ISSN 1515-7326, n.º 25, 2-2020, pp. 147 a 175

Comentario a la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Comunidades Indígenas Miembros de la Asociación Lhaka Honhat (Nuestra Tierra) vs. Argentina

Commentary on the Inter-American Court of Human Rights Judgment in the Indigenous Communities of the Lhaka Honhat Asociation (Our Land) vs Argentina case

 

Osvaldo de la Fuente C.*

Recepción: 08/07/2020

Evaluación: 13/07/2020

Aceptación final: 18/07/2020

Resumen: Se evalúa críticamente la argumentación ofrecida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos para condenar al Estado argentino por violación al derecho de propiedad comunitaria indígena destacando dos déficits argumentativos: la ausencia, en su razonamiento, de los intereses de las familias criollas que se encontraban en un estado de vulnerabilidad y la contradicción de lo resuelto. Luego se somete a examen la ampliación que realiza la Corte sobre su competencia hacia el derecho al medio ambiente, la alimentación y el agua, la cual en este caso fue innecesaria y, además, no asume satisfactoriamente los desafíos institucionales que implica esa decisión.

Palabras claves: propiedad comunitaria indígena, derecho y medio ambiente, razonamiento judicial.

Abstract: The argumentation offered by the Inter-American Court of Human Rights to condemn the Argentine State for violation of the indigenous community collective right to property is critically evaluated, highlighting two argumentative deficits: the absence, in its reasoning, of the interests of the “criollo” families who were in a state of vulnerability and the contradiction of the final decision. The expansion carried out by the Court on its jurisdiction towards environmental rights, the right to food and the right to water is then submitted for examination, which in this case was unnecessary and also does not satisfactorily assume the institutional challenges implied by that decision.

Keywords: indigenous property, law and the environment, judicial reasoning.

 

1. Introducción

El 6 de febrero de 2020, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, la “Corte”) dicta sentencia en el caso Comunidades Indígenas Miembros de la Asociación Lhaka Honhat (Nuestra Tierra) vs. Argentina. En ella, resuelve sobre las pretendidas violaciones a una serie de derechos humanos y condena al Estado argentino por la violación de los siguientes derechos establecidos en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (en adelante, la “Convención”): derecho de propiedad (artículo 21), derecho a garantías judiciales (artículo 8.1), derecho a la protección judicial (artículo 25.1), derechos políticos (artículo 23.1), derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (cuya existencia y contenido infiere por medio de una cadena de referencias a instrumentos internacionales a partir del artículo 26).

La sentencia ha sido celebrada especialmente porque, además de mantener lo que ha resuelto anteriormente en materia de propiedad comunitaria indígena, por primera vez la Corte se refiere al derecho al medio ambiente, a la alimentación y al agua. Con todo, en este comentario ofrezco razones para asumir una actitud más crítica basada en un examen de la argumentación ofrecida por la Corte que sugiere moderar una posible celebración tanto por las víctimas en este caso como por quienes habitamos en la región. La idea central es que el criterio de corrección de lo resuelto debe ir más allá de la mera coincidencia con nuestras preferencias. Lo que se pide de una sentencia es una argumentación jurídica sólida que respalde la decisión y visto desde este punto de vista ella presenta deficiencias que requieren ser expuestas para que no se consoliden en el tiempo.

En este comentario, luego de situar la intervención de la Corte en el marco más general del problema político del reconocimiento a los pueblos indígenas, reviso la aplicación del artículo 21 de la Convención al caso de la propiedad comunitaria indígena que venía desarrollando la Corte en decisiones anteriores y en qué medida lo resuelto puede ser calificado como una reparación satisfactoria para las víctimas. Cierro el comentario con una revisión crítica al modo en que la Corte utiliza el artículo 26 de la Convención para traer como objeto de su decisión a un conjunto de derechos que dice han sido afectados por la misma conducta estatal haciendo presente los problemas institucionales que ocasiona en este caso y, si mantiene esta línea, en casos futuros.

2.             El problema político del reconocimiento a los pueblos indígenas

Comenzar el comentario de una sentencia con una exposición del problema político del reconocimiento a los pueblos indígenas puede ser desconcertante. La Corte aplica el derecho vigente y toda consideración política se encuentra excluida del tipo de razonamiento que llamamos propiamente jurídico. Mi intención con ello no es denunciar un comportamiento partidista o sesgado de la Corte (ni tampoco afirmar que no lo tenga). Se trata más bien de fijar un punto de partida desde algo que creo no debiese causar mayor polémica: el uso estratégico de la litigación en el sistema interamericano de derechos humanos (en adelante, “el sistema interamericano”).

En base a ello, creo importante comprender la ampliación del alcance del derecho de propiedad que ha venido desarrollando la Corte como parte del reconocimiento político de los pueblos indígenas.

La litigación estratégica descansa en una idea básica: llevar un caso a la Corte es una decisión. Y la generalidad bajo la cual se encuentran formulados los enunciados jurídicos que se encuentran en la Convención, hace posible que el tipo de casos que se discutan en dicho foro respondan a una agenda de consolidación de la democracia, muchas veces enfatizando el “carácter evolutivo” de los derechos enumerados en ella que permite la ampliación de su alcance. Es más fácil reconocer esto en el trabajo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, la “Comisión”), que no solo conoce de peticiones sino que también cuenta con líneas de trabajo sobre temas específicos bajo lo que se conoce como “relatorías”.[1] Y con relación a la presentación de casos ante la Corte, no parece polémico afirmar que, además de la solución al caso concreto, con ello se visibilizan problemas graves en la promoción y respeto de los derechos humanos en la región.

Estas ideas no son ajenas entre quienes se encuentran comprometidos con la lucha política por el reconocimiento de los pueblos indígenas (Aylwin, 2013). En efecto, a partir de finales del siglo XX, la “cuestión indígena” ha transitado desde un problema de precariedad y pobreza hacia la pretensión de los pueblos indígenas de ser reconocidos como sujetos políticos, y uno de los foros donde se ha desarrollado esta discusión ha sido precisamente el sistema interamericano. Por cierto, esta transición no se muestra como una superación de los problemas de precariedad y pobreza que afectan a quienes integran dichas comunidades, sino que solo es un reflejo de cómo este movimiento ha ido creciendo (Torbisco Casals, 2014).

Considerando el contexto bajo el cual se desenvuelven las peticiones de pueblos indígenas ante al sistema interamericano, me interesa mostrar cómo emerge este problema político para comprender la relevancia de la ampliación del alcance del derecho de propiedad hacia una comprensión comunitaria de ella.

Mirado desde lo que en algunas ocasiones se etiqueta peyorativamente como “occidente”, que reúne a fin de cuentas la institucionalidad a la cual pertenece el sistema interamericano, frente a la existencia de pueblos indígenas es posible aislar dos tipos de casos. Uno de ellos presenta situaciones donde una comunidad indígena vive de manera suficientemente aislada de la cultura hegemónica. A primera vista, podría pensarse que los intereses colectivos de una comunidad indígena pueden ser satisfechos bajo la idea de “dejar vivir en paz”, es decir, la mera ausencia de interferencias del exterior. Creo que este caso es muy improbable fundamentalmente porque las decisiones políticas provenientes de la cultura hegemónica directa o indirectamente afectarán su sistema de vida. Basta tener a la vista los problemas ambientales más conocidos en la discusión pública de nuestros días para advertir que un enfoque de esa naturaleza puede resultar bastante ingenuo. Una protección efectiva de los sistemas de vida de las comunidades indígenas requiere avanzar mucho más.

