Un país de espectros. Política y teología en Megafón, o la guerra de Leopoldo Marechal

Rafael Arce*

Cuadernos del Sur - Letras 52 (2022), 57-76, E-ISSN 2362-2970

Este trabajo propone una lectura de Megafón, o la guerra, última novela de Leopoldo Marechal. Considerado el más político de sus relatos, pero también abundante en claves esotéricas y simbología religiosa, Megafón, o la guerra ha sido leída en relación con la coyuntura histórico-política, o bien atendiendo a la simbología esotérico-religiosa. No obstante, estas dos grandes líneas de lectura han permanecido desvinculadas. Este artículo propone resituar la clave teológica en su dimensión política, atendiendo al modo en el que el cristianismo ha sido, en Occidente, un proyecto esencialmente político que, aunque secularizado, ha permanecido como su arcano originario. Atendiendo a esta conexión, se propone una nueva lectura de la novela en la que su concepción metafísica, platónico-agustiana, fundamenta su sentido político.

Palabras clave

ciudad sagrada

neobarroco

peronismo

Fecha de recepción

7 de junio de 2022

Aceptado para su publicación

31 de octubre de 2022

* Instituto de Estudios Críticos en Humanidades (IECH), UNR - CONICET. Correo electrónico: rafael.arce@gmail.com.

Resumen

This work proposes a reading of Megafón, o la guerra, the last novel by Leopoldo Marechal. Considered the most political of his stories, but also abundant in esoteric keys and religious symbols, Megafón, o la guerra has been read in relation to the historical-political situation or according to esoteric-religious symbols. Nevertheless, these two great lines of reading have remained insolate. This article proposes to relocate the theological key in its political dimension, taking into account the way in which Christianity has been, in the West, an essentially political project that, although secularized, has remained its original arcanum. Taking into account this connection, a new reading of the novel is proposed on which its metaphysical, Platonic-Augustian conception bases its political meaning.

Keywords

holy city

neobaroque

peronism

Abstract

Do

57-76

En su biografía de Osvaldo Lamborghini, Ricardo Strafacce recoge la anécdota. Lamborghini había publicado su mítico primer libro, El fiord, en 1969. Su hermano, el poeta peronista Leónidas Lamborghini, le acerca un ejemplar a Leopoldo Marechal, acaso buscando su aprobación. Marechal lo lee y se lo devuelve con un veredicto destinado a hacerse célebre. Así lo cuenta Strafacce: “Aristotélico, tomista y, tal vez, rencoroso, al parecer le dijo a Leónidas que El fiord era perfecto como una esfera. Pero una esfera de mierda” (Strafacce, 2008: 145). Osvaldo Lamborghini, por su parte, difunde el juicio según él lo interpreta: “Es una esfera de mierda, pero es una esfera… perfecta” (Strafacce, 2008: 145).

Dejemos de lado el problema de lo que el escritor haya dicho literalmente. El modo en el que Strafacce narra la historia insinúa una incomprensión o una injusticia por parte de Marechal. Lamborghini mismo, al invertir la valoración de la frase, la tomó como un juicio condenatorio, que es lo más verosímil. Aun así, cabe preguntarse si la expresión, sin alteraciones, no puede ser invertida en el sentido de una transvaloración. ¿Acaso la “esfera de mierda” no es una caracterización precisa de El fiord? ¿No hace referencia la mierda al contenido de la obra, más que a su caracterización formal? Seguramente Leónidas Lamborghini no tuvo dudas, al escucharlo del propio escritor, acerca de la valoración negativa de la expresión. No obstante, eso no impide que Marechal formule una caracterización cabal del relato de Lamborghini y, aunque busque impugnarlo, pueda hacerle un involuntario elogio.

Pero en este famoso juicio hay más. Toda la atención se ha enfocado en la palabra “mierda”, sea para tomarla como una descalificación, sea para invertir su sentido peyorativo, sea, como nosotros, para considerarla en su clave descriptiva. Nadie ha considerado la palabra “esfera”, tan significativa para un escritor afecto a la teología. Pues Marechal no pudo no notar los puntos en común que El fiord tenía con Megafón, o la guerra, de la que es su estricto contemporáneo: el modo alegórico, la violencia política, el vocabulario escatológico, la experiencia peronista, la referencia a la coyuntura y, todavía más sorprendente, el descuartizamiento y la castración de un personaje alegórico1. Menos aún pudo pasar por alto sus notables diferencias: la experiencia de la vanguardia de los sesenta-setenta, en principio ajena a la novela de Marechal, y la factura narrativa (un relato breve y una novela desmesurada. La esfera, entonces, encierra una valoración negativa que no necesariamente se contradice con su abyecta materia. El fiord no podía más que resultarle demasiado redondo, demasiado cerrado en su propia mónada, demasiado perfecto en su brevedad instantánea, demasiado centrado en una densidad poética que contenía el desborde excrementicio. También, desde luego, demasiado equívoco en cuanto a su posicionamiento político.

En contraste, Megafón, o la guerra carece de centro único. Su estructura es la yuxtaposición. Los centros se multiplican, las diez rapsodias podrían haber sido más o menos. El texto de Marechal está hecho de proliferaciones, de desbordes, de manierismos, de hipérboles. No solo narrativamente: también en cuanto a su acumulación doctrinal y su mezcla de referencias literarias, políticas y teológicas. Su desequilibro y su exuberancia constituyen opciones formales. Su figura no es en modo alguno la esfera, sino la elipse.

Esta figura es la que para Severo Sarduy caracteriza la experiencia del primer barroco: el descentramiento que, primero en el sistema ptolemaico y después en el copernicano, produce Kepler al definir el movimiento de los astros como elíptico. El círculo era la figura del mundo medieval, incluso aunque en el centro pongamos, como Copérnico, al Sol y no la Tierra. La desestabilización de la experiencia barroca encuentra su expresión en la elipse: descentramiento que es al mismo tiempo multiplicación de centros (Sarduy, 2013).

