ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 28, 1-2022, pp. 131 a 156Dominic Ongwen en la Corte Penal Internacional: un análisis feminista...
Dominic Ongwen en la Corte Penal Internacional:
un análisis feminista sobre crímenes internacionales y subjetividades complejas en la guerra
Dominic Ongwen at the International Criminal Court:
A feminist analysis on international crimes and complex subjectivities in war
María Daniela Díaz-Villamil*
Recepción: 21/04/2022
Evaluación: 13/05/2022
Aceptación final: 17/05/2022
Resumen: En febrero de 2021, la Corte Penal Internacional condenó a Dominic Ongwen, antiguo niño soldado y posterior comandante del Ejército de Resistencia del Señor (LRA), por 61 cargos de conductas constitutivas de crímenes de lesa humanidad y de guerra, cometidas entre 2002 y 2005 en el Norte de Uganda. En este artículo reflexiono sobre los crímenes que la Corte le atribuyó y sobre su condición de víctima-victimario. Me ocupo principalmente de escrutar los dichos y los silencios de la sentencia desde una perspectiva de género y feminista. Defenderé la tesis de que el caso abre una veta de reflexión sobre las paradojas de la pulsión punitiva de la lucha feminista internacional y sobre la dificultad para superar binarios radicales en el derecho penal internacional.
Palabras clave: Dominic Ongwen, teoría feminista, crímenes internacionales, justicia internacional, atrocidades.
Abstract: In February 2021, the International Criminal Court convicted Dominic Ongwen, a former child soldier and later commander of the Lord’s Resistance Army (LRA), on 61 counts amounting to crimes against humanity and war crimes committed between 2002 and 2005 in Northern Uganda. In this article, I reflect on the crimes attributed to Ongwen by the Court and on his status as a victim-perpetrator. I thus scrutinize what is said and silenced in the judgment from a gender and feminist perspective. I will defend the thesis that the case opens a new reflection opportunity on the paradoxes of the punitive drive of the international feminist struggle, and on the difficulty of overcoming radical binaries within the realm of international criminal law.
Key words: Dominic Ongwen, feminist theory, international crimes, international justice, atrocities.
En febrero de 2021, la IX Sala de Juzgamiento de la Corte Penal Internacional dio a conocer la sentencia condenatoria en el caso de la Fiscalía contra Dominic Ongwen, antiguo comandante del Ejército de Resistencia del Señor en Uganda. La decisión es histórica por al menos cuatro razones: (I) es la condena más “generosa” de la Corte: 61 cargos en total por diferentes conductas constitutivas de crímenes de lesa humanidad y de guerra; (II) es la primera condena por crímenes de género más allá de la violencia sexual, i.e., matrimonio forzado al amparo del crimen de otros tratos inhumanos; (III) es la primera sentencia contra un antiguo niño soldado por los crímenes que cometió siendo adulto en el mismo grupo que por más de una década antes de alcanzar la mayoría de edad fungió como su verdugo; (IV) por la misma razón, es la primera sentencia en abordar los dilemas éticos y jurídicos que representa la comisión de atrocidades por parte de víctimas de crímenes internacionales.
En esta breve reflexión me encargo de abordar varias de estas cuestiones desde una perspectiva de género y feminista. En primer lugar, reflexiono sobre el contexto (la cruel guerra del Norte de Uganda, sus antecedentes y legado) y los principales debates que plantea el caso. En segundo lugar, me hago cargo de estudiar los cargos específicos de género, trayendo a colación una reflexión crítica sobre la jurisprudencia del Tribunal. En tercer lugar, me ocupo de las conductas y respectiva condena por hechos que, al menos a juicio de la Corte, no merecían un análisis género-específico. En cuarto lugar, reflexiono sobre el amplio debate que ha suscitado la condición víctima-victimario de Dominic Ongwen y los aportes que ofrece en esta esfera una lectura crítica feminista sobre el razonamiento de la Corte. En último lugar concluyo que, si bien la sentencia representa un avance en el propósito de dotar a los análisis sobre atrocidades de una lectura omnicomprensiva de género que trascienda a lo que Karen Engle llama “el grillete de la violencia sexual en los conflictos armados” (Engle, 2020), lo cierto es que con lo que dice y con lo que calla, la Corte pierde una oportunidad para desestructurar binarios como aquel según el cual las personas son o víctimas o victimarias, y las víctimas de violación son siempre mujeres vulnerables y nunca varones. Asimismo, descarta la posibilidad de avanzar en la comprensión de la dimensión estructural de la violencia de género en contextos como el que resuelve el caso a través de la inaplicación de la persecución por razones de edad y género.
