ISSN 1515-7326, n.º 23, Número Especial | 2019, pp. 95 a 116
Th e Role of
Virtues in Republicanism
Anna Richter*
Recepción de la propuesta: 09/08/2018
Evaluación y aceptación: 10/09/2018
Recepción y aceptación final: 13/02/2020
Resumen: En su libro, Razones públicas, Rosler analiza seis conceptos básicos de la república y del republicanismo clásico, la libertad, la virtud, el debate, la ley, la patria y, como antagonismo al republicanismo, el cesarismo. Propone investigar no solo qué se entendía por esos conceptos en el republicanismo clásico, sino también qué rol cumplirían en nuestras sociedades contemporáneas. En el presente trabajo se pretende indagar un poco más en esa supuesta utilidad de las virtudes para las sociedades contemporáneas, y eso a partir de los siguientes interrogantes: ¿se pueden trasladar las exigencias de virtuosidad del republicanismo clásico a nuestros tiempos? Y ¿qué significarían tales exigencias ahora? Estas preguntas se pueden agrupar en dos ejes: primero habría que establecer cuáles virtudes se necesitarían en una república contemporánea y en segundo lugar habría que analizar en qué momento o instancia de la vida republicana cobran relevancia.
Palabras claves: virtudes, republicanismo, sociedades contemporáneas
Abstract: In his book, Razones
públicas, Rosler analyzes six basic concepts of classic republicanism,
freedom, virtue, debate, law, homeland and, as antagonism to republicanism,
cesarism. He proposes to investigate not only what has been understood by these
concepts in classic republicanism, but also what role they would play in our
contemporary societies. In this essay we pretend to investigate the supposed
utility of virtues for contemporary societies by means of the following
questions: can the demands of virtuosity of classic republicanism be
transferred to our times? And what would those demands mean nowadays? These
questions can be grouped in two focal points: first, one must establish which
virtues would be necessary in a contemporary republic, and second, one must
analyze in which moment or instance of republican life they become relevant.
Key words: virtues, republicanism, contemporary societies
En su libro, Razones públicas, Rosler analiza seis conceptos básicos de la república y del republicanismo clásico, la libertad, la virtud, el debate, la ley, la patria y, como antagonismo al republicanismo, el cesarismo. Al inicio de este análisis, Rosler, basándose en Parfit[1], presenta dos categorías de la historia de la filosofía: por un lado, la corriente oxoniense, que trataría el pasado cual “profanadores de tumbas”, indagando en el uso que se puede dar en el presente a los conceptos filosóficos históricos, sin considerar su contexto histórico. Por el otro lado, menciona la corriente cantabrigense, que se acerca de manera arqueológica a la filosofía, interpretando sus conceptos según su contexto histórico y sin pretensiones de aplicarlos a la actualidad. Si bien Rosler resalta los puntos débiles del primer enfoque, termina proponiendo una combinación de ambas corrientes, según la cual “la excavación arqueológica” de tradiciones antiguas del pensamiento puede ser útil “para cuestionar los discursos actualmente imperantes”[2] y plantea la pregunta de si el republicanismo puede presentarse como una alternativa válida e interesante para nuestros discursos políticos contemporáneos.
Si se sigue la estructura propuesta por Rosler, habría que investigar entonces no solo qué se entendía por libertad, virtud, debate, ley, patria o cesarismo en el republicanismo clásico, sino también qué rol cumplirían estos conceptos en nuestras sociedades contemporáneas. Razones públicas se centra sobre todo en las respuestas a la primera pregunta, el análisis histórico “arqueológico” de los seis conceptos claves, pero también indica que especialmente la virtud sigue teniendo un rol preponderante en las repúblicas actuales, no solo en las del pasado.[3] En ese sentido, Rosler afirma, citando a Toqueville, que en cualquier constitución “se llega a un punto donde el legislador está obligado a depender del buen sentido y de la virtud de los ciudadanos”[4].
En el presente trabajo se pretende indagar un poco más en esa supuesta utilidad de las virtudes para las sociedades contemporáneas, y eso a partir de los siguientes interrogantes: ¿se pueden trasladar las exigencias de virtuosidad del republicanismo clásico a nuestros tiempos? Y ¿qué significarían tales exigencias ahora? Estas preguntas se pueden agrupar en dos ejes: primero habría que establecer cuáles virtudes se necesitarían en una república contemporánea y en segundo lugar habría que analizar en qué momento o instancia de la vida republicana cobran relevancia. Con ello se pretende responder la pregunta de si las virtudes exigidas por el republicanismo clásico también hoy en día son un elemento indispensable de una sociedad republicana.
A lo largo del libro, Rosler menciona varias virtudes que deberían tener los ciudadanos en una república, entre ellos la confianza mutua, la amistad cívica, el afecto por el ser humano y la clemencia, pero también la sabiduría, razón práctica, elocuencia y la capacidad de juicio. Tales virtudes están puestas en relación con determinadas tareas otorgadas a los ciudadanos en las sociedades republicanas clásicas, como las discusiones en el foro público, la administración de justicia o la toma de decisiones. Pues, en esos tiempos la participación pública de los ciudadanos comprendía cuatro áreas diferentes: la deliberación legislativa, la administración pública, la actividad tribunalicia y el servicio militar[5].
Si se compara este escenario con la vida contemporánea, se observa rápidamente que hoy en día, solo una parte de esas actividades es realizada por ciudadanos comunes, la otra parte está en manos de profesionales. Con ello, parece que no todas estas virtudes tienen la misma relevancia para las actividades de los ciudadanos contemporáneos cuya profesión no está al servicio del Estado.
