ISSN 1515-7326, n.º 24,
1-2020, pp. 29 a 60
El diseño normativo de las pruebas periciales, a propósito del
razonamiento inferencial de los expertos y la compren sión judicial
Th e
Institutional Design of Expert Evidence.
Remarks on
the Inferential Reasoning of Experts and Judicial Comprehension
Carmen Vázquez*
Recepción: 25/3/2019
Evaluación: 25/4/2019
Aceptación final: 26/5/2019
Resumen: La valoración judicial del conocimiento experto
proveniente de una prueba pericial exige que los jueces comprendan el
razonamiento inferencial en juego. Ello supone que los jueces controlen tanto
las premisas del razonamiento pericial como las inferencias que se hacen a
partir de ellas. Toda esta tarea debe realizarse básicamente en la práctica y
en la admisión de las pruebas periciales, atendiendo tanto el fundamento de las
generalizaciones expertas como a su aplicación al caso concreto. En este
escenario, el objetivo será ofrecer a los operadores jurídicos y a los expertos
diversas herramientas procesales para construir una práctica dialógica que
permita lograr las exigencias que deben satisfacer sobre todo los jueces. Palabras
clave: Prueba pericial, razonamiento probatorio, desacuerdos entre
expertos, diseño institucional.
Abstract: The judicial assessment of expert knowledge underlying
expert evidence requires judges’ comprehension of the inferential reasoning
implied. This presupposes that judges should control both the premises of the
expert reasoning and the inferences drawn from them. Th is whole task should be
done during the admissibility stage and in the course of the presentation of
the evidence during the trial, looking for the basis of experts’
generalizations and assessing how they are applied to the specific case. In
this scenario, the aim is to provide some tools in order for legal
practitioners and experts to build a dialogic practice allowing both of them to
fulfill their obligations, especially those of the judges.
Keywords: Expert evidence, evidential reasoning, disagreements
between experts, institutional design.
La valoración de la prueba pericial supone que los jueces deben comprender el razonamiento inferencial
realizado por los peritos si están interesados, como deberían estarlo, en tomar
decisiones racionales con él. Ello supone identificar las premisas usadas por
los expertos para atender a sus fundamentos y las diversas inferencias
realizadas a partir de ellas. Desafortunadamente, en los sistemas jurídicos,
quizá sobre todo en los de tradición romano-germánica, no se ha delimitado
claramente en qué consiste la valoración judicial de las pruebas periciales y,
por supuesto, en general no se han desarrollado herramientas procesales con el
objetivo de ayudar a los jueces a realizar su tarea (o, pese a su previsión en
el ordenamiento, no han sido usadas para lo que deberían ser usadas). En su
lugar, se ha incentivado de diversas maneras y distintos grados cierta
deferencia hacia los peritos por el hecho de ser tenidos como expertos y,
acorde con ello, se han buscado muy diversos criterios, que funcionarían como
atajos, para supuestamente justificar el uso de conocimiento experto en las
decisiones judiciales sin necesidad de que el juez comprenda el razonamiento
inferencial de los peritos. Así tenemos criterios relacionados con el sujeto
mismo, como la imparcialidad pericial; con el informe pericial, como su
completitud o ausencia de contradicciones; o malos criterios sobre los
fundamentos de lo que afirma un experto, como la cientificidad del
conocimiento; y un largo etcétera.[1]
Los
atajos antes mencionados tienen diversos problemas en sí mismos. Por ejemplo,
si consideramos la imparcialidad pericial en atención al origen de los
expertos, es decir, básicamente a su nombramiento por parte de un juez y no por
las partes, algunas veces pareciera que más bien estamos definiendo qué
entenderemos por “imparcialidad pericial”. Esto es, un perito será considerado
imparcial cuando ha sido designado de alguna manera por el juez; sin embargo,
esta suerte de estipulación, obviamente, nada puede decir sobre la calidad de
aquello que dice y hace un experto en un proceso judicial. Pero, lo que es
peor, por más imparcial que un experto pudiera ser, todavía podría estar
utilizando métodos o técnicas no fiables o con grandes rangos de error; un
perito imparcial podría estar usando información incompleta sobre el caso; un
perito imparcial, equivocarse en un caso concreto, etc. Por ello, la justificación
de las premisas usadas por los expertos en su razonamiento tiene que buscarse fuera del sujeto (de su experiencia, de
sus calificaciones o su pertenencia a una institución).
En
los últimos años seguramente se ha dado un paso en la búsqueda de información
externa al experto para justificar el uso de conocimiento experto, así algunas
decisiones judiciales y/o estudiosos en la materia han acudido a la
cientificidad de los métodos, técnicas, afirmaciones, etc., que usan o hacen
los peritos. Sin embargo, las discusiones que en la filosofía de la ciencia ha
habido sobre el supuesto carácter científico de algo, conocido como el problema de la demarcación, han mostrado la
insuficiencia de los diversos criterios de cientificidad que se desarrollaron
para delimitar claramente lo que sería científico y lo que no sería científico.
Además de ello, no todo lo científico es igualmente fiable y no solo lo
científico es fiable, por lo que tampoco podemos asumir que cientificidad es
igual a fiabilidad. En cambio, para usar en las decisiones judiciales
información experta de forma justificada necesitamos precisamente información
sobre su fiabilidad, tanto sobre las generalizaciones usadas como en su
aplicación al caso concreto en que se aplican.
Es
evidente que no basta solo con tener información sobre las premisas implicadas
en el razonamiento pericial y sus fundamentos, el juez debe comprender lo que
está en juego en el contexto del caso específico que está resolviendo. Es claro
que el sistema jurídico solo puede poner un deber cuando este puede ser
cumplido (deber implica poder) y, bajo esa consideración, se podría argumentar
que los jueces no pueden cumplir con dicha obligación. Una de las explicaciones
que se han dado al respecto, muy generalizada en la comunidad jurídica, es que
los jueces, al ser legos en el conocimiento experto que subyace a las pruebas
periciales, son incapaces de
comprender las afirmaciones de los peritos.[2]
Tal asunción debería ser tomada muy en serio a la hora de construir nuestros
diseños normativos, pues de ser cierta debería suponer un cambio bastante
radical en la estructura actual del proceso judicial a efectos de retirar a los
incapaces de tomar decisiones que indudablemente afectan a los ciudadanos.
Evidentemente tales incapacidades serían una suerte de déficits cognitivos
insalvables o difícilmente salvables, no déficits de información que pudieran
ser ocasionados por falta de datos relevantes o incluso por desbordes de
información.
Sin
embargo, parece que cuando se han realizado estudios empíricos sobre la
capacidad de los decisores sobre los hechos para valorar las pruebas
periciales, los resultados contrastan con la asunción de una incapacidad
cognitiva y más bien muestran una y otra vez serios déficits de información por
parte de los decisores. En los casos ordinarios, algunas veces la información
ausente es cultural, más general y atinente a la concepción que se tiene sobre
el funcionamiento del conocimiento experto o de la empresa científica en
particular; en algunas otras ocasiones la información ausente es sobre los
hechos del caso y la ausencia es generada por ciertas malas prácticas y/o
reglas deficientes. Quizá otra es la situación cuando se trata de casos
especialmente complejos, donde sería esperable un aumento de las dificultades
de comprensión de un juez sobre el conocimiento experto relevante para
aquellos, en ese contexto deberíamos preguntarnos si el sistema en que tiene
lugar ayuda (o no) para que el juez logre la comprensión de aquello que tiene
que resolver.
En mi opinión, cuando se cuestionan las capacidades cognitivas de los
jueces para tratar con las pruebas periciales, no solo hay que mostrar
empíricamente tal hecho sino también en qué medida influye en ello el sistema
jurídico en el que los jueces llevan a cabo su función.
Y,
si lo anterior es así, entonces, el sistema jurídico debe ofrecer a sus jueces
las herramientas necesarias para reducir o eliminar en la medida de lo posible
sus déficits de información, preocupándose por asegurar la completitud de los
datos desde la admisibilidad de las pruebas periciales hasta el empleo de
diversos mecanismos dialógicos con
los expertos que participan. El objetivo fundamental de este trabajo será
entonces discutir el diseño institucional de un modelo con esos mimbres, bien
para tenerlos como propuesta de lege
ferenda o, en caso de que ya estén previstos, brindar ciertas pautas para
su funcionamiento adecuado dado el objetivo de lograr la comprensión judicial.
Para ello, en primer lugar, intentaré argumentar que necesitamos diseñar
ordenamientos que reflejen un modelo de confianza hacia los jueces, no esparcir
una sistemática desconfianza hacia ellos, sobre todo considerando la evidencia
empírica que al respecto se tiene y la ausencia de alternativas serias.
En
segundo lugar, desarrollaré un conjunto de diversos posibles mecanismos para
incentivar la comprensión de los jueces fundamentalmente durante la práctica de
las pruebas periciales: preguntas de aclaración durante el contradictorio,
asesores expertos para casos complejos, meta-periciales para complementar las
pruebas periciales inicialmente presentadas y los careos entre expertos para
afrontar los desacuerdos entre los mismos. Por supuesto, garantizando en todo
momento una adecuada participación de las partes en la práctica de cada una de
tales herramientas.