Así, en este tipo de casos, la emergencia del problema del reconocimiento político de los pueblos indígenas se produce porque el contacto es inevitable. Y aquí creo que surge una pregunta fundamental: ¿tiene sentido construir una comunidad política? Kant (2005, pp. 137, 141), en su libro Metafísica de las costumbres formuló este problema en términos contractualistas bajo el “postulado de derecho público”, según el cual “en una situación de coexistencia inevitable con todos los demás, debes pasar de aquel estado [de naturaleza] a un estado jurídico”. Ciertamente Kant puede ser situado en el eje liberal objeto de las críticas de homogeneización que impiden reconocer la diferencia, pero creo que al menos el postulado de derecho público permite presentar de manera suficientemente clara el problema político que me ocupa.

Para Kant, en el estado de la naturaleza existen relaciones presuntivamente jurídicas que solo un estado jurídico puede consolidar.[2] En un estado jurídico se produce una “voluntad concordante y unida de todos” que además es públicamente conocida (Kant, 2005, p. 143). Los derechos que corresponden a cada persona no serían, por tanto, concesiones de otros, sino que se encuentran positivizados por una voluntad en la que ella participa. Dice este autor,

el modo de tener algo exterior como suyo en el estado de naturaleza es la posesión física, que tiene para si la presunción jurídica de poder convertirlo en jurídico al unirse con la voluntad de todos en una legislación pública, y vale en la espera como jurídica por comparación (Kant, 2005, p. 71).

La pregunta que se sigue de estas consideraciones casi de inmediato es cómo puede ser posible construir una comunidad política que no sea ciega a la diferencia que reclaman, entre otros colectivos, las comunidades indígenas. Y parte de ello proviene del valor que se le asigne a la diferencia, para lo cual resulta imprescindible conocer a quienes no participan de la cultura hegemónica para que su identidad pueda volverse intersubjetiva.[3]

Como señala Arendt

Solo puede ver y experimentar el mundo tal como este es “realmente” al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se muestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, únicamente es comprensible en la medida en que muchos, hablando entre sí sobre él, intercambian sus perspectivas (2015, pp. 162–163).

En base a estas ideas, creo necesario enfatizar que la protección de la propiedad comunitaria indígena requiere ser comprendida como parte de aquella “voluntad concordante y unida de todos” de la que habla Kant y no solo como una política de “dejar en paz” proveniente exclusivamente de la cultura hegemónica. Y ello invita no solo a obligaciones de delimitación de la propiedad, sino que también a generar conocimiento sobre aquellos sistemas de vida que cuentan con una protección por la especial relación que mantienen con su entorno. La sentencia de la Corte en este caso pudo haber sido una oportunidad para mostrar el valor del sistema de vida cuya protección requerían las víctimas, pero al no ser controvertido este asunto, no se le dedicó la atención que a mi juicio exige una política de la diferencia. En esto no hay un reproche jurídico alguno. Solo me interesa hacer presente que por la trascendencia que tienen las sentencias de la Corte, este tipo de consideraciones podrían ayudar a consolidar sociedades más diversas al hacer más comprensible aquello que se protege. Pasemos ahora a la crítica jurídica propiamente tal.

3.  La condena por violación a la propiedad comunitaria indígena

Esta sentencia se vincula con una serie de decisiones previas de la Corte según las cuales elaboró una comprensión colectiva de la propiedad protegida por el artículo 21 de la Convención.[4] En la primera de ellas, la Corte estableció que “la Convención protege el derecho a la propiedad en un sentido que comprende, entre otros, los derechos de los miembros de las comunidades indígenas en el marco de la propiedad comunal” (Caso Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua, 2001, párr. 148). Para la Corte, esta interpretación extensiva del contenido del derecho de propiedad encuentra su fundamentación, en la especial relación que mantienen los pueblos indígenas con el territorio. Así dijo:

Entre los indígenas existe una tradición comunitaria sobre una forma comunal de la propiedad colectiva de la tierra, en el sentido de que la pertenencia de ésta no se centra en un individuo sino en el grupo y su comunidad. Los indígenas por el hecho de su propia existencia tienen derecho a vivir libremente en sus propios territorios; la estrecha relación que los indígenas mantienen con la tierra debe de ser reconocida y comprendida como la base fundamental de sus culturas, su vida espiritual, su integridad y su supervivencia económica. Para las comunidades indígenas la relación con la tierra no es meramente una cuestión de posesión y producción sino un elemento material y espiritual del que deben gozar plenamente, inclusive para preservar su legado cultural y transmitirlo a las generaciones futuras (Caso Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni Vs. Nicaragua, 2001, párr. 149).

Pocos años después de esta decisión, la Corte precisó la extensión de la protección de la propiedad comunitaria indígena incluyendo también a los componentes ambientales ligados a su cultura. En ese sentido, expuso:

la estrecha vinculación de los pueblos indígenas sobre sus territorios tradicionales y los recursos naturales ligados a su cultura que ahí se encuentren, así como los elementos incorporales que se desprendan de ellos, deben ser salvaguardados por el artículo 21 de la Convención Americana. (Caso Comunidad Indígena Yakye Axa Vs. Paraguay, 2005, párr. 137).

Para la Corte se trata de un derecho sujeto a limitaciones pues:

la protección del derecho a la propiedad conforme al artículo 21 de la Convención no es absoluta […] Aunque la Corte reconoce la interconexión entre el derecho de los miembros de los pueblos indígenas y tribales al uso y goce de sus tierras y el derecho a esos recursos necesarios para su supervivencia, dichos derechos a la propiedad, como muchos otros de los derechos reconocidos en la Convención, están sujetos a ciertos límites y restricciones […] respecto de las restricciones sobre el derecho de los miembros de los pueblos indígenas y tribales, en especial al uso y goce de las tierras y los recursos naturales que han poseído tradicionalmente, un factor crucial a considerar es también si la restricción implica una denegación de las tradiciones y costumbres de un modo que ponga en peligro la propia subsistencia del grupo y de sus integrantes (Caso del Pueblo Saramaka vs. Surinam, 2007, párrs. 127-128).

Los modos de afectación de este derecho que han sido conocidos por la Corte son principalmente los siguientes: ausencia de delimitación, demarcación y titulación; desposeimiento; reivindicación de territorio ancestral no resuelta; ausencia de consulta previa para el desarrollo de actividades de terceros que sean compatibles con los sistemas de vida de las comunidades indígenas; y realización de actividades por parte de terceros que son incompatibles con sus sistemas de vidas (Comisión Interamericana, 2010).

