El aura lírica. Juan L. Ortiz

Nancy Fernández*

Cuadernos del Sur - Letras 49 (2019), 63-73, E-ISSN 2362-2970

En este trabajo procuro analizar los lineamientos principales de la escritura poética de Juan L. Ortiz. Desde esta perspectiva, analizo la forma (columna vertebral de la poesía) singular de construir un sistema de enunciación, desde la imagen de autor y su mito personal hasta los procedimientos que indagan el modo de interpelar una visión cósmica y religiosa, en el sentido de la visión humilde que interroga a la naturaleza como el bien común de mujeres y hombres.

Palabras clave

Poesía

Forma

Sujeto

Fecha de recepción

27 de abril de 2020

Aceptado para su publicación

24 de septiembre de 2020

* CONICET-UNMdP. Correo electrónico: nancy.fernandez.cabj@gmail.com

Resumen

In this work I try to analyze the main guidelines of the poetic writing of Juan L. Ortiz. From this perspective, I analyze the singular form (backbone of poetry) of constructing a system of enunciation, from the author’s image and his personal myth, to the procedures that investigate the way to question a cosmic and religious vision, in the sense of the humble vision that examines nature as the common good for women and men.

Keywords

Poetry

Form

Subject

Abstract

En

63-73

Contando el periplo de una escritura que, desde 1923, va tramándose de continuo y en silencio, la obra de Juan L. Ortiz es un punto de referencia para la poesía contemporánea. Con su característica renuencia a ocupar un centro, elige vivir en la provincia de Entre Ríos, lejos del asedio y la ambición que propician tertulias, eventos y cenáculos culturales. Y con esa indiscutida opción por el margen, se aloja en el silencio y la soledad, a partir de lo cual va a construir su obra, cuyo prestigio ha ido depositándose lenta y genuinamente a lo largo de varias décadas. Ese es el proceso donde simultáneamente se conjugan el trabajo de la escritura y el complemento de un pequeño círculo de lectores amigos que irán llegando paulatinamente a su morada y serán menos una platea contemplativa y exterior que parte integrada en una experiencia común. De lo que se trata es, ni más ni menos, de la libertad con la que decide vivir y escribir; desde ese lugar se construye el mito Juanele, el relente luminoso de su propia obra.

En las elecciones que singularizan la escritura de Juan L. Ortiz, el tiempo incide como la decantación material para forjar una tradición propia. Un sistema de lecturas que pone en evidencia con deliberación, mediante el cuidado atento de una poesía que rompe con aquellas marcas signadas por los convenios institucionales. En este sentido, Ortiz ofrece un sistema de filiaciones desacomodadas ostensiblemente las citas vigentes en la historia de la literatura argentina.

En disidencia con los cánones hegemónicos, Juanele se desvía del legado europeo que signó la poesía a partir de Borges porque Juanele despliega sus preferencias europeas por Mallarmé y por Rilke, por Cocteau y por Michaux, por Proust, por Rimbaud y por John Keats; pero también pone de manifiesto su afinidad con la poesía oriental que, a través de Li Po, Quo Ing, Emi-Sio, Sa Chin y también Mao Tse Tung, entre otros, marca la gracia de la belleza vislumbrada en perspectiva cósmica. Así es como también se coloca lejos de Buenos Aires. Pero la poesía de Ortiz enhebra ante todo un idioma donde la subjetividad poética sintoniza con la vida y con el mundo, marcando el tono y el lugar de la intimidad. Por un lado, el autor recoge las concepciones musicales de John Cage y de la escucha silenciosa y, por otro, reescribe los ideogramas chinos a partir de la citada poesía, cuyos sonidos descubre viajando. Ahí tendrá la posibilidad de reinventar la lengua, extrayendo de Oriente las terminaciones evanescentes y dispersas, tenues e imprecisas, lo que en Juanele se traduce como el objetivo expreso de eliminar sonidos densos y estridentes. En esta línea procura acortar distancias cuyo efecto es una métrica que se aproxima al continuum de un murmullo. Así también el pensamiento emotivo, la experiencia sensitiva, se inscribe en Ortiz con esa suerte de “fluir de conciencia” al modo de Joyce o, mejor, al fluir (del río Paraná) del inconsciente, como rémora de sensaciones y recuerdos que se fragmentan y se pierden o se esfuman, tenues, deslizándose a través de los cambios de luz.

