Cuadernos del Sur - Letras 54 (2024), 54-66, E-ISSN 2362-2970

Entre patrones, hilos y puntadas: apuntes sobre literacidades académicas y escrituras en la investigación°

Between Patterns, Threads, and Stitches: Notes on Academic Literacies and Writings in Research

María Beatriz Taboada*

El presente trabajo recupera, en clave autoetnográfica, reflexiones en torno a prácticas letradas académicas, fundamentalmente vinculadas a las escrituras en la investigación. Desde ese marco, aborda el modo en que dichas prácticas son reguladas por expectativas comunitarias y cómo este rasgo enmarca y tensiona los procesos de escritura. Asimismo, frente a la pregunta acerca de qué implica acompañar prácticas letradas vinculadas a la investigación, recorre una serie de notas que buscan enfatizar el protagonismo docente para evitar prácticas del misterio en literacidades inherentemente procesuales y complejas.

Palabras clave

literacidades académicas

escrituras en la investigación

prácticas letradas académicas

Fecha de recepción

26 de septiembre de 2023

Aceptado para su publicación

13 de noviembre de 2023

° https://doi.org/10.52292/csl5420244675

* Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas - Universidad Autónoma de Entre Ríos. ORCID: https://orcid.org/0000-0003-4659-3473. Correo electrónico: mbtaboada@conicet.gov.ar.

Resumen

This work, approached from an auto-ethnographic perspective, recovers reflections on academic literacy practices, primarily related to writing in research. Within this framework, it addresses how these practices are regulated by community expectations and how this feature frames and influences the writing processes. Likewise, in response to the question of what it means to support literacy practices associated with research, it proposes a series of notes that seek to emphasize the role of the teacher to avoid practices of mystery in the face of inherently procedural and complex literacies.

Keywords

academic literacy

writings in research

academic literacy practices

Abstract

Do

54-66

Suele creerse que narrar una ficción en primera persona es menos trabajoso —más natural— que hacerlo en tercera, ¿acaso no es lo que venimos haciendo desde que adquirimos el don de la palabra? (…) Parece menos ‘de escritor’ que la tercera persona, casi una continuidad de la vida misma.

(Heker, 2020: 87)

Mi hermana borda. Lleva a todos lados una cartuchera o bolsito con la tela en la que está trabajando, hilos, aguja, cortante… Siempre tiene varios bordados en proceso y acarrea con ella alguno, supongo que en función del contexto y el tiempo que tendrá para bordar. No son creaciones “libres”, por decirlo de algún modo, sino que siguen un patrón que se encarga de copiar a la tela antes de comenzar a deslizar los hilos. A veces la veo quitar alguna puntada, por un error imperceptible para mi mirada inexperta. “Se nota”, me dice. Y, aunque me esfuerzo, usualmente no lo veo. Cuando termina el proceso, borra las huellas de aquel dibujo inicial con calor para que solo quede el diálogo entre la tela y las puntadas1.

No sé bordar. Tampoco sé si tendría paciencia para hacerlo. Sin embargo, cuando comencé a pensar este texto sobre mis experiencias de escritura —y también sobre otras—, anoté algunas ideas iniciales, sumé conceptos clave, relocalicé algunos, taché otros… inmediatamente me vino a la mente esa imagen de mi hermana y su bordado.

Escribir, como bordar, involucra un trabajo artesanal, en el que ponemos en juego conocimientos, experiencias, emociones, decisiones diversas y, también, el cuerpo: no en un sentido mecánico, sino desde el modo en que las escrituras nos atraviesan.

En este caso, el texto que escribo responde a un doble objetivo: a nivel de contenido, recuperar reflexiones vinculadas a mi propia experiencia en prácticas letradas académicas2 —como escritora y también acompañando procesos formativos—; a nivel formal, hacerlo desde un estilo y un formato que no necesariamente respondan a lo que “se espera” de un artículo3, es decir, a modos de decir más legitimados en el contexto donde aspiro a que circule. Aunque las prácticas letradas académicas son extensas y diversas, decidí además centrarme específicamente en una de sus dimensiones: las escrituras en la investigación. En esa dimensión, ubico prácticas y géneros discursivos4 diversos vinculados a la planificación, comunicación de procesos y resultados, divulgación5, y también escrituras de tesis o trabajos finales de grado y posgrado si las mismas responden a prácticas investigativas.

