Un arte de soportar.

Trabajo, literatura y precariedad

Fermín Adrián Rodríguez*

Cuadernos del Sur - Letras 49 (2019), 43-61, E-ISSN 2362-2970

La experiencia subjetiva de la precariedad surgió muy temprano en una literatura que exploró desde el punto de vista del trabajador precario una serie de cambios en los regímenes de producción de realidad y de sentido. La precariedad nos servirá entonces para nombrar un proceso de subjetivación basado en la vulnerabilidad del cuerpo vivo, punto de partida de secuencias estéticas y políticas que vuelven contemporánea una novela de 1994 sobre el poder y los fundamentos subjetivos de la autoridad, sobre la obediencia y el lugar de los afectos en la vida política, pero ante todo, sobre el fin del trabajo como matriz de subjetivación: El amparo (1994), primera novela del escritor argentino Gustavo Ferreyra.

Palabras clave

Formas precarias

Gustavo Ferreyra

Literatura y neoliberalismo

Fecha de recepción

19 de julio de 2020

Aceptado para su publicación

25 de noviembre de 2020

* CONICET-UBA. Correo electrónico: ferminr00@gmail.com

Resumen

The subjective experience of precarity emerged very early in a literature that explored, from the point of view of the precarious worker, a series of changes in the regimes of production of reality and meaning. Precarity will then serve to name a process of subjectivation based on the vulnerability of the living body, which is the starting point of aesthetic and political sequences that make contemporary a novel written in 1994: the first novel by the Argentinian writer Gustavo Ferreyra: El amparo. El amparo is a novel on the power and subjective foundations of authority, on obedience and the place of affection in political life, but above all, about the end of work as a matrix of subjectivation.

Keywords

Precarious forms

Gustavo Ferreyra

Literature and neoliberalism

Abstract

Ar

43-61

La condición precaria como terreno definitorio de los procesos de neoliberalización que, desde fines de los años 70, vienen transformando dramáticamente las formas del poder y la explotación, domina una serie de ficciones donde el trabajo como forma tradicional de identificación e inclusión se ha vuelto irreconocible. La experiencia subjetiva de la precariedad surgió muy temprano en una literatura que exploró desde el punto de vista del trabajador precario una serie de cambios en los regímenes de producción de realidad y de sentido, de manera de hacer ver incluso antes que otros discursos sociales lo que fue la emergencia imperceptible del dispositivo neoliberal de dominación social1.

La precariedad se vuelve definitoria de una nueva clase trabajadora, explotada y despreciada a la vez: la clase de los trabajadores informales del neoliberalismo, tan diferente del trabajador asalariado del siglo veinte, cuya vida estaba organizada por el trabajo, escandida por la semana laboral y representada por los personajes del realismo y el naturalismo. El trabajo como acción colectiva donde se forjan identidades y proyectos de vida, como horizonte de inclusión social y empleo del tiempo, como vía de progreso y movilidad social, desapareció del horizonte de los repartidores de pizza de Las noches de Flores (Aira, 2004), de los repositores y cajeras de Mano de obra (Eltit, 2004), de los peones rurales de El desperdicio (Sánchez, 2007) o de las jóvenes trabajadoras de las maquilas de 2666 (Bolaño, 2004). Para ellos, para ellas, el trabajo tal como lo vivieron y soñaron sus mayores terminó; la relación salarial está en ruinas, y la figura monopólica del ciudadano trabajador de la sociedad de masas (el padre proveedor de la tradición nacional y popular) se desvanece en un terreno eminentemente biopolítico, regulado por un entramado de poderes y tácticas disueltas en la materialidad de lo viviente que ya no tienen al estado de bienestar ni a las formas de habitar la nación como referencia exclusiva para la producción de sujetos.

La precariedad nos servirá entonces para nombrar un proceso de subjetivación basado en la vulnerabilidad del cuerpo vivo, punto de partida de secuencias estéticas y políticas que vuelven contemporánea una novela de 1994 sobre el poder y los fundamentos subjetivos de la autoridad, sobre la obediencia y el lugar de los afectos en la vida política, pero ante todo, sobre el fin del trabajo como matriz de subjetivación: me refiero a El amparo, primera novela de Gustavo Ferreyra (1994).

I.

El protagonista de El amparo es Adolfo, uno de los veintitantos criados que se desviven por servir a un patrón que reina sobre el espacio de una casa palaciega donde los sirvientes, parafraseando a Spinoza, luchan diariamente por su esclavitud como si fuera su libertad. Nadie en la casa actúa libremente, todos mandan o son mandados. Sin referencias al espacio social, la casa, palacio o mansión es un ámbito biopolítico, donde la religión y la biología —lo que no sufre mutaciones históricas— se conjugan en un nuevo tipo de poder sepultado en el cuerpo doméstico. En efecto, todo en la casa gira en torno al cuidado y el bienestar de un señor cuasi-divino, rodeado siempre de un halo de luz inmaterial, que gobierna de manera soberana sobre un cuerpo doméstico rigurosamente organizado para satisfacer sus necesidades básicas (alimentación, sueño, higiene, ocio, salud).

Pieza menor de la compleja maquinaria de servicio de la casa, Adolfo está a cargo de la poco calificada tarea de la recepción de carozos, una ilusión de trabajo precario y redundante sin otra exigencia que concentrarse en no cerrar la boca ni mirar directamente el rostro de un amo enigmático y lejano que prefiere dejar los huesos de aceituna en la cavidad palpitante de un cuerpo viviente que ponerlos en uno de esos recipientes de boca ancha con forma de sapo, de pez o de ave de otra época llamados caroceros. Se trata del uso de un cuerpo entrenado física y mentalmente en el “arte de soportar” (Ferreyra, 1994: 22)2, sin moverse ni quejarse, no solo una verticalidad a la que el hombre, como descendiente del mono, no está todavía lo suficientemente adaptado —“mal podía pensarse que la verticalidad era ya una postura natural de los seres humanos” (p. 48)—, sino también de soportar “como una mano invisible que lo agobiase” (p. 203) la densa trama de miradas fulminantes, de reprobación y de sorna, que el maître y el resto de los camareros intercambian entre sí y que nuestro lacayo, inmóvil como una estatua viviente, trata de captar por el rabillo del ojo.