Con la huella de lo antiguo que contradice al cálculo funcional, la poesía de Juanele responde a la singularidad de un deseo: la de inscribir el instante en el que la escritura muestra el trazo de un testimonio o de un recuerdo. Pero no se trata del legado conjunto y aprehensible (por verificable) ni del retazo de una experiencia pasada. Ortiz no esculpe la nostalgia que nos deja un final o una ausencia, sino, más bien, tienta a descubrir aquellas supervivencias que dejan fuera las estructuras funcionales. Como punto límite (el pasado-presente; lo propio-lo común) niega, en todo caso, los elementos decorativos para registrar aquellas mitologías (las del campo, las de Gualeguay, las del río) que tienden a recuperar una suerte de fundamento del tiempo. Esto lo realiza a través de las particularidades de su sintaxis, porque los interrogantes y la suspensión de las certezas, conjugan las sensaciones de un continuo. De este modo, es frecuente que los poemas comiencen donde otros inscriben una pausa dando lugar a una comunidad de complicidades y sobreentendidos, que permiten la vuelta sobre algún punto de inicio.

El tiempo-espacio de Ortiz captura las fallas del signo “claro y distinto”, promoviendo, en cambio, la paradoja sutil entre una tenacidad (como insistencia gozosa ante el espectáculo misterioso de lo viviente, siempre ante los ojos) y una levedad despojada en la entrega fascinada que se inclina ante un “origen” soberano. ¿Qué es lo que acontece en su poesía, para consumar el tiempo en la forma autèntica de una imagen inmemorial? Lejos de una secuencia durable y empírica, extensible en la cronología fáctica, la fantasmática regresión actualiza la simultaneidad superpuesta de las horas, presentada según el calendario de los días o las estaciones del año. Como si Ortiz sellara la cesura que ciñe lo viejo a la excentricidad de los signos anteriores, la completud ceñida en la realización del presente es el acto de una contemplación en fuga hacia el remanso de un imaginario añejo. El trazo de Ortiz equivale al encanto sagrado que reposa, con la sugerencia y la alusión, en la anterioridad de las formas. Así, la naturaleza, convertida en paisaje por la escritura, descansa como detalle embrionario de una morada matricial; y sin la eficacia de lo que tiene utilidad computable, no cesa de desear, con regresiva persistencia, aquello que abriga de la intemperie y de la orfandad. El detalle, encriptado por las comillas, los signos de admiración o abierto a la inminencia de los puntos suspensivos, signa la coartada de otra parte en tanto persistencia deslizada, sin embargo, al fundamento absoluto. No es otra la señal identitaria hacia un espacio cósmico y nodal, en torno del cual, y solo allí, el sujeto que mira y contempla también trasciende. Una suerte de reorganización del mundo a partir de donde cambia el usual modo de proyección y de inmanencia. Por ello, las islas de tiempo que retozan en Juanele remiten a una infancia que la poesía figura de modo literal (autobiografía, instantánea pueril, recuerdos de niño), como subjetividad restituida de las procedencias y del nacimiento. Si se habla de una casa, la palabra poética remite a la armonía acordada entre la luz y las orillas, bordes donde la música promete amor infinito a un alma trémula entre la quietud y la movilidad1:

ahora, en este minuto, en que la luz

de la prima tarde

ha olvidado sus alas

en el amor del momento

o en el amor de sus propias dormidas criaturas:

las aguas, las orillas, las islas, las barrancas humo lueñe?

O es que temes, alma, su silencio

o acaso tu silencio?