Debo
advertir desde ya que se trata de mecanismos que están individualmente
previstos en diversos ordenamientos, tanto del common law como de tradición romano-germánica, en ese sentido mi
propuesta no es original. Sin embargo, la originalidad radicaría en: (i) la
propuesta de su conjunción en un
mismo ordenamiento para incentivar y lograr la comprensión judicial del
razonamiento pericial; y (ii) su aplicación en la práctica de las pruebas
periciales durante el juicio oral, y no a efectos de la conformación de una
prueba pericial o para decidir su admisibilidad.
Ahora
bien, quizá una buena manera de incluso evitar el uso de los mecanismos antes
planteados, sea prestar mayor atención a qué se pide a los expertos y qué
información relevante se les brinda para que realicen la función que se les ha
asignado. Por ello, en tercer lugar, defenderé que debe haber una mayor
preocupación en la determinación del objeto del peritaje, de los datos
relevantes que se le brindan al experto para la realización de sus operaciones
periciales y en la información que este brinda sobre la fiabilidad de las
generalizaciones independientes a los hechos del caso que utiliza.
Los
argumentos y las posibles herramientas que aquí se presentan pretenden abonar a
una concepción general de la prueba pericial, sin pretender siquiera sugerir
que con ellos se terminarán los muy diversos problemas que se afrontan con los
distintos tipos de pruebas periciales en los sistemas jurídicos. Por supuesto,
cada país afronta problemas distintos con el conocimiento experto que es
utilizado por sus tribunales como elemento de juicio: en algunos países el
problema es que no hay expertos en un área determinada, las universidades no
los han formado o los están formando mal; en otros países el problema son las cargas de trabajo excesivas que hacen
imposible que los jueces tengan el tiempo para hacer un análisis concienzudo de
estas pruebas; en algunos países el problema es cultural, más general, porque
se da más importancia a la magia, a lo divino o a lo esotérico, antes que al
conocimiento empírico fundado y/o hay una deficiente formación en la educación
básica respecto al razonamiento con generalizaciones empíricas o científicas o
fundadas; en otros países el problema es económico, porque no se ha invertido
lo suficiente para tener buenos, variados y suficientes expertos y/o
laboratorios de calidad. Y todos esos déficits pueden darse conjuntamente en
cualquier combinación. Sin embargo, aunque no todos los problemas de la prueba
pericial están relacionados con la calidad del conocimiento experto, todo
sistema jurídico debería estar interesado en conocer la fiabilidad de los
métodos, técnicas, teorías, etc., que son empleados por los peritos, en la
completitud de la información con que se toma la decisión y, por supuesto, en
que esta sea racional.
Uno de los escenarios donde quizá más se ha debatido sobre la
capacidad de los jueces para decidir sobre los hechos del caso es en EUA, donde
en general el “juzgador de los hechos” es el jurado.[3]
Ahí precisamente ha surgido lo que se identifica como “paternalismo
epistémico”, es decir la política de tomar medidas para proteger a los jurados
de sus malas decisiones.[4] Esa protección sería, como
en todo paternalismo, una protección de
ellos mismos;[5] pero, a diferencia de otros
paternalismos relacionados con la acción, el objetivo sería evitar un mal
razonamiento o una mala conclusión. Goldman, por ejemplo, delimita al
paternalismo epistémico hacia los juzgadores de los hechos de la siguiente
manera:
Si, en opinión de los legisladores, una cierta
categoría de elementos de juicio suele inducir al jurado a error, ellos están
facultados para exigir o permitir que tales pruebas se mantengan fuera del
alcance de los jurados. Este es un ejemplo de lo que llamo paternalismo
epistémico. […] El tribunal sustituye con su propia expectativa sobre el error
del jurado la expectativa del jurado mismo, quienes quizá hubiesen [de haber
estado facultados para hacerlo] aceptado información sobre el carácter del
acusado, sus antecedentes penales o su retractación de un reconocimiento de
culpabilidad previo, considerando que probablemente reduciría su probabilidad
de error (Goldman, 1991, traducción propia).
Es
decir, bajo el presupuesto de que en determinadas condiciones el juzgador de
los hechos cometerá errores, se limita su
autonomía epistémica con el fin de
obtener resoluciones correctas sobre el caso en cuestión. En el ejemplo citado
por Goldman, dicho límite es
impuesto por el legislador y ejercitado por un juzgador profesional que debe
“proteger” al jurado de sí mismo seleccionando la información que conocerá para
decidir[6]. Por supuesto, hay otras
posibles medidas que podrían tomarse, más allá de que el juzgador no tenga
conocimiento alguno de la existencia de ciertas pruebas, como indicarle cómo
tratar tales pruebas o su valor probatorio; sin embargo, el paternalismo
epistémico ha optado por la exclusión de la información.
Una
pregunta que surge de inmediato es dónde radicaría la incapacidad de los
juzgadores de los hechos, i. e., de qué incapacidad se está hablando.
Los factores relevantes a considerar parecerían ser cierto estado o condición
de los sujetos que supongan límites o
déficits cognitivos traducibles en una tendencia sistemática al error. Es decir, no se trata simplemente de errores
ocasionales,[7] sino de una cuestión
general, sistemática y predecible. Por ello, deben diferenciarse esta tendencia
generalizada a los errores de aquello que sobre juzgadores particulares enuncia Devis Echandía:
… el riesgo de la pereza física y mental de algunos
juzgadores, que no hagan uso de la facultad legal para criticar [a la prueba pericial],
sino que se faciliten el trabajo rindiéndole un exagerado servilismo. Pero este
riesgo existe igual con otros medios de prueba [que] pueden ser aceptados
servilmente o sometidos a rigurosa crítica, según la competencia y la
preparación de cada juez. […] [Es] por esta razón que no puede esgrimirse este
peligro como algo exclusivo de la moderna prueba técnica o científica (Devis
Echandía, 1972, p. 61).
Sea
como sea, primero habría que saber qué capacidades cognitivas podrían
considerarse relevantes a efectos de
analizar si los actuales decisores son o no cognitivamente competentes para
realizar la función que se les ha atribuido, es decir, valorar las pruebas
periciales. Vale la pena subrayar que al juzgador no se le exige que produzca
una prueba pericial, lo que se supone que tiene que valorar es la calidad de la inferencia hecha
inductivamente a partir de la propia información que la conforma: los hechos relevantes
sobre el caso, las generalizaciones independientes a los hechos del caso y las
diversas relaciones entre ambas cuestiones.[8]
Esto es, sin duda alguna, considerablemente menos demandante
epistemológicamente que lo primero, pues bastaría con determinar que las
decisiones inferenciales del experto son (o no) razonables. Si, en cambio, se
duda de la capacidad de los jueces para realizar y/o evaluar inferencias, ello
tendría consecuencias que irían mucho más allá de la prueba pericial, pues si
aceptamos que todo el razonamiento probatorio es inferencial probablemente
tendríamos que empezar a pensar en otro tipo de decisores o quizá en distintas
estrategias normativas más contundentes sobre la institución probatoria.[9]
Una
vez identificada la incapacidad relevante que se atribuye a los juzgadores de
los hechos, la justificación del paternalismo epistémico exigiría disponer de
datos empíricos sólidos que muestren la existencia de esa incapacidad, y no
meras suposiciones al respecto. En el contexto anglosajón se han realizado
varios estudios con el objetivo de comprobar o refutar que los jurados como juzgadores de los hechos
son fácilmente impresionables cuando se les presenta una prueba etiquetada como
“científica”. Ahora bien, nótese que la incapacidad que se pretende determinar
aquí no es relativa al control de las inferencias realizadas por los expertos,
sino una sobrevaloración epistémica sobre un tipo de pruebas periciales que
podría tener múltiples causas. De cualquier manera, los resultados de dichos estudios
no son de ninguna manera concluyentes (algunos confirman la hipótesis y otros
la refutan),[10] lo que no debería ser muy
sorprendente si tomamos en cuenta que el jurado es solo una muestra de la
sociedad.[11]
Todo
lo anterior no desconoce de ninguna manera que los usos que se han hecho del
conocimiento experto en el proceso judicial han conducido a errores en el
sistema, pero por causas diversas a la supuesta incapacidad de los jueces de
los hechos de controlar las inferencias. Entre ellas se encuentra: que el
sistema judicial ha empleado sistemáticamente información de fiabilidad baja o
desconocida; que los peritos hacen afirmaciones que no cuentan con apoyo
empírico en su área; que los peritos sistemáticamente asumen comportamientos
que buscan favorecer a toda costa a su parte; que los peritos sufren de ciertos
sesgos cognitivos dada su contaminación con determinada información del caso o
que las pruebas periciales tardan mucho en ser realizadas (Duce, 2018); que los
litigantes no tienen la formación y/o las destrezas adecuadas para cuestionar a
los expertos, o incluso que desconocen el caso que están litigando, etc. Sin
embargo, ninguno de esos genuinos problemas apunta directamente a que los
jueces son incapaces cognitivamente de realizar su función; apuntan, más bien,
a un conjunto de malas prácticas de los diversos actores y quizá a una mala
formación de los juristas en general en el ámbito probatorio.