La totalidad de la vida de Adolfo es puesta a trabajar según el modelo del sirviente esclavo que vive confinado en el ámbito de la esfera reproductiva de la vida, conchabado en una casa que lo ampara y le da abrigo según la lógica de la inclusión-exclusiva que se retrotrae a los momentos inaugurales de la explotación capitalista3. Sin familia que lo aloje, sin clase ni nación que lo identifiquen, el bueno de Adolfo, desde el día en el que, siendo muy joven, se incorporó al servicio doméstico de la casa, quedó encerrado “afuera”—de la historia, de la sociedad, de la ciudadanía, de la ley—, incluido por medio de la exclusión en uno de esos espacios de abandono político localizado donde el trabajo se serviliza4.

Recuerda Ferreyra, en un postfacio de autor a la reedición de El amparo de 2015, que había comenzado a escribir lo que fue su primera novela según una lógica estrictamente literaria, proponiéndose crear, en el linaje del “artista del hambre” de Kafka, la figura de un “artista de la humillación” (2015: 318). Pero la idea se fue politizando, como ocurrió en novelas posteriores como Vértice (2004), Dóberman (2010) o La familia (2014). Había empezado a trabajar en El amparo en marzo de 1989, en un clima de derrota y de contrarrevolución que envenenaba el aire: el Muro estaba por caer, mientras que la desintegración del bloque soviético terminaba con el socialismo existente. En muy pocos años, la idea de revolución se volvía anacrónica entre los trabajadores, de una antigüedad pavorosa.

Más pesimista que revolucionario, Ferreyra da rienda suelta a la desolación de quien comprueba que Marx tenía razón cuando presagiaba la autonomización de las fuerzas productivas, “solo que la masa sin trabajo no tiene ninguna idea más que la mera subsistencia” (2015: 318) en limbos de explotación, precarización laboral y sumisión despótica como el de la mansión de El amparo, enormes domicilios que disponen de “inmensos regimientos de servidumbre” (2015: 318) como el que Adolfo integra. Adolfo es entonces la cifra de la “infinita derrota no ya de una clase sino de la humanidad” (2015: 318), lo cual, en más de un sentido, no deja de ser kafkiano: exagerar la neurosis, amplificarla perversa o paranoicamente, expandir el deseo y llevarlo un poco más allá. Pero esa humanidad degradada hasta límites insospechados, lindante con la animalidad, no corresponde tanto a una condición, digamos, socio-ontológica (la necesidad de cuidado del cuerpo, localizada en un ámbito privado), sino a una precariedad inducida políticamente que remite a una constelación histórica y económica muy precisa, que es también una reterritorialización del poder5.

Por debajo de la autoridad cuasi-divina del señor, todo es intriga palaciega y relación de fuerzas, todo es gestión micropolítica y producción de jerarquías según un doble paradigma de poder, de raíces teológicas, en el que el señor, lacónico e impasible, reina pero no gobierna sobre el orden inmanente de la casa; un espacio eminentemente biopolítico a cargo del implacable poder secular del maître o la encargada de limpieza6. La maquinaria de servicios domésticos que gobierna la casa se desdobla en una serie de ceremoniales con aire de ritual litúrgico, como el servicio de mesa y su rigurosa etiqueta, y el manejo cotidiano de la mansión, con su regimiento de sirvientes atareados en mantener funcionando el orden doméstico. El poder se presenta según esta doble lógica, política y económica, donde la trascendencia del poder soberano se conjuga con el orden inmanente de lo que la Antigüedad clásica denominaba oikonomía, la buena administración de la casa, que incluye las relaciones “despóticas” patrón-esclavo, así como padre-hijo y marido-mujer.

En la medida que está consagrado enteramente a la reproducción de la vida corporal del señor de la casa, Adolfo actúa sin producir cosas —sin trabajar en el sentido moderno del término—, lo cual remite a la vida corporal del antiguo esclavo y que autores como Agamben (2008), pensando en el cuerpo del trabajo moderno, extienden a todos los seres humanos7. En efecto, la tarea que cumple Adolfo es una praxis, una performance, en comunidad de vida con el señor, que dispone de la boca abierta de Adolfo como quien dispone de una cama, de un vaso o, ya que estamos en El amparo, de un carocero: un útil que no produce otra cosa y del que no resulta más que un uso. Al usar el cuerpo de Adolfo como un útil —la boca donde se mezclan salivas—, el amo usa su propio cuerpo, según un hacerse vivir teñido de filantropismo que no se percibe como violencia política.

Pero el Adolfo de El amparo es un inútil. No es el trabajador clásico del siglo veinte organizado sindicalmente, quien, a cambio de un salario, intercambia durante un período determinado su fuerza de trabajo. Pero tampoco el uso de su cuerpo es decisivo para el servicio doméstico. No está incluido en ninguna narrativa del progreso ni es el motor de ningún “desarrollo”, entendido como crecimiento o salida de la pobreza o bien, aprendizaje, perfeccionamiento, capacitación. Y, sobre todo, lo que Adolfo hace como parte del servicio doméstico —abrir la boca y acumular los carozos— no sirve para nada, como dice Gabriel Giorgi (2019) acerca de Macabéa, la dactilógrafa que apenas sabe escribir de la novela de Clarice Lispector La hora de la estrella. Macabéa y eventualmente Adolfo pertenecen a un linaje muy latinoamericano de lo que Giorgi llamó, a través de Lispector, “incompetentes”, sujetos no-empleables que no encajan en el mapa del trabajo en cuanto son parte de “esa población excedente que será específica y sistemática en sociedades que han renunciado al pleno empleo” (Giorgi, 2019: 73-74), constituida por cuerpos “en el límite de las formas reconocibles de productividad económica” (2019: 73-74)8.