Serénate, alma mía, y entra como la luz

olvidada, hasta cuándo?

en este canto tenue, tenuísimo, perfecto (Ortiz, 1996: 354).

La primera persona es el rastro delgado y único para una gramática que elige afinar la escucha sobre el diálogo que no distingue entre el alma propia y la voz diseminada en una pluralidad disolvente de los mundos privados. Sin embargo, prevalece la sintonía intimista, el fraseo confidencial que invita a la segunda persona a deambular entre las posibilidades de un reconocimiento, figurado en el repertorio de motivos frágiles sobre el sensorium de una duración ilusoria: del amor y el olvido al infinito consagrado en el umbral de la tarde. Así, la conjetura de un temor posible es la contraparte de la invitación al movimiento, la entrada, el cruce o el viaje donde la única medida posible son los ecos de un tiempo que suenan como distancia y lejanía. Tal es el efecto condensador de una imagen como “humo lueñe”: la gracia dispensada en una antigüedad de recuerdos sin nombre. Un amor más fundante que todos religa (porque une religiosamente, en el sentido primordial del término) en la palabra indivisa que puede prescindir de pronombres y deícticos, pero no de la precisa brevedad de un haiku.

La poesía de Ortiz es una poética de la physis y, a partir de allí, de los sentidos y de la experiencia que sabe reunir, en y por el acto gráfico, arte y vida. Son los principios por los que Ortiz manifiesta su programa o, mejor, su concepción de la poesía; es aquí donde el cuerpo restituye el sentido desde una posición de recogimiento, de un hablante que entona plegarias y preguntas en cuclillas con el gesto auténtico de la sorpresa perenne. El poeta se inclina ante la soberana delgadez del bambú, de los matices leves de la luz que reverbera desde el cielo, de las hojas volátiles de los álamos. Hablábamos de la sintaxis, y podríamos añadir una gramática que coloca a los signos de puntuación en un lugar fundamental a la hora de pensar en la experiencia del sujeto poético. Signos que se complementan con una disposición métrica donde la grafía traza el movimiento del agua o, más precisamente, del río. La puntuación incluye las comillas que marcan distancia y extrañeza ante lo que parece una rutina, ante la mera manifestación del “aquí”; la puntuación indica también pausas y silencios, como los blancos en la página, pero lo que aparece como rasgo inherente a la escritura de Ortiz son los puntos suspensivos que buscan traducir la paciente espera por los signos de la naturaleza, aunque también de la historia, como en el poema que es autobiográfico y efeméride, “Gualeguay” (“Villaguay” es un poema de procedimientos similares)2. De esta manera, los puntos suspensivos componen un tiempo y un espacio continuo, como si se retomara la palabra (la señal, la descripción) en la huella intermitente de las impresiones que el sujeto recoge en su trato con los amigos, la casa y la mujer amada, la hierba y las orillas, el viento y el camino. Esos mismos puntos imprimen el ritmo que la letra decanta de la paciencia morosa y dilatada, el tiempo acompasado del aplazamiento de donde el yo extrae la súbita iluminación, la repentina imagen: es la epifanía que reúne, más precisamente, “religa”, al poeta con el mundo. La experiencia en Ortiz transforma el ademán en acto real y concreto. Y para que la experiencia sea plena, la felicidad por la gracia del infinito debe ser simultánea a la melancolía por los abismos de una eternidad sombría. Allí reside el misterio, en la superficie sagrada que restituye el movimiento de las estaciones y de los instantes del día. La perpetua transmutación promete la comunión de las almas, la unión de los seres que dejan su huella en los dones del amor y en los pasos sobre la hierba. Pero el dolor está presente, también, por el vacío infinito. Aquí anida el asedio melancólico de la sombra inefable, el reverso de la divinidad plena y vívida en la naturaleza cósmica, contraste semántico que se complementa con la afirmación convencida que enumera las razones del goce y la pregunta adversativa cuya conjunción (“pero”) refuerza el sentido del límite y del abismo inminente3.