Con eso se plantea la pregunta de cuáles serían las virtudes necesarias para los ciudadanos comunes en nuestras sociedades contemporáneas. ¿Todos los ciudadanos deberían tener las mismas virtudes, independientemente de si ejercen una función pública o no? O, dada la distribución de tareas vigentes, ¿se debería suponer que las virtudes requeridas dependan de las funciones que el ciudadano específico desempeña en la sociedad? Rosler no responde esta pregunta de manera directa, pero de varias de sus observaciones se puede inferir que se inclina por el segundo camino, pues, expresa que las virtudes establecen requisitos mínimos para el correcto desempeño de las funciones del ciudadano que participa en el sistema político[6] y cita a Aristóteles, quien afirma: “la virtud del ciudadano es necesariamente relativa a la constitución”[7]. Esto parece indicar que no existe un catálogo fijo de virtudes para los ciudadanos de todas las sociedades por igual, sino que las virtudes necesarias para un buen desempeño de la ciudadanía dependen de la configuración específica del sistema político y de las tareas adscriptas a los ciudadanos en cuestión.
Esta suposición nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Cuáles son entonces las virtudes requeridas para un ciudadano común en nuestras sociedades contemporáneas? Como se acaba de ver, la respuesta a esta pregunta depende de las obligaciones de participación pública que impone la legislación actual a los ciudadanos. Esta identificación de las virtudes útiles para la realización de las actividades públicas otorgadas a los ciudadanos se realizará mediante una indagación en la pregunta de qué quedó de las antiguas tareas del ciudadano en el poder legislativo, ejecutivo, judicial y militar.
Dentro de las actividades del ciudadano referidas al ámbito legislativo, Rosler menciona sobre todo la deliberación y toma de decisiones parlamentarias, para las que se requerirían las virtudes de la sabiduría, exigida para encontrar soluciones adecuadas para los problemas de la sociedad, así como la retórica, necesaria para convencer al auditorio de la aptitud de esas soluciones.[8] Sin embargo, hoy en día ambas actividades están en manos de políticos profesionales, por lo que la exigencia de la virtud de la scientia civilis, compuesta por la razón y elocuencia o sabiduría y retórica, solo se aplicaría a los políticos, quienes se exponen voluntariamente al auditorio, pero no a los ciudadanos comunes. Si realmente se cumple la asunción que parece haber detrás de tal exigencia, de que los oradores más elocuentes tendrán más éxito, es una pregunta que cada uno puede responder por sí mismo, observando los discursos de nuestros políticos más exitosos.
Aun así, Rosler afirma que cualquier ciudadano debería dominar la scientia civilis.[9] Con ello parece defender el punto de vista según el cual la necesidad de tales virtudes no estaría limitada a los políticos profesionales, sino que debería encontrarse en todos los ciudadanos. Un argumento a favor de esta posición se puede encontrar en el valor que el republicanismo le adscribe al debate y la deliberación. Esta relevancia se expresa en el eslogan del republicanismo, “audi alteram partem”, “escuchad a la otra parte”, así como en la percepción del debate como expresión de racionalidad y vitalidad de la sociedad.[10] La relevancia que Rosler mismo adscribe al debate para el republicanismo clásico se expresa no solo en el hecho de que le dedica un capítulo entero de su libro, sino también en su cita de Backouche, según quien, “[e]l triunfo de la libertad, la afirmación del pueblo soberano, pasan […] por la oposición, constitutiva del sentimiento y de la acción republicana desde el origen”.[11] Debido a esta importancia del debate para el republicanismo se puede llegar a pensar que la participación en las discusiones políticas no debe quedar exclusivamente en manos de políticos profesionales, sino que todos los ciudadanos deben involucrarse en ello y desarrollar las virtudes necesarias para ello. Por ende, la razón y elocuencia serían virtudes necesarias en todos los ciudadanos.
Sin embargo, esa exigencia general de la razón y elocuencia plantea varias preguntas. Primero, habría que determinar cuánta razón o sabiduría se necesita para cumplir con los requisitos mínimos para poder participar en las discusiones públicas. Si bien los ordenamientos jurídicos contemporáneos no establecen explícitamente un nivel mínimo de sabiduría que deben cumplir sus ciudadanos, sí determinan algunas características y habilidades requeridas para la participación en la vida pública: la mayoría de edad y la capacidad jurídica. En base a ello se podría asumir que todos los ciudadanos mayores de edad y jurídicamente capaces disponen de la razón o sabiduría necesaria para participar en el discurso público.
Sin embargo, e incluso si asumimos que todos los ciudadanos jurídicamente capaces disponen de tal razón, claramente no todos están provistos de elocuencia. Así, hay muchas personas que, si bien son racionales en sus decisiones y no padecen de ninguna incapacidad mental, no pueden presentar sus ideas de una manera clara, o, que por lo menos no lo pueden hacer de manera oral, aunque quizás de manera escrita (o viceversa). Una manera muy fácil de comprobar tal falta de elocuencia consiste en preguntar a cualquier habitante nativo de una ciudad o población por el camino. Las descripciones de la ruta que obtenemos generalmente carecen de todo valor para el foráneo, aunque los interrogados saben muy bien cómo llegar al destino buscado. Lo que les falta es la elocuencia necesaria para expresar ese conocimiento de una manera entendible para un forastero.
