, verdad, correspondencia,

… o les falta interpretación,…


Al poema, por el contrario, no le falta nada.

Sobre todo, no le falta traslado


hacia otro lugar, no le falta más allá, ni ser otra cosa de la que es.


tres) finalmente, lo último que concluí fue que

el lenguaje que vale la pena es el del poema que borra a su autor…


Hay una nota de Vallejo al final de España, aparta de mi este cáliz que dice


“hay que ser poeta hasta el punto de dejar de serlo”.


Es en ese punto en que, sugiero, emerge el lenguaje que vale la pena


y emerge también lo que llamé el sentido del poema,


es decir,


el sentido como algo distinto a su contenido, o a su significado,

y ciertamente como algo distinto a su interpretación. El sentido, más bien, como dirección;

como cuando decimos “el sentido del tránsito”, la forma en la que se mueve algo,

la forma en la que se mueve el poema

o lo que a veces llamamos “la viada” del poema.


Cuando desaparece el poeta,

emerge el sentido

y emerge el lenguaje

… en tercera persona;


sin yo-hablo,

sin nosotros-hablamos, sin el mundo-habla,


emerge


el lenguaje del se-habla

(o lo que Foucault llamaba un “murmullo anónimo”).


Hay un verso interesante de Pizarnik de 1964 que creo que alude exactamente a esto,

dice

Hablo como en mí se habla

[“Extracción de la piedra de la locura”, 1964].


No que habla como ella habla, ni como su yo habla,

sino que habla como un “se-habla” que la habita interiormente.


Se trata entonces de un lenguaje de una gran inmanencia que no va a ningún otro lado,

que no desemboca en ninguna otra cosa sino que retorna a sí mismo


“sin parecer una voz humana”

como escribe Pizarnik inmediatamente después.


En fin,

dejo todo eso entonces como telón de fondo para lo que quiero proponerles hoy aquí.


Y lo que quiero proponerles hoy aquí como respuesta a la pregunta


¿cuándo es que el lenguaje (del poema) vale la pena? es lo siguiente:

el lenguaje (del poema) vale la pena cuando habla de lo que no es visible en un sentido absoluto.


Puesto de manera más positiva,

el lenguaje (del poema) vale la pena cuando habla

de lo que solamente se puede decir.


¿Qué quiere decir esto?


Comenzaré con un verso de Arquíloco es el fragmento 189,

Muchas anguilas ciegas recibiste… Arquíloco escribió eso hace unos… ¡2700 años!

[Había nacido en Paros,

una isla del archipiélago de las Cícladas, frente a Naxos, en Grecia].


La ceguera de las anguilas

la ceguera submarina de las anguilas que es

la ceguera de los poemas es mi tema hoy.

Notemos de entrada

que hay una engañosa complementariedad entre decir y ver.

Engañosa porque


pareciera que decir y ver se ayudan mutuamente tanto para decir lo que queremos decir

como para ver lo que queremos ver.


El caso elemental de esto es que

A veces decimos cosas que vemos.


Estamos frente a un árbol y decimos “Ah! Un árbol.”

Pero esto es lo que Deleuze llama un uso estúpido

del decir.


Si vemos un árbol

no hay ninguna necesidad, no tiene ningún sentido, decir “Un árbol”.


[Porque el sentido (la dirección, el movimiento) de decir “Un árbol”

¡encalla inmediatamente en el árbol que vemos!]


Pero si uno quiere hacerlo, si a alguien lo divierte hacerlo, o si alguien está impartiendo lo que en el s. XIX

se llamaba una “lección de cosas”

(cartillas con el dibujo de una silla y la palabra “silla” al lado),

adelante, no hay problema;

es apenas un juego banal y no muy interesante (ni muy pedagógico, como sabemos).


Hay otro uso —no señalado por Deleuze

que es el reverso del anterior y es el siguiente:

A veces no decimos cosas que vemos y esto nos abre, entre otras cosas,

al horizonte político o ético, las ocasiones

en las que no decimos, por ejemplo,

la injusticia que vemos o la corrupción que vemos,


o, inclusive, las desapariciones o ausencias que vemos


y este uso inverso al ‘estúpido’, admitamos, no es nada banal.


