En recuerdo de Eugenio Bulygin

Hace unos meses recibimos la triste noticia del fallecimiento de Eugenio Bulygin (1931-2021). Entre muchas otras cosas, el profesor Bulygin es parte fundamental de la historia de esta revista. No solo por su vínculo con la Universidad Nacional del Sur, sino también por su estrecha colaboración y amistad con quienes fueron sus fundadores y directores. A modo de homenaje dedicaremos este espacio de la revista para recordarlo, en las palabras de quienes lo conocieron.


 


Eugenio Bulygin, profesor de la Universidad Nacional del Sur

Todos los que integramos el universo de lectores de Discusiones sabemos perfectamente quién fue Eugenio Bulygin; muchos de nosotros, inclusive, tuvimos la fortuna de haberlo conocido y tratado en forma personal. No los aburriré repitiendo cosas que ya todos sabemos; intentaré contarles algunas cosas sobre Eugenio que tal vez no todos conozcan.

En 1996 se fundó el Departamento de Derecho de la Universidad Nacional del Sur. En 1998 se dictó por primera vez la asignatura Filosofía del Derecho, de la que soy profesor adjunto —junto con mi colega y alter ego Luis María Esandi— desde esa época fundacional. La Cátedra de Filosofía del Derecho fue creada ex nihilo, en el sentido literal de la expresión. Los profesores designados éramos diletantes que leíamos a Kelsen, a Ross y a Hart porque nos gustaba, porque nos resultaba interesante. No había elemento objetivo alguno que permitiera avizorar que el cuasiperegrino proyecto de dictar Filosofía del Derecho en nuestra universidad pudiera resultar exitoso. Teníamos todo en contra. Pero teníamos entusiasmo. Y tuvimos también suerte. Una muy acertada recomendación de Carlos Rosenkrantz nos permitió conocer a Pablo Navarro, quien se hizo cargo de la Cátedra y de todos nosotros, y en tiempo récord logró que la Universidad Nacional del Sur y la ciudad de Bahía Blanca pasaran a ser un punto detectable en el radar de la Filosofía del Derecho de nuestro país. Dos fueron los pilares fundamentales sobre los que se apoyó ese rápido desarrollo: el Seminario Internacional de Teoría del Derecho y la revista Discusiones. Ambos emprendimientos fueron muy bien recibidos por la comunidad académica y se beneficiaron del aporte de innumerables estudiosos y expertos —locales y extranjeros— que pusieron su grano de arena participando en el Seminario o colaborando con la revista. Fueron muchos los que ayudaron. Pero hoy nos toca hablar de Eugenio Bulygin.

Eugenio colaboró desde el principio, y con gran entusiasmo, en el desarrollo de la filosofía jurídica en el ámbito del Departamento de Derecho de la Universidad Nacional del Sur. Lo hizo de las más variadas formas: actuando como jurado en concursos docentes, como disertante en semi-

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narios y conferencias, pero, fundamentalmente, asumiendo un rol que está cada día más vacante en la vida universitaria: el rol de maestro. No sé si él se lo propuso o no, pero lo cierto es que la enorme mayoría de distinciones conceptuales que utilizamos para enseñar teoría general del derecho las aprendimos de Bulygin: algunas de ellas porque las creó él, muchas otras porque las explicó mejor que nadie.

Recuerdo que a finales de los años noventa, en una de las tantas visitas a Bahía Blanca, Bulygin dictó una clase sobre “Lagunas del Derecho” para los estudiantes de grado de la carrera de Abogacía que cursaban filosofía del derecho. La clase se dictó en un espacio enorme —lo que otrora era comedor universitario y en la emergencia se empezó a usar como aula para las multitudinarias clases de Derecho— y asistieron cerca de doscientos alumnos de tercer año de la carrera. La clase contó, además, con la ineludible presencia de varios perros callejeros que tenían colonizado dicho espacio, quienes dormían plácidamente durante la exposición. Nada de eso le importó a Eugenio, quien dictó su clase como el elegante caballero que era; y en un momento en que un perro comenzó a gruñir y a rasgar con sus uñas la tarima de madera, Eugenio exclamó con su característico tono de voz: “parece que no está de acuerdo con lo que estoy diciendo”. La carcajada fue general, y la sonrisa que se dibujó en el rostro de Eugenio constituye para mí un recuerdo imborrable. Lo cierto es que como cátedra nos dimos el lujo de que el punto del programa “lagunas del derecho” lo dictase la persona que más sabía de ese tema en el mundo, y los alumnos —jóvenes de veinte años en su gran mayoría— tuvieron la increíble experiencia de conocer en persona a uno de los autores de ese extraño libro que tanto nos empeñábamos en que leyeran y comprendieran. Inés Álvarez —exsecretaria de redacción de Discusiones— y Pamela Tolosa —actual directora decana del Departamento de Derecho de la UNS— no me permiten mentir: ellas asistieron como alumnas de grado a esa ya legendaria clase.