En 1962 Uganda inició el tránsito hacia su independencia de la Corona Británica. Como la mayoría de los países africanos que sufrieron el violento yugo colonial europeo desde el siglo XIX, la joven república de Uganda tuvo que enfrentarse a una convulsa situación política, social y económica en la administración de un territorio encapsulado por una frontera legada por los colonizadores. Conflictos étnicos de la época precolonial fueron atizados a propósito de la vieja estrategia colonial de dividir a los locales con el favorecimiento de un(os) grupo(s) sobre otro(s), especialmente entre pueblos del norte y del centro-sur del país (Lwanga-Luyiigo, 1987). Asimismo, nuevos conflictos propios del legado colonial empezaron a caldearse con la salida de los británicos, especialmente entre los ugandeses de descendencia africana y los de descendencia india, cuyos ancestros llegaron a inicios del siglo a construir el ferrocarril que conecta Uganda con Kenia (Armitage, 2015).
Así, el legado colonial se mantuvo vigente a través de una consecución de gobiernos autoritarios, guerras civiles y represión violenta que han impedido la auténtica independencia de Uganda (Lwanga-Luyiigo, 1987). Bajo el primer gobierno de Milton Obote, de etnia Lango, se avanzó en la persecución de los pueblos del sur de Uganda con un sentido de revancha por el maltrato perpetrado por los británicos en contra de los pueblos del norte, como los Lango y los Acholi. Idi Amín, mundialmente famoso por su régimen despiadado, avanzó en la persecución de los pueblos del norte del país, principalmente los Acholi y también de los ugandeses de ascendencia india. Depuesto Amín y reinstalado Obote como presidente, en la década de 1980 se atizaron las disputas étnicas y la persecución revanchista, de nuevo concentrada en las poblaciones del sur del país. Así, una guerra de guerrillas empezó a avanzar en cabeza de Yoweri Kaguta Museveni, quien se valió de un sinnúmero de refugiados tutsis en Uganda para deponer a Obote a través del Ejército de Resistencia Nacional (Lomo y Hovil, 2004).
Museveni fue exitoso en su empresa y después del golpe de estado de 1985, ejecutado por Tito Okello, aquél se hizo con el poder por la fuerza y se autoproclamó presidente en 1986. En respuesta, una serie de alzamientos insurgentes en el norte de Uganda empezaron a desarrollarse anticipando la represión revanchista de Museveni. Así nació, por ejemplo, el movimiento del Espíritu Santo liderado por Alice Auma, una médica tradicional Acholi y cristiana que por mucho tiempo se encargó del cuidado y curación de los soldados que aún fieles a Obote habían iniciado un alzamiento insurgente contra Museveni. Con el tiempo creó su propio movimiento y según indicó, para 1986, tenía 18.000 militantes (The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 3-4).
En 1987, un joven admirador del Movimiento del Espíritu Santo conocido como Joseph Kony se embarcó en su propia empresa espiritual y armada en contra del gobierno de Museveni, y en 1990 la bautizó como el Ejército de Resistencia del Señor (LRA) (The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 5-6). Sus pilares ideológicos eran de un lado, el nacionalismo Acholi, es decir, el reclamo emancipatorio del pueblo Acholi a través del derrocamiento de Museveni, y de otro, el espiritualismo que combinaba preceptos cristianos con tradiciones religiosas y medicinales Acholi.