Es
más, si los jurados no fuesen capaces de valorar las pruebas periciales todavía
podría decirse que la tarea debe ser realizada por jueces profesionales, pero
cuando ya la tarea es realizada por un juez profesional y desconfiamos
sistemáticamente de este, ¿quién entonces debería realizar la función?, ¿otro
experto? Más allá de los problemas prácticos que supondría crear un sistema
donde todos los jueces fueran
expertos en la materia pericial que deben juzgar y que, para ello, deberíamos
tener juzgadores ad hoc, finalmente
todo tipo de jueces, como todo ser humano, es susceptible de sufrir sesgos cognitivos en diferentes
situaciones donde hay mucha información que se tiene que procesar, cuando se
necesita actuar de manera rápida, cuando se tiene que recordar información
disponible anteriormente o incluso cuando se llenan lagunas en ausencia de
determinada información.[12] Todas esas situaciones
están claramente presentes en los procesos judiciales, con independencia del
tipo de jueces que se tienen.
Si
desconfiamos sistemáticamente de la capacidad de nuestros jueces, entonces,
debemos buscar otras maneras para el funcionamiento adecuado de los sistemas y
apartar definitivamente a los incapaces de realizar la función en juego; esto
supondría, obviamente, repensar toda la estructura del proceso judicial para
saber quién tendría que decidir los casos jurídicos que lleguen hasta los
tribunales. Lo que no tiene ningún sentido es desconfiar sistemáticamente de la
capacidad de los jueces legos (i. e. no expertos en el campo de
conocimiento del perito) y mantenerlos en la toma de decisiones judiciales. Sin
embargo, dado el giro copernicano que esto supondría, los fundamentos que
debemos considerar para llevarlo a cabo no deben ser netamente políticos, tiene
que haber un sustento empírico que muestre dicha incapacidad, más allá de
perezas mentales, incentivos institucionales, corruptelas, etc., de algún juez
o conjunto de jueces.
Si
adoptamos un sistema de confianza en las capacidades de los jueces para tomar
decisiones también con conocimiento experto, entonces, me parece muy urgente
dejar la “estrategia victimista” consistente en repetir el mantra “los legos
vs. los expertos”, a la vez que de muy diversas maneras justificamos que los
primeros realicen pocos o nulos esfuerzos por comprender a los segundos. Y, por
el contrario, creo que debemos repensar nuestro diseño institucional teniendo
muy claros los objetivos que se buscan y los diversos problemas que siempre
enfrentaremos, con la prueba pericial y sin ella, como la falibilidad de
cualquier sistema por más perfecto que teóricamente pudiese ser y los sesgos
cognitivos de los diversos sujetos que participan en el funcionamiento del
mismo.
Estas
asunciones tienen que ir precedidas por una delimitación previa referente a las
pruebas periciales que, aunque quizá es obvia, no siempre se toma en cuenta: es
falso que nuestros jueces lidien con el
mundo de la expertise. En otras palabras, no todo el conocimiento experto
que se ha desarrollado en la actualidad tiene cabida en el proceso judicial,
solo una pequeña parte del mismo; no todo el conocimiento experto que tiene un
experto es relevante para el caso concreto, solo una parte del mismo; no todo
el conocimiento del caso concreto es experto, sino que generalmente, además de
este, hay disponible otro cúmulo de conocimiento no-experto relevante. Y
normalmente el tipo de conocimiento experto que entra al proceso ha sido ya
tratado previamente por nuestros jueces al ser repeat players y tener como función decidir constantemente casos a
partir de él. Esto último no convierte en expertos a nuestros jueces, pero sí
les debería permitir una mayor
sofisticación en el tratamiento de dicho conocimiento.
Es
muy posible que los sistemas actuales no estén logrando la sofisticación que se
requeriría para tratar las pruebas periciales, pero quizá ello no se deba a la
incapacidad de los jueces, sino a una suma de errores, incentivos perversos y
desconocimiento sobre el funcionamiento del conocimiento experto que ha
configurado el diseño y las prácticas procesales actuales. Y, desde luego, una
forma de incidir en todo ello es cambiando el sistema jurídico que regula al
menos determinados aspectos de la prueba pericial, lo que, si además fuera
acompañado de una estrategia formativa fuerte,[13]
podría darnos mejores resultados en el tratamiento jurídico-procesal del
conocimiento experto. La formación de los jueces en materia probatoria es una
necesidad urgente, pero no es este el lugar para profundizar en ello; mi
objetivo es más modesto: hacer algunas sugerencias sobre el diseño normativo
actual.
La prueba pericial como fuente
de conocimiento es un testimonio, es decir, obtenemos la información
relevante a partir de un tercero.[14] Y aquí cobra importancia tomar
en consideración una de las más claras enseñanzas que nos ha dado la llamada
epistemología del testimonio, ampliamente desarrollada en los últimos años: las
cualidades o insumos epistémicos que ese tercero tiene sobre lo que afirma no son heredables para la audiencia que
lo escucha. Es decir, las razones que ese tercero tiene para creer que P no son
simplemente heredadas por el sujeto que escucha a ese tercero afirmar que P. Si
esto fuese así, el núcleo de la epistemología del testimonio radicaría de forma
exclusiva en el hablante (concretamente, en la justificación de su estado
mental), pudiendo la audiencia heredar la justificación de las afirmaciones
realizadas por este. Sin embargo, hay varios argumentos en contra de dicha
tesis:
1.
Pese a que haya un conjunto de pruebas sobre determinada afirmación,
un sujeto puede tener creencias sobre
esa afirmación contrarias a las pruebas existentes y, a la vez, fundar las afirmaciones que realiza en
esas pruebas disponibles y no en sus propias creencias. Entonces, pese a que un
hablante no tuviera una creencia justificada sobre P, la audiencia podría estar
justificada en creer que P a partir únicamente de lo que dice el testimonio
respectivo.
2.
Aun cuando el hablante tenga creencias justificadas sobre una
afirmación, es posible que por diversas cuestiones sea la propia audiencia quien impida la transmisión de dicha
justificación y, por
ello, pese a la justificación del hablante, la creencia de la
audiencia no esté justificada.
3.
La creencia transmitida no implica de ninguna manera la transmisión a
la audiencia de posibles pruebas o razones que tuviera el propio hablante para derrotar dicha creencia o, al menos,
cuestionarla.[15]
Dados
estos serios problemas de la llamada “concepción hereditaria” del testimonio,
hay que buscar dar cuenta del conocimiento testimonial considerando a los dos agentes epistémicos en juego, es
decir, el juez como audiencia y el perito como hablante.[16]
En el contexto procesal todo ello se traduciría en que el juez debe tener sus
propias razones suficientes para creer justificadamente las afirmaciones o
conclusiones periciales; y para ello, la práctica de las pruebas en
contradicción es quizá el mejor momento procesal para obtener adecuadamente el
tipo de información que requiere.
Vamos por partes.
Como
se ha dicho antes, la tarea judicial con la prueba pericial consistiría
básicamente en controlar el razonamiento inferencial realizado por los
expertos, lo que supone controlar también las premisas en juego. Aunque quizá
sea simplificar demasiado el razonamiento pericial, una manera que podría
resultar asequible para los juristas sea distinguir entre la premisa mayor del
razonamiento compuesta por generalizaciones
independientes a los hechos del caso
y una premisa menor compuesta por los hechos del caso, ambas llevarían a una
conclusión. Un sencillo ejemplo podría ser “cuando mentimos hay un esfuerzo
consciente que se refl eja en un aumento de la presión sanguínea”, que era la generalización
en juego en el famoso caso Frye, donde se pretendía presentar como
prueba pericial un entonces novedoso detector de mentiras.[17]
Por supuesto, muchas veces la premisa mayor será mucho más compleja que una
única afirmación, será un conjunto de afirmaciones cada una de las cuales
podría integrar una inferencia inductiva independiente.[18]
De cualquier manera, nótese que antes de valorar cómo se ha aplicado al caso
concreto, hay que tener los datos relevantes sobre la justificación de la
generalización en juego; podríamos decir que esto es condición necesaria pero
no suficiente de una valoración judicial sobre las pruebas periciales, todavía
faltaría por ver si en el caso concreto, por ejemplo, la medición del aumento
de la presión sanguínea de Diego permite inferir que él ha mentido. Sin
embargo, cuando la premisa mayor es cuestionada y mostrada inválida, entonces
ya no haría falta el análisis de la premisa menor, como en el caso de los
detectores de mentiras ejemplificado.