¿Qué pasa entonces con todos los ciudadanos que no pueden expresar ni las ideas más simples de manera clara y entendible y que por ende no disponen de la más mínima elocuencia? ¿No podrán participar de la vida política y de la toma de decisiones en su comunidad? Eso nos parece llevar a un dilema: o se toma en serio la exigencia de la elocuencia para participar en el debate público, lo que parece llevar a un gobierno de filósofos que excluiría a muchos ciudadanos de la actividad pública y representaría una tensión notable con la idea de que el republicanismo sería “una filosofía política apta para todo público”[12] y que la no dominación aspirada por él requiere precisamente que las personas no estén subordinadas a la voluntad de otras, es decir, que se tenga en cuenta su voluntad.[13] O se toma en serio la idea central de la no dominación y se incluyen también a las personas no elocuentes en el debate público estableciendo una vara muy baja para la exigencia de la elocuencia, lo que parece quitarle toda relevancia a esa virtud.
Un problema ulterior relacionado con la elocuencia es la pregunta sobre el tipo de expresiones que se admite como válido en el discurso público. Aparte del lenguaje culto se podría pensar en declaraciones en dialecto o jerga, propios de ciertas regiones o sectores de la sociedad, pero también en expresiones no verbales como los grafitis. Cuanto más variada es una sociedad, más diferencias habrá en las expresiones de sus ciudadanos, y lo que es elocuente para un grupo puede parecer burdo o inentendible para el otro. Aquí se plantea entonces por un lado la pregunta de cómo determinar la elocuencia si diferentes partes de la sociedad tienen opiniones diversas sobre ella, y por el otro, la ya conocida cuestión de si se debería exigir un grado alto de elocuencia excluyendo a una parte de la sociedad del discurso público[14] o si se debería optar por un grado bajo de esa virtud, quitándole relevancia a favor de la inclusión de los ciudadanos en el discurso.
Una tarea que también en nuestros tiempos indudablemente les concierne a todos los ciudadanos es la de votar. Es considerado la obligación cívica por excelencia en cualquier democracia y en algunos países como por ejemplo Argentina incluso significa un deber jurídico. En la realización de tal actividad, los ciudadanos están llamados a elegir aquellos candidatos que mejor pueden gobernar la sociedad y quienes proponen las soluciones más adecuadas para todos. En una república, esas elecciones deberían guiarse en última instancia por el parámetro de la manutención y fomentación de la libertad como no dominación. Para poder determinar cuáles de los candidatos son más hábiles en la salvaguardia de la libertad como no dominación y cuáles de las propuestas son más aptas para cumplir con tal fin, los ciudadanos deberían presentar la virtud de la capacidad de juicio. Según Rosler y los autores citados por él, tal capacidad de juicio le es inherente al pueblo, quien estaría en condiciones de “comprender la verdad cuando la oye y de ese modo escoger la mejor opinión”[15]. Aquí se plantea la pregunta de si esa frase pretende ser una afirmación en el sentido de que cualquier pueblo tendría esa capacidad de juicio o si es más bien una exigencia. Si es lo primero, podríamos pensar en que hace referencia a la llamada “inteligencia colectiva”, un fenómeno empíricamente mensurable, según el cual las decisiones tomadas por grupos generalmente son mejores que las decisiones tomadas por individuos.[16] Más allá de la pregunta de si ese fenómeno se da en todos los ámbitos y especialmente en decisiones políticas, no parece basarse en la virtud de los ciudadanos individuales, sino en un fenómeno estadístico, en el cual los sesgos y estimaciones falsas de unos son nivelados por los aciertos de otros. Entonces, el hecho de que la decisión sea tomada por un grupo heterogéneo parece ser más importante que el hecho de que sus miembros sean virtuosos. Si en cambio, entendemos la supuesta capacidad de juicio del pueblo como un enunciado normativo, en el sentido de que todo pueblo –y con ello, todo ciudadano individual– debería desarrollar tal capacidad de juicio, entonces se plantea la pregunta por cómo deberían tratarse las personas que no disponen de tal habilidad. ¿Se las debería excluir de la toma de decisiones? Eso nos parece llevar nuevamente a un dilema, en el que habría que elegir entre un punto de vista elitista, según el cual solo deberían participar en la vida pública aquellas personas que presentan virtudes especiales, una suerte de gobierno de los sabios que excluiría a una parte de la población de la toma de decisiones, y el punto de vista opuesto que desatiende la relevancia de las virtudes.
Respecto del poder ejecutivo y militar se da la particularidad de que hoy en día en muchos países –entre ellos Argentina y Alemania– las actividades comprendidas en estos ámbitos están en manos de funcionarios y soldados profesionales, por lo que las virtudes exigidas para el ejercicio de esas funciones solo deberían reclamarse en aquellas personas que eligen tales carreras, pero no en los ciudadanos comunes.
Para el poder judicial en cambio, se da la particularidad de que en muchos países están previstos tanto jueces profesionales como jueces legos, estos últimos generalmente en las funciones de escabinos o miembros de un jurado. A menudo, estos cargos de jueces legos no solo son asumidos por voluntarios, sino que existe una obligación general para cualquier ciudadano de desempeñar esa función si sale sorteado.[17] Con ello, las virtudes mencionadas por Rosler para la realización de las actividades judiciales deberían encontrarse en todos los ciudadanos, pues, en algún momento de sus vidas podrían verse obligados a ejercer la función de juez o jueza.
Según Rosler, existen varias virtudes necesarias para el ejercicio del poder judicial. Así, menciona las ya conocidas virtudes de la razón y elocuencia[18]; la primera sería necesaria para conocer la verdad de los hechos discutidos en el juicio, la segunda para transmitir esa verdad a los demás y convencerlos de ella. Respecto de estas dos virtudes se puede decir lo mismo que arriba: ¿cómo se resuelve el caso en el que un juez lego no dispone de esas virtudes, especialmente de la elocuencia?