Para sostener ese proyecto de emancipación física y espiritual, Kony concibió un esquema de reclutamiento forzado de niños, niñas y jóvenes, principalmente Acholi, de modo que asegurara tanto el flujo constante de militantes que pelearan la guerra y cubrieran las tareas de cuidado en los campamentos, como el crecimiento de la población recluta a través de la reproducción forzada de quienes integraban las filas. Zachary Lomo y Lucy Hovil lo han nombrado como “un ejército de niños” (Lomo y Hovil, 2004, p. 31).
Así, la máquina de guerra ideada por Kony nació como un proyecto despiadado que ventajosamente se valía de la extrema vulnerabilidad económica y política de la niñez del norte de Uganda para sostener su empresa espiritual, bélica y reproductiva. Con el tiempo, el proyecto abandonó sus raíces étnicas y se volcó a una guerra sin cuartel contra toda la población civil del norte (incluidos Acholi, Lango y Teso), a quienes Kony consideraba traidores por no alinearse con el LRA y por tanto beneficiar al gobierno de Museveni. Entrada la década del 2000, Kony incluso propuso el exterminio del pueblo Acholi pues “solo aquellos [quienes] están en la selva con el LRA son los verdaderos y buenos Acholi”, de modo que el “LRA debería concentrarse en terminar [de borrar] a todos los Acholi” (The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 1121, traducción propia).
En este contexto apareció Dominic Ongwen, quien estuvo entre el primer puñado de niños y niñas que alimentaron las voraces fauces del LRA. En efecto, como pudo acreditar la Corte Penal Internacional (en adelante CPI) en su sentencia, Ongwen fue reclutado aproximadamente a sus 8 o 9 años —probablemente en 1987— (The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 30), y desde entonces hasta su vida adulta formó parte de las filas del LRA. Durante la década de 1990 fue aleccionado sobre el dominio espiritual de Joseph Kony y recibió entrenamiento militar. En la selva fue objeto de torturas, malos tratos, abuso psicológico y violencia sexual. Así lo reconoció la Corte en su sentencia y el propio Ongwen en la última audiencia en la que declaró (Audiencia de Apelaciones - Transcripción (FRA), 2022, p. 34).
En cuanto a los crímenes, al hacer un recuento sobre los hechos y sus correspondientes cargos, la Corte distinguió entre dos grandes categorías. De un lado, aquellos que correspondían a los ataques a cuatro Campos de
Desplazados Internos (CDI), y de otro, los llamados cargos temáticos, esto es, los relativos a los hechos de violencia sexual y de género, y de utilización de niños soldado.
En cuanto a los primeros, la Corte encontró que como comandante de la Brigada Sinia, Ongwen ejecutó directamente, por medio de otros y como coautor indirecto/mediato, distintos actos que en su conjunto daban cuenta de una política organizacional enfilada a atentar contra los CDI dispuestos por el gobierno de Uganda para “proteger”[1] a la población civil de los ataques del LRA. Por los ataques a los CDI de Pajule, Odek, Lukodi y Abok, Ongwen fue condenado por múltiples crímenes de lesa humanidad y de guerra.[2]
En cuanto a los segundos, Ongwen fue condenado por diecinueve cargos de violencia sexual y violencia basada en género. Diez de los cargos se relacionan con los hechos en los que fungió como perpetrador directo,[3] y los nueve restantes, con conductas ejecutadas por miembros de la brigada bajo su dirección y control.[4]
Por estos hechos, Ongwen fue sentenciado a 25 años de cárcel, un tempo reducido que según la Corte contempla su propia experiencia de victimización (The Prosecutor v. Dominc Ongwen - Sentence, 2021). Para los efectos de este análisis, me enfocaré en los crímenes por los que fue condenado, y los analizaré en dos secciones. La primera, en la que me ocupo de los crímenes de género o violencia sexual, y la segunda, en la que reflexiono sobre aquellos que en apariencia no tienen una motivación o trasfondo de género evidente. En la última sección me ocupo de hacer un recuento del debate sobre la condición víctima-victimario y algunas reflexiones desde la teoría feminista que pueden aportar a superar la tensión del binario.