El problema jurídico que fue discutido ante la Corte en el caso Pueblos Kaliña y Lokono se relaciona principalmente con el control y uso del territorio para mantener el sistema de vida de las comunidades indígenas.[5] Y para ello, se requiere de la existencia de mecanismos efectivos orientados a delimitar, demarcar y titularizar el territorio, actividades que cumplen el propósito de hacer público el reconocimiento de la propiedad comunitaria indígena, especialmente frente a terceros que potencialmente pueda realizar actividades incompatibles con su sistema de vida (Caso Pueblos Kaliña y Lokono vs. Surinam, 2015, párr. 133).

El caso, delimitado según el marco temporal de competencia de la Corte, se originó con una solicitud de titulación de las comunidades indígenas en 1991 respecto de las tierras que habitan cuya extensión alcanzaba un área aproximada de 643000 hectáreas (párrs. 59, 100). Ese mismo año, el Estado realizó la primera acción que la Corte consideró como un reconocimiento de la propiedad de las comunidades indígenas allí presentes (párr. 60), cuyo asentamiento data desde antes de 1629 (párr. 49) y que actualmente comprende más de 2000 familias indígenas (párr. 50).

La principal dificultad para cumplir con esta obligación por parte del Estado argentino se encontraba en la presencia de personas no indígenas (familias criollas) en el territorio (párrs. 36, 111, 133) como resultado de una ocupación que data de principios del siglo XX (párrs. 51-52). Se trata de aproximadamente 465 familias caracterizadas como “pequeños productores de subsistencia” (párr. 52), “cuyo vínculo con la tierra ‒señaló la Corte‒ resulta determinante para su modo de vida” (párr. 134) y que además se encuentran en un estado de vulnerabilidad, según fue acreditado durante el proceso (párr. 135-137).[6]

Con posterioridad a un acuerdo en 2007 entre las comunidad indígenas y la Organización de Familias Criollas, que distribuyó entre ambas partes el territorio disputado y que fuera luego refrendado por las autoridades (párr. 75), el Estado intentó suscribir acuerdos con las familias criollas para conseguir la aceptación de su relocalización y los términos bajo los cuales se realizaría por medio de una instancia de diálogo, en el marco de lo que la Comisión y representantes de las víctimas llaman “saneamiento” del territorio indígena (párrs. 102 y 104).[7]

Este es un punto importante del caso. Durante la diligencia in situ realizada por la Corte (párr. 10) se dejó constancia del siguiente testimonio de representantes de familias criollas:

Mencionaron que el traslado de las personas criollas que se encuentran en tierra reclamada por comunidades indígenas está unido al compromiso de que el Estado brinde las mejoras adecuadas en los lugares que se determinen y a que se puedan definir los lugares de la mejor manera, para que todas las familias resulten beneficiadas (nota al pie 137 de la sentencia).

El propio Estado reconoció que una de las principales dificultades de este proceso de diálogo se encuentra precisamente en el hecho de que algunas familias criollas no estaban dispuestas a dejar sus tierras, lo que impedía continuar con el procedimiento de relocalización (párrs. 111-112, 143).

La pregunta central del caso, entonces, era si el Estado por medio de este proceso de diálogo cumplía o no con sus obligaciones internacionales. Y para ello resultaba imprescindible determinar si este proceso podía ser comprendido como una limitación al derecho de propiedad comunitaria.[8]

No obstante, la Corte no entró en este análisis y se inclinó en favor de la comunidad indígena excluyendo la posibilidad de que las familias criollas puedan permanecer en el territorio, señalando que “los procedimientos deben ser aptos para garantizar la propiedad de las comunidades indígenas sobre su territorio. El Estado no puede supeditar dicha garantía a la voluntad de particulares” (párr. 144, idea reiterada en párr. 166). Sin embargo, a pesar de la aparente firmeza con la cual se condenó al Estado, la Corte resolvió finalmente dar un plazo de seis años para que se concluya el procedimiento de delimitación, demarcación y titulación que se venía realizando, con lo cual validó el proceso de diálogo y la respuesta del Estado al informe de fondo de la Comisión (donde propuso un plazo de ocho años, párr. 85), tratando en la práctica a ese proceso como una limitación a la propiedad comunitaria.

Mi comentario se limitará a dos déficits argumentativos que creo importantes hacer presente: la ausencia de los intereses de las familias criollas en el razonamiento de la Corte y la incompatibilidad de lo resuelto. Nótese que no estoy en desacuerdo con el reconocimiento de la propiedad comunitaria indígena. Mi crítica se dirige al modo en que la Corte razonó y los elementos que priorizó o dejó de lado en su argumentación.

Un primer déficit argumentativo de la Corte se relaciona con el carácter absoluto que aparentemente le dio a la propiedad comunitaria indígena al excluir dentro de su argumento principal la discusión sobre la compatibilidad de la presencia de algunas familias criollas y, en caso de rechazar lo anterior, concebir el proceso de diálogo como una limitación temporal a la propiedad comunitaria indígena[9] Nótese que existían elementos de juicio para introducir en su argumentación las razones por las cuales la presencia de familias criollas era incompatible con el sistema de vida de las comunidades indígenas. Mi crítica va dirigida especialmente a que estas consideraciones no son introducidas en la argumentación que concluye con la condena del Estado por violación del artículo 21 de la Convención, evitando con ello un análisis del proceso de diálogo como posible limitación temporal a la propiedad comunitaria indígena.[10]

El derecho de propiedad comunitaria indígena ha sido vinculado por la Corte a un hecho empírico: que exista efectivamente una estrecha relación con el territorio vinculada al sistema de vida de una comunidad indígena. El alcance del derecho, entonces, se encuentra sujeto a determinar en qué consiste el sistema de vida de una comunidad en particular y cómo se vincula con el territorio. En este caso, esta vinculación no fue controvertida por ninguna de las partes (párrs. 50, 89) y solo se hace una breve referencia a ella al inicio de la relación de los hechos.[11] Algunos testimonios transcritos en la sentencia en el análisis de otros derechos dan cuenta cómo se ha visto afectado el sistema de vida de las comunidades indígenas, lo que permite inferir, al menos indirectamente, en qué consiste específicamente esta relación con el territorio (párrs. 257-266).[12]

Adicionalmente, la Corte ha afirmado –en otros casos- que la extensión de la protección de la propiedad comunitaria no cubre la realización de actividades de terceros que sean compatibles con el sistema de vida de una comunidad indígena.[13] Sin embargo, aquí existían elementos de juicio suficientes para argumentar que dicha compatibilidad no era posible: las familias criollas construyeron alambrados que impiden el uso colectivo de la tierra, practicaban tala ilegal y se dedican principalmente a la ganadería a campo abierto, afectando a la vegetación que la población indígena usa como alimento, además de contaminar el agua con heces animales (párrs. 257-266). Esto es algo que tampoco fue controvertido. El Estado instruyó el proceso de diálogo precisamente como una manera de resolver el conflicto de intereses entre ambas comunidades que surge, precisamente, porque mantienen sistemas de vida incompatibles entre sí. Sin embargo, para condenar al Estado por violación de la propiedad comunitaria indígena la Corte omite toda consideración a dicho conflicto de interés. Esto me lleva al segundo déficit argumentativo.

