Ecos de pueblos: figuras espaciotemporales en Desierto sonoro de Valeria Luiselli°

Marina Cecilia Rios*

Cuadernos del Sur - Letras 53 (2023), 49-67, E-ISSN 2362-2970

En este artículo se analiza la novela Desierto sonoro (Lost Children Archive) de Valeria Luiselli (2019) a partir de un eje poco estudiado hasta el momento sobre formas de representación de los pueblos que la novela diseña. Estas imágenes se organizan a partir de figuras espaciotemporales que sirven como procedimientos de escritura. Se trata del anticipo, el intervalo y el regreso. Cada una de ellas constituye una vía de acceso a pueblos desplazados, olvidados o migrantes, pueblos que, al decir de Didi-Huberman (2014a), en sus fallas, se declaran y resisten.

Palabras clave

Luiselli

pueblos

temporalidad

Fecha de recepción

6 de enero de 2023

Aceptado para su publicación

21 de junio de 2023

* https://doi.org/10.52292/csl5320234503.

° Instituto de Literatura Hispanoamericana, Universidad de Buenos Aires. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-0151-4022. Correo electrónico: riosmarina@hotmail.com.

Resumen

This article analyzes the novel Desierto sonoro (Lost Children Archive) by Valeria Luiselli (2019) from an axis that has not been studied so far, on forms of representation of the peoples that the novel designs. These images are organized based on spatio-temporal figures that serve as writing procedures. It is about the advance, the interval and the return. Each of them constitutes an access route to displaced, forgotten or migrant peoples, peoples who, according to Didi-Huberman (2014) in their failures, declare themselves and resist.

Keywords

Luiselli

peoples

temporality

Abstract

49-67

Ar

Introducción

La novela Desierto sonoro (Lost Children Archive) de Valeria Luiselli se publicó en castellano en el año 2019 a través del sello Sigilo y con la traducción de Daniel Saldaña París en colaboración con la autora. Es una novela que potencia varias vías de análisis: el paisaje, el archivo, la fotografía, la infancia, entre otros grandes temas.

Diversas lecturas preliminares que ha suscitado la obra (en especial reseñas) destacan dos temas relacionados: la idea de que la novela trata sobre el problema de los niños deportados o perdidos en la frontera entre México y Estados Unidos y el hecho de que esta ficción se vincula con otro ensayo escrito por la autora, titulado Los niños perdidos: Un ensayo en cuarenta preguntas (2014), que, en efecto, es un texto no ficcional de denuncia sobre esta situación a partir de la experiencia de Luiselli como traductora de los testimonios de niños en la corte esperando una posible sentencia de deportación. Y este segundo motivo, creemos, cuestiona al primero de las reseñas: la novela no se trata, al menos no solamente ni de modo directo, de una historia sobre los niños perdidos de la frontera en clave realista o de denuncia (para eso está el ensayo), sino más bien de lo que la ficción puede componer en clave creativa y estética1.

En este sentido, la novela configura subrepticiamente un tópico que merece ser atendido en términos conceptuales y que tiene que ver con la figuración de pueblos (en plural) que trazan un complejo mapa histórico, transnacional e intermedial que indaga sobre formas de representación de dichos pueblos. De modo preliminar, este artículo estudia algunas cuestiones relativas a las figuras espaciotemporales que la novela diseña dando visibilidad a imágenes de pueblos olvidados, desplazados, fragmentados y, muchas veces, extemporáneos.

Cuando incluimos la noción de “pueblos”, lo hacemos a partir de concebirla como una categoría global que aglutina una serie de demandas no satisfechas en la esfera de la comunidad política, tal como argumenta Dussel (2006), y, por ende, cargada de complejidad. En este sentido, el filósofo desagrega el término plebs para referirse al pueblo como opuesto a las elites, oligarquías y clases dirigentes de un sistema político. Esta primera aproximación entra en sintonía con otras, de índole eurocéntrica, en tanto la categoría es pensada a partir de una dimensión política. Tan es así que Badiou (2014) en su texto “Veinticuatro notas sobre los usos de la palabra ‘pueblo’” también la reconoce como una categoría política, no solo por la necesidad de contextualizar, sino también por su relación inmediata con el Estado, es decir, ya sea por una falta de Estado deseado o por una búsqueda de cambio demandado por un nuevo pueblo. Badiou toma distancia de aquellos usos de la noción vinculados a un adjetivo, por ejemplo, pueblo francés, dado que constituye una categoría inerte del Estado, o bien, como sostiene el filósofo francés, se usa para las guerras y procesos políticos asociados a luchas por la liberación nacional. En este sentido, la teorización de Dussel entabla un vínculo diferente con el Estado para pensar el vocablo “pueblo”. En sus formulaciones acerca de la filosofía de la liberación, Dussel logra explicar que la idea de pueblo no es un concepto estable o fijo, sino que su emergencia tiene que ver con ciertos contextos determinados asociada a demandas específicas. Y por ello, uno debe pensar que la categoría de pueblo no es unívoca, sino que puede haber muchos pueblos. De allí que el populus para el filósofo sea la totalidad de los ciudadanos más allá de que las demandas de la plebs sean una parte de esa comunidad. Sobre estas cuestiones volveré más adelante. Cabe destacar, entonces, que la idea de pueblo para pensar ficciones como las de Luiselli estará sujeta a su carácter político, múltiple y plástico según las estrategias de representación que despliega la novela.