Sarduy traza una analogía: la astronomía era al barroco lo que la cosmología es al neobarroco. Mientras la astronomía remitía a movimientos regulados y, en ese sentido, era un saber sobre el espacio, la cosmología incorpora el tiempo al conjeturar un origen, una expansión y un final colapso del universo (Sarduy, 2013). De modo paradójico, la moderna cosmología restituye argumentos a la teología medieval: una creación ex nihilo y un apocalipsis, un “comienzo” y un “final” del espacio-tiempo, entrecomillados porque no habría un “antes” del tiempo como tampoco un “después”. No se comprende por qué, entonces, algunos intérpretes afirman que la preocupación cosmológica es en la obra marechaliana un elemento “antiteológico” (Kröpfl, 2015: 358). José Lezama Lima afirma que el barroco americano, aunque cristiano, se muestra conciliable con la ciencia y con la Ilustración (Lezama Lima, 2017). En efecto, la hiperciencia actual plantea, como nunca, problemas a la teología (Inteligencia Artificial, planes de conquista espacial, proyectos de inmortalidad humana, por dar solo algunos ejemplos), si entendemos por tal no la escolástica medieval, sino las cuestiones filosóficas que conllevan la interrogación por el fundamento extrahumano de la política occidental:

La teología política que en Occidente se funda en el cristianismo hace que ahora ambos dominios estén permanentemente comunicados (…) la secularización de lo divino es el resultado de la deriva mesiánica del cristianismo, y acaso el auténtico suicidio de Dios sea su evacuarse plenamente en el mundo humano hasta identificarse completamente con él al punto que todo devenga indisolublemente parte del sacro poder (Ludueña Romandini, 2010: 121).

Otro de los elementos antiteológicos que señala Ulrike Kröpfl son los motivos heterodoxos de la obra marechaliana, que ella vincula con el esoterismo de ciertos grupos peronistas de los sesenta y setenta. No obstante, lo que pasa por alto Kröpf es que, mito esotérico o mito ortodoxo, la modernidad occidental es en esencia cristiana, y distinguir lo heterodoxo de lo ortodoxo “es simplemente reproducir el discurso heresiológico sin adentrarse en la politicidad común que subyace al proyecto cristiano en su conjunto” (Ludueña Romandini, 2010: 121). Para una obra como la de Marechal, que nosotros no consideramos en modo alguno barroca tout court (cfr. Maturo, 1999: 392), resulta productivo el pensamiento de Sarduy, toda vez que su inscripción en el neobarroco americano otorga otra inflexión a esa “tercera posición” en el sistema de la literatura argentina, equidistante del “clasicismo” borgiano y del realismo o del expresionismo arltiano. Justamente, la analogía en la literatura argentina consistiría en considerar el neobarroco marechaliano como reacción al clasicismo borgiano.

Por otro lado, la lectura religiosa de la novela ha tendido a subrayar la intertextualidad teológica (por ejemplo, Mercado, 2015), mientras que la atención a la coyuntura y la adscripción política del escritor al peronismo han restituido una dimensión a menudo soslayada (Brienza, 2015), dejando de lado el problema teológico, en un gesto asaz necesario: el ostracismo de la obra marechaliana durante décadas de la vida del escritor ha sido isomorfo de la postergación de la lectura política, concretamente peronista. La separación entre lo terreno y lo celeste, planteada por las dos batallas de Megafón, habilita considerar por separado lo material-político-histórico y lo espiritual-metafísico-religioso (Navascués, 1992) O, también, se pueden esquematizar las lecturas dividiéndolas entre las que atienden a lo político y las que operan de modo simbólico (Calabrese, 2017). No obstante, esa “tercera posición”, tal como lo señaló Carlos Gamerro, puede entenderse como la conciliación armónica de lo que solo a posteriori se presenta como separado. Dicho de otro modo, ahí donde nos acostumbramos (en gran parte con Borges y en gran parte con la teoría literaria francesa) a pensar por dicotomías, la obra de Marechal ha propuesto más bien tríadas (Gamerro, 2015).

Esta forma presupone una síntesis ulterior de lo que en la oposición dicotómica aparece como separado, una conciliación o una armonía de los opuestos. El pensamiento trinitario, que en esta obra es deudor de la teología medieval, encuentra en el fenómeno peronista su correlato coyuntural. El ideal peronista de la tercera posición, equidistante del capitalismo y del marxismo, coincide con esta conciliación de los opuestos (Pérez, 2014). La posibilidad de establecer esta correlación la detectó tempranamente David Viñas (1971), aunque más no fuera para impugnarla desde una perspectiva marxista.

Contra las afirmaciones de algunos críticos (por ejemplo, Shaw, 1982), Graciela Maturo considera que la tercera novela de Marechal no es inferior a las otras dos. Nosotros pensamos lo contrario, coincidiendo con quienes ya lo han señalado: Megafón, o la guerra no está a la altura de Adán Buenosayres y de El banquete de Severo Arcángelo. Ahora bien, este juicio no puede estar separado de una lectura de la novela y una consideración de su lugar en la trilogía. Mariela Blanco ha relacionado las tres novelas con tres momentos del peronismo. En este sentido, es sintomático que la última involucre cuestiones como el mesianismo religioso y la espera del retorno del líder. Si, como también ha sido afirmado, Megafón, o la guerra es la más política de sus novelas (González, 2017; Calabrese, 2017), no es sorprendente que se resienta la calidad. El arte neobarroco tiende a lo informe, lo desmesurado, lo desequilibrado. Constituye la refacción de una experiencia epocal de crisis. Tal vez pueda afirmarse que se trata de la más experimental de las novelas de Marechal y que su desatención a parámetros estéticos de lo armónico-bello la hace, a pesar de todo2, una apuesta que sintoniza, sin ser programática, con la vanguardia de la que es contemporánea3. En este sentido, puede decirse que la modernidad (Calabrese, 2017) o “ultramodernidad” (Hammerschmidt, 2018) de la obra marechaliana, omnívora de las textualidades más heterogéneas, incorpora la desmesura neobarroca como uno más de sus avatares.