Algo que nunca dejó de sorprenderme es la misteriosa lealtad con la que Eugenio, año tras año, asistía al Seminario Internacional de Bahía Blanca, muchas veces como disertante, otras como polemista, siempre como el agudo crítico que naturalmente era. Casi todos los años solíamos contar con algún asistente con predicamento internacional que hacía las

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Por ese tipo de actitudes —y por muchas cosas más— todos tenemos demasiado que agradecerle a Eugenio. Afortunadamente en el año 2007, la Universidad Nacional del Sur, haciendo honor a la gratitud, le confirió a Eugenio Bulygin el título de Doctor Honoris Causa. Celebro que hayamos logrado darle en vida el homenaje que Eugenio merecía, y que hayamos podido demostrarle con un reconocimiento institucional el agradecimiento que todos sentimos hacia él. Es por eso que en la Universidad Nacional del Sur consideramos a Eugenio Bulygin como un miembro de nuestra casa. Integró nuestro claustro como doctor honoris causa y ejerció como maestro para cada uno de los que hayan tenido la suficiente lucidez como para saber aprovecharlo.

En el discurso de investidura del doctorado, Bulygin disertó sobre uno de sus temas predilectos, “La lógica en el Derecho”. No recuerdo exactamente lo que dijo en esa oportunidad. Nunca olvidaré, en cambio, lo que alguna vez le oí contar. Siendo Eugenio muy joven, en una ocasión le presentó a Sebastián Soler un texto que tenía en elaboración; luego de haberlo leído Soler le dijo, a modo de consejo, que la lógica en el derecho debe ser como los resortes en un sillón: debe estar, pero no se debe notar. Creo que Bulygin tuvo en cuenta ese consejo a lo largo de su carrera, porque la mayoría de sus escritos rebosan de lógica pero ella nunca aparece en modo manifiesto. La lógica está indudablemente presente en la obra de Bulygin, pero no se hace notar demasiado. Eso facilita su lectura y comprensión por parte de los juristas en general, y de todos aquellos lectores que preferimos evitar las escenas de lógica explícita. Alguna vez le oí contar a Eugenio que el apéndice de Normative Systems era “cosa de Alchourron”, cerrando el comentario con una de sus características risotadas.

Me pregunto si Bulygin era un zorro o un erizo. Tal vez la dicotomía berliniana no funcione en su caso, porque él sabía muchas cosas muy impor-

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tantes. Tal vez, como el gran León Tolstoi, Eugenio tenía el talento natural de un zorro, pero decidió convertirse en un erizo por convicción. No lo sé. Tal vez nadie lo sepa.

Lo que sí sé es que Bulygin era el filósofo del derecho más importante de la Argentina y uno de los más importantes del mundo. Y que, en un mundillo académico pletórico de vanidad y afectación, él se destacaba por la franqueza en la discusión y la sencillez en el trato: prestaba la misma atención a un ignoto estudiante que a un gran académico, porque sabía que cualquiera de ellos podía tener razón o estar equivocado, dado que a la hora de la verdad lo único que cuentan son los buenos argumentos. Zorro u erizo, esa es una de las tantas enseñanzas que nos dejó a todos lo que lo conocimos.

Eugenio Bulygin fue un maestro en el sentido más pleno de la palabra; lo extrañaremos mucho, tal vez demasiado, porque ya no quedan hombres hechos de esa madera.

Andrés Bouzat

(Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, Argentina)

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