Desde esas coordenadas, escribo estos apuntes para los que se impone una confesión: cuando comencé a pensar este trabajo sentí la incomodidad de la falta de un patrón específico al intentar definir cómo diseñaría mi texto, dado que estas líneas, de carácter autoetnográfico6 y por momentos ensayístico, no responden a rasgos estructurales más o menos convencionales, prefijados, a los que deba ajustarme. No es que no acostumbre a escribir con cierta “libertad”7: lo hago, por ejemplo, como dimensión fundamental de los proyectos de investigación en los que participo y también en prácticas ajenas al contexto académico. Sin embargo, una cosa es la escritura de registro, de exploración y autorreflexión que construimos como parte de nuestros procesos de investigación; otra, la destinada a circular en contextos donde lo autoetnográfico y narrativo se encuentra legitimado; y, finalmente, otra, la que elaboramos para comunicar en ámbitos científicos y/o académicos con exigencias formales diferentes.

Vale la aclaración: yo las vivo como cosas diferentes, en función de mis propias experiencias con la escritura académica. Permítanme mostrarlo mejor en algunas escenas8.

Escena 1 / Renuncia

Hoy toca dedicarle tiempo al artículo para la revista9 que tengo pendiente y que he ido postergando un poco. El calendario muestra cada vez más cerca la fecha final de entrega. Tengo algunas notas sueltas, algunas ideas, alguna estrategia prevista para la organización del texto que comencé a pensar hace ya unas semanas, y a las que he regresado insistentemente cada vez que el calendario me apura o me alerta.

Cuando escribo artículos, el gesto inaugural de ese proceso suele estar atravesado por el reconocimiento de las limitaciones que los ámbitos de circulación imponen a mi proyecto: reviso las orientaciones para autores, tomo nota de estas, organizo una página tipo en función de los aspectos formales previstos… Es decir, me ocupo de cumplir con las normas que me permitirían “ser parte”, con la certeza de que rara vez son negociables o discutibles. Una idea, claro, sustentada en evidencias: me basta con recordar la frecuencia con la que aparecen, en las orientaciones para autores, advertencias vinculadas a que cualquier producción será rechazada si no cumple ciertas “normas” editoriales.

Tal como lo experimento, escribir en la academia a veces involucra un gesto de renuncia o de sumisión como condición necesaria para la materialización de mi voz en ciertos espacios de circulación de la palabra.

Escena 2 / Lo que somos

Ya sabíamos que nos podían responder que no. Pero lo intentamos, tal vez como forma de no resignarnos a que un evento pueda condicionar nuestro modo de producir y comunicar conocimientos. Si nuestro equipo de investigación puede trabajar en forma colaborativa y horizontal, ¿por qué aceptar que nos impongan límites cuando definimos la autoría de nuestras comunicaciones? “No más de dos autores por ponencia” no solo regula los modos de comunicar, sino que promueve toda una concepción del quehacer de investigación10. Me enoja, es cierto. Pero no, no me asombra.

Estas instantáneas que convoco recuperan experiencias transitadas, hablan de la regulación de prácticas letradas académicas y de los modos en que vamos construyendo literacidades condicionadas frente a la que pocas veces tenemos la oportunidad de disentir.

Alejandra Martínez11 comparte esta reflexión que hago mía:

La realidad cotidiana de nuestra experiencia como trabajadores de la ciencia nos indica que, cuando escribimos un artículo científico, pende sobre nuestra práctica una expectativa “comunitaria” (que proviene del editor, el referato, el director del instituto en donde trabajamos, nuestro director, los mismos lectores, entre otros) respecto al formato literario a adoptar (2016: 191).