Ahora bien, ¿qué se entiende por político cuando se afirma que esta novela lo es más que las otras dos? Simplemente, que la coyuntura es más legible y que lo que antes era alegórico o alusivo, en Megafón, o la guerra tiene nombre, tiempo y lugar, como Perón, Evita, Juan José Valle, los fusilamientos de José León Suárez, ١٩٥٥, ١٩٥٦ y ١٩٦٩, además de las transparentes alusiones a Pedro Aramburu y a Álvaro Alsogaray (Coulson, 1971). Se la ha leído incluso como una novela visionaria que presagia no solo la ejecución de Aramburu a manos de Montoneros, sino también toda la violencia política de los setenta, incluida la dictadura cívico militar, cuya figura alegórica podría ser la de Megafón desmembrado al final de la novela, como la patria despedazada (Calabrese, 2017; Lojo, 2017).

Esta lectura parece favorecida sobre todo por la mirada retrospectiva. Pues lo más llamativo de la novela es justamente la ausencia de violencia, la apelación a la toma de conciencia, el enfrentamiento argumentativo, la confrontación de ideas, apoyados en su estructura de farsa teatral. A menos que se tome la guerra en un sentido simbólico (Mercado, 2016; González, 2017). Pero nuestra lectura evitará el recurso al símbolo, por ser parte de lo programático y de las intenciones del escritor. Como lo señaló Martín Kohan (2014), si hay algo que no lleva adelante Megafón es la guerra, si hay algo ausente de sus gestos es la violencia. Más todavía: el humor sagrado marechaliano, que puede resultar disonante en su novela más política, es una irrisión de la polis profana, una sátira de la práctica de gobierno que se ha desvinculado de su arcano originario (mientras en su primera novela predominaba la parodia, el peso de la coyuntura hace que en esta predomine la sátira). Pues si, como reza la célebre fórmula, la guerra es la continuación de la política por otros medios, la falta de una es correlativa de la ausencia de la otra.

Megafón, o la guerra es un diagnóstico acerca de la carencia de política, una experiencia de su ausencia y, si es visionaria, lo es en la medida en que presiente un futuro en el que la política desaparecerá (tal vez ese tiempo ya ha llegado). Esta crisis, que atiende a la coyuntura pero que la rebasa, es la consecuencia del olvido de su fundamento teológico. Lo que Marechal tiene claro es que la política occidental es teología política, y este presupuesto permite dirigirle al arte neobarroco algunas preguntas respecto de su presunto carácter “revolucionario” (Sarduy, 2013: 426).

Ahora bien, es cierto que ambos discursos, el cristiano y el peronista, impregnan la novela a tal punto que las lecturas críticas han consistido en clarificar, optando por una línea, lo que en definitiva está enunciado de modo doctrinal. La conciliación de ambas doctrinas es algo que se ha encargado de llevar a cabo el peronismo mismo, razón por la cual Marechal no tiene ningún inconveniente en darle una figuración literaria a esa armonización. Las doctrinas, además, fundamentan una crítica del presente que, al formularse casi en términos de una novela de tesis, vuelven abrumadoramente subrayadas las intenciones del escritor, por lo que puede muy bien hablarse de “didactismo” (Maturo, 1999: 161) o incluso de lo “panfletario” (Edwards, 2017: 360). Tal claridad se ve compensada por la multiplicación de referencias simbólicas extraídas de los textos más heterogéneos (o heterodoxos), lo que espesa y opaca un relato que de todos modos encuentra, en la forma del diálogo farsesco e incluso del grotesco teatral, las condiciones para expresar ideas previas, atribuibles al escritor, algo que tampoco favorece la polisemia. Megafón, o la guerra oscila entre el hermetismo simbólico, que engendra ese tipo de lectura que necesariamente debe hacer caso omiso del conjunto (por ejemplo, tomarse muy en serio la clave alquímica o la simbología mítico-religiosa, atender a un detalle, seguir uno solo de los “hilos” del abigarrado tejido: Coulson, 1971; García, 2005; Maturo, 2015; Mercado, 2015 y 2016), y lo cristalino de la tesis, que obliga al crítico a la penosa tarea de resumir el argumento y parafrasear los discursos de los asedios (Bravo Herrera, 2004; Romano, 2020) o subrayar esa crítica del presente que a menudo cae en el sentido común.

No obstante, existe una tercera opción, coherente con lo trinitario de la poética marechaliana y con la consabida tercera posición. Esta posibilidad querría atender a lo que, en el programa deliberado de Megafón, o la guerra, podría exceder las intenciones, la seguridad de las doctrinas que fundamentan la obra o la claridad ideológica de los juicios y exámenes de conciencia. Esquemáticamente, las dos batallas de Megafón, la terrestre y la celeste, están fundamentadas en la separación platónica (o neoplatónica) de los dos mundos, el sensible y el inteligible. Más esquemáticamente aún, la clave política peronista se apoya en la batalla terrestre, mientras que la teológica atiende a la celeste, sin desdeñar lo que pueda, de las dos contiendas, aportar a una misma clave.

Ahora bien, oblicua a estas dos líneas, o rebasando los mundos sensible e inteligible, insiste, una y otra vez, aquí y allá, una figuración que convoca todo un imaginario de espectros, fantasmas, sombras, muertos en vida, demonios y criaturas allende el ser. Pues no solamente, en los operativos comando de la batalla terrestre, comparecen una serie de espectros que asedian las conciencias de los responsables, sino que la contemporaneidad misma de la ciudad es la de una necrópolis:

¿Oyó hablar del ectoplasma en que vuelven a materializarse algunas formas ya perimidas? La contrarrevolución de ١٩٥٥ tuvo su ectoplasma, y en él se materializaron por modo fantasmal hombres y cosas que habían muerto en el país (…).