Pero el punto es que

tanto estos usos banales como no banales del decir

presuponen que existe un cierto compañerismo, una cierta camaradería,

entre decir y ver,


o como digo, una cierta complementariedad.


Hay también otros casos en los que decir y ver

parecen complementarse entre sí, casos en los que

decimos lo que vemos

por una cuestión de perspectivismo.


Si estoy en lo alto de una colina y mis compañeros de excursión aún no han subido,

puedo decirles “Hay un estanque del otro lado”.


Estoy viendo el estanque pero otros no. Entonces, tiene sentido decir lo que vemos

porque otros no lo pueden ver.


(Es posible, que algunos de los casos que llamamos éticos o políticos puedan subsumirse

dentro de este perspectivismo.

La denuncia política es el ejercicio

de decir lo que otros no ven —o no quieren ver.)


Ahora bien,

todos estos casos anteriores de aparente compañerismo (estúpido o no, banal o ético) entre decir y ver

son casos engañosos porque aluden a un decir

que Deleuze ha llamado relativo;


aluden

a un decir que

dadas ciertas circunstancias se puede ver.


Para aclarar más esta idea diré lo siguiente: hay usos del lenguaje

(los que mencionaba al inicio,

los usos del político, del locutor deportivo, del cura, del piloto,…, del novelista)


para los que este compañerismo entre decir y ver

es esencial;


usos del lenguaje en los que

la ayuda mutua entre decir y ver resulta indispensable.


(Hay algo del mito de Eco y Narciso en todo esto. Eco solo puede hablar con las palabras de otro,

Narciso solo puede ver su propia imagen…

pero entre ambos se entabla una suerte de complementariedad


que nos permite imaginar que Eco “habla” y que Narciso “ve”).


El poema, sin embargo, es otra cosa.

Y se diferencia de todos los otros usos del lenguaje exactamente en esto.

El poema asume que entre decir y ver

hay una diferencia radical,

una diferencia que no es accidental sino que es

una diferencia de naturaleza.


Para el poema,

o en nuestros términos:

para el lenguaje (del poema) que vale la pena entre decir y ver no hay camaradería,

no hay ayuda mutua; hay disyunción.


En esto, insisto, la oposición con la novela es permanente.


Leer una novela es como subirse a un avión

un día de buen clima, con sol, con pocas nubes, un día en el que el avión no vuela muy alto

y es posible ver por las ventanillas las montañas, los ríos, grandes planicies, campesinos cosechando, amantes besándose, tiranos torturando, etc.


Y esto porque la novela trabaja con lo que he llamado el compañerismo entre decir y ver:


decir y ver colaboran para hacer un <decir-ver> todo junto.


Leer un poema, en cambio, es como subirse a un submarino en el medio de la noche

y realizar una inmersión bastante profunda en un mar poco transparente.


La navegación en el submarino es ciega

—como con las anguilas de Arquíloco.

El submarino cuenta con instrumentos internos que sirven para orientarse

pero no se ve nada o, todo lo que se ve,

son sus propios instrumentos internos. El submarino navega a ciegas.

No sin realidad externa

(hay simas y rocas y mareas allá afuera) sino ciego, sensorialmente ciego a ella.


El poema navega a ciegas en ese mismo sentido.


El poema es tal vez el único uso del lenguaje

que asume la condición radical de su propia ceguera.


Esto exactamente es lo que emerge

del famoso cuadro de Magritte “La traición de las imágenes” (más conocido como “Esto no es una pipa”):


lo que Magritte explica con una claridad


que no siempre ha sido atendida es que

entre decir y ver no hay relación


(y son solo los usos relativos que buscan el compañerismo entre ambos ejercicios —pero no los poéticos— los que buscan armonizar lo inarmonizable: que algo sea y no sea una pipa

al mismo tiempo).


Ahora bien,

si el poema es el uso del lenguaje que asume un desfase esencial entre decir y ver


una buena pregunta es

¿cómo es que el poema ha llegado a esto?

¿Cómo es que el poema ha llegado a asumir su propia ceguera?


Sugiero dividir este largo proceso

en etapas para poder entenderlo mejor.