En el recuento de los hechos, la Sala de Juzgamiento identificó un patrón de abducciones que tenía como destinatarias principales a niñas y mujeres.[5] Dicho patrón implicaba el secuestro y la retención de aquellas, su posterior conducción a los campamentos del LRA, el sometimiento a trabajos domésticos forzosos (denominadas como ting tings) y, en la mayoría de los casos, a violencia sexual, matrimonios y embarazos forzados.
Hay muchos elementos por los que destaca esta parte de la sentencia. Primero, la cantidad de cargos es en sí misma significativa. Nunca una persona procesada por la Corte había sido objeto de una condena tan voluminosa en general, y en relación con la violencia sexual en particular. En efecto, antes del caso Ongwen, la Corte había condenado a otras personas por crímenes sexuales, pero principalmente violación y esclavitud sexual.[6] En este caso, no solo se condena por una amplia cantidad de conductas de naturaleza sexual (esclavitud sexual, violación y embarazos forzados), sino que además se entienden las dimensiones específicas de género de actos de otra naturaleza como el trabajo doméstico forzado (esclavitud), las torturas y los maltratos destinados a amedrentar y subyugar a las víctimas,[7] y el matrimonio forzado como una forma de violencia de género autónoma que excede los límites de la definición de los crímenes sexuales y que por lo mismo se encuentra amparado por la categoría de “otros tratos inhumanos”.[8]
Esta fuerza expansiva de la lógica de los crímenes para ahondar en las particularidades de las dimensiones de género de las atrocidades cometidas por Ongwen estuvo en el corazón de los debates del caso y persisten aún hoy en el proceso de apelación. Frente al matrimonio forzado, por ejemplo, la defensa ha argumentado que el contexto cultural debe tenerse en cuenta, en tanto la multiplicidad de matrimonios es común en la cultura Acholi. Asimismo, algunos amici en el proceso de apelación han considerado que dicha conducta está subsumida a la esclavitud sexual y que por tanto puede haber una violación del principio ne bis in idem (Allain, 2021). En el lado opuesto, una cantidad significativa de académicas feministas actuando como amici (amici feministas) han solicitado a la Corte sostener los cargos de la condena tal como están en la medida que los mismos son perfectamente compatibles con la cláusula abierta de otros tratos inhumanos del artículo 7 y los respectivos elementos del crimen[9] (Baines, et al., 2021). Además, permiten identificar la particularidad del matrimonio forzado como una forma de violencia de género que trasciende a la violación sexual (Baines, et al., 2021).
En este grupo de amici están también quienes pidieron eliminar el cargo por esclavitud sexual, pues estimaron que una lectura histórica y sistemática de la prohibición de esclavitud en el derecho internacional incluye en principio las conductas de naturaleza sexual que se cometen en ejercicio de potestades propias del derecho de propiedad, por lo cual la condena por esclavitud sería suficiente (Ashraph, et al., 2021). Finalmente, en relación con el embarazo forzado, la defensa cuestionó que la Corte nombrara el derecho a la autonomía reproductiva como el bien jurídicamente protegido y lesionado con las conductas de Ongwen. En respuesta, el grupo de amici feminista defendió la decisión de la Corte y la necesidad de mantenerlo en la sentencia de apelación (Grey, et al., 2021; Ardila, et al., 2021).