Además, Rosler exige las virtudes de la clemencia y misericordia que les permitirían a los jueces sentir compasión y no dejarse llevar por la ira ni mostrar una severidad innecesaria en el pronunciamiento de la sentencia.[19] Aparte de la pregunta ya conocida sobre cómo habría que tratar a las personas que no demuestran tales virtudes y sin embargo pueden encontrarse ejerciendo la función judicial, aquí se plantea una segunda cuestión, a saber, cómo se determinan tales virtudes y qué grado de desarrollo de ellas se debería exigir. Pues, en nuestras sociedades actuales no hay consenso sobre lo que se debe considerar una sanción justa para un determinado delito (o una solución justa en una disputa civil llevada ante un tribunal), como puede verse en las discusiones sobre la justicia penal, en la que se encuentran opiniones tan diversas como el abolicionismo por un lado y el reclamo por sanciones más severas o incluso el restablecimiento de la pena de muerte por el otro.
Si bien Rosler menciona la administración pública como una de las cinco áreas en las que se desempeñan los ciudadanos en el republicanismo clásico, no indaga en las virtudes necesarias en ese ámbito. Con ello se plantea la pregunta de si se requieren virtudes específicas para el desempeño de esas tareas y si se pueden dar tensiones con las otras virtudes exigidas, una sospecha que se podría basar en la observación de que a menudo las personas virtuosas en el debate no siempre son las mejores realizando las acciones y viceversa.
Dado que el presente artículo solo se centra en las virtudes que deberían desarrollar los ciudadanos comunes, se pueden evitar las preguntas por las virtudes exigidas en la administración pública o por una posible tensión con otras virtudes, pues, en la actualidad las tareas de la administración pública están enteramente profesionalizadas y no recaen en los ciudadanos comunes. Con ello se puede argumentar que los ciudadanos tampoco tendrían que desarrollar las virtudes específicas exigidas en ese ámbito.
Si bien la profesionalización de la actividad pública dejó algunas de las tareas realizadas por los ciudadanos en el republicanismo clásico en manos de personas especializadas, sigue habiendo ámbitos en los que los ciudadanos comunes intervienen en la vida pública, especialmente en el debate, la elección de los representantes y la imposición de justicia. Por lo menos en esos ámbitos se puede discutir entonces la utilidad de las virtudes correspondientes para todos los miembros de nuestras sociedades actuales y se plantean los interrogantes arriba mencionados, especialmente la pregunta de si en la exigencia de las virtudes habría que distinguir según el rol que cumple el ciudadano en la sociedad, la cuestión de cómo deberían tratarse a aquellas personas que no disponen de las virtudes exigidas y qué grado de desarrollo de esas virtudes se debería exigir.
Dado que la discusión sobre las virtudes de los ciudadanos se mantiene en pie respecto de algunas de las actividades públicas, surge la cuestión de cómo se podrían despertar o fomentar esas virtudes. Según Rosler, la respuesta es clara: “La educación es clave”.[20] De los planes de estudio humanistas del Renacimiento recupera las asignaturas de gramática, retórica, historia y filosofía moral como áreas de conocimiento relevantes para el desarrollo de las virtudes necesarias en los ciudadanos.
Si bien la gramática e historia forman parte de los planes de estudios de los secundarios en nuestros países occidentales, la retórica y filosofía moral no siempre están incluidas en la agenda educativa escolar o universitaria. Además de la pregunta de si habría que insistir en un mayor rol de la difusión de esos conocimientos en la formación de los jóvenes, se plantea la pregunta de si habría que actualizar ese plan de estudio, incorporando nuevas áreas, corrientes o pensadores, aparte o en vez de los tradicionales como Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Plutarco, Tito Livio, Salustio y Tácito, mencionados por Rosler.[21]
Una propuesta contemporánea para la enseñanza de las humanidades como requisito necesario para una democracia se encuentra en la obra de Martha Nussbaum.[22] Según ella, “el aspecto humanístico de las ciencias, es decir, el aspecto relacionado con la imaginación, la creatividad y la rigurosidad en el pensamiento crítico”[23] nos proporciona con “capacidades vitales para la salud de cualquier democracia” [24]. Eso la lleva a exigir que en la democracia, los jóvenes “deben educarse para ser participantes en una forma de gobierno que requiere que las personas se informen sobre las cuestiones esenciales que deberán tratar, ya sea como votantes o como funcionarios electos o designados.”[25] Para tal educación propone partir de textos filosóficos clásicos como los diálogos de Platón y la enseñanza de la lógica formal para luego analizar textos actuales de la vida social y política, así como la propia argumentación de los alumnos mediante la realización de debates y la redacción de trabajos escritos. Ese aprendizaje requeriría un seguimiento personal por parte del docente y una evaluación cualitativa e individual en vez de exámenes estandarizados.