Si
somos conscientes de la información que necesitamos, ya podríamos exigir a las
partes cómo deben conformar el ofrecimiento de sus pruebas periciales y/o sus
informes periciales: explicitando claramente la inferencia o las inferencias en
juego. Sin embargo, a efectos de subsanar cualquier déficit de información y
para comprender adecuadamente el razonamiento pericial, la práctica de las
pruebas periciales será fundamental. La oralidad en combinación con la
contradicción puede colaborar a que se incorpore adecuadamente información
relevante sobre el razonamiento pericial. Pese a que es el principio de
oralidad el que más difusión ha tenido, este no tiene, en sí mismo, efectos
epistemológicos, pues puede ser regulado y aplicado de manera tal que no se
aprovechen las oportunidades que potencialmente ofrece para una mejor práctica
de las pruebas; por ejemplo, obligando a formular y seguir una lista cerrada de
preguntas, sin posibilidad de repreguntar o limitando la contradicción
exclusivamente para las partes al concebir al juzgador en una actitud
totalmente pasiva. Por ello, es fundamental enfatizar la combinación oralidad-
contradicción como una estupenda dupla que permitiría tanto a los jueces como a
los fiscales y abogados un mejor acercamiento al contenido de las pruebas
periciales.[19]
El
principio de contradictorio es, evidentemente, una de las más importantes
garantías procesales de las partes al permitir que cuestionen las pruebas
presentadas por su contraparte y también que puedan de alguna manera controlar
el razonamiento judicial en aquellos casos en que el juez lo refl eja a través
de las preguntas que hace a las propias partes, los testigos y los peritos. Por
eso el ejercicio del principio de contradictorio también debe servir como
herramienta cognoscitiva a los jueces, es decir, les debe permitir subsanar sus
déficits de información sobre las pruebas periciales admitidas.
Desafortunadamente, no siempre pueden hacer tal subsanación únicamente a través
de las partes, por ejemplo, porque no cuestionan adecuadamente y el juez sigue
teniendo dudas o incluso cuando pese al cuestionamiento de las partes las dudas
persisten. Si asumimos que los jueces deben comprender las pruebas presentadas
para tomar una decisión racional, entonces lo mejor que puede pasar a las
partes es que los jueces resuelvan sus dudas durante la práctica de las pruebas y no que, habiéndose quedado con
ellas, las satisfagan preguntando a un experto de su confianza o incluso
consultando en otras fuentes que, evidentemente, las partes desconocerán y no
tendrán ninguna posibilidad de contradecir. Por ello, no podemos aspirar
siquiera a que los jueces permanezcan totalmente pasivos durante la práctica de
la prueba pericial.
Dicho
lo anterior, podría haber casos complejos en los que el desconocimiento del
juez impidiese siquiera generar dudas relevantes para la adecuada comprensión
de las afirmaciones periciales. En esos casos, sería muy oportuno que el
sistema jurídico previese la posibilidad de contar con un “consultor experto”
que pudiera educar básica y rápidamente al juez sobre las cuestiones más
elementales de un área de conocimiento. Es decir, no se trataría de un perito
sino de un experto con una función muy concreta y distinta a la de ofrecer
pruebas sobre los hechos concretos del caso: la función de dar al juez las
nociones más básicas de un área o aspectos relevantes de la misma para que
posteriormente sea capaz de comprender adecuadamente lo que los peritos le
dirán e incluso preguntar razonablemente.[20]
Un experto así no debería conocer los hechos del caso concreto, evitando con
ello cualquier contaminación del conocimiento que pondrá en manos del juez. Por
supuesto, habría que discutir cómo sería nombrado y garantizar en todo momento
la participación de las partes, no necesariamente contradiciendo sus afirmaciones,
pero sí en su nombramiento y en todo contacto que tuviese con el juez
respectivo, quien debería comunicar siempre a las partes cualquier reunión con
el consultor.
Por
otro lado, también podría haber casos en los que el ejercicio del
contradictorio trajese más dudas cuya adecuada resolución requiriese más
operaciones periciales y, para esas situaciones, podría preverse la posibilidad
de realizar lo que podría identificarse como “meta-periciales”. Es decir, que
haya una nueva prueba cuyo objeto exclusivo de análisis sea dar respuesta a
esas preguntas concretas a partir de las pruebas periciales inicialmente
admitidas y practicadas. Vale la pena enfatizar que esta opción debería estar
disponible únicamente para aquellos casos en que el contradictorio entre las
partes genere más dudas sobre las afirmaciones realizadas por los expertos; no
se trataría entonces de una tercera prueba pericial que inicia desde cero, sino
una revisión sobre lo realizado por los dos expertos u ampliación de lo mismo.
Algunos
sistemas actuales tienen al llamado “perito tercero en discordia” que se
utiliza cuando el juez tiene alguna duda después de escuchar a los peritos que
han participado o cuando hay un desacuerdo entre ellos. Sin embargo, en mi
opinión, ese sistema ha generado incentivos perversos para los jueces, quienes
a veces dan mayor valor probatorio al tercero en discordia simplemente porque
es un perito oficial y, otras ocasiones, resuelven de manera netamente numérica
asumiendo como correcto aquello que afirma la mayoría. En este tipo de
prácticas podría subyacer la idea de que todo desacuerdo entre los peritos es
necesariamente debido a una parcialidad de alguno de ellos, lo que es una
concepción sumamente reductivista de los desacuerdos entre los expertos.
Los
desacuerdos entre los expertos no son una anomalía en el funcionamiento de la
ciencia, al contrario, la historia del progreso del conocimiento está repleta
de ellos, son parte integral de la misma.[21]
Son explicables no solo por la existencia de diversas escuelas de pensamiento,
sino porque los datos son susceptibles de interpretaciones alternativas o
porque todavía no hay un consenso sobre la suficiencia de la evidencia con la
que cuentan o porque hay diferentes métodos que pueden ser aplicables para
logar un mismo objetivo o porque se pueden inferir diversas conclusiones a
partir de ciertos datos. Ahora bien, también puede haber desacuerdos meramente
aparentes porque, por ejemplo, alguno de los expertos ha utilizado información
diferente a la utilizada por el otro perito (simplemente porque le fue dada esa
y no otra). Por ello, uno de los primeros objetivos a lograr en el análisis de
los desacuerdos entre peritos sería identificar si se está frente a un genuino
desacuerdo o ante un desacuerdo aparente. En la práctica esto no se hace, el
derecho sistemáticamente ha tratado de huir de los desacuerdos ofreciendo a los
jueces distintas salidas para ello, como el perito tercero en discordia o el
“perito único”, sin darse cuenta que no
hay manera de huir: al hacerlo se está optando por uno de los lados
disponibles, sin saberlo y, por supuesto, sin hacerlo de manera justificada.
Si
asumimos que los desacuerdos entre expertos no solo pueden ser normales sino
incluso sanos, dado que nos muestran un panorama más amplio sobre lo que
podemos saber respecto de una misma cuestión, habría que buscar maneras de
gestionarlos jurídicamente de mejor manera. Y, en mi opinión, una forma de
hacerlo es que siempre que se dé tal situación se lleve a cabo una junta para
propiciar un escenario de diálogo entre
ellos y con ellos. Esta estrategia no
es nada novedosa, desde 1980 en Australia surgió el llamado “hot-tub” que, básicamente, es la reunión
del juez y las partes con los peritos con el objetivo claro de delimitar y/o
aclarar los desacuerdos entre ellos (Hazel, 2013). La idea de base sería algo
así como replicar un escenario que debería ser familiar para los expertos: un
sano debate de las ideas y/o de la información considerada en sus afirmaciones.
Ahora bien, puesto que el proceso judicial no es y no puede ser de ninguna
manera un contexto académico, hay que buscar la manera más efectiva para que
dicho debate sea informativo para el juez que debe decir. A esos efectos se le
debería pedir a los peritos que desacuerdan que antes de la reunión presenten
al juez un informe conjunto sobre sus puntos de acuerdo y de desacuerdo y una
suerte de justificación de los mismos,[22]
de manera que el juez participaría en la reunión con los expertos teniendo la
información relevante para dirigir el debate y no viéndose sistemáticamente
sobrepasado por los expertos.
Hay
distintas maneras de llevar a cabo la junta de peritos: 1) permitir que se
pregunten entre ellos; y/o 2) hacer preguntas específicas para ellos; y/o 3)
debatir sobre los informes periciales. En el sistema inglés, donde ha estado en
práctica desde hace unos años, todas las posibilidades están abiertas para el
juez, quien tiene dentro de sus facultades de case managment elegir la
que cree que será la mejor dinámica para afrontar el desacuerdo en ese caso.[23] Los datos que arrojan los
estudios que se han realizado sobre la experiencia de jueces y abogados es
sumamente positiva, el 83% de los miembros de la judicatura encuestados
respondieron que el hot-tubbing
mejoraba la calidad de las pruebas periciales, mientras que el 84% de los
abogados respondió de la misma manera.[24]
Vale la pena enfatizar que esta técnica se ha mostrado útil para afrontar
diferencias sustantivas entre los expertos, pero no para cuestiones
relacionadas con su falta de credenciales o experiencia o su falta de
independencia o la afectación a algún tipo de sesgos.
La
evidencia empírica sobre el funcionamiento del hot-tubbing en Inglaterra es claramente persuasiva, pero obviamente
no podemos inferir a partir de ella que también funcionará en otros sistemas.
En mi opinión, no obstante, debemos probar si funciona en nuestros contextos,
dado que constituye un mucho mejor mecanismo para tratar los desacuerdos entre
expertos, para lograr una genuina justificación sobre las inferencias que
hacemos a partir de ellos. Como cualquier otra regla procesal, una vez
implementada deberíamos medir empíricamente su funcionamiento real para conocer
sus éxitos, pero también sus debilidades o fracasos y, en su caso, modificarla.