Como medida reparatoria, la Corte ordena al Estado a mantener el proceso de diálogo durante un máximo de seis años y bajo su supervisión directa, debiendo remitir informes de avance cada seis meses según un plan de trabajo presentado en el primero de ellos (párr. 344). Más allá de la declaración de que se condenaba al Estado, las cosas no cambian significativamente para las comunidades indígenas. Y aquí vale la pena detenerse para analizar si el razonamiento de la Corte permitía concluir que el Estado incumplió sus obligaciones internacionales. Así, al momento de decidir la Corte tenía dos posibilidades:

1.     Sostener que la presencia de familias criollas es irrelevante y que la ocupación del territorio que ya fue reconocido como propiedad comunitaria indígena por el Estado infringe sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos.

2.     Sostener que la presencia de familias criollas es relevante y que la demora en el proceso de delimitación, demarcación y titulación se encuentra justificada por la necesidad de proteger ambos intereses por medio del proceso de diálogo instruido por el Estado argentino.

La Corte asumió ambas posiciones sin advertir que no son compatibles entre sí. Por una parte, al evaluar la conducta estatal señaló:

es claro que los procedimientos instaurados no han resultado medidas suficientes, en tanto que no han logrado, después de más de 28 años de que fuera reclamado el reconocimiento de la propiedad, la plena garantía de ese derecho de las comunidades indígenas habitantes de los lotes 14 y 55 sobre su territorio (párr. 150).

Y, más adelante, agregó:

el Estado no ha titulado la [propiedad comunitaria sobre la tierra reclamada] de forma adecuada, de modo de dotarla de seguridad jurídica. El territorio no se ha demarcado y subsiste la permanencia de terceros (párr. 167, énfasis añadido).

Estos “terceros” a los cuales hace referencia la Corte son las familias criollas descendientes de quienes ocuparon esas tierras a principios del siglo XX. A su respecto, la Corte señaló que en el marco del derecho internacional de los derechos humanos la situación de las familias criollas se encuentra sujeta a las consideraciones establecidas en la “Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y de Otras Personas que Trabajan en las Zonas Rurales” (párr. 136) y que dicha circunstancia modulaba en este caso las obligaciones asociadas a la protección de la propiedad comunitaria indígena. La Corte indicó expresamente que “no puede hacerse caso omiso al modo en que el Estado tiene que cumplir con su obligación. En ese sentido, Argentina debe actuar observando los derechos de la población criolla” (párr. 138). Más adelante sostuvo:

La Corte destaca y valora positivamente el proceso de diálogo que se ha seguido en el caso con intervención del Estado, pobladores criollos y comunidades indígenas. Ello, por cuanto entiende que un procedimiento de tales características tiene la potencialidad de permitir al Estado cumplir sus diversas obligaciones y satisfacer los derechos implicados. (párr. 139).

En base a estas consideraciones no veo posible sostener, como lo hizo la Corte, que el Estado incumplió sus obligaciones internacionales. Para ello, es necesario argumentar que el proceso de diálogo forma parte del incumplimiento del Estado.[14] Pero la Corte validó el proceso de diálogo al punto que como medida reparatoria ordenó, en la práctica y más allá de declaraciones un tanto retóricas, mantener su ejecución y otorgó un año más al período de tiempo que ya había señalado el Estado que requería para finalizarlo. Lo que en este caso respondía a la obligación de delimitar, demarcar y titularizar consideraba un plan de trabajo cuya ejecución se proyectaba hasta el año 2025 (párr. 85). Como resultado de este proceso judicial, la Corte ordenó al Estado que ejecutara acciones que ya estaban en curso, fijando como plazo máximo el año 2026. Lo único nuevo era un “plan de seguimiento” de la ejecución de las acciones tendientes a relocalizar a las familias criollas.

4.             La violación a los derechos a un medio ambiente sano, a la alimentación adecuada, al agua y a participar en la vida cultural

La enumeración de derechos en la Convención recoge diversos intereses que se encuentran especialmente protegidos. El principal efecto de las normas que establecen derechos humanos es que establecen deberes de respecto, protección y promoción que comprometen la responsabilidad internacional de los Estados. Es importante notar que más allá de la posibilidad de interpretaciones extensivas que muestran el carácter evolutivo del derecho internacional de los derechos humanos, cada derecho precisa de una configuración que ofrezca un alcance delimitado que haga posible reconocer de manera efectiva qué es aquello que se protege y en qué casos ha sido afectado.[15] Junto a ello, no es extraño que unos mismos hechos puedan dar lugar a una afectación de derechos “en cadena”. El caso más común es la violación de un derecho sustantivo y la ausencia de un remedio efectivo que configura además violación de garantías judiciales. Pero en estos casos, ocurre que se configuran dos situaciones de hecho que pueden ser diferenciadas en términos precisos en base al alcance de los derechos protegidos por la Convención.

Algo completamente diferente es sostener que una misma acción estatal constituya una afectación a una multiplicidad de derechos y ello es especialmente delicado cuando estos derechos no encuentran reconocimiento expreso en la Convención. Por esta razón, la decisión de la Corte de imputar al Estado la violación a los derechos a un medio ambiente sano, a la alimentación adecuada, al agua y a participar en la vida cultural debe ser analizada con detenimiento.[16]

En lo que sigue, presentaré una crítica a lo que llamaré “la superposición de derechos” que muestra cómo la Corte incurrió en una incoherencia sistemática. También descarto la posibilidad de condenar al Estado por la violación de múltiples derechos en caso de que se conceda autonomía a algunos de los elementos que configuran el alcance del derecho de propiedad comunitaria indígena. Finalmente criticaré el tratamiento que dio la Corte a dos de estos derechos: el entendimiento del derecho a un medio ambiente sano como derecho autónomo y la reparación que ordenó la Corte respecto a la violación al derecho a la alimentación adecuada, que convirtió un asunto que requería ser probado durante el proceso judicial en uno que resolverá a futuro por medio de un procedimiento administrativo que instruirá la propia Corte.

4.1.         La superposición de derechos y la autonomía de los elementos que configuran el alcance del derecho de propiedad comunitaria indígena

Como fue señalado en la sección anterior, la Corte reconoció hace unos años el derecho de propiedad comunitaria indígena dentro del alcance del derecho de propiedad establecido en el artículo 21 de la Convención. Sobre su justificación ha señalado, correctamente a mi juicio, que los pueblos indígenas se vinculan con el territorio que habitan creando un sistema de vida que es sensible a las intervenciones en su entorno por parte de terceros, ya sea por la ocupación del territorio o la afectación de componentes ambientales vinculados a ese sistema de vida.

En este caso, la Corte estimó que se encontraba suficientemente acreditado que las costumbres de las familias criollas amenazaban la subsistencia del sistema de vida de las comunidades indígenas allí presentes (párr. 278). En particular, a su criterio, las acciones que resultaban incompatibles con ello eran la construcción de alambrados que impedían el uso colectivo de la tierra, la tala ilegal y la ganadería a campo abierto, que afectaba la vegetación que la población indígena usaba como alimento, además que contaminaba el agua con heces animales (párrs. 257-266).[17]

Estas acciones, en la medida en que amenazan la subsistencia del sistema de vida de las comunidades indígenas, constituían entonces modalidades de afectación del derecho de propiedad comunitaria indígena que reclamaban la intervención del Estado en cumplimiento de sus obligaciones internacionales en materia de derechos humanos. Sorprendentemente, la Corte no vio así las cosas en tanto expuso que:

La Corte advierte que los hechos referidos muestran que la presencia de criollos en el territorio indígena, así como distintas actividades, han generado un impacto. La cuestión a determinar es, si en el caso, dicho impacto ha implicado el menoscabo a derechos específicos, en forma adicional a la mera interferencia con el goce de la propiedad, cuestión ya examinada en el capítulo anterior de esta Sentencia. Además, en su caso, debe determinarse si es atribuible al Estado el daño acaecido (párr. 273, énfasis añadido).