II.

No hay en el régimen de precariedad laboral de El amparo, estrictamente hablando, afuera del universo del trabajo, porque el afuera está adentro. En efecto, finalizado el servicio de mesa, Adolfo se retira a la soledad de su cuarto, su rinconcito en la casa, a renovar energías después de varias horas de una agotadora tensión física y mental. Puede estar horas sentado en una silla, inmóvil, con la espalda encorvada, el cuello flojo y la barbilla apoyada contra el pecho. Le duelen las cervicales y tiene la nuca cansada de sostener la cabeza erguida. Puede estar tieso en la silla durante horas, calentándose al sol que entra a través de la ventana, dejando que pasen las horas hasta quedar envuelto en una oscuridad tranquilizadora. Con la cabeza gacha, Adolfo dejaba que “su pensamiento vagase, internándose por las menudencias que salieran a luz” (p. 48). Cerraba los ojos y, sin pensar en nada en particular, trataba de abandonarse a la simple voluntad “de dejarse estar” (p. 47) en el limbo de la precariedad laboral, entregado a un principio de placer desinteresado, de inmovilidad y de conformismo, sin deseos ni demandas de ningún tipo, que Adolfo identificaba con su ideal de vida: la vida estable de quien aspira a un cuerpo sellado contra el dolor y la fragmentación, capaz de autodominarse y autodisciplinarse como complemento del control.

Pero aunque al nivel de la narración no esté pasando nada, algo se está moviendo en el lenguaje, algo que cuelga en el aire y que se agita en un estilo que, como dice el escritor y crítico Juan José Becerra (1995), confina la acción al reino de una inteligencia maniática, en permanente estado de excitación. De manera desordenada y rabiosa, Adolfo cavilaba a partir de nimiedades que bullían como insectos en su cabeza y que en su imaginación “se hacían enormes y atosigantes” (p. 140) para ir cayendo en el olvido, desalojadas por nuevas preocupaciones igual de imperiosas y triviales. Flujos de menudencias, de representaciones que aparecen y desaparecen en el pensamiento, acompañadas de marañas de juicios y razonamientos corruptos y pasiones que agitan el cuerpo y el alma, pasan por la cabeza de Adolfo —el vértigo inmóvil de la obsesión—, hasta desvanecerse en el aire de una escritura espasmódica.

De estas vertiginosas esculturas de palabras que se alzan en su cabeza y se agotan en su propia ejecución, de esas menudencias que no hacen historia y que se esfuman sin dejar rastros, está hecho El amparo, un texto sin desarrollo, sin épica trabajadora, sin grandes acontecimientos para contar: solo una vida precaria que no avanza, que no progresa, poblada de intrigas y rivalidades insignificantes entre compañeros de trabajo o críticas inofensivas hacia la autoridad de sus superiores. La actividad mental de Adolfo es continua, febril y del todo insignificante; “un vértigo que le impedía pensar” (p. 126), un estado de excitación del espíritu hecho de umbrales y gradientes, de ascensos y descensos bruscos por encadenamientos de explicaciones que se suceden y anulan entre sí. Lo poco que ocurre al nivel de la intriga se confunde con lo que simplemente pasa por la cabeza de Adolfo, en escenas de una pasividad exasperante que nunca se resuelven en una acción9.

¿Pero qué es lo que sucede en la cabeza de un trabajador precario como Adolfo, a merced del acoso de fantasías que, no sin placer, se hincan en la carne y duelen, que toman su cabeza y no la sueltan hasta saciarse con ella y pasar a otra cosa? El terror del esclavo que prefiere perder su libertad y trabajar para el amo antes que morir deviene para Adolfo el miedo a tener que vivir desempleado de quien se quedó o está a punto de quedarse sin trabajo y de perder la magra “sensación de seguridad” (p. ٨٠) y de refugio que le transmitía la casa. Pero no importa lo gruesas y sólidas que puedan ser, las cuatro paredes de la habitación no impedirán que un torbellino de signos y afectos se arremolinen en la cabeza de Adolfo, sacándolo de su reposo y forzándolo a pensar en el desamparo. En efecto, el temor intangible a ser despedido, a ser expulsado, ocupa el centro de una economía del miedo que es una de las claves de la subjetivación neoliberal.

Vidas precarizadas como la de Adolfo no soportan desestabilizarse, y frente a la pérdida de las referencias, frente al peligro imaginario de disgregación, se aferran con ferocidad al estado de cosas existentes —según lo que Suely Rolnik (2019) describe como una política del deseo reactiva—, transformando el malestar y la angustia en potencia de sumisión. Tan inestable como la escalera a la que en algún momento Adolfo se trepa para limpiar los vidrios de un alto ventanal, preocupado de caerse hacia afuera (p. 145), la permanencia de Adolfo en la casa se ve constantemente amenazada, más allá de la llegada de un rival (un enano con la altura justa para recibir los carozos sin tener que arrodillarse), por una producción en serie de miedos e incertidumbres que son menos contenidos emocionales subjetivos que fundamento colectivo de una experiencia en la que resuenan, por debajo del nivel del discurso, las instituciones de la gubernamentalidad neoliberal.