Esos fantasmas reencarnados (…) constituyen ahora la exterioridad visible del país (Marechal, 2017: 15)4.

Si resulta productivo interrogar este y otros pasajes semejantes, es justamente porque parecen ser retóricamente inocentes, en el sentido en que pueden reducirse a un modo de decir. Mas cabe preguntarse si una escritura tan atenta a la separación metafísica de los mundos puede convocar toda una imaginería a-humana solo para ser reducida a una metafórica zombi que meramente juzga a la antigua oligarquía del país y a sus secuaces internos y externos.

Podemos considerar, por el contrario, los espacios de las gestas megafonianas como las dos ciudades de San Agustín: mientras que la ciudad terrena es percibida por el ojo corporal, la ciudad santa es percibida por el ojo del alma. La visión sensible hace a la terrena civitas, mientras que la visión inteligible hace a la sanctae civitas (Prósperi, 2019). Estas dos visiones tienen una larga tradición platónica y neoplatónica en la que abreva la metafísica de la novela, cuyo operativo comando contra el ministro de Economía constituye una reescritura del célebre mito de la caverna de La República de Platón. Para este dualismo metafísico, el ectoplasma, es decir, la encarnación de lo invisible, la materialización de lo ausente, constituye una paradoja ontológica, pues no pertenece ni al orden de lo sensible (el ectoplasma carece de cuerpo, de carne) ni al orden de lo inteligible (el ectoplasma posee una cierta materialidad tenue y está sujeto al cambio).

En Megafón, o la guerra el ectoplasma no es ni un fenómeno psicológico atribuible a la fantasía individual ni una metafórica sobre la patria perimida. Los espectros se manifiestan reales, objetivos, exteriores. Ni sensibles ni inteligibles, pertenecen a una tercera región óntica: la de la imaginación, ese orden justamente expulsado de la metafísica platónico-agustiniana (Prósperi, 2019). Esta tercera dimensión está a cargo del poeta: explica, en gran parte, la función del narrador, que con la crónica de la gesta se ubica más allá del dualismo metafísico megafoniano o, mejor, como un mediador entre las dos regiones ónticas que constituyen el dualismo metafísico.

Los espectros de los malevos y compadritos borgianos, así como la discusión sobre el tango de los antiguos músicos, en la segunda rapsodia, constituyen la experiencia de la supervivencia anacrónica del pasado, en una vuelta de tuerca sobre el criollismo martinfierrista y en deliberada conexión con Adán Buenosayres. En esta segunda incursión a Saavedra que ensayan Megafón y el Narrador, van en busca del pueblo para su causa, pero no lo encuentran. El pueblo no es solo lo que no está, sino también lo que adviene, lo por venir, lo que se espera. Su carácter fantasmal es al mismo tiempo una persistencia y una posibilidad. Además, en el viaje a Saavedra, espacio en el que se realiza el descenso a la oscura ciudad de Cacodelphia en la primera novela, Megafón y el Narrador se encuentran con la puerta del Infierno clausurada. La Saavedra fantasmal guarda en su espacio subterráneo la presencia de lo demoníaco, que estará todo el tiempo acechando los operativos comando, así como la misma residencia del héroe.

En la conversación con los dos malevos, no deja de ser significativa la exactitud aristotélica con la que se describen los fantasmas, pues estos son fosforescentes, el color que el Estagirita les atribuye (Prósperi, 2019). La fosforescencia es una paradoja óptica: se vuelve visible solamente en la oscuridad, siendo la falta de luz lo que la ilumina. Los mismos compadritos se expresan con justeza acerca de la condición ontológica de los espectros, que no pertenecen ni al ser ni a la nada: “—No somos nada —filosofa el pesado. / —No somos ‘casi’ nada —lo corrige Flores” (Marechal, 2017: 66). Este “casi” designa el estatuto extra-ontológico del espectro.

Durante el asedio al intendente, la aparición del fantasma de Juan de Garay se vincula con la consideración sobre el emplazamiento de los edificios institucionales en torno a la Plaza de Mayo, es decir, con el centro político de la ciudad terrestre. Tal como la consideran Megafón y sus laderos, las modificaciones que se introducirían, atentos al ideal de la ciudad celeste, coinciden con la disposición de la ciudad sagrada. La invocación al espectro de Garay es una apelación a la fundación en lo que esta tuvo de adecuación al ideal de la ciudad sagrada en su proyecto: Ciudad de la Trinidad y Santa María del Puerto de Buenos Aires quedó reducida a Buenos Aires, y los que debieron llamarse “trinitarios” hoy se llaman “porteños”. Como en el trazado de los edificios de gobierno, en el que el Banco Central flanquea la Casa de Gobierno, el devenir de la ciudad profana ha reducido su trinidad a la unicidad económica encarnada en el puerto.

En todos los operativos comando el juicio de conciencia apelará a un pasado mítico fuente de historicidad, considerando que hubo cada vez una posibilidad que permaneció como tal en detrimento de otra. Incluso los Estados Unidos, en el operativo comando al embajador, pudieron haber tenido otra historia, si hubieran tomado un camino diferente: si hubieran elegido el romanticismo oscuro de Edgar Allan Poe y no la democracia liberal de Walt Whitman.

Como ha sido señalado, la valoración de la tradición hispánica, impugnada por el romanticismo ilustrado de los textos fundantes de la literatura argentina y soslayada por las francofilia y anglofilia de las élites culturales de comienzos del siglo XX, es común al catolicismo argentino y al peronismo (Buchrucker, 1983). En el itinerario de Marechal, la recuperación de la tradición hispánica deja su impronta en las décadas del 30 y del 40, aunque su importancia disminuye en su última novela (Navascués, 2020). Ahora bien, el juicio a la contemporaneidad de la novela tiene un tinte conservador, decididamente barroco. No obstante, la minuciosidad de los exámenes previene de interpretaciones reaccionarias. En el asedio al intendente, el ordenanza Muñeira, español recalcitrante, ortodoxo, defiende un discurso directamente restaurador, representando lo más polémico de la institución eclesiástica, la Inquisición. Este contraste matiza la apelación problemática al fundador de Buenos Aires, en el sentido en que de su controvertida figura se vindican los ideales vertidos en el acta de fundación de la ciudad.