Este párrafo de la sentencia es extraordinariamente importante para comprender el sacrificio innecesario que realizó la Corte al derecho de propiedad comunitaria indígena. Para introducir en el sistema interamericano los derechos a un medio ambiente sano, a la alimentación adecuada, al agua y a participar en la vida cultural, la Corte se ve en la necesidad de calificar lo que en decisiones anteriores constituía una amenaza para la subsistencia de los sistemas de vida de comunidades indígenas como una

“mera interferencia con el goce de la propiedad”.[18]

Más allá de lo poco afortunada y contradictoria que es esta expresión (una mera interferencia refiere a una afectación que debe ser tolerada, que es todo lo contrario a una amenaza a la subsistencia del sistema de vida de una comunidad indígena), existe acá un problema genuino sobre la posibilidad de que la afectación a un elemento que configura el alcance de un derecho tenga una importancia tan relevante que requiera ser reconocido como un interés protegido por una norma independiente de derechos humanos (y la efectividad de una protección de este tipo). Y el problema se vuelve particularmente relevante si se toma en cuenta que la pretendida autonomía se articula en base a derechos que no encuentran un reconocimiento expreso en la Convención y que serían el resultado de la práctica internacional de los Estados que se infiere de instrumentos internacionales que no exhiben de forma clara la misma naturaleza jurídica de la Convención.[19]

Para delimitar el análisis asumo que es claro que se trata de una sola conducta estatal la que violaría múltiples derechos humanos. Para justificar esto último, la Corte se apoyó en la idea de interdependencia entre el ambiente y los derechos humanos (párrs. 243-254). Pero hasta aquí no se está diciendo nada muy diferente a que en tantos sistemas físicos las personas somos susceptibles a las variaciones de nuestro entorno. Y para afirmar esto es redundante hacer referencia a otros derechos. Basta con identificar la modalidad de afectación del derecho respectiva. Si un Estado corta el suministro eléctrico de un medio de comunicación para evitar que divulgue una visión crítica al gobierno, dicha acción constituye una clara violación de la libertad de expresión. Y para ello, no hace falta argumentar que se ha visto afectado un derecho a tener acceso a electricidad, por muy relevante que sea para desenvolverse en las sociedades contemporáneas el uso de energía.

El resultado de esta argumentación es una superposición de derechos que supone asumir ciertos compromisos teóricos que creo necesario resistir. La superposición de derechos requiere que el alcance de los derechos humanos sea difuso y que gracias a ello sea posible que existan áreas cubiertas por más de uno de ellos. Si esto es así, podría sostenerse que esto es relevante para efectos de evaluar la conducta estatal, en términos tales que sería más grave aquella que cae dentro de un área cubierta por la mayor cantidad de derechos humanos posibles. Pero para llegar a esa conclusión la superposición es innecesaria y exige el pago de un precio muy alto al introducir una incoherencia sistemática que dificulta la comprensión de los derechos establecidos en la Convención y con ello su protección efectiva.

Pero aun asumiendo una concepción de los derechos humanos de este tipo, persiste otro problema. No es del todo claro que la Corte se encuentre obligada a imputar tantas violaciones como derechos humanos sea posible identificar. Al ser especial la afectación a la propiedad comunitaria indígena en este caso, no parece razonable condenar al Estado por otros derechos que protegen intereses que ya se encuentran protegidos por la propiedad comunitaria indígena. Como ya fue señalado, la Corte era consciente de este problema porque para dar inicio al análisis de la violación de los derechos a un medio ambiente sano, a la alimentación adecuada, al agua y a participar en la vida cultural se vio en la necesidad de calificar la violación al derecho de propiedad comunitaria indígena como una mera interferencia (que, como ya se dijo, denota un grado de afectación bastante menor y que incluso en el lenguaje corriente refiere a algo que debe ser tolerado por el titular del interés).

Hasta aquí la dedicación de la Corte para superponer derechos afectados por la misma conducta estatal parece completamente innecesaria e introdujo una incoherencia sistemática; esto porque asumió que el alcance de los derechos humanos contenidos en la Convención es lo suficientemente difuso como para que existan áreas de intersección de derechos, dificultando así la dogmática de los derechos fundamentales.

La Corte, por otro lado, argumentó que la relevancia de los elementos que configuraban el alcance del derecho de propiedad comunitaria indígena, era lo suficientemente alta como para configurar por sí misma intereses protegidos por normas que establecían derechos humanos. La Corte dedicó varios párrafos de su sentencia para mostrar cómo la práctica internacional reconoce la relevancia de la protección de nuestros entornos, la alimentación adecuada, el agua y la vida cultural (párrs. 202-254). Y sin duda se trata de materias importantísimas. Sin embargo, como correctamente señala Raz (2010, p. 323), que algo sea valioso no significa que tengamos un derecho humano a ello. Se requiere de un paso adicional para dar cuenta de la existencia de un derecho humano que vincule aquello que valoramos con las materias sobre las cuales los Estados reconocen la competencia de la Corte.

La ampliación de la competencia de la Corte, más allá de cuestiones de legitimidad, requiere de una reflexión sobre su real capacidad de examinar rigurosa y detenidamente los múltiples aspectos políticos, socioculturales y legales asociados a los casos que examina (Gerards, 2013). Las dificultades asociadas a ello se ven claramente en la comprensión que intentó trazar la Corte sobre el derecho a vivir en un medioambiente sano y el derecho a la alimentación, como muestro a continuación.

4.2.         El derecho a vivir en un medioambiente sano como derecho autónomo

Como fue señalado en la subsección anterior, dada la relación física que tenemos con nuestro entorno algunos problemas ambientales constituyen una modalidad de afectación de derechos humanos, planteando así un dinamismo en el alcance de algunos de estos derechos bajo un proceso que ha sido descrito como un “enverdecimiento” de los derechos humanos: casos que al momento de redactar la Convención no fueron considerados pero que admiten ser reconocidos dentro del alcance de derechos humanos establecidos en el derecho internacional.

En el sistema europeo de derechos humanos, la emisión de ruidos molestos ha sido considerada como una afectación de la vida privada y familiar (Tigroudja, 2009), mientras que, en el sistema interamericano, este proceso de “enverdecimiento” se ha desarrollado principalmente bajo una concepción del derecho de propiedad que incorpora la relación de pueblos indígenas con su entorno (Shelton, 2010, pp. 118–123).