Se trata de un poder que lo sitia “desde adentro”, instalado en su dominio interior, sepultado en la carne, imprimiéndole en los nervios demandas imposibles de cumplir. Desde el punto de vista de la historia, no hay en la resiliencia de Adolfo ningún coraje, ninguna posibilidad de inversión dialéctica de las fuerzas, ninguna perspectiva de lucha y emancipación: solo la resistencia de quien a fuerza de sumisión obedece a los imperativos de un poder que siempre pide de los trabajadores precarios un poco más. Cifra de la subjetividad neoliberal, el capitalismo superyoico les susurra “Hagan lo que hagan contigo, vamos a premiar que lo soportes y haremos de esto una cualidad que te designa”10. La consigna resuena a modo de mantra en los oídos de los trabajadores precarios, y Adolfo, especialista en aguantar los carozos en la boca sin que se le deslicen por la garganta, se traga irónicamente todo lo que le dicen.

III.

Ni la interioridad psicológica ni el encierro físico describen ese plegamiento del afuera en un adentro donde el yo, sin carácter ni cualidades que le sean propias, en ausencia de un principio de autoridad fuerte que lo interpele como sujeto, se doblega a pesar de todo, satisfecho y obediente, ante “el superior que fuese” (p. 144). Suerte de patriarcado sin padre, la casa es un mecanismo al que un hombre sin atributos como Adolfo, enfrentado a “la evidencia de un carácter que le fuera propio” (p. 173), desea apasionadamente conformarse, siguiendo una inclinación ciega que lo impulsa a obedecer, a ponerse de rodillas por un afán de sumisión que no tiene nada que ver con la internalización de la autoridad propia de la subjetivación ideológica de la época liberal11.

Porque eso que está en el origen del afecto, desbordando el pensamiento y desencadenando la angustia de Adolfo; eso que toca, trabaja, modifica y dirige capilarmente su cuerpo, que toma sus hábitos, sus gestos y sus palabras; eso que se hinca en la carne y le duele, que le retuerce con saña lo que Servan llamaba las “fibras blandas del cerebro”, es el contacto sináptico cuerpo-poder, cuyo libre juego, en la lógica del neoliberalismo, puede generar el orden político deseado. Tal como Foucault lo analiza en El poder psiquiátrico (2007)12.

Se trata de un orden de propagación corpuscular del poder que recorre el campo social por debajo de las representaciones de la conciencia, sin la forma del valor simbólico ligada a la ideología. De hecho, el gran problema que abre la novela es el supuesto llamado al comedor que Adolfo desoyó por haberse quedado dormido, su desesperación por no haber respondido a una orden que no está seguro de haber recibido; como si el mecanismo de interpelación de los individuos en sujetos que define la ideología fallara y, en lugar del efecto ideológico (el tramado de significantes que nos sostienen), lo que queda a plena luz fuese un núcleo de intensidades preideológicas que se le imponen a Adolfo y lo sitian desde adentro, rodeándolo de imágenes y palabras que en su impersonalidad y extrañeza cuestionan la oposición interior/exterior del dispositivo de representación que media la relación entre el sujeto y la acción.

En este sentido, Ferreyra parece tomarse muy en serio la palabra “microfísica”, porque el poder no tiene forma y, para captarlo, como dice Deleuze, “hay que llegar hasta las moléculas” (Deleuze, 2014: 32)13, para verificar con asombro que, mezclados con las impurezas que se agitan en el aire de la casa, algo tan ínfimo y tan terrenal como el polvillo de los juegos de poder “estuviera presente en todos lados”, invisible, y que “lo respiráramos tan tranquilamente”, intoxicando a Adolfo de culpa (Ferreyra 1994: 45). Cartografía de las relaciones de poder de una época, todo en las novelas de Ferreyra es relación de fuerzas, todo es micropolítica y producción de jerarquías, de manera que hasta en el más insignificante de los intercambios entre los personajes se está jugando un tortuoso y difuso trabajo de producción de poder, disperso y deslocalizado en el medio luminoso de la casa, a la manera de las “diminutísimas partículas” (p. 45) de polvo que se revelaban bajo el rayo de luz que entraba oblicuamente por el tragaluz del estrecho dormitorio donde Adolfo, en su quietud aparente, se enreda en la interpretación sin límites de los gestos de un poder nebuloso que vuelve el aire de la habitación irrespirable.

Ese exceso de pensamiento en Adolfo, que lo deforma y lo retuerce en su silla a la manera de las figuras sentadas de Francis Bacon, recrudece cuando su permanencia en la casa peligra por la llegada de un rival a la medida de sus fantasías de humillación y pequeñez: un enano mofletudo y bonachón, cuya presencia amenazante tiene el poder de empujarlo aún más abajo en esa escala de degradación y envilecimiento sin límites en la que Adolfo se abisma. Reasignado a tareas de limpieza, Adolfo desciende varios peldaños en la jerarquía de la casa. Su función será ahora la de limpiar minuciosamente un par de salas personales del señor, en medio de una polvareda de envidias, trampas, calumnias, rencores y traiciones que el odio hacia el enano, al que considera culpable de su actual desgracia, levanta adentro suyo. Mientras lustra los muebles o repasa los pisos, el plan de venganza —contra un igual o un inferior, nunca contra la autoridad del señor que lo oprime— se va armando en su cabeza, pero Adolfo, lejos de torturarse, goza ahora de la escena del cuerpo del enano sin vida, al que en su imaginación arroja una y otra vez por los peldaños. Montadas por su deseo de venganza, las imágenes del enano rodando escaleras abajo con el cuello quebrado tienen esta vez el extraño poder de sosegarlo, como si gracias a esa repetición de escenas con algo de slapstick, el odio macizo, “sin dobleces, sin aristas, sin peros” (p. 98) que lo embargaba se fuera aplacando, hasta desvanecerse en el vacío, más allá de algún que otro exabrupto “en los cuales la boca se le llenaba diciendo: ¡hijo de puta!, ¡hijo de puta!” (p. 150).