En cada operativo comando el juicio recae en una desviación del ideal, es decir, en una desvinculación de lo terrestre y de lo celeste. En la invasión al Gran Oligarca, el examen de conciencia a la clase social no desvaloriza, no obstante, la acción civilizatoria de los padres de la patria del siglo XIX: “En la penumbra del salón que había intensificado ya un anochecer triunfante, cierta lamparilla oculta iluminó un gran retrato al óleo, el primero de una serie cuyos rostros fantasmales borroneaba la oscuridad” (Marechal, 2017: 147). La descripción de los retratos, cuya posesión certifica el linaje patricio, abre un ambiente onírico en el que los espectros de generales, capitanes y coroneles testimonian las hazañas épicas que construyeron el país: “Entonces el vacío existencial en que se definía el gran salón museo de los Igarzábal pareció llenarse con la muerta sonoridad que nos restituía el tiempo y los semblantes abolidos que nos reintegraba el espacio” (Marechal, 2017: 147). Pero el fin de la guerra es, también, el fin del ideal. De nuevo, lo que se echa de menos es la posibilidad no realizada. El Patriciado, constructor de un país, se opone como ideal a la Oligarquía, destructora. Un Patriciado “sabe conducir al pueblo según el orden terrestre y el celeste” (Marechal, 2017: 152). Más todavía: una Aristocracia puede surgir de un Patriciado, pero no de una Oligarquía.

Desde luego, esta Aristocracia no tiene nada que ver con una referencia monárquica, sino que constituye el grupo dirigente de la república platónica: “la Aristocracia no se define por la virtud externa del poder y el dinero, sino por algunas virtudes interiores que ustedes habían extraviado en la gran deserción” (Marechal, 2017: 153). Como en la valoración del conquistador español, esta apelación a la aristocracia puede parecer extemporánea. El sirviente de Martín Igarzábal es el pampa Casiano III, aculturado, grotesco personaje que habla francés y oficia de guía de museo. Los antepasados del Gran Oligarca fueron generales, capitanes y coroneles que supieron “transmutar una geografía en una historia” (Marechal, 2017: 149). La geografía incluye, sarmientinamente (y la alusión al Facundo para retomar la imagen del territorio como escenario y el hombre civilizado como actor lo deja muy claro), a los indios: la civilización implica la salida del estado de naturaleza y el inicio de la Historia. La voz de Gregoria Igarzábal, única hija que se queda en la pampa luego de la conquista, distingue muy claramente entre las muertes: “Mi padre ha fundado un imperio en el sur (…): lo fundó sobre las tumbas de soldados y osamentas de infieles que nadie bendijo” (Marechal, 2017: 150). El museo del Gran Oligarca cobra vida y las voces que se alternan son la de los muertos patrios, aunque se pide la salvación para todos, fieles e infieles: “Padre celestial, concédeles en descanso eterno al coronel Igarzábal, a sus milicos gauchos, a los caciques ranqueles y a los guerreros pampas” (149). Este ecumenismo redentor de todos los guerreros, que soslaya el exterminio de la Campaña del Desierto, no deja de ser significativo.

En el final del asedio, Megafón deja claro que no hay guerra, ni literal ni metafórica: “Hay, pues, dos Argentinas en sucesión y no en real enfrentamiento” (Marechal, 2017: 158). Los argentinos finales, los fantasmas o muertos-vivos, no saben que su tiempo ya pasó. En la visita a la casa patricia de San Isidro, el Gran Oligarca dormita en su sillón y durante el diálogo parece no terminar nunca de salir de su estado de ensueño. Antes de la despedida, en la que Megafón se niega a juzgarlo, el pampa Casiano III enciende tres velas en un candelabro, una “fúnebre luz” (159) a la que el héroe arropa al Gran Oligarca: “lo cubrió enteramente con el poncho pampa tal como si lo abrigase con la tierra de los muertos” (Marechal, 2017: 159). Por supuesto que Martín Igarzábal era un muerto vivo ya cuando habían entrado a la mansión de San Isidro: “Me tendió una mano convencional, huesuda y a la vez flácida como un fragmento de anatomía en descomposición” (Marechal, 2017: 144). El ensueño perenne en el que se abisma también pertenece a esa región óntica indecidible, porque ni percibe el mundo físico (“Los turistas no lo incomodan” aclara Casiano III) ni participa del metafísico, solo accesible al místico y al poeta, que para Marechal son lo mismo:

Yo era un adolescente poeta y me negué a recibir tu dedo: si aquella pampa del sur era tuya en lo físico, ya era mía en lo poético y lo metafísico; y es un amo absoluto el que posee las cosas en sus esencias (Marechal, 2017: 144).

La tropología óptica de la novela, coherente con los dos tipos de visión agustiniana, distingue una luz física y una metafísica. Lo que escapa a este dualismo es la sombra, no como ausencia de luz, sino más bien como luz difusa o artificial, luz nocturna, como la lunar. Para hablar del mundo físico, el narrador alude a dos tipos de espacios según la iluminación:

Yo tenía dieciséis años y estaba descubriendo la pampa en su hermosura ontológica o en su “cono de luz”. No sabía que la Patria tenía igualmente un “cono de sombra”, ni que don Martín ya entraba con ella en otro de sus crepúsculos ineluctables (Marechal, 2017: 142).