Al margen de este proceso, desde la toma de conciencia de los problemas ambientales que se consagra internacionalmente en la conferencia de Estocolmo de 1972, muchísimos países han incorporado dentro de sus constituciones referencias al medioambiente, pero no ha logrado un reconocimiento similar a nivel internacional (May & Daly, 2009). Sin embargo, el alcance de este reconocimiento ha sido variado y no exento de problemas debido a las dificultades para formular un enunciado lingüístico que exprese de manera satisfactoria aquello a lo que se refiere un “medioambiente sano o adecuado”. Y las razones no solo dicen relación con los límites de nuestro lenguaje, sino que también porque la representación que tenemos de nuestro entorno se encuentra determinado por los riesgos que cada sociedad prioriza en la esfera pública (Douglas & Wildavsky, 1983). Esta dimensión política del riesgo ambiental ha motivado una segunda vía para la incorporación de los problemas ambientales dentro del discurso de derechos humanos: los así llamados “derechos procedimentales”.

Los derechos procedimentales reúnen en un mismo grupo el acceso a la información, la participación ciudadana y el acceso a la justicia. Todos ellos asumen que la determinación de qué es un “medioambiente adecuado” es un asunto político, que depende de las circunstancias sociales y económicas de cada Estado. Con ello, se busca que los procesos de deliberación política sobre el riesgo ambiental, habitualmente encomendados legislativamente a la administración, consideren los intereses de diversas personas involucradas en el uso de los componentes ambientales. El concepto de costo-oportunidad permite capturar el problema: la regulación ambiental define un uso posible para nuestro entorno y con ello dicho uso se privilegia frente a otros usos alternativos. Por ejemplo, la declaración de un área protegida restringe el uso de ese territorio para actividades económicas incompatibles con su objeto de protección; la fijación de un estándar de calidad del agua compatible con actividades industriales excluye un uso recreativo o turístico.

Una vez definidos algunos estándares ambientales, la determinación del contenido del derecho a un medioambiente adecuado puede realizarse en base a la referencia a dichos estándares (o puede ser reconocido como una ampliación del alcance de otros derechos). El incumplimiento de estos estándares por parte de privados permite activar mecanismos de defensa de derechos fundamentales bajo lo que se conoce como el efecto horizontal de los derechos humanos. Así, en la medida en que se contemple la protección constitucional de un derecho a vivir en un medio ambiente adecuado, la referencia al estándar ambiental infringido habilita para exigir a un tribunal el término inmediato a la situación contaminante como reparación a este tipo de afectación, sin perjuicio de las multas administrativas que correspondan.[20]

No obstante, siempre ha estado presente la idea de establecer a nivel internacional un derecho autónomo a vivir en un medio ambiente adecuado. Para ello, se ofrecen diversas razones ampliamente compartida de porqué nuestro entorno es valioso y se describen diversos casos de problemas ambientales, sin que se ofrezca, hasta donde tengo conocimiento, un diagnóstico de las dificultades que han encontrado los Estados que cuentan con un derecho de esas características en sus constituciones para darle una protección efectiva desde el discurso de derechos humanos. Como he señalado anteriormente, que algo sea valioso no es suficiente para justificar su reconocimiento como un derecho humano y al mismo tiempo esta falta de reconocimiento no es óbice para que cada Estado apruebe regulaciones ambientales efectivas, como ha ocurrido ampliamente en diversos países.

El principal problema para configurar un derecho a vivir en un entorno sano es que su alcance requiere de una mediación institucional que la intervención de la Corte no puede reemplazar. El riesgo que acepta una comunidad política no es un asunto meramente técnico al cual pueda remitirse la Corte. El conocimiento de nuestro entorno requiere de criterios de priorización de naturaleza política para que sean adoptadas las decisiones sobre el riesgo ambiental que una comunidad política acepta. Por otro lado, los riesgos ambientales más graves encuentran una respuesta satisfactoria por medio del enverdecimiento de los derechos humanos y el reconocimiento de que los riesgos ambientales son un asunto político justifica razonablemente la existencia de derechos procedimentales. Más allá de este modo de responder a los problemas ambientales no es claro qué consigue aportar el lenguaje de los derechos humanos (Woods, 2006).

Estas consideraciones permiten mostrar cuán innecesario era en este caso ampliar la competencia de la Corte hacia el reconocimiento de un derecho a un medio ambiente sano autónomo. Considerando las decisiones previas de la Corte, bastaba con considerar la afectación a los componentes ambientales vinculados a la cultura de las comunidades indígenas como una modalidad de afectación del derecho de propiedad comunitaria indígena.

4.3.         La medida reparatoria frente a la violación por el derecho a la alimentación adecuada

La Corte también declaró que el Estado argentino violó el derecho a la alimentación adecuada de las personas que integraban las comunidades indígenas que habitaban el territorio objeto de análisis en el proceso. La justificación de este derecho siguió una línea similar a la anterior: de la práctica internacional, que se infiere de una serie de instrumentos internacionales, dedujo la relevancia de la alimentación para los seres humanos, por tanto, existía una norma de derechos humanos que protegía el interés a la alimentación adecuada[21]. Como esta manera de razonar presenta problemas similares a los que fueron analizados al inicio de esta sección, en esta última parte del comentario me centraré en la medida reparatoria que ordena la Corte, porque es una muestra más de las dificultades institucionales que enfrenta al ampliar su competencia hacia derechos económicos, sociales y culturales.

La medida reparatoria que me ocupa es la establecida en el párrafo 332, donde la Corte expresó:

esta Corte ordena al Estado que, en el plazo máximo de seis meses a partir de la notificación de la presente Sentencia, presente a la Corte un estudio en que identifique, dentro del conjunto de personas que integran las comunidades indígenas víctimas, situaciones críticas de falta de acceso a agua potable o alimentación, que puedan poner en grave riesgo la salud o la vida, y que formule un plan de acción en el que determine las acciones que el Estado realizará, que deben ser aptas para atender tales situaciones críticas en forma adecuada, señalando el tiempo en que las mismas serán ejecutadas. El Estado deberá comenzar la implementación de las acciones indicadas en el plan de acción en forma inmediata a la presentación del mismo a este Tribunal. La Corte transmitirá a la Comisión y a los representantes el estudio referido, a efectos de que remitan las observaciones que estimen pertinentes. Teniendo en cuenta el parecer de las partes y la Comisión, la Corte evaluará si el estudio y el plan de acción presentados son adecuados y se corresponden con los términos de las presente Sentencia, pudiendo requerir que se completen o amplíen. La Corte supervisará la implementación de las acciones respectivas hasta que evalúe que cuenta con información suficiente para considerar cumplida la medida de reparación ordenada.

Esta medida reparatoria muestra elocuentemente las dificultades institucionales que enfrenta la Corte al momento de ampliar su competencia hacia derechos económicos, sociales y culturales. La orden al Estado para que elabore estudios significa que el proceso judicial no fue capaz de determinar fehacientemente los hechos bajo los cuales se imputa la violación del derecho a la alimentación adecuada. Y no solo eso, la Corte establece un procedimiento administrativo para determinar el grado de afectación y las reparaciones que asumirá el Estado en forma posterior a la sentencia.