Desierto sonoro narra el viaje en auto de un matrimonio con sus hijos desde Nueva York hasta Arizona. La pareja se dedica a documentar sonidos y decide emprender este viaje a partir de nuevos proyectos laborales: él interesado en recopilar y documentar la historia del último pueblo originario de Estados Unidos que le hizo frente al blanco norteamericano y al mexicano, respectivamente; ella persigue la historia de los niños perdidos en la frontera entre México y Estados Unidos. Al final del recorrido, el matrimonio se va a separar para dedicarse a sus propios proyectos. Esto implica la disolución del ensamblaje familiar, y cada uno se quedará con su hijo biológico.

El viaje íntimo (en el sentido de que se trata de un viaje laboral pero familiar a la vez) sirve como núcleo para que en el camino se desplieguen estas historias con sus variantes: la historia de los apalaches y del guerrero Gerónimo y su jefe Cochise; y la de los niños en la frontera que, a su vez, es atravesada por el libro de las Elegías. Estas cuentan la historia de otros niños que cruzan fronteras nacionales en los techos de los trenes con el objetivo de encontrarse con sus familiares al otro lado de un supuesto destino favorable. Dichas elegías se ofrecen como texto apócrifo de la autora italiana Ella Camposanto que la narradora lee, a veces, en voz alta a sus hijos, en otras oportunidades las graba y, en otras, es el niño quien las lee. Para llevar a cabo la narración, el texto se organiza a partir de siete cajas que la familia lleva en el baúl del auto. Cada una de ellas contiene material sonoro, gráfico, escrito y visual que se va descubriendo a medida que el relato avanza. Las cajas funcionan como archivos y documentos de las historias al tiempo que operan como engranajes compositivos de las elecciones formales de la novela. Dos narradores llevan adelante el relato: la voz de la madre primero, el niño de diez años, después. Ese cambio de enunciación contribuye a re-leer, en la segunda mitad de la novela, algunos sucesos ya narrados por la voz de la madre.

Poblaciones del sur

En el itinerario que realiza la familia, surge la imagen de un Estados Unidos cuyo sur se figura en ruinas, detenido en el tiempo, semiabandonado y, a través del relato de la madre y las voces de los niños, se configura un territorio algo devastado. En el trayecto, la madre cuenta: “Conforme nos vamos internando en el oeste, en dirección a Tennessee, vamos pasando más y más gasolineras abandonadas, iglesias vacías, moteles cerrados, tiendas y fábricas clausuradas” (Luiselli, 2019: 135-136). Y cuando llegan a destinos específicos la narradora vuelve a retratar:

El pueblo es Tucumcari, Nuevo México, y aquí encontramos un hotel que alguna vez fue una casa de baños. El dueño de la gasolinería lo describió como un paraíso (…). En lugar de eso, lo que encontramos al estacionar el coche es un cementerio de bañeras y sillas rotas, regadas por un terreno en pendiente que desembocaba en un porche con hamacas deshilachadas pendiendo sobre macetas vacías (Luiselli, 2019: 208).

Ambos fragmentos nos muestran una descripción literal de lo que la madre observa en el recorrido. Pero también aparecen breves interrupciones de ciudades animadas, bulliciosas, que descomprimen la atmósfera, por momentos agobiante, del viaje. Junto con estas impresiones, surge una imagen de poblaciones deshabitadas que juegan con lo fantasmático de los pueblos. La narradora vuelve sobre esta idea: “En Little Rock vemos coches, supermercados, casas enormes: lugares probablemente habitados por personas. Pero no vemos personas, al menos no en la calle” (Luiselli, 2019: 156). Más adelante las encontrarán en el Walmart del pueblo. Esta ausencia de personas será una constante en varios lugares que la familia visita, lo que colabora en la construcción de estas imágenes de pueblos perdidos y abandonados. Aunque cabe preguntarse si esto basta para pensar que se trata de pueblos en el sentido antes expuesto:

Los moteles por los que pasábamos se veían tan abandonados que incluso tú te diste cuenta y nos dijiste a los demás, miren, en este pueblo hay moteles para árboles. Y nadie entendió de qué estabas hablando, solo yo. Dijiste que había moteles para árboles porque no había nadie entre ellos, y solo se veían ramas y hojas a través de las ventanas rotas y las puertas rotas de esos moteles, y por eso los árboles parecían ser los huéspedes, que nos saludaban sacando las ramas por la ventana cuando pasábamos (Luiselli, 2019: 255).

El estudio realizado por Juan Ignacio Pisano (2022) acerca de las ficciones de pueblo en el Río de La Plata sostiene que el significante “pueblo” puede ser empleado a partir de tres significados:

Hemos recurrido, también en este punto, a la historiografía, que demuestra que el significante pueblo era empleado en los contextos aquí estudiados a partir de tres significados: 1) como la totalidad de un poblado; 2) como el espacio físico mismo de su asentamiento, y en ese sentido podría ser sinónimo de ciudad; 3) como referencia a los sectores más bajos de la sociedad, también denominados como el vulgo o la plebe. De allí que sea habitual encontrar en los documentos referencias a “los pueblos”, el pueblo como la muchedumbre o el pueblo como totalidad (Pisano, 2022).