Finalmente,
hay algunos tipos de casos en los que la complejidad técnica es tal que,
incluso poniendo en práctica todas las herramientas antes mencionadas, se
presentan dificultades serias de comprensión para un juez lego. En esos casos
queda aún una opción: que un experto sea incorporado como miembro del tribunal.
Por supuesto, surgen aquí varias cuestiones: ¿cómo y cuándo se nombrará a un
experto que potencialmente hará de juez?, ¿cómo se garantizará la participación
de las partes?, ¿su decisión será obligatoria para los jueces legos? Todas son
preguntas muy relevantes en una decisión que debería ser muy excepcional y
estar bien fundada: la incorporación al tribunal de un experto que, claramente,
asumiría las responsabilidades de participar junto con un juez (o conjunto de
jueces) en la toma de una decisión judicial. Tampoco esta figura es un invento
personal: está prevista en el ordenamiento danés, son llamados assessors, expertos que son pagados por
el gobierno en casos muy complejos y que de ninguna manera suplen a los peritos
de parte (Movin Østergaar, 2016, pp. 319-341).
A
diferencia de los consultores mencionados párrafos arriba, los asesores daneses
asisten al juicio oral para escuchar las pruebas y luego participan en las
deliberaciones judiciales, con el aspecto positivo de que si los “jueces tienen
dudas sobre aspectos técnicos del caso, no solo pueden preguntar al experto,
sino que también tienen la oportunidad de participar de un genuino debate con
los asesores sin preocuparse de revelar su opinión sobre la decisión del caso”
(Movin Østergaar, 2016, p. 331, la traducción es mía). Además de esto, los
argumentos que se ofrecen para justificar dicha figura en el ordenamiento
jurídico son la legitimidad de una decisión en la que explícitamente asumen la
responsabilidad el (o los) experto(s) en conjunto con los jueces y el consenso
entre los representantes del mundo jurídico y del mundo científico-tecnológico.
Según Movin Østergaard, la experiencia danesa está conformada sistemáticamente
por decisiones de consenso entre los jueces profesionales y los asesores, sin
embargo, cuando se ha dado un disenso y a efectos de la segunda instancia, debe
quedar claro quién está en desacuerdo en la decisión tomada (Movin Østergaar,
2016, p. 332).
El
nombramiento de un asesor a la danesa tendrá unos u otros problemas en atención
al sistema jurídico en el que buscase implementarse: por ejemplo, no es lo
mismo su implementación en un diseño donde se prevé que un solo juez tome la
decisión sobre los hechos que en un diseño donde el juzgador de los hechos es
colegiado. En un sistema en donde la decisión sea tomada por dos personas, el
juez profesional y el asesor incorporado al tribunal, debería primar la
decisión del juez lego quien, por obvias razones, deberá ofrecer una motivación
reforzada de su decisión con la claridad suficiente en la explicitación de sus
razones que permita luego a la segunda instancia realizar una revisión
adecuada. Sin dudas, es una figura controversial, pero estaría dotada de mayor
legitimación (y racionalidad) que la deferencia a alguien que se tiene como
experto y que el mismo sistema prevé que no es quien debe decidir.
Todas
estas figuras van más allá de la tradicional opción entre peritos de parte y
peritos oficiales, previendo distintos roles para distintas necesidades de la
decisión judicial, buscando a la vez incentivar una genuina sana crítica hacia
los expertos a la vez que nos tomamos en serio su conocimiento y participación.
Evidentemente, hay que tener en cuenta que no en todos los casos están en juego
todas las piezas de este escenario; para la activación de las distintas figuras
habría que tomar en cuenta algunos factores como la complejidad del
conocimiento experto en juego, el carácter determinante de la prueba pericial
para el caso, el monto del litigio, el tiempo disponible, el grado en el que
haya una significativa diferencia de opiniones entre los peritos, etc. De
cualquier manera, un sistema jurídico que prevea las diferentes opciones aquí
mencionadas está ofreciendo a los jueces herramientas necesarias para afrontar
diversos grados de complejidad que pueden presentarse en las pruebas periciales
y, quizá más importante aún, indicando explícitamente que el objeto de
valoración de las pruebas periciales son las afirmaciones realizadas por los
expertos.
Como se mencionó anteriormente, las diversas herramientas presentadas
en el epígrafe anterior pueden ser complejas, costosas económicamente e
implicar también costos de tiempo para el proceso. Por ello, deben ser
empleadas con prudencia y solo cuando la complejidad técnica del caso lo
aconseje. Antes de llegar a la utilización de esas herramientas, sin embargo,
conviene que de forma general nos ocupemos de las pruebas periciales desde el
primer momento: qué se pregunta a los expertos, qué información sobre el caso
les brindamos para sus operaciones periciales y cuáles son las obligaciones que
les imponemos en toda su actividad. Veamos cada una de estas cuestiones.
En
una reciente encuesta a expertos que han participado como peritos en los
tribunales estadounidenses, cuando se les preguntó sobre las razones por las
cuales habían rechazado participar como peritos en un proceso judicial
determinado, el 49% respondió que habían rehusado dado que “la cuestión estaba
fuera de mi área de expertise”
(Seidman y Lempert, 2018, p. 45). Una respuesta muy preocupante, puesto que
toda la actividad pericial dependerá de este primer acercamiento entre los
expertos y los juristas. Aunque en el mundo ideal ni siquiera debería
mencionarse, es obvio que los abogados deben conocer amplia y profundamente el
caso que defenderán: solo de esta manera serán capaces de identificar las
lagunas probatorias que deben suplir y evaluar a qué tipo de expertos deben
recurrir. Seidman y Lempert concluyen, a partir del dato arrojado por su
encuesta, que la frecuencia de la respuesta sugiere que “un sistema que ayuda a
los abogados y a los jueces a identificar a reconocidos expertos con
conocimiento específicamente relevante para el caso incrementaría la eficiencia
en la búsqueda de asesoramiento y podría promover la mejora de las pruebas
periciales en el proceso judicial” (Seidman y Lempert, 2018, p. 45, la
traducción es mía); lo que no resulta nada claro es cómo sería el sistema que
sugieren, ¿están pensando en un mero listado de expertos disponibles para
peritar, que ya existe en la mayoría de nuestros sistemas? o ¿la propuesta es
más sofisticada y piensan en algún ente que ayude a identificar el experto
adecuado para el caso específico?
Si
tomamos en cuenta la experiencia que se ha tenido en muchos de nuestros países
con el nombramiento del perito oficial y la dificultad de gestionar los
listados, parecería poco aconsejable optar por esa estrategia para la selección
de cualquier experto.[25] En mi opinión, no habría
que priorizar el ofrecimiento de esos mecanismos a las partes sino establecer
un diseño institucional que favorezca la tarea de los abogados, por ejemplo,
para determinar claramente cuál será el objeto del peritaje y para disponer de
la información relevante para la realización de la prueba pericial, lo que se
conseguirá si mejoramos en general las actividades que llevan a la conformación
del conjunto de pruebas.
Si
el juicio oral consistirá en una audiencia concentrada, entonces el caso debe
llegar a ella lo más claro y pulido posible; y, a esos efectos, los actos
procesales anteriores a aquella son determinantes para la conformación del
conjunto de elementos de juicio que dará forma a las cuestiones de hecho y de
derecho. Siempre podría suceder que en dicha dinámica las partes lleguen a un
acuerdo o se determine que no hay un caso litigioso, pero para ello hay que
tener toda la información relevante disponible que permita tomar las decisiones
de la manera más racional posible. En este sentido, disponer de un conjunto de
información completa debe ser la aspiración de cualquier diseño institucional
serio: no se trata solo de tomar decisiones con cualquier conjunto de información, sino que la decisión se adopte
con toda la información relevante disponible.[26]
Tradicionalmente
en nuestros sistemas esa preocupación ha sido de alguna manera puesta en manos
del juez, a través del ejercicio de algunos de sus poderes probatorios; sin
embargo, en los últimos años las reformas procesales que hemos vivido han
disminuido sistemáticamente el poder del juez de ordenar la incorporación de
pruebas no solicitadas por las partes o incluso de sugerir la incorporación de
pruebas que complementarían el conjunto presentado por las partes y, en cambio,
han aumentado el control de las partes sobre la presentación de pruebas. En ese
escenario, si al desiderátum epistemológico de tomar decisiones con un conjunto
de pruebas completo sumamos una preferencia por evitar a toda costa que las
partes terminen ganando un caso simplemente por utilizar argucias litigiosas,
como sacar información nueva de forma sorpresiva durante el juicio oral o
esconder información relevante, hay que establecer medidas para que las partes
conozcan lo antes posible cuáles son las pruebas disponibles que fundan o
refutan sus pretensiones, que tengan acceso a ellas y, por supuesto, que se
cierre lo antes posible el conjunto probatorio que estará en juego durante todo el proceso judicial.