No podría explicarlo mejor. Nuestras prácticas letradas académicas están atravesadas por esas expectativas que no solo orientan nuestras producciones, sino que también, en buena medida, la condicionan. Y que usualmente aceptamos como parte de las reglas de juego que las comunidades exigen para “ser parte”: a eso responde, como ejemplo mínimo, que la cita textual anterior, de más de 40 palabras (que cuento para mayor certeza), no vaya enmarcada entre comillas, sino en un párrafo separado, con interlineado sencillo y un margen izquierdo de 2,5 cm —según las “Directrices para autores/as” de la revista, que consulté antes de ponerme a escribir—. Lo mismo ocurre cuando se nos impone un formato particular o unos usos legitimados como norma (masculino genérico por cuestiones de “economía lingüística”, en algunas revistas, por ejemplo).

Más allá de que estos gestos de regulación constituyan modos de organizar la circulación de conocimientos en un ámbito particular —llámese revista, libro, congreso, tesis, monografía…—, involucran también representaciones y prácticas de legitimación a favor de ciertos modos de decir.

Las prácticas letradas académicas se encuentran atravesadas por expectativas más o menos estables o cambiantes, como lo son también los modos en que las comunidades miran nuestras escrituras, las voces que construimos y el modo en que decidimos decir(nos) en nuestros textos. Y no solo miran, claro: también regulan su circulación (o no).

A partir de esas experiencias, construimos un habitus académico: un sistema de esquemas desde los que percibimos y actuamos en el mundo académico, que muestran el modo en que las estructuras sociales, nuestra historia y nuestra acción individual se interconectan. Lo social, lo institucional y las experiencias personales nos pasan por el cuerpo y se hacen cuerpo. Tal como lo pienso, el cuerpo tiene mucho que ver con las prácticas letradas, en general, y con las literacidades académicas, en particular. Esta es una certeza que devuelven incluso mis prácticas docentes acompañando a tesistas de posgrado en diferentes instancias formativas.

Escena 3 / Escribir y parir

Seminario de posgrado. Una de las actividades iniciales propone, a modo de explicitación de experiencias, representaciones y expectativas, completar la frase “Escribir una tesis es como…”12. Respuestas diversas. De todas, tal vez la que más me interpela es la que afirma que escribir una tesis es como “tener un hijo”. El texto describe toda una serie de similitudes entre el embarazo y la escritura de una tesis hasta el “momento de partir” —entregar la tesis— que, por sobre todas las cosas, evocan sensaciones que atraviesan el cuerpo: “El tramo final de la tesis es como un trabajo de parto: no dormís, estas nervioso/a, ansioso/a, preparando todo y ultimando detalles”.

Pero el escribir no se vive como una ficción, idealizada, sino que nos sacude con desafíos —“no es como en las películas”—. El cuerpo y la escritura se abrazan en sensaciones, porque no podemos dejar de ser mientras escribimos ni de evocar experiencias que dialogan con ese texto que nos hace mientras está siendo: “Entregar la tesis produce un alivio similar a parir”.

Escena 4 / Llorar la corrección

La escritura del informe de la tesis avanza a paso firme. Nos reunimos otra vez —como habitualmente hacemos— para revisar lo hecho, las dudas que han surgido, lo que falta. El texto es claro e invita a leer. Estamos revisando la textualización de algunos análisis y en algunos puntos creo que será necesario profundizar lo dicho. Lo explico, lo muestro sobre el escrito, comparando con modos de decir en otro apartado del informe. El trabajo va bien, entre mate y mate, nota y nota. En un punto marco un tono algo vertical, una evaluación que se aparta del estilo que se ha venido sosteniendo en la revisión de los materiales (registros de prácticas docentes) sobre los se ha desplegado una mirada crítica, pero orientada a la comprensión más que a la evaluación. Es un momento y una observación, pero alcanzan como detonante: X llora. Sí, llora: se le comienzan a caer lagrimones que intenta frenar, sin éxito. Me preocupa y me moviliza. Llora la corrección. Una corrección que yo no viví como tal: no pierdo de vista que en estos diálogos asumo el rol de directora y que eso instala un vínculo pedagógico desde el que intento construir horizontalidad, ahora pienso, sin mucho éxito. Sigue llorando, mientras me lleno de preguntas y trato de entender. Cuando el llanto se vuelve más copioso, comienza a decirme pero, sobre todo, a decirse que ya tendría que saber esas cosas, que no le entran, que no entiende por qué se vuelve a equivocar… Con X compartimos un trabajo sostenido sobre la escritura, lecturas y posicionamientos que hablan de los aprendizajes en proceso, de la importancia de la revisión de los textos… Esto hasta que la escritura —que es cuerpo y es emoción— se vuelve enojo y frustración desde el propio acto de tomar la palabra, en unos procesos y productos que tal vez no necesariamente resultan fieles —al menos en alguna versión— a lo que se planteó como texto meta. ¿Qué parte de esa experiencia de construcción procesual y colaborativa no he podido transmitir adecuadamente? Cuando las lágrimas van cediendo y podemos dialogar mejor, yo sigo poblada de preguntas e inquietudes, e interpelando mis intervenciones —su legitimidad y oportunidad— en el proceso.