Sí, las rosas

y el canto de los pájaros. Toda

la hermosura del mundo, y la

nobleza del hombre,

y el encanto y la fuerza del espíritu.

Sí, la gracia de la primavera,

las sorpresas del cielo y de la mujer.

¿Pero la hondura negra, el agujero negro,

obsesionantes? (Ortiz, 1996: 193).

El poema citado sigue en este mismo sentido. Pero la peculiar forma de la poesía de Juanele reside en que el poeta incluye, desde una perspectiva amplia, aquellos aspectos ideológicos del mundo y la cultura, el universo donde el poeta asume los costos del sufrimiento humano. Es lícito señalar, entonces, que la lírica de Ortiz está lejos de la mera evasión; desde esta perspectiva, no excluye el dolor por las injusticias: el hambre, el sacrificio, las muertes por los conflictos políticos, inherentes a la condición humana. Dos son, al menos, los modos de transitar por la proyección social: dolor por los niños, en harapos, sin casa ni leche, y una exhortación desiderativa que se parece mucho a la plegaria: “y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada/ para que las cosas no sean mercancías,/ y se abra como una flor toda la nobleza del hombre:/ iremos todos hasta nuestro extremo límite…” (Ortiz, 1996: 279). El fragmento pertenece al poema “Para que los hombres…” del libro La rama hacia el este, de 1940. Diminutivos (estilizados en aliteraciones con “l” o “ll”) que se enlazan con la imagen corporal del poeta en cuclillas, en posición de recogimiento; levedad de las palabras, engarzadas en una métrica que evoca la grafía y el dibujo tenue y fluído del río y la naturaleza. El sujeto de enunciación sabe y deja saber que la poesía es acto de invención para recrear lo natural, transformándolo en paisaje.

También sabe del aplazamiento y morosidad como actitud electiva, afín al lenguaje del cosmos; mixtura de lucidez adormecida ante las presencias de cosas y seres que se manifiestan súbita, repentinamente, como epifanías luminosas. Todo será la suma de una concepción tan política como religiosa y estética, del mundo y la escritura. La política es un rasgo que repone fragmentos de su propia imagen de autor, ya que Juanele era lector de Marx y de Mao (incluso tradujo de este último alguno de sus poemas). Su viaje a China responde a motivaciones culturales y militantes; su toma de posición aparece en la conmiseración, ni pietista ni miserabilista (lejos del naturalismo que puso en práctica el grupo Boedo, en contraste con los jóvenes martinfierristas de Florida, en el contexto de la vanguardia histórica). Juanele es autor de una palabra compasiva y empática, en el sentido de acompañar, de estar junto con los hombres, los hermanos. Y en esta mirada fraternal, también hay que reconocer su declarada admiración por Raúl González Tuñón y su explícita afinidad (que deja a las claras en cada entrevista) por los poetas belgas, más precisamente por los simbolistas de cuyo repertorio se destaca Maurice Maeterlinck, con quien sintoniza en la concepción de “razón mística”. Será por eso que el modo religioso anida en una manera de usar y entender el lenguaje, no en cuanto instrumento externo y ornamental sino como anclaje de una cosmovisión donde los sentidos están alertas a la captura de los signos que la naturaleza transmite y prodiga. De ahí que la lengua dé cuerpo a la ley formal del ritmo y de la música, armonizando la experiencia de la escritura con el sentido de las onomatopeyas (balbucear, bisbisear), del silencio (las pausas, los blancos, complementarios del registro antedicho, en cuyas adherencias repercute el rumor, el murmullo, sean las voces, sean los sonidos de la naturaleza tangible), el canto del grillo (la lengua inmediata de la tierra). Llegado este punto es claro su diálogo con Mallarmé, en cuya obra el motivo del grillo supera la poesía como fetichismo retórico. Una heredad que, asumida por Arturo Carrera, es más cercana al misterio de lo que no puede saberse por sagrado, pero, sobre todo, por pertenecer a las cosas de una paradoja esencial: el grillo anida en lo que se oculta y se muestra, en lo que aparece y se esconde. Algo de la sabiduría de los niños pero, sobre todo, mucho del gesto instantáneo que, sin embargo, demanda una escucha atenta a las coincidencias que superponen lo habitual y lo extraño. Como las estaciones del año o los cambios de luz según el paso de las horas, el grillo manifiesta lo cotidiano en la extrañeza que se sustrae a la explicación: la de un mundo singular que los sentidos no deberían descuidar. Curiosidad persistente de la infancia que recomienza en el instante en que oír y mirar inician la ceremonia interminable y aleatoria de la representación.