Aparte de citar propuestas educativas más modernas basadas en el razonamiento crítico socrático como Rousseau, Pestalozzi, Froebel, Alcott, Mann, Dewey y Tagore, propone como método de educación socrática contemporánea la enseñanza del pensamiento lógico, la razón y ética según Lipman, acompañada de una ética áulica basada en el respeto por las facultades mentales activas de cada alumno que propone Dewey.[26] A eso añade la necesidad de educar a las nuevas generaciones como “ciudadanos del mundo” que tengan conocimientos históricos, religiosos, sociales y culturales no solo de su propia nación, sino también de otras naciones.[27] Por último, resalta la importancia de la “imaginación narrativa”, la capacidad de ponerse en el lugar de otra persona y entender sus deseos, sentimientos y expectativas.[28] Esta capacidad se ensaya en el juego infantil, pero también en los momentos lúdicos de la vida adulta, especialmente en el ámbito de las artes, como la poesía, la música, el teatro, la pintura y la danza. En resumen, según Nussbaum, la educación de los ciudadanos en una democracia contemporánea debería comprender tres ejes: la lógica que se enseña mediante el método argumentativo socrático, el conocimiento fáctico del mundo que comprende la historia, la cultura, la religión y las circunstancias sociales de diferentes grupos y naciones, y la imaginación narrativa que se nutre de las artes. Tal propuesta quizás también pueda servir de base para una actualización de la enseñanza de las virtudes republicanas.
Si bien en la primera parte de este trabajo se han presentado virtudes que pueden ser útiles para las actividades públicas de los ciudadanos contemporáneos, todavía no se ha respondido la pregunta por la relevancia de esas virtudes. Es decir, ¿son las virtudes realmente necesarias para el desempeño de los ciudadanos en la vida pública o es su impacto menor de lo que parece?
Según Rosler, la virtud cumple un rol especialmente relevante en el republicanismo clásico. Esa importancia ya se expresaría desde el primer instante, pues, “la virtud es la precondición esencial de la libertad”[29] y solo las personas virtuosas elegirían un sistema político basado en ella. Con eso, la virtud cobra importancia para la implementación misma del republicanismo.
Frente a esa posición se pueden hacer dos comentarios. Por un lado, la afirmación de que se necesitaría la virtud en el sentido de un interés por un bien mayor que el propio bienestar para elegir un sistema político basado en la libertad como no dominación no parece ser una característica exclusiva del republicanismo, sino un elemento central de cualquier sistema político que se basa en un valor universal como la libertad o la igualdad que rige para todos los miembros de la comunidad por igual y los beneficia de igual manera. En ese sentido, se podría exigir la existencia de la virtud como elemento central para la implementación de muchos sistemas políticos, no solo para el republicanismo.
Por otro lado, y como resalta el mismo Rosler, se puede argumentar con razones autointeresadas a favor de la implementación del republicanismo. Para ello recurre a la explicación hegeliana del deseo del ser humano de ser reconocido por un par como sujeto y poder así desarrollar su autoconciencia. Ese reconocimiento entre pares requeriría precisamente la aceptación de la libertad como no dominación y llevaría por ende a la implementación del republicanismo.[30] Con ello no haría falta una ciudadanía muy virtuosa para establecer ese sistema político, sino simplemente personas interesadas en ser reconocidas como sujetos.[31]
Entonces, en el momento de la implementación del republicanismo las virtudes no parecen jugar un rol más relevante que en la instalación de otros sistemas políticos, e incluso se podría prescindir totalmente de ellas si se recurre al deseo de reconocimiento hegeliano para explicar el interés de las personas en establecer un sistema basado en la libertad como no dominación.
Rosler no solo resalta la relevancia de las virtudes en la creación de una sociedad republicana, sino también encuentra dos funciones valiosas para las virtudes en un sistema republicano ya establecido: por un lado, motivan a los ciudadanos a participar activamente en el desarrollo de la sociedad y la política y, por el otro lado, indican cuáles son los fines a perseguir y las acciones a tomar en tal desarrollo de la convivencia.[32]
La primera función de motivar a los ciudadanos a involucrarse en la vida pública cumplía un rol especialmente importante en las sociedades republicanas clásicas como la antigua Roma, donde no había políticos profesionales y se debía confiar en la buena voluntad de los ciudadanos de participar en la esfera pública y ejercer las tareas ya mencionadas de la deliberación legislativa, la ejecución administrativa, la administración de justicia y el servicio militar. Sin embargo, tal como se ha expuesto arriba, hoy en día gran parte de la participación en la esfera pública es profesionalizada y la realización de las tareas enumeradas se asegura mediante el pago de sueldos. Si bien quedan algunos ámbitos en los que se requiere el involucramiento de los ciudadanos comunes, esta colaboración podría asegurarse mediante otros medios, tal como se hace actualmente en la Argentina al implementar el voto obligatorio o el sorteo y la participación obligatoria como juez lego o jueza lega. Con ello, la función motivadora de las virtudes no parece ser tan relevante para asegurar que la ciudadanía participe en las tareas públicas.
La segunda función de las virtudes en un sistema republicano ya establecido consiste según Rosler en indicarnos qué es lo que debemos hacer. Detrás de ello se encuentra la observación de que las personas no actúan si no tienen una razón para ello y que esa razón “depende de lo que es valioso para uno”[33]. Según Rosler, una sociedad republicana exige que sus ciudadanos se interesen por el bien común, y esa preocupación requiere de la virtud cívica dado que ésta “provee a los ciudadanos de los elementos psicológicos y epistémicos para que puedan conducirse en aras del bien común”[34].
Las virtudes como pautas para la toma de decisiones pueden repercutir por lo menos en dos momentos diferentes, por un lado, en la implementación del sistema institucional y por el otro en la realización de actividades dentro de un sistema institucional ya establecido.