Didi-Huberman (2014a; 2014b) plantea que la categoría de pueblo como unidad, generalidad o totalidad no existe, sino que hay pueblos coexistentes no solo de una población a otra, sino en su propio interior. Y es él quien recupera esta idea de hacer figurar a los pueblos por la vía de Walter Benjamin cuando proclama el hecho de que se debe dar una representación digna a los “sin nombre” de la historia. Este es un primer punto a tener en cuenta, que el pensador francés retoma firmemente a la hora de explicar lo que significa hacer figurar o dar representación a los pueblos. Al mismo tiempo, también recupera la dimensión afectiva y sensible sobre dichas figuraciones. Por ello, y volviendo al texto de Luiselli, estas literalidades acerca de los pueblos que la madre describe en la trama son recién la punta del iceberg de un entramado textual que se teje a partir de una sucesión y montaje de diversos procedimientos, muchos, como mencionamos previamente, vinculados a formas espaciotemporales que la novela ostenta, y que organizan un contrapunto con esos pueblos (ese bloque social de los oprimidos, diría Dussel) que se hacen visibles en la novela. Contrapunto porque las poblaciones abandonadas, los pueblos deshabitados del sur, están presentes (la primera acepción que da Pisano) como poblaciones, territorios y paisajes que no constituyen aún un pueblo específico que reclame representación. Cabe preguntarse: ¿Cuáles son esos pueblos que reclaman representación en la novela? No son las poblaciones del sur de Estados Unidos, pero sí el último pueblo libre, los apalaches, sobres los que intenta documentar el marido de la narradora. También los niños migrantes sin pueblo cuyas estrategias de figuración se articulan a través de una combinación de temporalidades que refieren a más de un pueblo migrante: los niños huérfanos del siglo XIX y los niños migrantes mexicanos y de otros países. ¿Cómo se figuran estos pueblos mencionados? Es posible advertir tres figuras principales en la novela: el anticipo, el intervalo y el retraso que dan a ver (Didi-Huberman, 2014b) estas imágenes de pueblos.

El anticipo: hacia la inminencia

Mientras el viaje se desarrolla, los niños aprovechan para jugar y para pasar el tiempo. La mayoría de las veces esos juegos surgen a partir de los intereses que los padres persiguen y que canalizan a través de los libros que viajan en las cajas del baúl, los audiocuentos que eligen escuchar, las noticias en la radio acerca de los niños perdidos sobre las que los hijos preguntan y las historias que el padre cuenta sobre el último pueblo libre:

Cada vez que el niño empieza a fingir, en el asiento trasero, que su hermana y él nos han abandonado, que se escaparon y ahora son también niños perdidos que vagan solos por el desierto, sin adultos, mi primer impulso es frenarlos de inmediato (…). Quizás cualquier tipo de entendimiento profundo, y sobre todo la comprensión histórica, requiere de cierta recreación del pasado, con todas sus pequeñas posibilidades y ramificaciones. El niño sigue, y yo lo dejo seguir. Le dice a su hermana que van caminando bajo el sol ardiente, y ella retoma la imagen y dice: Estamos caminando en el desierto y hace tanto calor que es como si camináramos encima del sol, no bajo el sol. Y muy pronto nos vamos a morir de sed y de hambre, dice él. Sí, responde ella, y nos van a comer los animales, ¡a menos que lleguemos a Echo Canyon pronto! (Luiselli, 2019: 204-205).

Cabe detenerse en este fragmento, puesto que el juego de los niños nuclea dos cuestiones fundamentales que aparecen estrechamente vinculadas: la relación entre el juego y la temporalidad. En cuanto a lo último, es Francois Hartog (2007) quien estudia la existencia de un orden temporal. Para esto, él parte de la perspectiva de Reinhart Kosellec acerca del horizonte de expectativa y el espacio de la experiencia. En este marco, siempre hay un orden del tiempo que es dominante. Por ejemplo, según Kosellec por la vía de Hartog, la estructura temporal de los tiempos modernos se caracteriza por la asimetría entre la experiencia y la espera. En este punto es donde Hartog se pregunta por una configuración diferente en la que existe una máxima distancia entre el campo de la experiencia y el horizonte de espera, una distancia que está cerca de una ruptura y que genera la percepción de un tiempo que pareciera suspendido. De allí, sostiene Hartog, la experiencia contemporánea de un presente perpetuo, huidizo y casi inmóvil, que intenta a pesar de todo producir por sí mismo su propio tiempo histórico. Hartog indaga sobre la posibilidad de estar frente a un régimen de historicidad diferente del régimen moderno. O al menos, dice Hartog, estamos en un momento de crisis que se refleja en esta experiencia contemporánea del tiempo y constituye lo que él denomina “presentismo”.

En consonancia con esto, si partimos de Winnicott (1993), quien estudia el juego desde una perspectiva psicoanalítica, observamos que para él “el juego es una experiencia siempre creadora, y es una experiencia en el continuo espacio-tiempo, una forma básica de vida” (1993: 75). Y más adelante añade: “Su precariedad se debe a que siempre se desarrolla en el límite teórico entre lo subjetivo y lo que se percibe de manera objetiva” (1993: 75). Es decir, los niños inmersos en esta experiencia contemporánea del tiempo articulan a través de sus juegos modos de relacionar pasado, presente y futuro. Porque justamente a partir de la recreación como capacidad cognoscitiva y aprehensiva del pasado surge la figura del anticipo (una suerte de futuro) de aquello que se dispone como inminente e ineluctable: la pérdida de los niños. Justamente, para Hartog, la relación con el pasado o el futuro es a través del puro presente, concebido como lo inminente, lo inclinado hacia adelante.