De esta manera, en Ortiz se prodiga la gracia de una puesta en escena, dedicada a un mundo que es único y nuestro: el de la naturaleza, visible, aunque oculta y secreta en su origen y su dinámica. La representación, entonces, encarna en la escritura que, bajo el ala de la poesía, aspira a mostrar y actuar, a mirar y a mezclarse entre las cosas que nos rodean evitando el cerco de la comunicación generalizable. El trazo poético (que logra Ortiz y cincela Carrera) es, así, el de los sonidos y la presentación de perfumes e imágenes (principalmente a través de la sinestesia); es el rastro que propone una búsqueda, curiosa, aspirante a un conocimiento sin garantía final. La exploración de un saber que, sobre todo en Ortiz, asume la interrogación como figura predilecta. Es en esta concepción del lenguaje donde lo real es objeto de deseo y representación, donde, como señalaba anteriormente, lo religioso anida en el uso concreto de las palabras y en la puesta en escena de una materialidad genuinamente productiva. Entonces, cuando Juanele dice “religar” persigue, religiosa y poéticamente, la unidad cósmica de los seres, asumiendo sin mediaciones abstractas ni traducciones mecánicas, la acepción filológica del origen, estableciendo un contrato artístico desde la palabra que realiza, al pronunciarlos, el mundo, los seres y las cosas. Tomemos el poema “Si, el nocturno en pleno día” del libro La rama hacia el este. Resulta interesante destacar el momento en que surge, sobre todo para poner de manifiesto la torsión que implica respecto del sistema de la poesía argentina; si lo recordamos, esta es la década de la denominada, precisamente, “poesía del cuarenta” donde se destaca Joaquín Gianuzzi y se elabora un concepto de poesía coloquial y cotidiana, tramando una oralidad urbana e íntima con marcas de un realismo impregnado de restos tardorrománticos. Como decía anteriormente, Juan L. Ortiz, lejos de entablar discusiones y debates acalorados, lejos de ansiedades por delimitar y disputar territorios, va a construir un singular trazo poético, siguiendo la estela de una sutil percepción, deliberadamente morosa. El poema “Si, el nocturno en pleno día.” que cito a continuación, reúne los elementos que mencionaba:

Qué reposante

la sombra, el baño de la sombra.

Algunos brillos, algunas florescencias. Y ah,

reencontrar el centro de relación. Delicias

de las flores submarinas, frágiles delicias.

La noche íntima está llena del mundo. En la primera

capa del reposo, sólo. Acaso en la segunda.

La fatiga de la luz y del ruido, sonríe, sí, al silencio iluminado

apenas, muy apenas de un pálido cielo abisal.

Silencio, silencio, sombra y silencio reposantes y ah, indispensables.

El nocturno delicado para oír nuestro silencio y el silencio

del mundo, curvados sobre la sombra opaca, sin reflejos mezquinos o/ complacientes (Ortiz, 1996: 277).