Estos dos conos se reiteran a lo largo de la novela. Aunque se puedan prestar a la metáfora, lo cierto es que la sombra es un espacio de luz difusa o penumbra en el que los espectros se dejan entrever o escuchar: es la media luz de los espacios cerrados como la casa de San Isidro (el asalto termina en el crepúsculo) o el sótano-caverna del ministro Salsamendi. A esta tropología le corresponde una topología: las dos Buenos Aires del asalto al intendente son isomorfas de las dos Pampas en el asedio al Oligarca. Ese joven poeta que interpela al hacendado es un hijo de inmigrantes: el linaje no le otorga al patricio ninguna preeminencia en la habitación de la pampa como espacio metafísico. El suelo argentino posee una preeminencia respecto de su habitante, cuya posesión poética consiste justamente en la aceptación humilde de esa anterioridad.

Esta metafísica de la pampa podría estar evocando el pensamiento de Raúl Scalabrini Ortiz, lo que ya ha sido señalado en relación con su primera novela (Viñas, 1971): el “Hombre de Corrientes y Esmeralda”, el porteño, conjuga y mixtura en sí mismo el crisol de razas europeo y se reconoce, en última instancia, no como europeo en el exilio, sino como hijo de su suelo. Es lo que Scalabrini Ortiz (1986) llama “espíritu de la tierra”. Buenos Aires necesita la interpelación metafísica de la pampa: las orillas de Borges son en Megafón, o la guerra los baldíos de José León Suárez. En palabras del héroe: “Hace tres días recorrí ese basural amontonado en la llanura de Buenos Aires y le aseguro que la pampa lloraba” (Marechal, 2017: 14). Asimismo, tiene ecos de Scalabrini Ortiz el periplo previo de Megafón por las provincias argentinas, en el cual el porteño sintetiza la esencia de la patria. En el asedio al Gran Oligarca, esa confusión de voces que emanan del museo evocaría el espíritu de la tierra que conjuga esa pampa geológica antiquísima con el hombre moderno, fatalmente citadino y, en consecuencia, civilizado.

Los espectros y los demonios testimonian un dislocamiento de la temporalidad, pues la Historia, como devenir lineal para el cristianismo, no puede separarse de la atención al ideal de la ciudad celeste. La separación de las dos ciudades solo encuentra su consumación en el Fin de los Tiempos, después del Juicio. Por el contrario, la Historia es la coexistencia y la contaminación de las dos ciudades: “la tensión que dinamiza su devenir” (Prósperi, 2018: 151). De manera que en la Buenos Aires de Megafón la Historia está suspendida, porque las dos ciudades se han disociado. El tiempo del espectro es el no-aún y el no-ya, lo que adviene y lo que persiste. La concepción cíclica del tiempo, analizada de modos diversos por la crítica, podría suponerse contraria a la linealidad, la gran invención del cristianismo contra la concepción antigua. En Marechal coexisten textualidades no siempre conciliables, y tal vez no se necesite resolver las inconsistencias.

No obstante, en esta novela, la experiencia cíclica del tiempo parece un mal de la patria argentina. Cada personaje alegórico asediado representa también un momento de interrupción de la historia que repite una misma defección. Las Edades no van más allá de la fundación mítica de Buenos Aires, así como de la conquista geográfica de la patria. El tiempo cíclico es una corrupción de la Historia, y la contemporaneidad de la novela tramita la experiencia histórica del mismo desquicio temporal que se repite una y otra vez:

Una de mis advertencias añade a la concepción del mundo que utilizó el Autodidacto de Villa Crespo: entendía él que los conflictos del hombre no son muchos en lo esencial y que se repiten a través de las edades con el mismo común denominador pero con diferente numeradores encarnados en los mismos paladines, ángeles o demonios, aunque bajo formas distintas y muchas veces despistantes en su modernidad (Marechal, 2017: 24-25).

De ahí las dos formas de la catástrofe que anuncia proféticamente Samuel Tesler:

Un cataclismo a media barba (…) es el que, al abatirse contra una humanidad, no le hace perder sin embargo la memoria de su anterior existencia. Por ejemplo, la invasión de Atila. Y un cataclismo con toda la barba es el que destruye a una humanidad hasta el punto de que los sobrevivientes olvidan lo pasado y cortan así el hilo de su continuidad histórica (Marechal, 2017: 136).

Pareciera que el país de Megafón asiste al primer tipo de cataclismo, puesto que guarda la memoria de su existencia anterior, esa “edad dorada” que es la infancia del narrador y la infancia de la Patria, pero que también alude al primer peronismo. El problema es el tiempo de la historia: la amenaza de un “cataclismo con toda la barba”, la ruptura definitiva de la historicidad. Pero la memoria no es meramente subjetiva: el retorno de los espectros es la insistencia cíclica de lo ya perimido, la memoria de la ciudad y de la pampa. El mal de la Argentina es el regreso periódico de los mismos muertos-vivos, un “karma nacional lleno de fatalidades” (Marechal, 2017: 203). La idea de karma acentúa esta nacionalización del tiempo cíclico o, tal vez, la paradoja de su historicidad.

La topología de la Patria (Ciudad, Pampa), al no tener como ideal la ciudad celeste, tampoco puede considerarse propiamente terrestre: de ahí su carácter espectral, en el que coexisten los zombis con los fantasmas, los cadáveres de la historia con los acechos demoníacos, las amenazas oscuras del porvenir y el tamiz mesiánico de la aventura. No solo no hay guerra ni política (en el sentido en que no hay “real enfrentamiento”), tampoco hay Historia porque falta justamente esa tensión entre las dos ciudades. En el asalto al general González Cabezón, se desdeña la concepción del llamado “padre de la historiografía”, Herodoto y, sin nombrarlo, se alude en contraposición a San Agustín, “primer filósofo de la historia”: “Contra lo que opina Herodoto, la historia no es una ciencia de pelarse el culo. Si usted cayera en ese error, se quedaría sin historia y con el culo pelado” (Marechal, 2017: 195). Recuérdese que Herodoto habla de los ciclos de la historia, mientras que Agustín es considerado el padre de la filosofía política. Ante la pregunta del general al dúo Barrantes-Barroso de si se trata de dos historiadores, el exmayor Aníbal Troiani aclara que son “dos filósofos de la Historia” (Marechal, 2017: 196); pues la ciencia de la historia, sin filosofía, no puede ser más que Historia Oficial: “En ese caso diré que la Historia no es una ciencia: es el arte de mostrar una cara limpia y esconder un culo siniestro” (Marechal, 2017: 196). Como queda claro en el asedio al Gran Oligarca, tampoco el Revisionismo es una solución: ante el general, Megafón y sus secuaces se presentan como los críticos de la Historia, es decir, como sus filósofos.