En efecto, Adolfo “disfrutaba de la fantasía tanto o más que si hubiera sido realidad” (p. 122), extrayendo de esa circulación de imágenes e imprecaciones un plus de placer que atraviesa el cuerpo y excede los límites de la persona, desorganizando la relación del pensamiento con la acción. El acoso de las fantasías que toman su cabeza como presa y no la sueltan, hasta saciarse y pasar a otra cosa, sustituye al principio rector del realismo, que exige historias con la columna vertebral tensa y derecha de un héroe bien plantado, capaz de reaccionar al entorno con resolución y presteza en función de una lógica de la acción14. Ocurre que los hombres como Adolfo son entrenados para la servidumbre no por una ideología, sino por dispositivos de sujeción no reducidos al trabajo que hurgan en lo más íntimo de la subjetividad y reintroducen las relaciones de poder en la relación con uno mismo.

IV.

El deseo sometido, que no puede gozar más que de su propia sumisión, se revuelve en la cueva de la cabeza de Adolfo, respirando pesadamente como un animal herido. Adolfo es un hombre del subsuelo, hundido en su silla, incapaz de dominarse, masticando resentimiento, cavilando de manera desordenada a la espera de que las fantasías de venganza, a fuerza de repetirse con placer decreciente, se aplaquen y lo dejen en paz. Contraído hasta su forma más reducida, el afecto es ahora apenas un cosquilleo, el paso al hábito de un cuerpo en reposo. ¿Qué es si no la fantasía frecuente de ser “muy chiquitito, una hormiga, por ejemplo” (p. 49), pugnando por alcanzar “el rectángulo de luz, refugio o aldea” (p. 49) donde encontraría sosiego, ternura y protección, porque eso era a fin de cuentas la vida? ¿Es simplemente el “rasgo de pusilanimidad que dormitaba en su interior” (p. 122)?

Ese insecto que bullía en la cabeza de Adolfo, atraído por la luz de la ventana y el calor del sol, recuerda un poco al animal que fascinó a filósofos como Deleuze (1996) y Agamben (2004): la célebre garrapata de Jakob von Uexkûll, el biólogo que en la primera mitad del siglo XX investigó el mundo perceptual de los animales desde una perspectiva radicalmente no-antropocéntrica. Todo animal tiene un mundo específico (Unwelt), reducido a unos pocos rasgos ante los cuales reaccionar. La garrapata responde por ejemplo solo a tres cosas: la luz del sol, el olor a cierta sustancia presente en el sudor de los mamíferos y la temperatura de treinta y siete grados que corresponde a la sangre del animal huésped. Si un cuerpo se define por su poder de afectar y ser afectado, lo que una garrapata puede en la inmensidad del bosque está limitado a estas tres cosas: si es afectada por la luz del sol, se sube hasta lo alto de una rama a esperar que pase por debajo algún animal herbívoro; si es afectada por el olor del mamífero, se deja caer de un salto sobre su espalda; si es afectada por el calor de la sangre, busca la zona con menos pelos y chupa ávidamente la sangre caliente. El resto le resulta completamente indiferente (Deleuze-Parnet, 1996).

¿Pero qué ocurre si en esa tarde soleada de verano ningún animal de sangre apetitosa y caliente se aventura a pasar por debajo de la rama desde donde nuestro vampiro en miniatura acecha a su presa? La garrapata puede esperar días, meses, años sin comer, completamente amorfa, como la garrapata del instituto zoológico de Rostock, que sobrevivió dieciocho años completamente aislada de su medio ambiente, en estado de animación suspendida, sin ni siquiera aburrirse, porque el aburrimiento, como señala Agamben, marca el umbral entre el animal y el hombre (٢٠٠٤: ٧٠)15. En lugar de la apertura de un mundo, la garrapata de Rostock encarna lo que Beasley Murray describe como “la persistencia del hábito, un cautiverio o ‘estado de suspensión’ donde nada cambia” (2010: 168). Porque los mismos afectos que definen lo que la garrapata puede, contraídos al mínimo, estructuran la profunda pasividad de un mero cuerpo viviente desconectado de lo que puede, suspendido en un terreno eminentemente biopolítico, dominado por la rutina y las repeticiones del hábito. Y con un Adolfo que siente en la piel “una calidez que no había disfrutado en mucho tiempo” (p. 50), entregado al ideal de vida de un goce tranquilo, “suerte de utopía que imaginaba con fruición y que con mayor o menor fortuna guiaba su conducta” (p. 37), estamos más cerca de la garrapata que nunca, aplastados por la vida rutinaria, en una contigüidad inquietante con el animal.

En esos momentos de calma y quietud en los que el deseo se bloquea, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada contra el pecho, a la espera de que los pensamientos se desbarrancaran hacia el vacío, ¿estaba vivo Adolfo o vegetaba como un mero animal humano, suspendido indefinidamente en el umbral humano/animal? ¿Se aburriría Adolfo que, en el tiempo vacío de una espera que no habría que confundir con el ocio, podría eventualmente tomar conciencia de su condición de criatura del hábito?

Atento a los movimientos de su tórax al acompañar el ritmo de la respiración, Adolfo “conjetura que detrás de la tela se hallaba un animal desconocido” (p. 23), palpitante y opaco, sede de lo temible en uno mismo, o por lo menos de lo extraño, que hay que dominar. Se trata de la animalidad de un cuerpo relegado, vivido como un dominio extranjero interior que, según el relato humanista, debe ser reprimido para ingresar en el campo de la humanidad. Por eso autores como Agamben no hablan de naturaleza humana y sí de “vida nuda” o animalizada, producida artificial y políticamente por medio de dispositivos de subjetivación y precarización que toman a su cargo la gestión integral del ser viviente del hombre, en su doble articulación entre individuo y población.