Por otro lado, Zyanya Dóniz Ibáñez (٢٠٢٠) propone una perspectiva novedosa para pensar los juegos de los niños a partir de un archivo encarnado. Es decir, partiendo de conceptos previos brindados por Diana Taylor y los estudios sobre performance, Dóniz Ibáñez argumenta que a través del juego de los niños se encarna un archivo que sirve como transmisor de una memoria y una identidad, y analiza con detalle los diversos niveles en que estos niños juegan. Al comienzo, solo juegan a partir de la oralidad:

Hacia el final de la tarde llegamos a un pueblo encaramado en lo alto de los Apalaches. Decidimos detenernos. Los niños han comenzado a comportarse como monjes medievales malévolos: se entretienen con juegos verbales y conjuros inquietantes, juegos que incluyen cosas como enterrarse vivos mutuamente, matar gatos, quemar pueblos. Al escucharlos, pienso que la teoría de la reencarnación debe ser cierta: el niño pudo haber cazado brujas en Salem en el siglo XVII, la niña pudo haber sido un soldado fascista en la Italia de Musolini. En ellos se recrea nuevamente la Historia, repitiéndose a pequeña escala (Luiselli, 2019: 79).

Y luego involucran el cuerpo. El juego simbólico a través de las corporalidades de los niños se despliega en cada parada que realiza la familia: “Ronda [el niño] los alrededores de la cabaña en busca de plumas y palos (...). Disfraza a su hermana atando un cinto de algodón en torno a su frente, cuidando que el nudo no quede ni demasiado apretado ni demasiado suelto” (Luiselli, 2019: 91). Este aspecto es importante porque justamente esos juegos, esas simulaciones se intensifican y construyen de a poco el camino hacia lo ineluctable. La re-creación a través del cuerpo permite construir cierto suspenso y clima de inquietud que se intensifica en cada juego y que da paso a ese “adelante inclinado” en donde los niños efectivamente se pierden.

En consonancia con la propuesta de Dóniz Ibáñez, podemos pensar también en las experiencias que realiza Richard Schechner (2000) en relación con el teatro, la performance, los juegos y rituales desde una perspectiva antropológica. El crítico estudia lo que denomina restauraciones de conducta, que pueden ser almacenadas, transmitidas, manipuladas y transformadas. Las restauraciones suponen esquemas de temporalidad complejos, ligados a procesos de conversión y de pasaje hacia la alteridad por tres vías: aquellas performances que restauran un suceso imaginario, las que restauran un suceso histórico y, finalmente, aquellas en las que la conducta implica únicamente la conversión del yo fuera de sí (ritualizaciones sociales, catarsis, trance). Para Schechner, “la conducta restaurada está allí afuera, lejos de mí; está separada y, por tanto, se puede trabajar en ella o modificar aun cuando ya ha sucedido” (2000: 36). Esto significa que “el yo puede actuar en otro o como otro; la conducta restaurada ofrece a individuos y grupos la posibilidad de volver a ser lo que alguna vez fueron o, incluso, con mayor frecuencia, de volver a ser lo que nunca fueron pero desearon haber sido o llegar a ser” (Schechner, 2000: 39). El juego de los niños, la imaginación desplegada a partir de la oralidad, la puesta en cuerpo y el disfraz ponen en escena la multiplicidad de temporalidades (el siglo XVI de los apalaches, el siglo XIX con el tren de los huérfanos, los siglos XX-XXI con los conflictos migratorios), sobre todo en aquellos casos en los que cruzan la historia de los apalaches y la de los niños perdidos en la frontera simulando ser otros y, también, anticipando lo que la novela contará en la segunda parte.

Como en la música y en los recursos audiovisuales, la figura del anticipo ya se organiza en la trama dando la primera nota compositiva y queda allí, en suspenso, antes de su reanudación.

El intervalo: lo que hacen las imágenes

Otra de las figuraciones espaciotemporales que es posible reconocer en la novela se relaciona con el modo en que las imágenes ingresan en la trama. Su presencia sigue abriendo al juego tempoespacial gracias a las posibilidades que nos ofrecen las imágenes en tanto juego temporal e indicial. De modo preliminar, es posible advertir tres tipos de imágenes que se diseñan: las que se configuran a través de una ecfrásis pero cuya foto no se inserta en el texto; las que también se describen a través de una ecfrásis y tienen su correlato en la caja VII, en su mayoría tomadas por el niño; y, por último, aquellas imágenes que forman parte del archivo narrativo que la novela construye y que tiene su asidero en las cajas que llevan en el baúl del auto. Nos referimos a mapas y recortes, pósters y fotografías. Las imágenes, de este modo, están asociadas a la cuestión documental a partir de la profesión del matrimonio, porque tanto la madre como el padre van documentando casi como una deformación profesional aquellas cosas que consideran que pueden ser material de trabajo: el sonido del viento, el vuelo de un ave, las voces de las personas, el sonido silencioso de un cementerio, los informes de mortalidad infantil de niños migrantes. Porque documentar es parte constitutiva de cada historia, dado que la novela incluye un material de archivo y de construcción de una memoria histórica.