El poema dice una presencia impalpable, no en un gnóstico más allá, sino aquí y ahora, en el instante presente. Y ahí es donde reside el misterio más grande, el secreto a voces que no encierra enigmas para resolver o descifrar. En este caso, las interjecciones suaves aproximan la impresión incierta, los estados variables de la conciencia. Se trata de una intelección sensible para captar la cofradía paradójica de las criaturas que en su convivencia prodigan combinaciones de matices y sonidos. Si la escritura de Ortiz es hermética, lo es en este sentido, en el de la paradójica visión que recurre a la imagen que alterna con efectos de objetos contrarios: luz y día, sombra y brillo. Pero también vida y muerte, un más acá de la extrañeza que reclama la iniciación renovada en los auspicios de cada aurora.

El “hermetismo” del poeta es aquí fulgor sutil, donde sus comillas sugieren también detención, suspensión y tenuidad: ver lo que me rodea en la sucesión de los días como algo verdaderamente nuevo. Ese es el movimiento para capturar el discurrir del instante presente, moldeando la captura molecular del centro, de lo uno integral, en la textura de los elementos olvidados. El contraste es amparo y alivio, algo previo y anterior a la naturaleza del mundo y de la humanidad: “en sus primeras zonas. Porque en cuanto descendemos más nos/ sorprende el grito de la vida./ La vida grita, hermanos, en lo profundo del mundo y de nosotros mismos” (Ortiz, 1996: 277). Ya el poema “Villaguay” del libro La mano infinita, publicado originalmente en 1951, sigue en la senda del lenguaje que busca expandir sensaciones e imágenes a partir de zonas de condensación; el contrapunto musical en la estela del impresionismo de Debussy, que se compone con un juego de variaciones entre sinécdoque y metonimia; es decir, letra y guarismo coinciden (otra vez la coincidencia o el sentido del azar) para afirmar el todo, la cifra del infinito; allí donde el lenguaje hilvana las frases como punto y número suspendido para que cada verso trace la huella, luminosa pero también a medio borrar, del recuerdo.

¿Dónde está mi corazón, al fin?

Ah, mi corazón está en todo.

En las vidas más increíbles, próximas y lejanas.

Está en las más hermanas de aquí y de allá, caídas o incorporadas

sobre sí mismas, en el límite del martirio, con la sonrisa de la fe.

En todo, mis amigos.

En los finos tallos que tiemblan al anochecer

en una apenas blanca luz que va a morir, medio desamparada:

¿qué presentimientos los de las maduras hierbas altas?

Está en todo mi corazón pero allí estuvo también mi infancia (Ortiz, 1996: 406)4.

La demora como necesidad que asume la experiencia poética se connota en la adjetivación precedida por adverbios; el silencio y la intimidad residen en los “lazos invisibles” que unen al yo que enuncia con “criaturas de luz”. Ese mismo desamparo pleno e inicial es el que entabla conexiones suspendidas con el pasado vuelto presente, inmediato en el subir de la palabra a la superficie: “Allí las primeras heridas de la crueldad inútil/ que aún me sangran la adhesión a los amiguitos inocentes” (Ortiz, 1996: 406). Los silencios no están solamente en las elipsis semánticas, sino también en las digresiones intersticiales que dan continuidad a los nombres, las imágenes, los afectos. Entonces, los blancos que interfieren esa suerte de estrofas irregulares (intermitente contrapunto entre armonía y abismo, entre extensión y brevedad) delinean el destello revelado con sigilo para dar cuenta de la totalidad de la vida; el posesivo “mi infancia” desaloja del mutismo un fragmento del pasado. Así, también las contingencias de los instantes suman, en “Villaguay”, redes de historias plenas, entrevistas en detalles o percibidas en cuadros mínimos. Esa es la escena donde la escritura repone al espacio en el lugar de la infancia. Si nos detenemos en la reticencia de Juanele para la abstracción, quizá haya que insistir sobre su frágil obstinación por preservar su poesía de la comunicación directa, general, denotativa y conceptual. Porque en esos versos que dicen, mirando, el matiz abisal, las dulzuras quietas del crepúsculo, “los ranchos, al regreso” (Ortiz, 1996: 406) se anudan a una nueva niñez, imantando un anhelo por volver a un tiempo no aparecido aún. Es el retorno a lo que todavía no tuvo lugar, noción que implica sin duda una paradoja: “o una muy ancha, anchísima amistad vuelta esta vez hacia una/ niñez aún no nacida” (Ortiz, 1996: 406). El hoy repara la impresión del dolor grabado en forma de cicatriz. Y el presente me devuelve, con la gracia de un don, la promesa feliz del pasado. Acontecido tan solo en pasaje hacia una inminencia. Aquí el pretérito no garantiza el momento actual, sino que el tiempo implica una parábola inversa y desviada: la de una antigua inocencia, fruto nuevo en el rescoldo del infinito y la eternidad. Como en las estaciones del año que marcan la espera ritual de Juanele, la figura es el retorno perpetuo del nacimiento, cuyos brotes nuevos contienen la estela perdida de un adn, la marca prendida del tiempo inmemorial. Tal vez esta sea una de las razones por las que se habla, con frecuencia, de una escritura mística, lo que entiendo como comunión misteriosa, muda (otra vez, silenciosa) con las cosas; sabiduría de evitar, en el tránsito por aprehender el lenguaje de la naturaleza cósmica, la exigencia perentoria e imperativa de la representación inequívocamente referencial.