[Estoy asumiendo, sin prueba alguna, que estas etapas son tanto onto- cuanto filogenéticas.

Es decir, lo que le ocurrió a la poesía desde sus inicios le ocurre a cada poeta en su trayectoria personal].


Primera etapa


En una primera etapa hablamos sobre las cosas

(como cosas que vemos).


Decimos la nube es blanca, el río fluye.


Hablamos sobre las cosas

pero las cosas son indiferentes a lo que decimos sobre ellas.


Las cosas siguen su curso de ser, de estar, de moverse perfectamente indiferentes a lo que decimos sobre ellas.


Hay un verso muy preciso de Aníbal Núñez que dice “para ser río al río le sobra el nombre”.


Le sobra Tigre, Huallaga, Magdalena, Machángara, Amarillo,…

… pero también, y sobre todo, le sobra ‘río’.


El río es perfectamente indiferente a lo que decimos de él, que es río,

que fluye,

que parece un gran dios marrón.


Hablamos sobre las cosas

pero las cosas no parecen afectadas por lo que decimos.


Es cierto, decimos, el río fluye y el río fluye.

Pero en realidad el río no fluye

porque muchas son las cosas que fluyen: fluyen las palabras, el dinero,

fluyen las disculpas,

fluye el tráfico, fluyen las ideas,…


Con un poco de imaginación, como la tuvo Heráclito,


todo fluye.

¿Qué significa, entonces, celebrar que el río fluya? (¿O que la nube sea blanca, o que el cielo azul…?)


No mucho.


Creo que Wallace Stevens notó esto con su habitual perspicacia

y le bastó hablar del río como “an unnamed flowing” (como un fluir innombrado).


Segunda etapa


Gracias a la indiferencia de las cosas ante nuestro lenguaje


descubrimos

que hay un desfase radical entre nuestras palabras y las cosas.


Y lo que hacemos


es hacer uso de ese desfase, aprovecharlo, tomarlo como una bendición.


No decimos la nube es blanca sino la nube es ominosa.


[“nube ominosa” es una metáfora incanjeable por una paráfrasis no metafórica. Podemos decir que una nube ominosa es una nube que presagia algo nefasto pero decir de una nube que presagia

es mantenerse plenamente en el plano metafórico].


No decimos el mundo es redondo sino el mundo es azul como una naranja (que es un verso de Eluard).


Hacemos uso del desfase y entonces

el lenguaje se convierte en el lugar en el que las cosas pueden ser otras cosas.


Y esto está muy bien pero tiene el problema que señalé en un inicio

el problema de fetichizar la metáfora, el traslado, la interpretación;


de fetichizar la existencia de otro lugar, “más allá”,…


y todo la poesía deviene un delirio alegórico.


Tercera etapa


Entonces,

hablar de las cosas se estrella

contra la extraordinaria indiferencia de las cosas;

y

el desfase radical entre palabras y cosas


(que nos permite hacer del lenguaje el lugar en el que las cosas pueden ser otras cosas

mediante los mecanismos retóricos del símil y la metáfora)


produce delirio alegórico.

¿Qué sigue? Criticamos el lenguaje.

Criticamos el lenguaje por no poder expresar realmente.

Nos quejamos

porque “faltan palabras”,

porque nuestro lenguaje no puede expresar realmente todo lo que queremos decir.


Queremos decir que el río fluye y… todo fluye.

Queremos decirle a alguien que la amamos y decimos “te amo”

y no es suficiente.


Entonces nos ponemos metafísicos.


Decimos que hay cosas que el lenguaje no puede expresar. Decimos que hay cosas más allá del lenguaje,

más allá del poder expresivo del lenguaje.


Si el lenguaje nos pone límites

entonces debemos arremeter contra ellos.


Y entonces ocurre algo

tan extraño como admirable.


Comenzamos a hablar sobre el lenguaje.

Habíamos comenzado hablando sobre las cosas (que veíamos)

pero ahora hablamos sobre el lenguaje

(que no vemos —salvo en su aspecto más material, más fónico o gráfico).


Decimos,

el lenguaje tiene un desfase fatal respecto del mundo, el lenguaje no puede expresar realmente…


Y esto es lo extraño y admirable


que cuando decimos que faltan palabras, que hay algo que el lenguaje no puede expresar,


toda esa queja contra el lenguaje

sucede que sí la podemos expresar exactamente.