La Corte ha mostrado en el pasado una comprensión deficitaria sobre el razonamiento probatorio (Ferrer Beltrán, 2020). En esta sentencia parece profundizar esta incomprensión al dejar para actos posteriores a la decisión que pone término al proceso judicial la averiguación de la verdad que es propia de la institución del proceso. Para ver esta conexión, basta con tener presente que si los jueces se encuentran sujetos a aplicar el derecho, entonces deben aplicar una regla solo en aquellos casos en los cuales se da la situación de hecho prevista por ella (vid. Taruffo, 2013; Ferrer Beltrán, 2013, p. 31; Haack, 2013, p. 74). La actividad judicial se comprende en nuestra cultura bajo un razonamiento donde los hechos probados configuran una premisa fáctica que luego se subsume en una premisa normativa dando como resultado la decisión del caso (Carbonell Bellolio, 2017). Y ocurre que la elaboración de informes para complementar la premisa fáctica con posterioridad al término del proceso hace imposible un razonamiento que permita concluir la condena al Estado argentino. Si el supuesto de hecho de una norma no fue acreditado, no resulta aplicable la consecuencia jurídica en ella establecida.

Podría pensarse que consideraciones de justicia exigen actuar de este modo. Pero ¿es efectivo que la Corte no tenga atribuciones para ordenar diligencias probatorias durante el proceso? Basta una mera lectura del reglamento de la Corte para ver qué eso no es efectivo. El artículo 58, apartado a, de dicho reglamento se refiere a las diligencias probatorias de oficio y habilita expresamente a la Corte para “procurar de oficio toda prueba que considere útil y necesaria”.

Mi conjetura es que la incapacidad de determinar durante el proceso la infracción al derecho a una alimentación adecuada llevó a la Corte a crear esta figura ad hoc al margen del proceso y que mantiene sin solución el conflicto. Este es el tipo de problemas institucionales que surgen cuando la Corte amplía su competencia hacia derechos económicos, sociales y culturales: se trata de asuntos altamente complejos que involucran factores históricos, culturales, sociales y económicos. Esto no significa en ningún caso que no sean asuntos de gran trascendencia, solo que si la Corte desea realmente entrar a examinar estas materias deberá esforzarse muchísimo más en su análisis durante el proceso. Si la tarea que asume le queda demasiado grande se afecta gravemente la credibilidad del sistema interamericano al ofrecer soluciones que en la práctica deja a las víctimas esperando por una solución definitiva.

Hay un problema adicional sobre el modo en que la Corte resuelve conocer los hechos. Configurado como medida reparatoria, decide que se realicen acciones para recopilar, organizar y analizar información con la participación de quienes intervinieron en el proceso judicial, configurando así un procedimiento administrativo para decidir sobre las reparaciones específicas que ejecutará el Estado en el futuro. Ante la ausencia de prueba, la Corte decide dejar indeterminada la sentencia y establece un método para que sea completada a futuro entre las partes en el proceso en el marco de una condena al Estado argentino por hechos que no fueron probados.

Hasta qué punto la Corte podrá asumir una tarea de este tipo es algo que se verá con el tiempo. Pero creo razonable sostener por el momento que, en la práctica, el proceso judicial no ha terminado: cada informe podrá ser objeto de discusión entre las partes y requerirá de un pronunciamiento de la Corte en plazos acotados que requerirán de una mayor frecuencia de sesiones extraordinarias para resolverlo.

Es muy común que sentencias judiciales que se refieran a derechos económicos, sociales y culturales sean vistas y se celebren como un triunfo en la consolidación de valores democráticos. Y sin duda para quien los demanda judicialmente, una sentencia favorable será un alivio frente a la precariedad que motivó su acción judicial. Con todo, me parece que si se miran las cosas con detenimiento no hay buenas razones para celebrar giros “jurisprudenciales” de este tipo, porque la intervención de los jueces en realidad no son más que un síntoma de un sistema político debilitado. En sintonía con lo señalado por autores como Atria (2014) y Moreso (2017), una “jurisprudencia consolidada” en materia de derechos sociales significa la ausencia de un mecanismo de asignación de bienes sociales universal y, en lugar de ello, su acceso dependerá del privilegio de contar con asesoría jurídica para demandarlos. En muchísimos casos no habrá más remedio porque vivimos en sistemas políticos débiles. Pero eso no debiese ser motivo de celebración porque quienes no han demandado no habrán tenido la misma suerte y nos distrae de la discusión de fondo: fortalecer nuestros sistemas políticos en la región.[22] Si la Corte, no obstante lo polémica que pueda ser su intervención, desea tomar cartas en el asunto y corregir el acceso deficitario a derechos económicos, sociales y culturales en la región ampliando su competencia, se enfrenta a complejidades históricas, económicas, sociales y culturales que sin una argumentación jurídica sólida no estará en condiciones de asumir y con ello solo contribuirá a debilitar al sistema interamericano al no proveer una solución efectiva a las víctimas.

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* Doctorando en Derecho, Becario CONICYT-PFCHA/Doctorado Nacional/2018-21180435, Universidad de Chile. Santiago de Chile, Chile. Correo electrónico: osvaldo.delafuente@ gmail.com. Agradezco a Ana Carolina Carlos de Oliveira por su paciente y generosa disposición a discutir algunos de los puntos que se exponen en este comentario y las observaciones recibidas en el proceso de arbitraje que me ayudaron a precisar la crítica a la sentencia.

[1] El artículo 15.3 del Reglamento de la Comisión establece que “podrá crear relatorías con mandatos ligados al cumplimiento de sus funciones de promoción y protección de los derechos humanos respecto de las áreas temáticas que resulten de especial interés a ese fin”.

[2] Como explican Byrd & Hruschka (2010, pp. 25–27), lo que Kant llama estado jurídico corresponde a lo que conocemos actualmente como Estado de Derecho.

[3] Véase el debate recogido en Taylor, 1994.

[4] Los casos son los siguientes: 1) Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 31 de agosto de 2001. Serie C No. 79; 2) Comunidad Moiwana vs. Surinam. Interpretación de la Sentencia de Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 8 de febrero de 2006. Serie C Nro. 145; 3) Comunidad Indígena Yakye Axa vs. Paraguay. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 17 de junio de 2005. Serie C Nro. 125; 4) Comunidad Indígena Sawhoyamaxa vs. Paraguay. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 29 de marzo de 2006. Serie C Nro. 146; 5) Pueblo Saramaka vs. Surinam. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 28 de noviembre de 2007. Serie C Nro. 172; 6) Comunidad Indígena Xákmok Kásek vs. Paraguay. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 24 de agosto de 2010. Serie C Nro. 214; 7) Pueblo Indígena Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador. Fondo y Reparaciones. Sentencia de 27 de junio de 2012. Serie C Nro. 245; 8) Comunidades Afrodescendientes desplazadas de la Cuenca del Río Cacarica (Operación Génesis) vs. Colombia. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 20 de noviembre de 2013. Serie C Nro. 270; 9) Pueblos Indígenas Kuna de Madungandí y Emberá de Bayano y sus miembros vs. Panamá. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 14 de octubre de 2014. Serie C Nro. 284; 10) Comunidad Garífuna de Punta Piedra y sus miembros vs. Honduras. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 8 de octubre de 2015. Serie C Nro. 304; 11) Comunidad Garífuna Triunfo de la Cruz y sus miembros vs. Honduras. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 8 de octubre de 2015. Serie C Nro. 305; 12) Pueblos Kaliña y Lokono vs. Surinam. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 25 de noviembre de 2015. Serie C Nro. 309; 13) Pueblo Indígena Xucuru y sus miembros vs. Brasil. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia del 5 de febrero de 2018. Serie C Nro. 346.