Veníamos hablando del habitus y siento que, por momentos, este tiene bastante de coraza, de búsqueda de seguridad y de estrategia de conservación frente a comunidades que pueden resultar agresivas. Y hablo desde otra experiencia que sé compartida: las evaluaciones que desacreditan modos de decir, no desde una crítica constructiva que permita repensar aproximaciones y redefinir cursos de acción en nuestras prácticas letradas académicas, sino proyectando sobre la producción de otro concepciones restrictivas de lo que es o debe ser la escritura de x género en x contexto.

Lo he vivido en carne propia: me ha pasado de valorar si recibo y respondo pacientemente alguna evaluación que, por su tono y contenido, resulta violenta, o si por el contrario me voy silbando bajito… buscando nuevos rumbos. No siempre eso es posible, porque necesitamos publicar, los tiempos editoriales son extensos, etc. En definitiva, se trata de resistir o desistir, que se parece bastante a otra oposición latente en las prácticas letradas vinculadas a la investigación: publicar o perecer13.

Sobre estas situaciones que evoco, Roberto Follari (2022) se hace una pregunta que siempre me resuena: ¿quién evalúa al evaluador?

Pero regresemos nuevamente a las expectativas de la comunidad y a la imagen del bordado: escribo estas líneas con esas expectativas-patrón latente y sabiendo que no podré borrar todas sus huellas en mi propia producción. ¿Cuántas puntadas fuera del patrón resultarán adecuadas para las expectativas comunitarias?14 ¿Cuántos hilos puedo dejar más o menos sueltos? ¿Cuánta distancia puedo tomar de ese habitus académico que me ha llevado a publicar mayormente en formatos canónicos?

No estoy sosteniendo que esté mal o bien, mejor o peor —no tendría sentido plantearlo en esos términos— escribir de modo más “libre” en ámbitos que tal vez asociamos a escrituras más estructuradas o convencionales15. Estoy hablando de mi experiencia como escritora en contextos académicos, construida desde el vínculo sostenido con prácticas letradas diversas: aunque entiendo que los géneros se encuentran atravesados por relaciones de saber-poder, que pueden imponer restricciones a la escritura, que a veces condicionan e incomodan, como escritora —ahora, pero también en otras experiencias— la ausencia o desconocimiento de un género se me presenta como un desafío.

Estoy sosteniendo, en definitiva, que las prácticas letradas académicas suelen estar fuertemente reguladas, que nos “acostumbramos” a esas regulaciones y que, por otro lado, es tan necesario conocerlas como discutirlas. En cierto modo, esta mayor libertad plantea un reto: los géneros discursivos funcionan, en nuestras escrituras, como patrones, como organizadores de las prácticas letradas en las que nos embarcamos, frente a los cuales podemos tomarnos —a veces— algunas licencias.

En algunos puntos de este texto hice referencia a mi participación en procesos formativos en los que, por diferentes circunstancias y desde diferentes roles, me ha tocado promover, andamiar, acompañar prácticas letradas académicas en grado y posgrado. Quisiera regresar a esa dimensión para compartir aquí otra pregunta que me interpela: ¿qué implica para mí, como docente o tutora16, acompañar prácticas letradas académicas vinculadas a la investigación?