Así es como el niño, contagiado por este impulso documental, recibe una polaroid de regalo y pregunta de qué se trata documentar a través de la cámara. La madre ensaya una larga reflexión y piensa en términos técnicos y de experiencia primero; luego, en cómo el paisaje que ve solo lo reconoce a través de la lente captada por otros fotógrafos, como Walker Evans, pero finalmente le responde al niño: “Documentar significa coleccionar el presente para la posteridad” (Luiselli, 2019: 137). Otra vez surge esta idea de “lo inclinado hacia adelante”, una idea de futuro que se intenta captar en el presente. Pero el niño no logra usar correctamente la polaroid hasta que la madre lee las instrucciones y lo ayuda. Al principio toma fotografías repletas de aberraciones (en el sentido óptico del término), de luz y borrosidad que el niño documenta y registra a lo largo del viaje desde su punto de vista. La primera foto que logra sacar con cierta nitidez, aunque no perfecta, es contada por la madre a partir de la preeminencia del presente de enunciación. Al respecto, ella dice: “un pequeño documento perfecto, rectangular y en sepia (...). Un índice, no tanto de las cosas fotografiadas, sino más bien del instante en que el niño aprendió a fotografiarlas” (Luiselli, 2019: 117). La madre hace una ecfrásis del instante del disparo por sobre la fotografía tomada. La madre, en la narración, también documenta. Y documenta el tiempo. Nos brinda ese instante en el que el niño empieza a manipular la cámara (el tiempo) abriendo así una suerte de tiempo de espera, tiempo en pausa. Paula Bertúa explica a partir de Benjamin y Dubois la idea de intervalo2: “La fotografía instaura un tiempo basado en la distancia fundante entre un real que ya no está presente y una imagen que todavía no llegó; su dominio temporal es, pues, el del intervalo” (2020: 170). Concepto que, además, entra en relación con su acepción musical en la que se trata del acercamiento entre dos notas o sonidos. Sobre esto volveremos hacia el final del apartado a modo de comentario.

En la caja V aparece una imagen cuyo epígrafe es “El tren de los huérfanos”. Previo a la aparición de la imagen, hay un recorte/póster y notas de la narradora que explican el origen de la fotografía. En 1853 se creó una sociedad para proteger a los niños sin techo, pero no lograban realizar una ayuda sostenida hasta que implementaron la idea del tren. En él los niños viajaban hacia el oeste para ser subastados a diversas familias que los adoptaban3. Nos interesa esta fotografía por su efecto en lo que podríamos llamar “la corteza del tiempo”4, es decir, una corteza que se rompe, se quiebra o se abre para dar lugar a un conjunto de temporalidades que la novela recupera. La fotografía del tren remite a una imagen del siglo XIX norteamericano que abre ese tiempo pretérito que nada tiene que ver (en apariencia) con las otras temporalidades de la novela: ni la de los niños perdidos del siglo XXI, las del texto apócrifo, ni el tiempo de los apalaches. Una imagen que trae un contexto específico: frente a los inmigrantes que para ese entonces seguían llegando, la revolución industrial que comenzaba a reemplazar parte del trabajo manual por maquinaria, sumado a la escasez de mano de obra agrícola en el oeste medio de Estados Unidos, un metodista (Charles Loring Brace) que quiso sacar a los niños de las calles de las grandes ciudades (como Nueva York) pone en marcha esta idea de enviarlos en trenes a las zonas agrícolas para que sean adoptados y trabajen con familias de acogida. Una solución fallida no solo por la explotación infantil a la que se dio lugar, sino por la variedad de situaciones que esos niños experimentaron, desde adopciones bien entendidas hasta sistemas cercanos a la esclavitud. Nuevamente, tanto la imagen del póster como la del tren ponen en escena los dos vectores estructurantes de la novela: la inmigración y el drama de los niños huérfanos, perdidos, desplazados, etc. Si entre el real que ya no está y la imagen que no llega sucede el intervalo, la imagen del tren incrustada en la caja V obliga en la linealidad de la escritura y el montaje de los elementos extraliterarios a leer una diacronía interrumpida a partir de la superposición de capas de historia y temporalidades que, en una suerte de imán, todas esas líneas conducen a la preeminencia del drama migratorio y los niños huérfanos, perdidos y desplazados.

Por otro lado, si el intervalo en términos musicales también se trata de acercar sonidos, pues, entonces, el drama del tren de los huérfanos se combina con el tren de los niños en el relato apócrifo y con el tren al que suben los hijos de la narradora, formando tonos y semitonos compuestos de todas las historias que la novela recoge a través de los siglos5.

El retraso: hacia el encuentro

La última figura espaciotemporal que abordaremos se relaciona con el eco, elemento gravitante en toda la diégesis que no solo da forma al relato, sino que también devela la trama oculta: ¿cómo dar representación a estos pueblos que la novela configura?

Cuando la familia llega a Nuevo México, en una de sus paradas realizan un trekking en las montañas. Esta es una de las tantas formas que tiene el matrimonio de pasar el tiempo junto a sus hijos sin la necesidad de comunicarse demasiado. Un tiempo subterráneo que se configura de forma silenciosa. Un tiempo que no aparece tematizado, pero que completa la atmósfera de aquello que se avecina como ineluctable: la disolución. La familia decide descansar en unas rocas planas y pronto descubre que en ese enclave se genera un eco. El eco puede poner en la misma sincronía las coordenadas espaciotemporales, tal como el niño explica a su hermana:

¿Te acuerdas de las pelotas que rebotan mucho y que sacamos de esa máquina en el restaurante donde luego tú lloraste? Sí, dijiste (…). ¿Recuerdas cómo jugamos con ellas afuera del restaurante después lanzándolas contra el muro y atrapándolas de nuevo? Ahora me estabas poniendo atención y dijiste, sí, me acuerdo. Nuestras voces son como esas pelotas que rebotan mucho, aunque no puedas verlas rebotando ahora, dije. Nuestras voces rebotan en esa montaña cuando las lanzamos contra ella, y eso se llama eco (Luiselli, 2019: 295).