Bibliografía

Fuentes

Ortiz, Juan Laurentino (1996), Obra completa, Santa Fe, UNL.

Bibliografía consultada

Agamben, Giorgio (2001), Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

Carrera, Arturo (1993), Nacen los otros, Rosario, Beatriz Viterbo.

Didi Huberman, Georges (1997), Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Manantial.

----- (2011), Ante el tiempo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

Kamenszain, Tamara (2000), “Juan L. Ortiz: la lírica entre comillas”, en Historias de amor (y otros ensayos sobre poesía), Buenos Aires, Paidós, pp. 181-187.

Saer, Juan José (1991), “Primavera”, en El río sin orillas, Buenos Aires, Alianza, pp. 207-250.

Urondo, Francisco (4 de julio de 1971), “Juan L. Ortiz: el poeta que ignoraron”, La Opinión, p. 4.

Veiravé, Alfredo (1984), Juan L. Ortiz. La experiencia poética, Buenos Aires, Ediciones Carlos Lohlé.


1 La cita corresponde al poema “No te detengas alma sobre el borde”, del libro El aire conmovido publicado originalmente en 1949.

2 El poema “Villaguay”, del libro La mano infinita (1951), comienza con la expresa interpelación de los afectos, los amigos. La apertura del “corazón” y la disposición del oído y de los ojos, señalan la entrega sin concesiones a un tiempo que le otorga el don más preciado: percibir el crecimiento de los finos tallos cerca del río, o la luz que atempera su matiz hacia el anochecer. Pero el instante consagrado a la propia sensación, remite y a su vez procede del recuerdo inscripto en una totalidad metonímica: la infancia. Es allí donde se abre el silencio para que el ritmo de la poesía tome el sentido de una demora que permite captar el perfume de los jazmines que reenvían de inmediato, a las fechas escolares y a la historia de una comunidad.

3 El poema mencionado es “Sí, las rosas”, del libro El alba sube (1933-1937). Así como las palabras entrecomilladas funcionan como estrategias de distanciamiento irónico (otra manera de suscribir a la vacilación y la incertidumbre de lo sensible), la afirmación contundente del título registra el contraste sensitivo y perceptual que se despliega a lo largo del poema.

4 Las citas y menciones en este punto corresponden a “Villaguay” (ver nota anterior). Desde los nombres evocados en los amigos de la niñez, al misterio pausado en la intimidad del arroyo sobre las piedras, la escritura forma la constelación de una imagen-tiempo. La poesía de Ortiz logra así, la simultaneidad entre el presente de la escritura que evoca y el pretérito imperfecto continuado en la memoria incompleta del verso final: el anhelo transparente, imantado, de una amistad anudada hacia “una niñez aún no nacida”.