Al respecto, solo puedo compartir algunos apuntes en construcción, vinculados a reflexiones que he ido trazando en este texto y que presento a modo de respuesta provisoria: acompañar esas prácticas letradas implica habilitar un espacio para ensayar la propia voz, reconociendo la existencia de regulaciones que las atraviesan pero, a la vez, discutiéndolas. Implica, también, compartir mi propia experiencia de modo situado y real, es decir, dando cuenta de los desafíos y desánimos que he transitado (y transito) en mi formación como investigadora, mientras diseño y despliego estrategias didácticas que buscan tender puentes entre literacidades diversas17. Finalmente, implica reconocer el carácter social, formativo, procesual y complejo de las escrituras en la investigación, así como su protagonismo: no escribimos solo para comunicar procesos y resultados en la investigación, sino para construirnos y construir conocimientos. Una nota más: no resulta posible abordar estas prácticas letradas específicas por fuera del propio proceso de investigación, como algo aislado o externo, sino que requieren ser pensadas en y desde la propia práctica investigativa.

En lo que respecta a los aprendizajes vinculados a prácticas letradas académicas, Theresa Lillis (2001) propone una noción que me resulta por demás potente: la de prácticas institucionales del misterio. Afirma que hay dimensiones de las prácticas letradas que se mantienen ocultas o no se explicitan adecuadamente, y que esto afecta en forma directa a quienes se encuentran culturalmente más distantes del contexto académico. Tal como lo pienso, abordar características de los géneros discursivos sobre los que trabajamos, convenciones y regulaciones —siempre de modo situado—, y a la vez problematizarlas, constituye una acción de justicia pedagógica que busca también evitar experiencias traumáticas muchas veces sustentadas en lecturas deficitarias frente a prácticas letradas no suficientemente andamiadas.

En términos didácticos, esto me obliga a pensar la complejidad de las prácticas letradas que propongo en contextos de formación, a no minimizar los retos que las mismas pueden plantear a quien escribe, a repensarme en el vínculo que establezco para su andamiaje. Pienso, también, en la necesidad de evitar la reproducción de regulaciones asumidas irreflexivamente para habilitar modos más creativos y personales de decir y decirnos en la investigación, que tiendan diálogos entre literacidades diversas, sin excluir prácticas emergentes y más cercanas a las experiencias previas de mis estudiantes y tesistas con la escritura18.

Y cuando pienso todo esto, vuelvo a la imagen de mi hermana bordando, al patrón que guía las puntadas cuando comienza a jugar con los hilos y al modo en que esas marcas iniciales pierden protagonismo cuando ya han cumplido su función. Vuelvo también al principio de este texto: escribir en la investigación y acompañar procesos formativos vinculados a dicha escritura, como bordar, involucran un trabajo artesanal, en el que ponemos en juego conocimientos, experiencias, emociones, decisiones diversas y, sobre todo, el cuerpo.

Bibliografía

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1 Tal vez sea necesario contextualizar esta práctica un poco mejor: hace Sashiko, una técnica de bordado o costura japonesa que crea patrones a partir de puntadas repetitivas. Por eso, emplea plantillas con diseños y, desde estas, copia el patrón a la tela empleando bolígrafos que luego suele retirar con el calor de la plancha.

2 Los modos en que leemos y escribimos en el contexto de nuestra formación superior —en grado, posgrado e, incluso, en recorridos formativos complementarios como cursos o seminarios— constituyen prácticas letradas académicas. Las prácticas letradas son las formas culturales que adopta el empleo de la lengua escrita (Kalman, 2008; Zavala, 2009) en contextos y situaciones particulares. En esa misma línea, la expresión literacidades académicas remite a prácticas sociales, mediadas por la palabra escrita y vinculadas al contexto de la educación superior, que involucran cuestiones de poder e identidad (Lea y Street, 2006; Lillis, 2021; Lillis y Scott, 2007; Zavala, 2011). El enfoque de las literacidades académicas asume, además, una orientación transformadora de las prácticas frente a perspectivas predominantemente normativas.

3 Este objetivo parte de un interés del propio dossier por explorar nuevos géneros de comunicación no apegados a la estructura de un artículo tradicional.

4 Los géneros discursivos son formas más o menos estables de uso de la lengua, reconocibles socialmente, y que involucran ciertos rasgos temáticos, estructurales y estilísticos. A modo de ejemplo, la tesis constituye un género discursivo particular, propio de los estudios de posgrado, que posee ciertas características asociadas a sus objetivos, contexto de circulación institucional, campo disciplinar, posicionamiento epistemológico, etc.