La analogía sirve para poner en evidencia ese juego de presencia-ausencia en el efecto sonoro del eco. Pero, además, permite leer algunas capas compositivas de la novela. Tiene esa capacidad de reverberar como tema y forma de la ficción para nutrir el desarrollo aparentemente convencional de la trama. Así desde su tematización, el padre, documentalista sonoro, se dedica, entre otras cosas, a inventariar sonidos y ecos como parte de su nuevo proyecto, al tiempo que conforma un archivo personal y familiar, tal como se evidencia en la caja VI. Un eco que adquiere una dimensión sonora, visual y afectiva sobre el que volveremos líneas más adelante. Además del proyecto del padre, es la narradora quien primero recuerda una escena feliz en la que la familia juega a gritar palabras en un túnel de Nueva York recibiendo pequeños ecos débiles como respuesta. En cambio, es el niño quien cuenta sobre el paseo al pie de las montañas en Nuevo México, en donde descubren un eco potente que destaca las sílabas finales de palabras anodinas. El eco implica una reflexión del sonido y un retraso, puesto que llega después de que el sonido se produce. Intersticio, el del retraso, que permite desplegar un tiempo subjetivo de los personajes. El padre, a través de la voz infantil, atribuye al eco el poder de poner en presencia el pasado, algo así como lo arcaico que se actualiza en el presente que describe Agamben (2010):

En las montañas Chiricahua, en Echo Canyon, dijo, los ecos eran todavía más fuertes y más hermosos. Los ecos más hermosos que hayas oído nunca, dijo, y algunas de ellos llevan tanto tiempo rebotando por ahí que, si escuchas con atención, puedes oír las voces de los guerreros chiricahuas, desaparecidos hace mucho tiempo (Luiselli, 2019: 296).

Previamente, la madre también exhorta una reflexión interior acerca del eco y del proyecto de su marido:

Creo que su plan es grabar los sonidos que ahora, en el presente, se escuchan en ciertos lugares por los que alguna vez caminaron, hablaron y cantaron Gerónimo y los otros apaches que pelearon junto a él. De algún modo, está intentado captar su presencia pasada en el mundo, y hacerla audible a pesar de su ausencia actual. Y lo hace recolectando cualquier eco de ellos que todavía reverbere. Cuando un pájaro grazna o un viento sopla entre las ramas iluminan una porción de un mapa, un paisaje sonoro, en donde Gerónimo estuvo alguna vez. El inventario de ecos no es una colección de sonidos que se han perdido para siempre —eso sería imposible—, sino una colección de sonidos presentes en el momento de la grabación y que, al escucharlos, nos recuerdan a los sonidos del pasado (Luiselli, 2019: 188).

La madre honra esa cavilación benjaminiana al establecer esa sobrevivencia, recuerdo y presencia del pasado en el presente. Captar una presencia pasada y hacerla audible, esa es la interpretación de la madre sobre el trabajo del marido. Sin embargo, hay algo de la tempoespacialidad del eco que trasciende estas ideas que elucubran los personajes. Porque el eco se vuelve formal y narrativo, ya que resuena figurativamente en cada historia: la historia de los niños migrantes y las hijas de Manuela se amplifica a partir de la historia de las elegías. Amplificación en el sentido de que su presencia narrativa cobra sonoridad al leerla a través de los elementos intermediales que constantemente la novela describe: las noticias en la radio, los reportes de mortalidad infantil, el póster sobre los huérfanos de Nueva York en el siglo XIX, las elegías intercaladas y organizadas como intervalos musicales6.

Por otro lado, la presagiada pérdida de los hijos de la familia también se hace eco de estas historias precedentes. Y es la pérdida lo que se teje en la superficie y en el fondo de la trama: “Solo tienes que encontrar tu propia forma de entender el espacio, para que el resto de nosotros nos sintamos menos perdidos en el tiempo” (Luiselli, 2019: 137) le dice la madre al niño a propósito del uso de la nueva polaroid que el niño recibe como regalo. Pérdidas espaciotemporales y afectivas se escriben al ritmo de una prosa que despliega relatos amplificados por un eco estruendoso. Un eco que puede adquirir preeminencia en una parte de la trama para iluminar otra de las historias. ¿Acaso la huida de los niños no tiene que ver con este intento de la escritura de plegarse sobre sí y hacerse eco de aquellas otras historias? ¿Acaso el póster que aparece en la caja V acerca de los miles de niños huérfanos enviados en el tren no se hace eco en el instante en que los niños, Memphis y Pluma ligera, suben a ese otro tren? O bien ¿los reportes de migrantes no repercuten en cada historia de niños perdidos que la novela insiste en nombrar una y otra vez? Un eco que también resuena en las voces grabadas de la madre y del niño leyendo el mentado libro rojo de Ella Camposanto. Porque el eco se abre paso en esa imaginada oralidad del niño que no escribe pero lee y graba, imprime su voz y nos cuenta cada instantánea que va a guardar en el libro de las elegías que, como dice Liliana Swiderski, es “en principio para darles oscuridad mientras se revelan, luego para conservarlas, lo que une simbólicamente las pérdidas y ‘revelaciones’ de los migrantes y de la familia” (2020: 96). Elemento, el de la imagen, que se suma al material de archivo, es decir, la caja VII en donde el niño guarda las instantáneas. Las fotografías (además de su dimensión temporal, en la que por ahora no nos detendremos) también reverberan como un sonido al tener esa doble identidad vinculada a la narración del instante en que son tomadas (mayormente por el niño) y que remiten a dicha caja. Son fotografías que “hacen eco” si este se puede convertir, además, en imagen.