Pero tal vez la fatiga, la espera, incluso la desesperación de quien no puede levantar cabeza sean algo más que callejones sin salida de un deseo bloqueado. Son lo que Deleuze describe como “actitudes del cuerpo”, umbrales de paso a zonas de intensidad liberadas (1984: 251-258). Así, el deslizamiento hacia el subsuelo biológico de la especie se detiene cuando Adolfo levanta por fin la cabeza “casi con energía” (p. 73). Como en los personajes de Kafka, la cabeza agachada de Adolfo se eleva siguiendo diferenciales de afecto que despojan al sujeto del caparazón del hábito y precipitan un devenir animal que levanta el deseo en vez de hundirlo, como, por ejemplo, cuando trepa por su interior “un imperdonable deseo de ser perro” que comienza por la desterritorialización de la boca que se pone furiosamente a ladrar (p. 43)16.

En efecto, los cambios de postura corresponden a los excesos de vida de un cuerpo bajo la acción de potencias invisibles e indescifrables. Son los momentos en los que el cuerpo de Adolfo se pone a hablar a través de una proliferación de gestos y movimientos espasmódicos que interrumpen la inmovilidad de Adolfo y dislocan la “máscara insulsa” de una cara inexpresiva, “incapaz”—para disgusto de Adolfo mientras se mira en el espejo—“de reflejar lo que sucedía en su interior” (p. 20).

Pero, progresivamente, Adolfo va perdiendo el control de sus gestos. Son momentos en los que la cabeza o los músculos faciales se mueven en forma independiente de cualquier finalidad motora, en una zona de indistinción entre la acción y la inacción, la actividad y la pasividad, el lenguaje y el acto17. Con los años de servicio, Adolfo se va distanciando de los gestos más cotidianos y pierde cualquier clase de desenvoltura, cae víctima de una interioridad que no gobierna: no sabe controlarse. Se nos cuenta que no podía, por ejemplo, “manejar el rostro como cuando era joven, tenía que reconocer que la cara se le alejaba de sí, cortaba los lazos de sojuzgamiento que la unieran al cerebro, se echaba a su propia existencia, pero delatándolo, traicionándolo” (p. 66). En este sentido, el registro de la actitud física —el lugar de la mímica durante el servicio de mesa, por ejemplo— se vuelve fundamental en la economía del poder de la casa: cejas que se arquean, la boca que se tuerce, labios que se fruncen, párpados que caen levemente, vómitos, esbozos de sonrisas en la comisura de los labios, van trazando una serie de gestos que, para desesperación del propio Adolfo, nunca se sabe a qué serie corresponden.

Con la capacidad de significación enturbiada, Adolfo era incapaz ya no de entender el significado de un signo y actuar en consecuencia, sino de decidir si algo como una mirada, el rictus de un labio o una inflexión de la voz eran un signo y querían decir algo más, del orden de la sorna, la complicidad, el regaño, la admonición o el desprecio.

En este sentido, los tics son interrupciones de los ritmos del hábito que jamás se agotan en lo interpretable.

[Adolfo] miraba sus brazos como si fueran desconocidos, e interiormente los recriminaba y los llevaba al orden, desilusionado de ellos, un poco asombrado de la capacidad que había adquirido para moverse en contra de su voluntad; por eso los apreciaba en cierta medida ajenos a su cuerpo y en un sorprendente estado de rebeldía (p. 106).

Así, los gestos constituyen una liberación de un poder paralizante, una interrupción del tiempo del trabajo en su alternancia con el descanso que abre una serie inconclusa desviada del curso normal de los acontecimientos, como quien dice, de la progresión de la historia. Porque el gesto, en su opacidad comunicativa, no consiste en otra cosa que en una acción sin sentido que hace visible la vitalidad de un cuerpo más allá de su mera supervivencia. Y en la economía del poder de la casa, eso introduce un acto de revuelta orgánica, un instante de peligro cargado de virtualidades desconocidas, en los que cualquier cosa puede pasar. Si el alma es al cuerpo lo que el amo es al esclavo, la gestualidad apunta a un “estado de rebeldía” o de tensión irresuelta de un cuerpo que es algo más que víctima, que rehúye de cualquier finalidad productiva, que deja de servir, que preferiría no hacerlo.

El gesto, señala Agamben, es siempre gag en el significado propio del término, en cuanto “indica sobre todo algo que se mete en la boca para impedir la palabra” (2001: 55): eventualmente, un carozo. La huida de la forma cuerpo que expresa el tic es también un abandono del sentido. La boca que come se desconecta del alimento y se vuelve, en el engranaje del servicio de mesa, depósito de carozos de un trabajador artista del ayuno. Deja de ser un órgano sensorial que chupa y traga para pasar a ser un útil, y, luego, un poco más allá, un órgano del sentido donde, a fuerza de masticación, la desterritorialización se acelera. En esos momentos, la rumia herbívora de un pensamiento verborrágico y abrumador arrastra a Adolfo hasta las fronteras de la individualidad, las afecciones sin causa de la vida, la pérdida del discurso arraigado en la experiencia —un estado de exaltación hecho de umbrales y gradientes, de bruscos ascensos y descensos por el lenguaje que tallan en el tiempo de la conciencia monstruosos monumentos de palabras cargadas de afectos desequilibrantes—.