5 Esta enumeración no pretende ser exhaustiva, dado que las prácticas letradas vinculadas a la investigación son de muy diverso tipo.

6 En el contexto de este trabajo, entiendo la autoetnografía como una forma narrativa y autorreflexiva de generación de conocimientos que permite analizar las propias experiencias como estrategia para la comprensión de fenómenos socioculturales. Esta orientación me permite reconocer que, tal como afirmaba Denzin (2014), una experiencia personal nunca constituye una producción individual. Sin embargo, por su propia estructura —no solo centrada en mis experiencias— y el modo en que dialoga con estrategias propias de géneros más expositivo-explicativos, no me atrevo a considerar mi escritura como una autoetnografía, sino que solo reconozco para ella una orientación deudora de la caracterización de esa disciplina que acabo de realizar.

7 Como mencioné —ver nota 3—, la libertad de la que hablo aquí no surge de un impulso personal, sino de un gesto de apertura y validación de la propia revista, del que intento apropiarme.

8 Elijo aquí la idea de escena para presentar breves textos autoetnográficos que captan, a modo de plano detalle, eventos significativos —en función de los objetivos que aquí persigo— de mis experiencias.

9 En estos textos he optado por omitir referencias que pudieran permitir la identificación de medios, eventos o personas. Recurro, por ello, a formulaciones generales como “la revista”, “un evento”, etc., así como al reemplazo de nombres propios por una X.

10 Aunque sé que esta restricción suele estar asociada a la intencionalidad de evitar la presencia de trabajos con una infinidad de autores y autoras que no han participado de su elaboración, también tengo la certeza de que esa práctica no se evita con una prohibición.

11 Y hablando de regulaciones y pequeñas resistencias: me gusta poder escribir el nombre de las personas que cito en mi texto; me permite construirlas como más cercanas en el diálogo que establecemos desde las lecturas.

12 Hemos abordado con mayor detalle esta experiencia en Taboada y Sánchez (2023).

13 Esta oposición remite al imperativo de las publicaciones que rige en el mundo académico, como criterio dominante para la evaluación y promoción de quienes se dedican a la investigación. Si bien es un imperativo discutido y criticado, me viene a la mente una frase que suele usar mi mamá —¿podemos pensar en una “cita de autoridad” no académica?—: no creo en brujas, pero que las hay, las hay.

14 Tal vez puedo sumar algunas inquietudes más: ¿qué grado de fidelidad con un texto autoetnográfico puedo/quiero/necesito sostener desde este escrito? ¿Qué tan legítimo resulta plantearme esta pregunta?

15 Nuevamente, pienso aquí en las directrices para autores de las revistas que consultamos o en las que sometemos a evaluación nuestras producciones.

16 Uso el término tutora para englobar vínculos diversos con investigadores e investigadoras en formación, asociados a la dirección de tesis y otros trabajos finales.

17 Considero, tal como afirma Kevin Roozen (2021), que la escritura disciplinar no se aprende solamente en el contexto de prácticas letradas hegemónicas, sino como producto de un entramado de experiencias semióticas diversas.

18 Este artículo no sería el mismo sin los aportes de lectores y lectoras que hicieron sugerencias en diferentes momentos de su proceso de elaboración. Entre ellos, quisiera agradecer las devoluciones de quienes lo evaluaron como parte del sistema de referato previsto por la revista. Cuando leemos y escribimos, siempre lo hacemos tendiendo lazos entre textos diversos, desde itinerarios de lecturas y escrituras que dejan huellas en las palabras que elegimos para decir y decirnos. Lo menciono a modo de introducción a una experiencia —o una nueva escena— que creo lo ilustra bien: una de las personas que evaluó el manuscrito decidió compartir conmigo referencias de algunos trabajos que le habían quedado resonando al leerlo, como aporte para ampliar el diálogo. Me entusiasmó revisitar algunos de ellos y, por eso, incluyo sus referencias (Lillis, 2008; Prior y Shipka, 2003; Roozen y Erickson, 2017; Zavala et al., 2004) para quienes deseen sumarse al recorrido.