La crítica se enfoca entonces en la des-historización que implica la traición al ideal: el Soldado ha degradado en militar, técnico de armas, especialista en masacres. De nuevo, no se responsabiliza al sujeto, sino más bien al entramado histórico-social que convirtió al Soldado (defensor de la Patria y de la Nación), primero, en mero vigilante de una geografía (mero “bombero”, controlador de un territorio que no tiene en cuenta los actores históricos) y, después, en conservador del sistema económico-social que inventó un “enemigo interior” y provocó una matanza fratricida. De ahí que los espectros del general sean las Furias o Euménides, transmutadas en Plañideras Folklóricas, es decir, argentinizadas: las diosas antiguas de la mitología griega vengaban los crímenes de sangre entre miembros de una familia. El general González Cabezón no las ve, las escucha. Lo que puede ver son los espectros de los asesinados en José León Suárez, especialmente el general Juan José Valle, y el de Eva Perón, que se le aparece por la profanación de su cadáver. Desde luego, la “deshonra de las armas” que se juzga aquí ubica al mismo general en el ámbito de lo espectral, es decir, ni en el mundo terrenal ni en el transmundo:

Geométricamente hablando, es un ser inestable y fantasmagórico. El general González Cabezón ha vivido en esa fantasmagoría, y expulsado ahora, se deberá someter a la vertical de los jueces y a la horizontal de los muertos (Marechal, 2017: 199-200).

Lo oblicuo es el espacio ontológico que escapa a lo sensible (horizontal) y a lo inteligible (vertical). La esencia de cualquier cosa se encuentra en la adecuación entre el ideal (vertical) y la manifestación concreta (horizontal). Esta topología del universo medieval, siempre estructurante en la escritura marechaliana, encuentra en esta novela una abundancia de esquemas y de ilustraciones que compensa su horizontalidad (la “elipse” de la que hablábamos más arriba): la batalla terrestre llevará muchas más rapsodias que la batalla celeste, cuya figuración alegórica se concentra en el caracol de Venus del desenlace. Pero esta misma distinción es esquemática y pertenece a la historia narrada: para una lectura que atienda al dualismo metafísico y a la tentativa de una síntesis que armonice lo separado, la batalla terrestre es también celeste y viceversa. Incluso puede arriesgarse que, en consonancia con la omnipresente ironía del texto, y a pesar de afirmaciones al respecto (por ejemplo, Navascués 1992: 329), la terrestre es la verdadera batalla celeste, pues es la que implica el intento de sutura metafísica y la emergencia de lo espectral como síntoma del desacople o desligazón onto-política.

No puede separarse, entonces, lo histórico-político de lo metafísico-teológico, pues lo histórico es para Marechal el anudamiento de lo espiritual y lo material. Por el contrario, quienes deshistorizan son los “boludos materialistas” (Marechal, 2017: 347), y el verdadero materialismo (el verdadero enemigo) es, no el dialéctico del comunismo, sino el que se ha disimulado como tal: el capitalismo liberal. La abstracción monetaria de las sociedades modernas constituye la transformación de lo más concreto (los bienes materiales) en abstracto (el número): “como si derrotase al tiempo y al espacio en una suerte de clisé inmóvil, se transformó en el Creso abstracto de la fábula, intemporal como su mito y sin localización fija como su historia” (Marechal, 2017: 242).

El rey Creso de Libia, sobre los que escribieron, entre otros, Herodoto y Plutarco, fue presuntamente el hombre más rico de su época y el mito lo señala como el inventor de la acuñación de monedas. En la biopsia al Estúpido Creso, operativo comando que tiene como objeto al ministro de Economía Salsamendi Leuman, la fábula se actualiza en términos de materialismo histórico: lo que inventa el moderno Rico es el reemplazo del metálico (al fin y al cabo material, aunque mero representante del bien real) por el papel moneda, pura convención sin valor concreto. La gran astucia de Creso es haber transformado una filosofía (el materialismo histórico, que el Rico Absoluto inventó mucho antes del marxismo) en religión pagana universal: el culto al dinero, el capitalismo liberal. En la escena de la autopsia, en la que se parodia la última cena, un loro llamado Nick Dólar viva a Perón y hostiga al ministro, mientras el Espectro Marxista lo fustiga desde un rincón oscuro. Contra el marxismo de su época, Marechal opone simplemente la prédica teológica, pues no hay política sin creencia: el materialismo marxista es no solo ateo, sino, lo que es peor, dialéctico, esto es, racional, razonable. Mucho más astuto, el capitalismo liberal se ha vuelto invisible, esto es, metafísico: ha inventado una creencia en una época esencialmente incrédula y secular, ha apelado a la adhesión sin razón y a la fe sin materialidad concreta.