El lenguaje falla cuando hablamos de las cosas pero es infalible cuando nos quejamos.


Cuando nos quejamos

el lenguaje expresa realmente nuestra queja. Como si el lenguaje fuera un instrumento para quejarse de sí mismo.


Naturalmente, esto es patético

—y no es difícil sentirse verdaderamente desorientado ante esta impostura del lenguaje

que ni habla de las cosas

ni de sí mismo— excepto para quejarse.


Esas tres son las etapas que nos permiten arribar a la situación actual

de asumir

la ceguera del lenguaje del poema.


Y por este proceso histórico

dicha ceguera está en condiciones de hacer dos cosas que, correctamente articuladas,

terminan siendo la misma:


a)debe ayudarnos a superar la queja de la tercera etapa,


la queja de que hay cosas que no podemos expresar de que hay un límite del lenguaje,

un límite al poder expresivo del lenguaje; y

b) que dicha ceguera debe establecer qué tipo de relación es una no-relación entre decir y ver.


Veamos cómo es posible esta articulación.


He dicho que hay usos relativos del decir

(en los que el decir y el ver se alían y cooperan entre sí para

poder decir lo que se quiere decir y ver lo que se quiere ver).


Podríamos ilustrar los usos de compañerismo entre decir y ver

de la siguiente manera,


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He dicho también que el poema tiene un uso absoluto del decir de tal forma que lo que el poema dice

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no se puede ver —solamente se puede decir. Esto se puede ilustrar de esta forma,


He dicho que, en este sentido absoluto, entre decir y ver no hay relación.

Debí decir: entre decir y ver hay una no relación (que fue lo que dijo Foucault).


Y hay una no relación porque

en términos de los límites trazados

decir y ver no son realmente independientes.


Decir y ver se necesitan mutuamente para esto: para establecer el límite de lo decible

y el límite de lo visible —en términos absolutos.


Lo que solamente se puede decir

es aquello que no se puede ver en sentido absoluto.

Y lo que solamente se puede ver

es aquello que no se puede decir en sentido absoluto.


No es que no haya relación entre decir y ver:

hay no relación.


Esta no relación se expresa en el esquema siguiente como el punto en el que ambos órdenes se cruzan:

es se cruzan:

es se cruzan:

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+


Decir y ver no van, entonces, cada uno por su lado:


van juntos pero articulados… por una no relación.

Decir no es ver

(o como (casi) dijo Blanchot, “hablar no es ver”)


pero esto supone, en su sentido radical, trazar un límite absoluto

que ponga en relación la no relación y


que nos abre a lo que dije más arriba:


que el lenguaje (del poema) vale la pena cuando habla de lo que no es visible en un sentido absoluto,


cuando habla de lo que solamente se puede decir.


El lenguaje del poema no limita, por lo tanto, con lo inexpresable metafísico sino con algo muchísimo más simple:

limita con lo que es visible en un sentido absoluto (con lo que solamente se puede ver).


El lenguaje del poema limita con lo que solo se puede ver

en un sentido absoluto.


El poema es el arte de decir lo que solamente se puede decir. Ni más, ni menos.

Ese es el límite absoluto del poema decir lo que solamente se puede decir,


lo que, por lo tanto, no se puede ver en ningún sentido.


¿Qué es lo que solamente se puede decir en un sentido absoluto?


La respuesta obvia es

aquello que no se puede ver en sentido absoluto. Pero ¿qué puede ser eso?

Muchas cosas…


M. Blanchot da un primer ejemplo,

dice, el silencio. El silencio no se puede ver. Correcto. No se puede ver.

Si ustedes leen mangas japoneses entenderán esto rápidamente.


Sabrán que el silencio tiene un sonido en manga: Shiiiin (シーン)

… ¡porque el silencio no es visible en el dibujo!


Podríamos añadir otro ejemplo

de lo que no se puede ver en sentido absoluto: la negatividad.