El paisaje sonoro no es solamente un modo de nombrar, es un concepto que Luiselli ofrece en su material de archivo. Una de las cajas lleva libros de antropólogos, acustemólogos, músicos, entre otras inscripciones disciplinares como, por ejemplo, el libro de Murray Schafer (compositor, músico y artista canadiense), quien en la década del 70 acuña el término “Paisaje sonoro” para referirse a la grabación de sonidos del medio ambiente que permiten apreciar la sonoridad de un lugar. Todos los elementos sonoros de ese entorno son los que definen la identidad sonora del espacio.

Y creemos que esta referencia nos permite pensar más allá de las lecturas tentadoras de unir el pasado con el presente, de una fantasmática o dialéctica del tiempo que, por supuesto, también podría leerse en la trama de la novela. No obstante, lo realmente interesante es leer cómo la noción de reverberación se constituye como dispositivo compositivo de la novela para imprimirles sonido a las palabras a partir del efecto sonoro del eco. El retraso, el rebote de lo que ya no se puede volver a leer en la linealidad de la escritura, obliga a leer nuevamente todas las historias a partir de una. De eso se encargan también los personajes infantiles de la novela, por ejemplo, al preguntar y pedir relatos de niños pertenecientes a los pueblos libres, es decir, como forma de unir ambas historias a priori desconectadas, la que persigue la madre y la que lleva al padre al sur del país.

Tiempo y espacio convergen porque los elementos mismos de la novela, las diversas voces a partir de las referencias literarias, musicales, teóricas que recorren la ficción se fundan en una identidad sonora que produce un efecto, uno que podríamos llamar de síncresis al hacer coincidir determinadas imágenes que la novela diseña junto a determinados sonidos, aunque no necesariamente se correspondan7. Escenas como la de la familia viajando en el auto y escuchando El señor de las moscas de William Golding8, los niños actuando (más de una vez) la canción Space Oddity de David Bowie (efecto teatral, ritual y sonoro que merecería su desarrollo aparte) o la lectura de las elegías grabadas por el niño son susceptibles de pensarlas en términos de estas correspondencias creadas entre las imágenes textuales y los sonidos figurados.

La novela se presenta como un conjunto de materialidades sonoras, visuales y gráficas que migran de un lado a otro para cartografiar y componer cada historia que se narra. Como si la escritura rebotara como un golpe de pelota en esa grafía que se intercala entre las páginas para componer cada caja de archivo. ¿Cómo leer los ecos, por ejemplo, de algunas transcripciones de sonido que el padre guarda en su caja? Son sonidos a veces más legibles, otras, más ilegibles a la hora de oralizarlos, lo que equivale a pensar la acción subjetiva del que oye cuando graba los sonidos y del que lee las transcripciones. Inventario, por otro lado, que más que como material de trabajo se insinúa como material afectivo de momentos que quizás ya no vuelvan a repetirse.

Porque para que exista un paisaje sonoro, en definitiva, deben existir sujetos que corporizan las competencias de producción de sonidos y posean la capacidad de gestionarlas tal como sostiene Feld, acustemólogo al que Luiselli hace referencia a través de su caja de archivos. Para este teórico, el sujeto casi siempre vive la experiencia auditiva a partir de lo que ha oído, lo que oye y lo que vendrá, es decir, pasado, presente y futuro. Pero también a la inversa: la naturaleza se hace eco de la historia humana. Por ejemplo, para ciertos pueblos (Kaluli) los pájaros son los espíritus de vidas humanas pasadas que están allí para recordar a los presentes su existencia.

Si la narración se estructura como anillos concéntricos que contienen cada historia, desde la de la familia que viaja hasta la de los niños perdidos, en cada anillo hay ecos generados por las voces que cuentan las historias y rebotan en cada hilo narrativo. Estas voces nacen desde el propio Echo Canyon, que logra unir un momento clave de la trama. No es casual que el desenlace de la diégesis principal se resuelva a partir de una ecolocalización, concepto utilizado para describir la conexión de diversas especies a través de los ecos, en el que sonido, territorio y personajes se encuentran. Quizás, entonces, ya no sean pérdidas espaciotemporales y afectivas, sino más bien algo así como un retraso necesario para volverse a encontrar.

Para terminar, es claro que la urgencia migratoria es contada a partir de la sobreexposición mediática: lo que se dice en la radio y que la familia escucha en el auto es criticado por la narradora, al tiempo que la conduce a ir en busca de un avión en el aeropuerto de Roswell que va a deportar a niños mexicanos sin derecho a audiencia. Es decir, una deportación ilegal. Mientras que la historia de los niños en la frontera se encuentra sobreexpuesta, en términos de Didi-Huberman (2014b), es decir, invisibilizada justamente por estar sobreexpuestas a las imágenes (estereotipadas) del mundo contemporáneo, la historia de los apalaches, en cambio, se encuentra invisibilizada pero no sobreexpuesta, sino directamente olvidada por los habitantes, como si prácticamente no formara parte de la historia del país. El cementerio en donde se encuentran los restos del guerrero Gerónimo y los líderes de la comunidad está como una suerte de “trofeo” en un predio de “prisioneros de guerra” en una zona militarizada. Una historia de guerra, lucha, alianza y violencia sostenida por un principio étnico como nudo fundacional de la historia norteamericana.