Cuando se dice que esta novela es la más política de Marechal, también puede decirse que es la más terrenal: su desbalance estructural parece la consecuencia de un compromiso previo con reiterar esa estructura tan equilibrada de Adán Buenosayres. Es como si la demanda coyuntural redujera la figuración novelesca del mundo inteligible y aumentara la importancia de la batalla terrestre que, no obstante, se da en términos de un diagnóstico sobre el apartamiento histórico de la patria de la esencia de la nación argentina. En este sentido, tal vez pueda incluirse a Megafón, o la guerra no solo en la tradición de la novela argentina, sino también en la del ensayo de interpretación nacional (Montaldo, 1988), pues así como esa tradición recurre a la especulación ficcional y a la trama narrativa (Sarmiento, Scalabrini Ortiz, Eduardo Mallea, Martínez Estrada, Bernardo Canal Feijóo), la novela de Marechal apela a la argumentación bajo la forma de la dramatización. No es casual que Megafón, o la guerra resulte más elocuente como radiografía teológica de la Argentina post primer peronismo que como gesta o aventura novelesca, metafísica o terrenal. En efecto, en la tradición del ensayo de interpretación nacional el examen del “ser nacional” ubica al habitante en una geografía y en una historia.

De ahí, como ya ha sido señalado, la expansión de la imaginación territorial de esta novela en contraste con las anteriores, no solo en relación con lo pampeano y lo federal, sino también en cuanto a la multiplicación de espacios geográfico-sociales de la ciudad de Buenos Aires. Por supuesto, esta reapropiación del ensayo de interpretación nacional, que no rehúye la confrontación (como en las claras polémicas con Facundo o las apoyaturas en El hombre que está solo y espera), tampoco declina sus momentos paródicos, como el determinismo telúrico-geográfico de Sarmiento o Martínez Estrada:

—Si don Pedro de Mendoza y su matraca de galeón hubiesen navegado tres días más, Buenos Aires no se hubiese fundado frente a este río insalubre, sino en Mar del Plata.

—Pichón, ¿y con qué beneficios?

—Veraneo gratis —enumeró Barroso—, merluza fresca y sin recargos de flete, salitre y yodo en los pulmones, y un contorno vivo de preciosas muchachas en bikini.

—¿Y a qué atribuyes, hijo, esa desidia en la fundación?

—A la tradicional siesta española —se dolió Barroso—. ¡Tres días más y hubiéramos tenido la ruleta en casa! (Marechal, 2017: 110).

Para la teología medieval, las figuras de Cristo y del Anticristo operan respectivamente como suturador y como deshacedor de los mundos físico y metafísico. En la ciudad de Megafón, sin Cristo, acechan fuerzas demoníacas en las que se manifiesta el Otro, el Maligno. Esto es, la ciudad espectral es la consecuencia de la falta de unión entre lo terreno y lo celeste, la fractura que significa lo demoníaco:

Cristo asegura la presencia suturando lo divino con lo humano, funcionando como imagen consubstancial o arquetípica del Padre. Al zurcir las dos regiones de la onto-teo-logía, Cristo consuma la Ley y abre el horizonte de operatividad humana, redime el mundo, es decir, lo dispone a la presencia, lo funda como locus politicus. Este movimiento de costura se inscribe en el marco escatológico propio del cristianismo. A diferencia de Cristo, el gran suturador o el “íntimo médico” según la expresión de Agustín (cfr. Confessiones, X, III, 4), el Anticristo deslinda las dos regiones de la metafísica, separa lo humano de lo divino y abre una fisura o una deshiscencia entre ambos niveles (Prósperi, 2021: 30-31).

Una ciudad sagrada, como la que pretende la gesta megafoniana, sería una ciudad sin entes paradójicos, sin manifestaciones en el borde del ser y del no ser. La Buenos Aires asediada es la ciudad profana en la que la política se ha desenlazado de su arcano teológico. La espera mesiánica implica el retorno del líder, pero lo rebasa en un sentido irreductible a la coyuntura. El mesianismo de Megafón, o la guerra es la expectativa de una reactivación de la Historia. En este sentido, implica menos el trasmundo que el mundo material, la Tierra de Scalabrini Ortiz. Solo la sutura de las dos regiones ónticas puede hacer avanzar históricamente el país real, el nuevo, el que encarna, platónicamente, la Idea.

Bibliografía

Fuentes

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1 El vocabulario escatológico político propone cruces notables:

“—Soy el Poeta Depuesto —le confesé modestamente.

¿Ha pasado usted a mejor vida? rió él.

Vea —le respondí— las ‘deposiciones’ de una contrarrevolución idiota no suelen ir más allá del significado medicofisiológico que también lleva la palabra (Marechal, 2017:13).

El fiord: “Fue tremenda mi tercera deposición: salpiqué hasta el cielo raso, el cual quedó como hollado por patas de fieras, aunque era solo mierda” (Lamborghini, 2013: 20).

En el juego significante lamborghiniano, la “tercera (de)posición” es además la tercera posición.

2 A pesar de lo que declara la novela misma en el final del Introito: “Desde hace un tiempo he dado mis espaldas a las estéticas flamantes” (Marechal, 2017: 25).

3 Una reseña contemporánea a la publicación afirma que la novela “es probablemente el libro más subversivo que ha dado últimamente la literatura argentina desde posiciones no revolucionarias” (Puentes, 2011: 257). Megafón, o la guerra escapa al dilema de los sesenta-setenta: el compromiso con la literatura o el compromiso con la realidad histórico-política.

4 La crítica ha abundando en la interpretación de las dos peladuras de la víbora (que Megafón relaciona con las dos Argentinas de la Patria), siguiendo la clave del propio texto o arriesgando una diferente. Aquí desplazamos el eje de la discusión de la peladura al ectoplasma, aunque coincidiendo en la importancia de esta primera apuesta simbólica, que para nosotros es una primera imagen de lo espectral. Aunque no hemos encontrado trabajos críticos que se detuvieran en este punto, sí parece haber una referencia clara en una novela contemporánea: Informe sobre ectoplasma animal de Roque Larraquy y Diego Ontivero, de 2016. En este relato sobre fantasmas de animales, el golpe de 1955 coincide con la manifestación de un huevo espectral, un ectoplasma dejado por un pollo que no llegó a nacer: la imagen parece aludir al “huevo de la serpiente” (Arce, 2019). ¿No habría aquí una referencia intertextual al ectoplasma de la peladura espectral de la víbora? A nuestro juicio, la alusión, aunque cifrada, es clara.