Respecto de la relevancia de las virtudes en el establecimiento de instituciones republicanas se puede resaltar que el republicanismo mismo, tal como lo reconstruye Rosler, ya parece determinar ciertos requisitos institucionales que nos indican qué debemos hacer y qué instituciones son importantes para un buen funcionamiento de una sociedad republicana. Así, Rosler menciona la separación de poderes y el control mutuo de ellos que se expresan en una legislatura bicameral, en la diferenciación entre la potestas que debe recaer en el pueblo y la auctoritas que se adjudica al senado, en la distinción entre el derecho, ejercido por el poder judicial, y el poder, ejercido por el poder legislativo y el poder ejecutivo, así como en el control de constitucionalidad. También destaca como relevantes el establecimiento de períodos cortos en el cargo para los magistrados y un intervalo entre los cargos por un tiempo determinado –dos exigencias que se podrían extender a todos los cargos públicos–. Por último, el republicanismo parece exigir la sanción de leyes basadas en la no dominación.
Esta implementación de instituciones que respetan el espíritu republicano no parece depender demasiado de las virtudes de las personas, porque el diseño y la estructura general de las instituciones públicas ya están predeterminadas una vez que se haya tomado la decisión de desarrollar una sociedad republicana. Por ello, en este momento de la implementación de las instituciones, el rol de las virtudes parece ser menor.
El segundo momento en el que las virtudes cobran relevancia en el sentido de establecer una guía para nuestros comportamientos es cuando se desarrollan actividades dentro de un sistema institucional ya establecido. Para que las virtudes nos puedan indicar qué es lo que debemos hacer, debe haber un espacio no regulado de otra manera, con lo que se plantea la pregunta de cuánto espacio deja tal sistema institucional para el ejercicio de las virtudes y cuánta necesidad hay para su desempeño. Rosler se plantea las mismas preguntas y trae a colación una “concepción tecnológica del sistema político”[35], según la cual se podría establecer un “sistema político a grandes rasgos automático, capaz de funcionar a pesar de –y por momentos gracias a– la falta de virtud de los ciudadanos”[36], porque es “apto para un pueblo de demonios”[37]. Pero Rosler no confía demasiado en esta concepción tecnológica del sistema político. Según él, el correcto funcionamiento del republicanismo depende del reconocimiento de los ciudadanos quienes deben aceptarlo “no solamente como un conjunto de razones autoritativas para actuar, sino además como una invitación a participar en política”[38], lo que requeriría de ellos el ejercicio de su virtud cívica. Sin tal motivación basada en la virtud cívica se correría el riesgo de que los ciudadanos desarrollen desconfianza frente a las instituciones y que estas últimas, para contrarrestar tal rechazo, tengan que recurrir a una mayor presión para asegurar su buen funcionamiento. Respecto de esta argumentación a favor de la necesidad de las virtudes en el republicanismo se pueden hacer dos observaciones. Primero, que la aceptación de las instituciones lleva a un mejor cumplimiento de las normas y por ello a un menor grado de fuerza para asegurar su realización parece ser un hecho general que no se limita a las instituciones republicanas.[39] Con ello se plantea la pregunta ya mencionada arriba: ¿en qué sentido el republicanismo es diferente a otros sistemas políticos en este punto? En segundo lugar, el camino sugerido por Rosler parece proponer preferir la presión social ante la presión estatal. Es decir, en vez de confiar en un buen funcionamiento de las instituciones basado en la amenaza con sanciones propone asegurarlo mediante la virtud cívica y la presión social del desprecio que puede despertar una determinada acción en los conciudadanos. Sin embargo, la presión social parece ser más propensa a la dominación que la presión estatal, pues, la segunda se rige por reglas públicamente conocidas sujetas al debate público, mientras que la primera no siempre se puede someter a una deliberación racional.
Un ulterior momento en el que Rosler ve una necesidad para el ejercicio de las virtudes es en la aplicación de las leyes y la toma de decisiones discrecionales. Respecto del primer caso está generalmente reconocido que nuestros sistemas jurídicos actuales no consisten solamente de textos legales emitidos por el legislador. Más bien, tales textos legales han de ser interpretados por el aplicador de la ley, dado que el texto legal recibe su significado recién con la interpretación. Solo mediante esta interacción entre texto legal e interpretación surge la norma en sentido propio.[40] Esta necesidad de interpretación plantea el problema de que pueden darse varios significados para un solo texto, porque el lenguaje que usa (y tiene que usar) el legislador, i.e. el lenguaje ordinario, es intrínsecamente vago. El riesgo de poder adscribir diferentes significados a un texto no puede evitarse ni siquiera si el legislador aplica de la manera más meticulosa el principio de legalidad y busca textos legales muy claros con un campo de aplicación estrictamente limitado, porque no se trata de un lenguaje como el matemático, cuyos símbolos y cifras sólo permiten la adjudicación de un único significado para cada símbolo. Más bien, las palabras del lenguaje ordinario tienen una penumbra, donde la adscripción de significado no siempre está clara. En ese momento de la interpretación entra en juego el juicio de la persona realiza tal tarea.[41] Aquí, las virtudes pueden servir como guías de la interpretación, permitiéndole al agente elegir entre todas las interpretaciones posibles aquella que mejor sirva al bien común.