En
los sistemas anglosajones, en los que tradicionalmente las partes han
controlado las pruebas que presentan en un juicio, se ha impulsado mediante la
institución del discovery o disclosure (que ha sido traducida como
“descubrimiento probatorio”) los objetivos de lograr la completitud del
conjunto de pruebas y de evitar el “risk
of surprise at the trial”. Como su nombre sugiere, tiene como objetivo que
las partes se descubran mutuamente la información que tienen durante el llamado
pre-trial. Según Glacer, los
partidarios del discovery
estadounidense le atribuyen diversos beneficios:
Desde el punto de vista de los litigantes,
permitiría traer información y pruebas no conocidas de otra manera, reduciendo
el factor sorpresa en el juicio. Desde el punto de vista de la administración
de justicia, el descubrimiento probatorio aliviaría las cargas de casos de los
tribunales incrementando los acuerdos y reduciendo las apelaciones de veredictos,
todo ello con el aumento en la calidad de los acuerdos y de los juicios…
(Glaser, 1968, p. 83, la traducción es mía).
No
es este el espacio para ahondar en esta figura procesal. Baste decir que con un
mecanismo de este tipo las partes pueden tener un panorama amplio para evaluar
de la mejor manera si necesitan una prueba pericial y qué información darán al
experto, sin ir a ciegas o con información incompleta derivada únicamente de la
poca información que en la práctica se suele dar en la demanda o en su
contestación, cuando de un caso civil se trata, o por no haber tenido acceso a
la llamada unused information
obtenida en la investigación policial, cuando estamos ante un caso penal.[27] Por supuesto, no tener toda
la información relevante disponible en el momento en que las partes deciden si
presentan o no una prueba pericial puede conllevar que no se elija bien la expertise pertinente dado que lo que
será el objeto del peritaje es incierto o parcial y, por supuesto, que el
contenido de un peritaje sea fragmentario como resultado simplemente de que la
información que el experto tuvo a disposición fue también incompleta.[28]
Ahora
bien, no solamente hay que empoderar a las partes en lo relativo al acceso a la
información para que planteen su caso de la mejor manera, sino que también se
debería establecer una relación mucho más fl uida con el juez a efectos de
determinar el objeto del peritaje. Es decir, se podría pensar en un modelo y/o
práctica en el que haya cierto control judicial genuino sobre qué información
del caso van a considerar los expertos que han sido seleccionados por las
partes e incluso decidir que haya un único experto que reciba instrucciones de
ambas partes.[29] Si las partes no se
pusieran de acuerdo en las instrucciones al experto, entonces sería el juez el
encargado de decidir el objeto del peritaje, asumiendo que finalmente la prueba
pericial tiene como objetivo brindar información relevante para la decisión judicial.
En
todo caso, los jueces deberían observar con atención la información que se ha
brindado a los peritos, ahí podrían encontrar explicaciones a los desacuerdos
entre informes periciales e incluso adelantarse a ellos evitándolos en fase de
admisión. Ello debería implementarse a través de una audiencia entre las
partes, el juez y los expertos para dilucidar cuál debe ser la información
brindada o incluso para delimitar de mejor manera los extremos del peritaje. En
los sistemas de justicia actuales la situación prevista está muchas veces muy
lejos de esto: a las partes se les pide, en ocasiones, simplemente que digan
cuál sería el objeto del peritaje que proponen, para hacer luego una
designación oficial del experto, con el que el juez no tendrá ningún contacto
hasta que este le haga llegar su informe pericial. Quizá nos podríamos ahorrar
muchos recursos de distinto tipo y sacar más provecho al experto si contáramos
con su propia ayuda para establecer los extremos del peritaje y en ello
participaran también ambas partes.
Lo
anterior podría conllevar que las partes terminasen presentando conjuntamente
un solo experto. Pero, entiéndase bien, no se trata solo de incentivar que las
partes se pongan de acuerdo en el nombramiento de un perito, a diferencia de lo
que están haciendo muchos sistemas jurídicos, sino de que el experto participe
en una reunión con las partes donde debata el objeto del peritaje y la
información relevante que debe considerar.[30]
Dicho
lo anterior, no basta con preocuparnos por los extremos del peritaje, hay que
tomar en consideración la fiabilidad de los métodos, técnicas, etc., que
empleará o ha empleado el experto. En esa línea, a partir de la experiencia
estadounidense con la llamada trilogía Daubert,[31]
se ha planteado que todos los sistemas jurídicos deberían tener una
admisibilidad más exigente para las pruebas periciales a efectos de evitar que
entre al proceso conocimiento de baja o nula calidad. Por supuesto, ello
supondría que el legislador correspondiente establezca claramente en el código
procesal qué criterios jurídicos deberán considerar los jueces en adelante;
pero, mientras eso no pase, debemos ver de qué manera podemos avanzar en la
tarea con las herramientas con las que ya contamos, como el criterio de la
relevancia o pertinencia previsto en todos nuestros ordenamientos. Y es que, en
mi opinión, solo puede considerarse relevante aquel conocimiento experto cuya
fiabilidad sea susceptible de conocerse por quienes tienen que decidir y, si es
así, entonces las partes deben argumentarlo desde que ofrecen la prueba.
Efectivamente, si entendemos que un elemento de juicio es relevante si, y solo
si, permite fundar en él (por si solo o conjuntamente con otros elementos) una
conclusión sobre la verdad del enunciado fáctico a probar, entonces, ¿cómo
podríamos fundar una decisión sobre información cuya fiabilidad no se ha
argumentado adecuadamente?
Y
en este punto nos topamos con un gran problema en el uso de al menos parte del
conocimiento experto que se utiliza en el proceso judicial: desconocemos su
fiabilidad y desconocemos que desconocemos su fiabilidad. Métodos y técnicas
que han sido tradicionalmente usados en los procesos judiciales, como la
identificación de huellas dactilares o las pruebas caligráficas, no han sido
sujetas a estudios controlados que muestren que: I. en condiciones adecuadas es
posible prever que alcanzarán resultados consistentes en X número de veces,
y II. que tienen la capacidad de establecer lo que pretende establecer.
Es decir, no tenemos información empírica sobre su fiabilidad: el único test
que hemos aplicado a la expertise es
la propia expertise, esto es, la
preocupación suele girar en torno a si el sujeto puede ser considerado
“realmente” un experto, si tiene la formación o habilidades correspondientes,
si tiene los conocimientos suficientes, etc. Ninguno de dichos elementos provee
información sobre cuán fiable es la técnica o el método usado por el experto y
cuáles son las limitaciones del mismo, sus fuentes de error y grados de error.
En
la mayoría de los procesos judiciales, cuando bien nos va, los expertos
explican cómo supuestamente funcionan sus métodos o técnicas, pero hay muy poca
información empírica sobre el funcionamiento real de los mismos. Uno de los
mayores esfuerzos que se hicieron al respecto puede verse en el reporte
“Strengthening Forensic Science in the United States: A Path Forward” realizado
por el National Research Council of the National Academies y que, como su
título indica, está dedicado al análisis de las ciencias forenses en el
contexto estadounidense. En él se denuncia que, con excepción del ADN,[32] no solo hay una falta de
estudios controlados y/o otras pruebas que establezcan la fiabilidad de muchas
de las ciencias forenses usadas cotidianamente en los procesos judiciales de
los Estados Unidos, sino que además hay una tremenda divergencia en los tipos
de titulación,[33] certificación, formación,
protocolos y metodologías empleadas por aquellos que llevan a cabo tales
pruebas y participan como peritos en los juicios. Ello, por supuesto, dificulta
la correcta identificación de los delincuentes y pone en riesgo la corrección
de las decisiones, aumentando los riesgos de las condenas falsas.[34]
¿Qué
puede hacer el sistema jurídico para avanzar en el paso prioritario de contar
con generalizaciones expertas bien soportadas por información empírica
contrastada? Desde mi punto de vista, se deberían hacer dos labores, una vez
que se ha tomado consciencia de su falta: exigir la inversión de mayores
recursos económicos para la ciencia aplicada de utilización forense; y acudir a
las comunidades expertas, pues es imposible que dicha información sea generada
por expertos individuales. Los puentes que hasta ahora se han tendido entre la
comunidad jurídica y la comunidad científica se han limitado la inmensa mayoría
de las veces a que la primera le solicite a esta el envío de listados de
expertos dispuestos a fungir como peritos, lo que es un acercamiento no
sustantivo. Por el contrario, lo que deberíamos hacer es acercarnos para pedir
detalles sobre cómo validan su conocimiento y cuáles son los resultados de
dicha validación; y, en caso de que no se cuente con ese tipo de información,
saber las razones de tal situación para evaluar cómo el sistema jurídico tiene
que proceder.[35]
Todo
lo anterior, por sí mismo, no resolverá los problemas de la prueba pericial,
debe acompañarse de una adecuada formación de jueces y abogados. Tal como
afirma Edmond, “para que las reformas procesales puedan lograr los objetivos
deseados, es necesario que haya un cambio en la cultura y en los niveles de
sofisticación técnica de los abogados y los jueces. Los abogados y los jueces
deben entender por qué las prácticas tradicionales son inadecuadas y ser
capaces y estar dispuestos a cambiarlas” (Edmond, 2012, p. 30, la traducción es
mía). En otras palabras, los operadores jurídicos deben ser capaces de entender
la necesidad de someter a las pruebas periciales a una sana crítica, pero aún
más, deben entender que ello supone comprender adecuadamente el razonamiento
pericial y no exclusivamente valorar al sujeto que lo dice o la forma en que lo
dice a través de su informe.