[5] La Corte usa el término “estilo de vida” (párr. 94), pero me parece más apropiado, y creo que no traiciona lo resuelto por ella, hablar de “sistema de vida”.

[6] Todo ello justificaba a mi juicio que las familias criollas hubiesen sido representadas durante el proceso ante la Corte, especialmente considerando que ella misma señaló que la situación en la que se encontraban obligaba al Estado a “adoptar acciones positivas tendientes a garantizar sus derechos” (párr. 137). En cambio, se limitó a oírlas por la utilidad para resolver el caso (párrs. 36, 43-45). Por cierto, la Corte señaló que no formaban parte del proceso (párr. 36), pero resulta al menos curioso que la flexibilidad con la cual asumió su régimen jurídico no alcance para permitir la participación como terceros a las familias criollas (una institución jurídica ampliamente reconocida en nuestros sistemas jurídicos).

[7] El término “saneamiento” no me parece muy feliz para referirse a seres humanos. La Corte usó la expresión “relocalización” (párr. 90) para referirse a las acciones destinadas a reubicar o reasentar a las personas no indígenas fuera del territorio indígena, lo que no solo resulta más preciso, sino que además es menos despectivo.

[8] Sobre los límites a derechos humanos véase Andrade Moreno, 2020.

[9] El Estado había alegado la necesidad de armonizar los intereses de las comunidades afectadas al defender el proceso de diálogo que se encontraba en curso (párr. 112), argumento que, a pesar de algunas referencias aisladas, la Corte no respondió directamente y, de ese modo, eludió analizar las posibles limitaciones al derecho de propiedad comunitaria en este caso (solo lo hace respecto a obras públicas en párrs. 169-185 pero relacionado con la necesidad de realizar una consulta previa).

[10] En el párr. 167, se señaló “la Corte constata que los Decretos 2786/07 y 1498/14 constituyen actos de reconocimiento de la propiedad comunitaria sobre la tierra reclamada. No obstante, el Estado no ha titulado la misma de forma adecuada, de modo de dotarla de seguridad jurídica. El territorio no se ha demarcado y subsiste la permanencia de terceros” (énfasis añadido) Esos “terceros” eran aquellos que anteriormente habían sido caracterizados como población vulnerable agregando que la situación en la que se encuentran obliga al Estado a “adoptar acciones positivas tendientes a garantizar sus derechos” (párr. 137).

[11] La única referencia que hizo la Corte es a estudios que “muestran la importancia de la relación […] con su tierra y territorio […] señalando la amenaza que implica el desarrollo de actividades productivas que entran en contradicción con su forma de vida” (párr. 49).

[12] Nótese que esta referencia se realizó en el análisis sobre la violación a los derechos a un medio ambiente sano, a la alimentación adecuada, al agua y a participar en la vida cultural (todos ellos invocados al caso desde el artículo 26 de la Convención). Más adelante me referiré a ello, pero de momento basta con poner atención en cómo la Corte olvidó introducir en el argumento que llevó a la condena del Estado por violación del derecho de propiedad, nada más ni nada menos que el propio fundamento de la propiedad comunitaria indígena.

[13] En el caso del Pueblo Saramaka vs. Surinam, la Corte señaló que “no se debe interpretar el artículo 21 de la Convención de manera que impida al Estado emitir cualquier tipo de concesión para la exploración o extracción de recursos naturales dentro del territorio Saramaka” (párr. 126).

[14] Si se trata de una obligación de resultado, sería posible concluir que el Estado argentino incumplió sus obligaciones internacionales. Sin embargo, la validación del proceso de diálogo instruido da cuenta de que para la Corte se trata de una obligación de medios: hacer lo posible por alcanzar el cumplimiento efectivo de sus obligaciones.

[15] Gerards (2013, pp. 87–89) muestra este rasgo evolutivo distinguiendo entre “core cases” y “peripheral cases”.

[16] La Corte “deduce” estos derechos del siguiente modo: a partir del texto del artículo 26 de la Convención -donde los Estados se comprometen a adoptar providencias para lograr progresivamente la plena efectividad de los derechos que se derivan de las normas económicas, sociales y sobre educación, ciencia y cultura, contenidas en la Carta de la Organización de los Estados Americanos, reformada por el Protocolo de Buenos Aires, en la medida de los recursos disponibles, por vía legislativa u otros medios apropiados- se remite a diversos instrumentos internacionales que darían cuenta de la existencia de normas que establecen derechos humanos. A mi juicio, la Corte asume una tesis naturalista sobre la fundamentación de derechos humanos, que hace colapsar la distinción entre derechos morales y derechos humanos. Para una discusión sobre la fundamentación de los derechos humanos, véase Iglesias Vila, 2016.

[17] Nótese que la Corte analiza el derecho de propiedad comunitaria indígena en la sección de la sentencia correspondiente a la violación de los derechos a un medio ambiente sano, a la alimentación adecuada, al agua y a participar en la vida cultural.

[18] Un poco más adelante, en el párrafo 275, la Corte reiteró citas de decisiones anteriores sobre el fundamento de la propiedad comunitaria indígena e incluso concluyó que “sí hubo un impacto relevante en el modo de vida de las comunidades indígenas respecto de su territorio” (párr. 278), lo que sugiere fuertemente que la Corte no pareciera advertir el problema de coherencia sistemática que está introduciendo con esta sentencia.

[19] La Corte utiliza el latinajo corpus iuris para eludir el problema de la naturaleza jurídica de estos instrumentos, lo cual es controvertido entre sus miembros. Véase el voto parcialmente disidente del juez Humberto Antonio Sierra Porto. Esto último es un problema de identificación de normas que establecen derechos humanos que abre preguntas sobre la legitimidad de la Corte. No entraré en esta discusión porque me parece que hay una pregunta previa sobre la delimitación del alcance de los derechos humanos. La necesidad de identificar nuevos derechos puede ser una respuesta a la rigidez sobre cómo se concibe el alcance de los derechos. El reconocimiento del carácter evolutivo de los derechos humanos rechaza esa rigidez y vuelve muy problemático la ampliación del catálogo de derechos en la medida de que los problemas ambientales encuentren una respuesta en la ampliación del alcance de derechos cuya existencia no es discutida.

[20] Este sería el caso, por ejemplo, de actividades riesgosas que se desarrollan al margen de las autorizaciones administrativas que le resultan aplicables o, en general, de los controles que establece la ley.

[21] Me refiero solo al derecho a la alimentación adecuada para simplificar el argumento, pero creo posible extender mi argumento al derecho al agua.

[22] A veces se asume demasiado rápido que tras la sentencia, las cosas serán tomadas más en serio por los Estados. Pero un pensamiento de este tipo no parece hacer justicia a las complejidades económicas, sociales y culturales que dificultan este proceso, las cuales requieren de una acción política.