En el caso de las discrecionalidades se da un panorama parecido. Es imposible ingeniar una legislación que abarque todos los casos posibles y les dé una solución justa. Por ello, los aplicadores de la ley tendrán en algunos casos un margen de discrecionalidad que les permite buscar una solución específica para el caso concreto. Aquí también Rosler ve lugar para el ejercicio de la virtud cívica que permite tomar la mejor decisión dentro de ese margen de discrecionalidad.[42]
En ambos casos en los que las instituciones necesariamente dejan cierto margen de decisión a los agentes efectivamente es deseable que las personas a cargo de la interpretación o decisión discrecional sean virtuosas y busquen la mejor solución para el bien común. Sin embargo, es un ámbito de acción bastante limitado para el ejercicio de las virtudes que solo puede desplegarse dentro de los límites establecidos por las instituciones. Con ello se puede sacar la conclusión de que las virtudes cumplen un rol importante al rellenar los huecos que las instituciones necesariamente dejan, porque estas últimas se basan en reglas generales que no pueden captar bien cada caso individual. En esas lagunas, penumbras o márgenes de discrecionalidad fungen las virtudes como guías para las interpretaciones de las reglas y la toma de decisiones. Sin embargo, el mayor peso recae en el diseño institucional. Con un buen diseño institucional se asegura el funcionamiento de la sociedad independientemente de las virtudes o vicios de sus ciudadanos, y las virtudes solo jugarían un rol relevante en los casos ya mencionados de interpretación y discrecionalidad. Si en cambio las instituciones fallan, las virtudes tampoco parecen poder salvar la situación. Pues, tal falla de las instituciones puede reconducirse a que no fueron diseñadas adecuadamente o a que los ciudadanos se aprovechan de sus lagunas y puntos débiles y detrás de ambos fenómenos se encuentran personas no virtuosas sino viciosas.
Como se ha expuesto al inicio, en Razones públicas Rosler pretende dos cosas: por un lado, presentar los elementos centrales del republicanismo clásico y, por el otro, indagar si el republicanismo, tal como lo esboza él, sería una alternativa válida para las sociedades y los discursos políticos actuales. En el presente trabajo me he centrado en el segundo eje, y he planteado la pregunta por la utilidad de las virtudes en nuestras sociedades contemporáneas.
Respecto del tipo de virtudes útiles para los ciudadanos en una república, se puede percibir una diferencia importante entre la república clásica presentada por Rosler y nuestras sociedades contemporáneas. En la primera, los ciudadanos comunes realizaban todas las tareas públicas en las cuatro áreas centrales de la deliberación legislativa, la administración pública, la actividad tribunalicia y el servicio militar. Hoy en día, no todas estas áreas requieren la colaboración de ciudadanos comunes, porque sus actividades son efectuadas por profesionales. Por ello, un ciudadano promedio que no trabaja para el Estado no necesita todas las virtudes que se requerían en el republicanismo clásico. Sin embargo, la deliberación pública, la elección de los representantes legislativos y la imposición de justicia son campos en los que la participación de los ciudadanos sigue siendo importante. Por ello, las virtudes útiles para el desempeño de esas actividades siguen siendo de beneficio para los ciudadanos en las sociedades actuales. Como se ha visto arriba, respecto de ellas se plantean los siguientes interrogantes: si en la exigencia de las virtudes habría que distinguir según el rol que cumple el ciudadano en la sociedad, cómo deberían tratarse a aquellas personas que no disponen de las virtudes exigidas y qué grado de desarrollo de esas virtudes se debería exigir.
Respecto del fomento de esas virtudes en los ciudadanos Rosler resalta la importancia de la educación y presenta el plan de estudios dirigido a ello en el republicanismo clásico. Aquí se propone una actualización de ese plan de estudios, recurriendo a la propuesta de Nussbaum, quien subraya la relevancia de la lógica, el conocimiento fáctico del mundo y la imaginación narrativa.
Por último, se ha planteado la pregunta por el momento o la instancia de la vida republicana en los que las virtudes cobran relevancia. Aquí se pueden distinguir tres momentos diferentes para el despliegue de las virtudes: el momento inicial en el que se decide establecer el republicanismo, un segundo momento en el que se implementa el sistema institucional republicano y por último las actividades que se desempeñan dentro de un sistema republicano ya establecido.
Aunque Rosler resalta la necesidad de las virtudes para el momento inicial de querer establecer el republicanismo[43], él mismo presenta un argumento en contra del requisito de ciudadanos virtuosos y desinteresados en esa situación: el argumento autointeresado hegeliano que despertaría incluso en un ciudadano no virtuoso el deseo de implementar el republicanismo. Por ello, para tomar la decisión de establecer el republicanismo no parece hacer falta una sociedad virtuosa.
También en el segundo momento de la implementación de las instituciones republicanas el rol de las virtudes parece ser menor, porque el republicanismo mismo ya exige una serie de instituciones que aseguran el buen funcionamiento de la sociedad independientemente de las virtudes de los ciudadanos.
En el tercer momento, el desempeño de actividades dentro de un sistema republicano ya establecido, sí hay lugar para el desarrollo de las virtudes, especialmente en la interpretación de las leyes y la toma de decisiones discrecionales.
Con ello se puede concluir que las virtudes siguen siendo útiles en nuestras sociedades contemporáneas, pero su peso es menor de lo que parece suponer Rosler. A diferencia del republicanismo clásico, solo una parte de las actividades públicas cae en manos del ciudadano común, con lo que solo se podrían exigir las virtudes útiles para el desempeño de esas tareas y no para aquellas que son ejercidas por funcionarios profesionales. Además, aquí se plantean las preguntas por el grado de desarrollo de las virtudes que se debería exigir y por el tratamiento que recibirían las personas que no logran superar tal umbral.
Respecto del rol que cumplen las virtudes habría que resaltar que estas cobran mayor relevancia en aquellas situaciones que no se pueden resolver mediante reglas generales, es decir, en la interpretación de la ley y la toma de decisiones discrecionales, con lo que les queda un campo bastante limitado de aplicación.
Honneth, A., La sociedad del desprecio, Madrid, Trotta, 2011.
Nussbaum, M., Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, Buenos Aires, Katz, 2011.