Una vez que los operadores jurídicos son conscientes de ello, entonces
corresponde ofrecerles un diseño normativo acorde a las exigencias.
Los jueces deben valorar el razonamiento inferencial realizado por los
peritos, sin embargo, la construcción de nuestros diseños normativos y de
muchas de nuestras prácticas han apuntado a que los jueces se centren en
valorar cuestiones diversas a ello. Como consecuencia, tenemos decisiones
judiciales con conocimiento experto que no están justificadas. Es indispensable
hacer un profundo cambio en dichas prácticas, un cambio que supone muy diversas
líneas de acción, desde la educación en razonamiento probatorio para los
operadores jurídicos, hasta la modificación de las herramientas que el sistema
jurídico les ofrece para afrontar los grandes desafíos que su tarea exige.
Tanto los jueces como los abogados y los fiscales parecen tener deficiencias
importantes de información relevante a la hora de afrontar las pruebas
periciales, pero no estamos ante deficiencias cognitivas insalvables. Hay mucha
información empírica que pone sobre la mesa serios problemas en el uso de
conocimiento experto, pero la manera en la que pueden afrontarse no es
simplemente cambiando de sujeto, poniendo jueces expertos o comisiones de
expertos que decidan las controversias jurídicas, sino empoderando a los
actores para que cada uno desde su trinchera sea capaz de usar de manera
racional conocimiento experto fiable.
Cohen, L. J. (1983). Freedom of Proof. En
Twinning, W. (ed.), Facts in Law (pp.
1-21), Wiesbaden: Franz Steiner Verlag GMBH.
Denyer, R. (2012). Case Management in Criminal Trials. Inglaterra: Hart Publishing.
Devis Echandía, H. (1972). Cientificidad de
la prueba, en relación principalmente con los dictámenes periciales y la
libertad de apreciación del juzgador. Revista
de Derecho Procesal Iberoamericana, 1, 41-66.
Duce, M. (2018). Una aproximación empírica al
uso y prácticas de la prueba pericial en el proceso penal chileno a la luz de
su impacto en los errores del sistema. Política
criminal, 13(25), 42-103.
Dwyer, D. (2008). Judicial Assessment of Expert Evidence. Cambridge: Cambridge
University Press.
Edmond, G. (2012). Is Reliability Suffi
cient? Th e Law Commission and Expert Evidence in International and
Interdisciplinary Perspective: Part 1. International
Journal of Evidence & Proof, 16(1), 30-65.
Ferrer, J. (2007). Valoración racional de la prueba. Madrid-Barcelona: Marcial Pons.
Freckelton, I., Goodman-Delahunty., J.,
Horan, J. y McKimmie, B. (2016). Expert
Evidence and Criminal Jury Trials. Oxford: Oxford University Press.
Glaser, W. (1968). Pretrial Discovery and the Adversary System. New York: Russell Sage
Foundation.
Goldman, A. (1991). Epistemic Paternalism:
Communication Control in Law and Society. Journal
of Philosophy, 88(3), 113-131.
Harker, D. (2015). Creating Scientific Controversies. Cambridge: Cambridge University
Press.
Hart, H. L. A (1966). Law, Liberty and Morality. Stanford: Stanford University Press.
Hazel, G. (2013). Getting to the truth:
experts and judges in the “hot tub”, Civil
Justice Quarterly, 32, 275-299.
Lackey, J. (2008). Learning from Words. Testimony as a Source
of Knowledge. Oxford: Oxford University Press.
Lucena Molina, J. J., Franco Rodríguez, J.
C., Iglesias García, M. J., Pombar Crespo, F. J. y García Corrochano, C. (2018). La relevancia del título oficial del perito criminalístico nombrado por
el juez en la jurisdicción penal española. Madrid: Dykson.
Mnookin, J. (2006). Bifurcation and the Law
of Evidence. University of Pennsylvania
Law Review Pennumbra, 155, 134-145.
Movin Østergaar, J. (2016). An assessor on
the tribunal: how a court is to decide when experts disagree. Civil Justice Quarterly, 35(4), 319-341.
Murphy, E. (2015). Inside the Cell: Th e Dark Side of Forensic
DNA. New York: Nation Books.
Schauer, F. (2006). On the Supposed
Jury-Dependence of Evidence Law. University
of Pennsylvania Law Review, 155, 165-202.
Schauer, F. y Spellman, B. (2013). Is Expert
Evidence Really Diff erent? Notre Dame
Law Review, 89(1), 1-26.
Seidman, S. y Lempert, R. (2018). When Law
Calls, Does Science Answer? A Survey of Distinguished Scientists &
Engineers. Daedalus, 147(4), 41-60.
Staff ord, T., Holroyd, J. y Robin, S.
(2018). Confronting Bias in Judging: A Framework for Addressing Psychological
Biases in Decision Making. Manuscript.
Stein, F. (1990). El conocimiento privado del juez. Madrid: Editorial Centro de
Estudios Ramón Areces.
Tonini, P. (2003). Prova scientifica e
contraddittorio. Diritto penale e
processo, 12, 1459-1465.
Tonini, P. (2011). Dalla perizia ‘prova
neutra’ al contraddittorio sulla scienza. Diritto
penale e processo, 3, 360-369.
van Rhee, C. H. (2007). Judicial Case Management and Effi ciency in Civil Litigation, Cambridge: Intersentia.
Vázquez, C. (2015). De la prueba científica a la prueba pericial. MadridBarcelona:
Marcial Pons.
Vázquez, C. (2016). La prueba pericial en la
experiencia estadounidense. El caso Daubert. Jueces para la democracia, 86, 92-112.
Vázquez, C. (2018). La im/parcialidad
pericial y otras cuestiones afines, Isonomía,
48, 69-107.
Vázquez, C. (en prensa). Los peritos de
designación judicial a propósito del caso español. Los jueces, los grupos de
expertos y el contexto procesal. En J. Ferrer Beltrán y C. Vázquez (eds.), El razonamiento probatorio en el proceso judicial,
Madrid-Barcelona: Marcial Pons.
* Doctora en Derecho y Profesora. Universitat de Girona, Gerona, España. Correo electrónico: carmen.vazquez@udg.edu. Agradezco todos los valiosos comentarios que a una versión preliminar me hicieron Edgar Aguilera, Diego Dei Vecchi, Jordi Ferrer Beltrán y Carlo Vittorio Giabardo. También agradezco los útiles comentarios de los dos evaluadores anónimos. Para la realización de este trabajo he contado con el apoyo del proyecto de investigación “Seguridad Jurídica y razonamiento judicial” (DER2017-82661-P), del Ministerio español de Economía y Competitividad.
[1] No es este el espacio para profundizar en estas cuestiones, lo he hecho ya en diferentes trabajos (véase Vázquez, 2016, pp. 92-112; 2018, pp. 69-107).
[2] Ello, por supuesto, a la vez que se afirma que el juez es “perito peritorum” y que de ninguna manera la prueba pericial es vinculante para los jueces.
[3] Aunque la inmensa mayoría de los casos se deciden en el pre-trial y, por tanto, no hay un juicio oral (trial) seguido ante un jurado. Véase al respecto las estadísticas publicadas por el Bureau of Justice Statistics del U.S. Department of Justice, accesibles en https://www.bjs.gov.
[4] Una parte de la doctrina considera incluso que las FRE dan perfecta cuenta de ello, véase Schauer (2006, p. 165), Mnookin (2006, pp. 134-145).
[5] La idea de “protegerse de ellos mismos” es de Hart (1966). Aunque Hart se refería al paternalismo concerniente al razonamiento práctico, la idea es aplicable en términos generales al tipo de paternalismo relacionado con el razonamiento teórico, que es el que aquí nos interesa.
[6] En el caso de un proceso judicial el objeto de protección último serían las partes en litigio y/o la sociedad en general. Aunque quizá baste aquí con defender que el interés de las medidas paternalistas epistémicas es acercarse lo más posible a la verdad (o la formación de creencias justificadas). Nótese que el ejercicio de las medidas paternalistas no siempre es posible, por ejemplo, cuando la admisibilidad de las pruebas se decide por el mismo sujeto que las valora.
[7] Las causas de estos errores podrían ser sumamente variadas, como la mala memoria, la falta de atención, ciertas predisposiciones emocionales, la complejidad del caso o, incluso, la falta de habilidades de un juzgador concreto para cuestionar, etc.
[8] En la misma línea, Dwyer (2008, p. 108). Para Dwyer, ello implicaría que el experto que realiza la inferencia correspondiente identifique los elementos probatorios relevantes, tome decisiones apropiadas sobre las inferencias que podrían ser hechas a partir de tales elementos y asigne probabilidades adecuadas a estas, además de establecer relaciones entre ellas.