Hay en Adolfo estilos, ritmos, frases, que se producen más allá de su conciencia o sus decisiones, una lengua viva, en devenir, en el interior de la cual existe potencialmente la posibilidad de crearse como sujetos deseantes. Son huidas inmóviles, en intensidad. Así, eso que lo fuerza a pensar es al mismo tiempo un lenguaje arrancado del sentido, entregado a su propia neutralización a lo largo de líneas de fuga donde las palabras ya no tienen necesidad de estar formadas, como el suspiro que se le escapa a Adolfo cuando se entera de que echaron a su rival, “en el que vibró un lejano eco gutural”, involuntario, con “resonancias no humanas” (p. 200). En esos pasajes mascullados, de gestualidad enloquecida y lucha cuerpo a cuerpo con las repeticiones del hábito, el cuerpo se vuelve un animal extraño que retorna de lo que Benjamin denomina, a propósito de la fascinación que sentía Kafka por los animales tanto como por los ayudantes, un mundo prehistórico, un continente desconocido poblado de “criaturas inacabadas, seres en un estadio nebuloso” a punto de elevarse o de caer, torpes y sin un contorno fijo, para quienes todavía “hay esperanza” (en tanto “hay vida”)18.

De todos modos, uno no puede dejar de escuchar en la palabra aullada, en el grito ahogado y el ladrido caótico de Adolfo el lenguaje mutilado y envenenado de los discursos del odio: la brutalidad de las órdenes, la vulgaridad de las imprecaciones de sujetos con la capacidad de significación enturbiada por la extinción de toda actitud crítica19. Después de todo, en el nombre de Adolfo están latiendo las bajas pasiones y la instrumentalización del miedo de los nuevos fascismos que, como contracara del neoliberalismo, recorren el Cono Sur como fieras sueltas.

V.

¿Debilidad de carácter de un hombrecito despersonalizado y sin atributos, entregado a la “voluntad de no ser” del esclavo muerto en vida por identificación con los deseos y las necesidades del amo? Así parece, si nos atenemos a ese deseo de sumisión que aplasta a Adolfo contra el piso, a la impotencia sin límites que lo rebaja hasta un subsuelo de pasiones tristes. En cualquiera de sus agachadas, cuando el poder de genuflexión lo toma por completo, la humildad que trasunta Adolfo es tan grande y tan intensa que duele físicamente (p. 74).

¿Pero qué es entonces ese algo desestabilizante que “llevaba tan adentro” y que “le hacía gustar de la vida” (p. ٣٨), la multiplicidad de pensamientos, dichas, inclinaciones, inquinas que constituían el “nudo principal de su persona” y que Adolfo, como la pequeñez que emanaba de su presencia, “casi podía sentir físicamente” (p. ٣٨)? ¿Qué es esa “profundidad del alma” (p. ٣٧) que, cuando faltaba, dejaba a los cuerpos vacíos, sin vida, como en la escena siniestra de los “meros cuerpos deglutidores” (p. ٢٥٥) del comedor, entregados a la mera mecánica de la masticación, de los cuales “lo humano se había esfumado por completo” (p. ٢٥٥)? ¿No es la ambivalencia de una potencia indoblegable, que lo habita y que lo excede, un impulso a repetir “masticado y masticado y masticado” (p. ٦٥), aunque intragable como los carozos que se acumulan en su boca, que lo ata a la vida y a su incondicional poder de afirmación? ¿No es la vida con su potencial explosivo, que el poder desvía a su favor para alimentar la producción de capital; una vida con su propia sinergia colectiva, que tiene en el cuerpo vivo su sitio de elaboración, y que, en contra de cualquier obstáculo que se oponga a la igualdad, pugna por expandir los límites del cuerpo y multiplicar sus conexiones?

En este sentido, Adolfo recuerda a uno de esos “falsos débiles” que Deleuze encuentra en el cine naturalista de Joseph Losey —el director de El sirviente—, personajes con los nervios a flor de piel, llenos de dobleces, que tiemblan bajo su propia violencia contenida. En ellos, al igual que en Adolfo, el servilismo alcanza el estado de pulsión —una pulsión, escribe Deleuze, “demasiado grande para la acción” (1984: 198), vuelta sobre sí misma, mordiéndose la cola en el vértigo inmóvil de una revisión circular y maniática que excede la conciencia de los personajes y los pone fuera de sí—.

Alcanzado este punto, el “genio humano de la forma” que Ferreyra opone a la animalización del trabajador, si por “forma” entendemos aquí “forma-de-vida”, sigue vivo en Adolfo, que hace de la recepción de carozos un arte de la inmovilidad y de la pose un recorrido por fuerzas vitales desconocidas que lo arrancan del presente y lo abren hacia un futuro balbuceante que se anuncia en las intensidades de la lengua (Ferreyra, 2015: 319).

Frente a la precarización total de la existencia, hay vidas como las de Adolfo que no soportan desestabilizarse, y El amparo es, en un sentido, eso: la promesa de reconocimiento y admisión ante la amenaza de la pérdida total de referencias, la posibilidad de seguir perteneciendo a un orden fijo, de conservar una forma de existencia ligada al servicio doméstico, aferrándose con uñas y dientes a su puesto de trabajo. Pero en el porvenir de la novela, que es nuestro presente, la precariedad y provisoriedad del amparo se extiende a un mundo de trabajadores superfluos, compuestos de falsos débiles como Adolfo, porque ahora el amparo, en mundo sin afuera, es el mundo entero.

Bibliografía

Fuentes

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1 Acerca de lo que la literatura sabe sobre la reconfiguración del mundo del trabajo y el reordenamiento neoliberal del poder, cfr. Laera y Rodríguez (2019).

2 Todas las citas del texto corresponden a Ferreyra (1994). Las citas del texto fuente en el cuerpo del trabajo se realizarán especificando únicamente el número de página.