Justamente, para contribuir a estos efectos, Luiselli busca un eco en la escritura más que un “darles voz” a los niños o al último pueblo libre, como si tratara de crear cierto distanciamiento y retraso que la escritora emplea para producir puestas en abismo que ocurren en momentos en los que las historias del pasado, presente y las imaginadas se combinan, tal como sugiere la novela en relación con el encuentro en el desierto del niño narrador con una de las hijas de Manuela. A partir de este montaje de historias (reales e imaginadas) y tiempos yuxtapuestos surge una novela capaz de “volver sensible” la vida de los pueblos, es decir, “volver sensibles las fallas, los lugares o los momentos a través de los cuales, declarándose como <impotencia>, los pueblos afirman a la vez lo que les falta y lo que desean” (Didi-Huberman, 2014a: 99). Se trata de mostrar una situación histórica y política que los expone a desaparecer, explica Didi-Huberman. Y en este sentido, el pensador francés realiza una modificación del término “impotencia” por “impoder” para distinguir entre potencia y poder y atribuirle “potencia de declaración” al término. Pueblos que en sus fallas o en sus demandas se declaran al tiempo que resisten.

A través del anticipo, el intervalo y el retraso la novela bordea una frontera en el sentido de Claudia Torre (2018), desde una proximidad con el espacio literario que narra. Proximidad que se constituye a partir de la cuestión de la lengua de la autora, quien escribe a dos lenguas (inglés y español), pero también de la violencia fundacional de los pueblos que se intentan representar en la novela: el pueblo apalache y todas las versiones de los pueblos migrantes. Entonces, mientras las historias se despliegan en tiempos y espacios diferentes, la novela va componiendo una suerte de mosaico sonoro que refracta en pequeños fragmentos de pueblos perdidos, desplazados, olvidados y fragmentados que crujen por dentro a partir de capas de dolor, belleza paisajística, por momentos, y violencia extrema, por otros. Sonoridades figuradas que resuenan y se repican en cada parte de la novela a partir de las voces y sonidos que se traman con las lecturas, las canciones, la radio, las grabaciones, las elegías cuya liricidad se percibe desde la propia escritura. En suma, la sonoridad del desierto se da en los ecos de pueblos que la novela compone.

Bibliografía

Fuentes

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Luiselli, Valeria (2014), Los niños perdidos. Ensayo en 40 preguntas, Buenos Aires, Sexto piso.

----- (2019), Desierto sonoro, Buenos Aires, Sigilo.

Bibliografía referida

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Winnicott, Donald Woods (1993), Realidad y juego, Barcelona, Gedisa.


1 Cfr., por ejemplo, la reseña de Anna María Iglesia (2019) para el diario El Mundo, o bien la de Michelle Roche Rodríguez (2020) para el sitio Cuadernos Hispanoamericanos.

2 En este artículo adoptamos la perspectiva de Bertúa acerca del concepto de intervalo, pero cabe aclarar que su trabajo va más allá de esta definición, con un corpus de fotografías contemporáneas cuya dimensión se centra en los estudios visuales. Cfr. Bertúa (2020/2021).

3 Sobre esta cuestión, cfr. Orfhan Train, de Cristina Baker Kline (2017).

4 La expresión la tomamos prestada de otra novela, La tierra empezaba a arder. Último regreso a Siria, de Cynthia Edul (2019), a partir de la que trabajamos otras figuras espaciotemporales.

5 No es objeto del presente artículo desarrollar esta hipótesis sobre la relación entre la escritura de la novela y la música, dado que merecería un ensayo aparte, pero la sugerimos como posibilidad de trabajo en un futuro próximo.

6 Rajewsky explica tres tipos de intermedialidad. De los tres casos que la autora describe, podemos pensar que el segundo caso es el que en la novela se advierte porque se trata de cuando los medios se combinan entre sí: “La cualidad intermedial de esta categoría está determinada por la constelación de medios que constituyen un determinado producto, es decir, el resultado o el mismo proceso de combinar al menos dos medios, o formas mediales de articulación, convencionalmente distintos” (Rajewsky, 2005: 442). El tercer caso señala referencias intermediales que también se evidencian en la novela y remite a las referencias explícitas a otros medios o bien se advierten cuando esas referencias, por ejemplo, se dan a través de técnicas como el montaje. Rajewsky sostiene que “las referencias intermediales deben ser entendidas como estrategias constructoras de sentido que contribuyen al significado global del producto medial: este usa sus procedimientos específicos, tanto para referirse a una obra individual específica producida en otro medio (...), como para referirse a un subsistema medial específico (como puede ser un género cinematográfico) u otro sistema medial en sí” (2005: 443).

7 Michel Chion explica el concepto de síncresis: “Es la soldadura irresistible y espontánea que se produce entre un fenómeno sonoro y un fenómeno visual momentáneo; cuando éstos convergen en un mismo punto, (ésta relación es) independientemente de toda lógica” (1993: 65).

8 No olvidemos que el argumento de Golding también retoma la temática de los niños perdidos en una isla, por mencionar solo lo principal de este clásico de la literatura inglesa.