[9] En el contexto jurídico-procesal, la capacidad natural ordinaria del ser humano para hacer deducciones y/o inferencias probabilísticas en general se ha discutido para justificar la libre valoración de la prueba; por ejemplo, desde la psicología se han hecho investigaciones sobre patrones sistemáticos o tendencia sistemática de error cognitivo en el razonamiento ordinario, v. gr., la falacia de la afirmación del consecuente o la no consideración de probabilidades a priori. Al respecto, véase un brillante artículo de Cohen sobre la libertad en la valoración de las pruebas y su legitimidad (Cohen, 1983).
[10] Aparece un listado sumamente completo e interesante de los distintos tipos de estudios realizados en Estados Unidos (Schauer y Spellman, 2013).
[11] Un ejemplo realmente llamativo sobre el jurado como muestra de la sociedad es Australia. En un reciente estudio empírico sobre las percepciones de los jurados sobre las pruebas periciales se da cuenta de que el 45,5% de los jurados encuestados habían estudiado ciencias o matemáticas en educación superior y un 4,8% de ellos eran empleados profesionales en un área científica. Mientras que el 74,1% de los jurados tenía conocimientos en ciencias o matemáticas gracias al énfasis en dichas áreas en la escuela australiana. Véase Freckelton, Goodman-Delahunty, Horan y McKimmie (2016, p. 14).
[12] Sobre los sesgos cognitivos en el razonamiento judicial puede verse Staff ord, Jules y Robin (2018).
[13] Me refiero a la educación que deberían recibir jueces, abogados y fiscales sobre el conocimiento experto fuera de los procesos judiciales particulares, en su formación continua ofrecida por las escuelas judiciales, de fiscalía o los colegios profesionales. Es sumamente llamativo, por ejemplo, que estando tan continuamente presente la prueba de ADN en los procesos judiciales, los operadores jurídicos no hayan tenido nunca algún curso que les informe mínimamente sobre la materia.
[14] Para profundizar en esta cuestión, puede verse Vázquez (2015, pp. 44 y ss., 149 y ss. y 211 y ss.).
[15] Estos problemas son ampliamente analizados por Lackey (2008).
[16] No se trata, como decía Stein en su clásica obra El conocimiento privado del juez (1990, p. 62), de que el juez convierta en percepción propia la explicación técnica del perito. Es cierto que el juez, como todo agente, para conocer o entrar en contacto con lo que otros le dicen, con lo que le es comunicado lingüísticamente, depende operativamente de la percepción; pero ¿qué importancia epistémica tendría ver un informe pericial o escuchar lo que dice el perito?, ¿habría que reducir el estatus epistémico de las creencias, la justificación o el conocimiento obtenido mediante el testimonio de un experto a la percepción del juez? Por supuesto, el juez requeriría de la inmediación para conocer del testimonio, oral o escrito, que le es presentado, pero la justificación de la información que mediante este adquiriera es una cuestión distinta.
[17] El caso Frye (1923) fue el primer caso en la experiencia estadounidense donde se estableció jurisprudencialmente un criterio de admisibilidad de las pruebas periciales atendiendo a la calidad de las mismas: la aceptación general de la comunidad experta relevante. Un significativo salto que ha llevado a centrar la atención en las comunidades expertas más allá de los peritos particulares. Al respecto, puede verse Vázquez (2015, pp. 92 y ss.).
[18] Considérese como ejemplo el siguiente listado en casos en los que se debe determinar la edad biológica de una persona sin documentación oficial al respecto: 1. La determinación de la edad de un joven sin ningún registro oficial al respecto solo puede llevarse a cabo mediante estimaciones sobre su edad biológica a partir del grado de maduración de ciertas estructuras anatómicas. 2. Existe consenso en la necesidad de utilizar varias técnicas de diagnóstico, cada una con sus propios medios auxiliares, y en combinar el resultado de todas ellas para sustentar un diagnóstico fiable. 3. Uno de esos métodos es la valoración Atlas de maduración ósea de Greulich y Pyle, consistente en comparar la radiografía del individuo con las radiografías estándar para cada edad y comprobar con qué edad “tipo” coincide. 4. Otro de esos métodos es la radiografía de mano izquierda mediante el método Greulich-Pyle TW2-RUS, basada en el estudio del grado de maduración ósea de los huesos del carpo, etc. Véase el ejemplo completo Vázquez (2015, pp. 190 y ss.).
[19] Como se verá, asumo aquí una visión epistémica del contradictorio, incompatible con las concepciones que lo ven como espacio de combate entre las partes. En la misma línea, por ejemplo, Ferrer sostiene que: “[d]ado que la finalidad institucional principal de la fase de prueba en el proceso judicial es la averiguación de la verdad, el sistema procesal jurídico, como no podía ser de otra manera, importa en forma de instituciones jurídicas los mecanismos epistemológicos necesarios para alcanzar esa finalidad. En este caso, puede decirse que el modo de implementar jurídicamente mecanismos que faciliten la corroboración es el denominado principio de contradicción” (Ferrer, 2007, p. 86). Sobre este tema pueden consultarse un par de trabajos de Tonini (2003; 2011).
[20] Esta figura existe en la práctica procesal estadounidense, aun cuando no está prevista específicamente en la normativa, se considera que las facultades de los jueces para conducir las cuestiones preliminares de los casos en conjunto con la facultad de nombrar expertos les permite nombrar a los llamados “technical advisors”. Ahora bien, es una figura que tiene lugar en la etapa de admisión de las pruebas y no en la práctica de las mismas, lo que es relevante puesto que quien la usa no es el juzgador de los hechos, sino el juez que tiene que decidir la admisibilidad de las pruebas.
[21] Al respecto puede verse un estupendo libro de Harker (2015) y Dwyer (2008).
[22] Esta disposición está actualmente vigente en Inglaterra, véase el artículo 35.12 (3) de las Civil Procedure Rules y, sobre todo, los numerales 9.1 a 9.8 de la Practice Direction 35.
[23] Sobre el “case management” pueden verse van Rhee (2007), Denyer (2012).
[24] Véase “Concurrent Expert Evidence and ‘Hot-Tubbing’ in English Litigation since the ‘Jackson Reforms’. A Legal And Empirical Study”, desarrollado por el Civil Justice Council, 25 de julio de 2016, pp. 58 y 59.
[25] Sobre las dificultades de un sistema de nombramiento de expertos por los jueces, véase Vázquez (en prensa).
[26] Ello supone que el objetivo de la institución probatoria es la averiguación de la verdad y que el proceso judicial no es meramente un instrumento para resolver disputas personales entre las partes. Si el objetivo fuera únicamente ese, por supuesto, no necesitaríamos un diseño institucional refinado, dado que no importaría la corrección sustantiva de la decisión, sino la conformidad de las partes sobre la decisión.
[27] La “unused information” es la información obtenida mediante las investigaciones policiales que la propia policía o el fiscal encargado de la investigación desecha por considerar irrelevante para la presentación de su caso pero que, sin embargo, la parte investigada podría considerar relevante y a la que debe tener acceso, de cualquier manera, para juzgar su relevancia.
En algunos sistemas en los que los fiscales tienen el deber de actuar imparcialmente, se podría argumentar que no hace falta asegurar el acceso a la unused information porque debería ser información genuinamente irrelevante. Sin embargo, la carga excesiva de trabajo de los fiscales o incluso un mero descuido humano podrían llevar a descartar como irrelevante información que es genuinamente relevante y, por ello, aún en esos sistemas es importante el acceso de las partes a esa información.
[28] Aunque no es el uso habitual, también podría decirse en este caso que el testimonio es parcial. El término “imparcialidad” pericial es un término complejo que puede tener distintos significados, al respecto puede verse Vázquez, 2018) y Dwyer (2008).
[29] Esta regla se encuentra vigente en el sistema inglés, véase la regla 35.7 de las Civil Procedure Rules y el numeral 7 de la Practice Direction 35.
[30] Hay que lograr un balance entre los incentivos y desincentivos para acudir al litigio. Si los incentivos para acudir son grandes, entonces, el sistema adversarial y la oralidad se ponen en riesgo puesto que ambos son inherentemente time-consuming y caros. Hay que tomar en cuenta: los costos, los retrasos (delay) y que pueden hacerse públicas cuestiones que se hubiere preferido guardar en la privacidad, los malos ratos que se pueden pasar en tribunales, etc.
[31] Sobre esa parte de la experiencia estadounidense puede verse Vázquez (2016) y la literatura ahí citada.
[32] Esta excepción no implica que las pruebas genéticas estén exentas de problemas. Sobre los diversos problemas que podrían encontrarse específicamente en las pruebas de ADN puede verse Murphy (2015).
[33] Esta situación no es propia de Estados Unidos, en España, por ejemplo, recientemente se ha llamado la atención sobre la importancia del título oficial del perito criminalístico nombrado por el juez. En ese sentido, véase Lucena, Franco, Iglesias, Pombar, y García Corrochano (2018).
[34] El Innocence Project ya ha puesto sobre la mesa incluso algunos números que muestran en la realidad estas terribles consecuencias, véase los datos en https://www.innocenceproject.org/causes/misapplication-forensic-science/. Sobre este punto también llama la atención Duce (2018).
[35] Por ejemplo, una de las opciones sería excluir sistemáticamente las pericias que se basen en métodos o técnicas cuya fiabilidad desconocemos. Vale la pena recalcar el aspecto social del desconocimiento en juego.