Robinson, P., Darley, J., Th e Role of Deterrence
in the Formulation of Criminal Law Rules: At Its Worst When Doing Its Best, Th e Georgetown Law Jornal, 91, 2003,
pp. 976-89.
Rosler, A., Razones públicas, Buenos Aires, Katz, 2016.
Sarrabayrouse, E., “La crisis de la legalidad, la teoría de la legislación y el principio in dubio pro reo: una propuesta de integración”, en Montiel, J. P. (ed.), La crisis del principio de legalidad en el nuevo derecho penal: ¿decadencia o evolución?, Madrid, Marcial Pons, 2012, pp. 31-54 (52).
Woolley, A.W., Chabris, C.F., Pentland, A.,
Hashmi, N., Malone, T. M., “Evidence for a collective intelligence factor in
the performance of human groups“, Science, 2010,
330, pp. 686-688 (688).
*
Doctora
en Derecho y Ciencias sociales, CIJS-CONICET, UE Siglo 21, Córdoba, Argentina.
Correo
electrónico: anna.e.m.richter@gmail.com.
[1] Rosler, A., Razones públicas, Buenos Aires, Katz, 2016, p. 13, citando a Michael Rosen, “Robbing the grave of Immanuel Kant”, The Times Literary Supplement, 15 de octubre, 2008.
[2] Ibidem, p. 17.
[3] Ibidem, pp. 12 ss.
[4] Ibidem, p. 68, citando a Toqueville, A., De la démocratie en Amérique, París, Laff ont, 1986, p. 135.
[5] Ibidem, p. 75.
[6] Ibidem, pp. 74 ss.
[7] Ibidem, p. 67, citando a Aristóteles, Política, III.4 1276b-30-31, la traducción es de Rosler.
[8] Ibidem, p. 79.
[9] Idem.
[10] Ibidem, pp. 122 ss.
[11] Ibidem, p. 123, citando
a Backouche, I., “S’Opposer”,
en Vincent Duclert y Chistophe Prochasson (eds.), Dictionnaire Critique de la République,
París, Flammarion, 2007, p. 1091.
[12] Ibidem, p. 27.
[13] Ibidem, p. 53.
[14] Tal “proceso de exclusión cultural” de parte de la sociedad –sobre todo de la clase trabajadora en una sociedad de clases– del discurso público ha sido analizado por Honneth, A., La sociedad del desprecio, Madrid, Trotta, 2011, quien lo define como “estrategias que actúan sobre las instituciones de la instrucción pública, los medios de comunicación de la industria cultural o el foro del espacio público político, y que limitan las posibilidades de articulación de experiencias de injusticia específicas de clases mediante el hecho de que les privan de los medios lingüísticos y simbólicos apropiados; paralizan la capacidad de articulación, que es la condición de una tematización de la conciencia social de injusticia que tenga consecuencias” (p. 64). Según él, esa exclusión lleva a una “contracultura de respeto compensatorio”, con la que los individuos afectados intentan “revalorizar la propia actividad laboral y de desvalorizar simbólicamente las formas socialmente más elevadas de trabajo” (p. 71).
[15] Rosler, op. cit., p. 81, citando a Maquiavelo, N., Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza, 1987, pp. 169-170.
[16] Woolley, A.W., Chabris,
C.F., Pentland, A., Hashmi, N., Malone, T. M., “Evidence for a collective
intelligence factor in the performance of human groups”, Science, 2010, 330, pp. 686-688 (688).
[17] A modo de ejemplo se mencionan las siguientes leyes que establecen la elección de los jurados por sorteo: Ley 14.589 para la Provincia de Buenos Aires; Ley 9106 para la Provincia de Mendoza, Ley 14.543 para la Provincia de Córdoba.
[18] Rosler, op. cit., p. 79.
[19] Ibidem, p. 77.
[20] Ibidem, p. 70.
[21] Ibidem, p. 71.
[22] Le agradezco a Paula Hunziker, quien me recomendó la lectura de Nussbaum para una propuesta contemporánea de la educación de los ciudadanos.
[23] Nussbaum, M., Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, Buenos Aires, Katz, 2011, p. 20.
[24] Ibidem, pp. 26, 27.
[25] Ibidem, p. 29.
[26] Ibidem, p. 110.
[27] Ibidem, p. 115.
[28] Ibidem, p. 132.
[29] Rosler, op. cit., p. 68.
[30] Ibidem, pp. 58 s.
[31] Le agradezco a Romina Frontalini Rekers haberme llamado la atención sobre ese argumento.
[32] Ibidem, p. 78.
[33] Ibidem, p. 108.
[34] Ibidem, p. 109.
[35] Ibidem, p. 75.
[36] Ibidem, p. 75.
[37] Ibidem, p. 76, citando a Kant, I., Sobre la paz perpetua, Madrid, Tecnos, 1985, p. 38.
[38] Ibidem, p. 76.
[39] Robinson, P., Darley, J., The Role
of Deterrence in the Formulation of Criminal Law Rules:
At Its
Worst When Doing Its Best, The Georgetown
Law Journal, 91, 2003, pp. 976-989.
[40] Sarrabayrouse, E., “La crisis de la legalidad, la teoría de la legislación y el principio in dubio pro reo: una propuesta de integración”, en Montiel, J. P. (ed.), La crisis del principio de legalidad en el nuevo derecho penal: ¿decadencia o evolución?, Madrid, Marcial Pons, 2012, pp. 31-54 (52).
[41] Rosler, op. cit., p. 191.
[42] Ibidem, p. 287.
[43] Ibidem, p. 68.