La negatividad no es visible. Si digo “No hay un hipopótamo en esta sala”


eso que digo no es visible, la inexistencia del hipopótamo en esta sala no es visible. Igual con las ausencias…


Pero todos estos ejemplos son finalmente equívocos porque lo que solamente se puede decir

no son temas, cosas, substancias, operadores lógicos…


sino un proceso de emergencia,

un proceso de creación de la nada hacia el mundo.


Tal vez sea más fácil asir esto desde el otro lado.

¿Qué es aquello que solamente se puede ver, que no se puede decir?


Hay un ejemplo enterrado en un curso de Deleuze que quiero recuperar y termino con eso.

Se trata de la expresión “salir a la luz”.


La luz que hace que algo salga-a-la-luz, la luz que saca-a-la-luz


no es la de un reflector que meramente ilumina lo que antes estaba en sombras,

un perro en la calle, por ejemplo. Un perro nunca sale a la luz.

Lo que sale a la luz emerge a un régimen de visibilidad. Se revela gracias a una luz que le cae y lo saca,

una luz indivisible… que lo extrae de la nada.

La luz gracias a la cual ciertas cosas salen-a-la-luz no es decible

(salvo en un sentido relativo por vulgares paráfrasis del tipo

“emerge”, “aparece”, “asoma”,…, “se revela”).

En realidad ni siquiera es una luz

en el sentido corriente en el que entendemos el término.


Es, más bien, la luz indecible de un Vermeer, por ejemplo.


Similarmente,

hay cosas que no salen a la luz sino que salen… al lenguaje.

Y aquí, nuevamente, no se trata de objetos, de perros, amores, mares o máquinas…

sino de una forma de emerger al lenguaje

que no es visible en absoluto. Que solamente se puede decir. No como proceso referencial sino, insisto,


como forma de emergencia, de salir de la nada a la inmanencia del mundo.


Esas formas de emergencia

constituyen la ceguera radical del poema.

Hay un haiku de Kobayashi Issa que dice una barca es y no es

cuando se hunde ambas desaparecen


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Blanchot, en su texto “Hablar no es ver” [en La conversación infinita (1969)].


Foucault, Las palabras y las cosas (1966),

----- Arqueología del saber (1969),

----- Esto no es una pipa (1973).


Deleuze, Curso sobre Foucault de 1985 en la Universidad de Vincennes.


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Arquíloco fr. 189


muchas anguilas ciegas recibiste


Today, the most widely accepted interpretation of Archilochus fr. 189W is that first proposed by Schneidewin in 1838: “blind eels” are metaphors for the penises Neoboule (or some other woman) “accepted”.



The pleasures of sight, Freud insists, are intense, nearly instinctive pleasures. Human beings revel in appearance: they delight in the many- toned glories of the world. To renounce the visible in the interest of the unseen is an enormously difficult human task. An intense satisfaction is then replaced by a satisfaction that is less Vital, less intense, but more valuable in the long run. “Among the precepts of the Mosaic religion,” Freud says, there is one that is of greater importance than appears to begin with. This is the prohibition against making an image of God—the compulsion to worship a God whom one cannot see. . . . If this prohibition were accepted, it must have a profound effect. For it meant that a sensory perception was given second place to what may be called an abstract idea—a triumph of intellectuality over sensuality or, strictly speaking, an instinctual renunciation, with all its necessary psychological consequences.’ ‘


The pleasures of sight, Freud insists, are intense, nearly instinctive pleasures. Human beings revel in appearance: they delight in the many- toned glories of the world. To renounce the visible in the interest of the unseen is an enormously difficult human task. An intense satisfaction is then replaced by a satisfaction that is less Vital, less intense, but more valuable in the long run. “Among the precepts of the Mosaic religion,” Freud says, there is one that is of greater importance than appears to begin with. This is the prohibition against making an image of God—the compulsion to worship a God whom one cannot see. . . . If this prohibition were accepted, it must have a profound effect. For it meant that a sensory perception was given second place to what may be called an abstract idea—a triumph of intellectuality over sensuality or, strictly speaking, an instinctual renunciation, with all its necessary psychological consequences.’ ‘


Fascism is emphatically eye-intense. M. Edmundson, DSF p149.


El héroe fascista toma lo que ve. Lo que ve es la medida de su deseo.