3 Guattari describe la revolución capitalista como ataque a las antiguas territorialidades del poder y del deseo —la realeza, la iglesia, la nobleza, la comunidad rural, etc.— y su reemplazo por nuevas territorializaciones del poder que incluyen “territorialidades residuales” (2013: 56) producidas por miniaturización y agenciamiento de elementos que son tanto nuevos como arcaicos: el espacio doméstico, la familia, el culto de la infancia, la figura del burócrata, del policía, del médico, del profesor, etc., sin olvidar el superyó de los psicoanalistas (todas figuras caras a la literatura de Ferreyra).

4 Acerca de la dimensión neo-servil que inviste el modo de producción post-fordista, cfr. Marazzi (2011). La desregulación de los mercados de trabajo y la supresión de las conquistas sociales de los trabajadores son reemplazadas por una suerte de “feudalidad industrial”, en la cual los intercambios entre trabajo y capital ya no se basan en el salario sino en la compensación individual por la calidad de los servicios prestados y el nivel de desempeño y compromiso del trabajador con la empresa (2011: 44 y siguientes).

5 El amparo fue inmediatamente leída por la crítica como novela política. Martín Kohan (1995) afirma, en su reseña de la novela, que El amparo es un gran relato sobre el encierro disciplinario que hacía ver el funcionamiento imperceptible del poder.

6 Acerca de la economía como teología secularizada, cfr. Agamben (2008). Agamben deriva de la teología cristiana dos paradigmas políticos antinómicos pero conectados: la teología política, donde la trascendencia del poder soberano está fundada en Dios, y la teología económica, concebida como un orden doméstico y no estrictamente político. “Del primero derivan la filosofía política y la teoría moderna de la soberanía; del segundo, la biopolítica moderna hasta el actual triunfo de la economía y el gobierno sobre todo otro aspecto de la vida social” (2008: 13).

7 Cfr. Agamben (2012). Dice Agamben que “el trabajador moderno (…) se parece más al esclavo que al creador de objetos, con quien la modernidad suele confundirlo” (2012: 53).

8 Dice Giorgi que la escritora brasileña Clarice Lispector fue capaz de detectar tempranamente los nuevos anudamientos entre trabajo y subjetividad en contextos de neoliberalización, anticipando a través del personaje de Macabéa, la protagonista del clásico A hora da estrela (١٩٧٧), operaciones estéticas y políticas que actúan en nuestro presente (Giorgi, ٢٠١٩: ٧٣-٧٤).

9 “No hay historia posible en el mundo del trabajo”, señaló Ricardo Piglia a propósito de Roberto Arlt y de un tipo de relato cuya condición era la interrupción de la vida cotidiana y del ciclo del trabajo. Los hombres y mujeres que viven de su sueldo, remataba Piglia, son personajes insignificantes tragados por las repeticiones del hábito, que “no tienen nada que contar” (Piglia, 1993: 124-125).

10 Cfr. Alemán (2019: 70 y siguientes). A propósito de la “resiliencia”, Alemán analiza los estragos del discurso capitalista en la producción de subjetividad actual, y su tensión con el sujeto del psicoanálisis, con sus cuerpos hablantes y su experiencia subjetiva.

11 Para una teoría de la decadencia y el debilitamiento del Yo en un mundo inmovilizado de individuos psíquicamente desmantelados, cfr. Huyssen (2006). Durante el nazismo, que Adolfo lleva en el nombre, la decadencia de la autoridad paterna produce cambios en la personalidad tipo, fundada ahora en la conformidad a normas externas más que a la subjetivación ideológica (2006: 52).

12 Dice J. M. A. Servan (1737-1807): “Sobre las blandas fibras del cerebro se asienta la base inquebrantable de los más firmes imperios” (en Foucault, 2007: 16).

13 En tanto práctica de manejo de lo no-estratificado —explica Deleuze a propósito de Foucault—, el poder es “una agitación molecular antes que una organización estadística” (2014: 32), y por consiguiente, “no tiene forma” (Deleuze, 2014: 71).

14 A propósito del principio de acción como fundamento del realismo, Georg Lukács señala: “Las palabras de los individuos, sus sentimientos y pensamientos meramente subjetivos solo muestran su verdad o falsedad, su veracidad o su mentira, su grandeza o su limitación, cuando se traducen en práctica: cuando se afirman en los actos y las acciones de los individuos, o cuando estos actos y acciones muestran su fracaso frente a la realidad. Solamente la práctica humana puede mostrar concretamente la naturaleza de los individuos. ¿Quién es valiente? ¿Quién es bueno? Semejantes cuestiones las contesta exclusivamente la práctica” (1966: 183-184).

15 Agamben relaciona la célebre garrapata de Rostock con los análisis de Heidegger dedicados al aburrimiento como operador de la cesura entre el hombre y el animal: “El Dasein es simplemente un animal que aprendió a aburrirse, que despertó de su propio cautiverio a su propio cautiverio. Este despertar del ser viviente a su propio ser-cautivo, esta apertura angustiante y decidida a lo no-abierto, constituye lo humano” (Agamben, 2004: 70). La traducción es mía.

16 Ferreyra exploró el devenir-perro en su novela Dóberman (2010).

17 “La característica del gesto”, dice Giorgio Agamben, “es que por medio de él no se produce ni se actúa, sino que se asume y se soporta” (2001: 53).

18 Según Walter Benjamin: “Dado que la extrañeza más olvidada es nuestro cuerpo —el cuerpo propio—, se entiende por qué Kafka ha llamado ‘el animal’ a la tos que se abría paso desde su interior. La tos era el puesto más avanzado de la gran manada” (Benjamin, 2014: 54).

19 Acerca del uso intensivo de la lengua por parte del fascismo, cfr. Esposito (2009: 90 y siguientes).