De otra parte, en segundo lugar, la sentencia toca la médula de uno de los debates más espinosos en materia de atribución de responsabilidad penal individual por hechos de violencia sexual: la autoría y las modalidades de responsabilidad. Sobre el particular, la Corte distingue entre los hechos de violencia sexual cometidos directamente por Ongwen, y los hechos atribuibles —al menos materialmente— a miembros de su tropa. En cuanto a los primeros, la Corte no tuvo duda de que, bajo la dirección de Ongwen, siete mujeres fueron abducidas y llevadas a su casa a la fuerza. Allí fueron obligadas a adelantar diferentes labores domésticas y algunas de ellas a fungir como sus “esposas”. Este las violó sexualmente y obligó al menos a cuatro de ellas a engendrar y parir sus hijos. Varias de ellas enfrentaron torturas durante el cautiverio, y solo algunas lograron escapar.
Para la Sala, los testimonios de las víctimas fueron suficientes para dar cuenta de estos hechos, así como la evidencia circunstancial aportada por antiguos miembros del LRA y otras víctimas cuyos casos ocurrieron fuera del marco temporal de la Corte. Con esto, la Corte ratificó su compromiso estatutario y reglamentario con el testimonio de las víctimas como prueba directa de los hechos de violencia sexual, que además en este caso se articulaban de manera elocuente con otra evidencia circunstancial para dar cuenta de la política general del LRA.
En cuanto a los casos de violencia sexual ejecutados por miembros de la tropa, la Sala de Juzgamiento ahondó en la teoría del control que ha venido desarrollando desde el caso de la Fiscalía vs. Germain Katanga. En el pasado, la Corte había condenado a Jean Pierre Bemba por los crímenes sexuales cometidos contra mujeres civiles por la tropa bajo su control en el este de la República Democrática del Congo. Sin embargo, la sentencia no superó el examen de la apelación y Bemba fue a absuelto de todos los cargos, incluidos los de violencia sexual. Posteriormente, Bosco Ntaganda fue condenado también por crímenes sexuales mientras hizo parte de un grupo rebelde, también en el Congo.
Con Ongwen, la Corte acude una vez más a la teoría de la coautoría indirecta o mediata (indirect co-perpetration) para atribuirle los hechos de violencia sexual que materialmente fueron cometidos por miembros de la tropa o incluso por otros comandantes de su misma brigada (The Prosecutor v. Bosco Ntaganda, Sentencia de Juzgamiento, 2019, par. 852857). La innovación en este caso es que esta modalidad de responsabilidad se extiende a todas las conductas de violencia de género cometidas por la tropa, y no solo las de naturaleza sexual.
De acuerdo con la Sala, la coautoría indirecta deriva de la interpretación del artículo 25(3)(a) del Estatuto de Roma, según el cual, un crimen puede ser cometido “con otro o por conducto de otro”. Según el razonamiento de la Corte, para que esta modalidad de autoría proceda, deben coexistir dos elementos objetivos y uno subjetivo con los cuales queda claro que el acusado “debe tener control sobre el crimen en virtud de su rol contribución esencial al mismo y el correspondiente poder de frustrar su comisión” (The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 2787).
Elementos Objetivos |
La existencia de un acuerdo o un plan común entre el acusado y una o más personas para cometer los crímenes o desarrollar las conductas que, en el curso ordinario de los eventos, resulta en la comisión de los crímenes. |
Control de los miembros del plan común sobre la persona o personas que ejecutan los elementos materiales de los crímenes a través de la subyugación de la voluntad de los perpetradores directos. |
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Elementos Subjetivos |
Requisitos generales del artículo 30 del Estatuto. En particular, haber querido adelantar una conducta que constituía una contribución esencial para la consecución del plan común. |
Haber adelantado la ejecución material de los elementos materiales del crimen o haber sido consiente de que, en ejecución del acuerdo o plan común entre los coautores, y en el desarrollo ordinario de las circunstancias, habría resultado en la ejecución material de los elementos de los crímenes. (par. 2788). |
Tabla 1. Elaboración propia con base en The Prosecutor v. Dominc Ongwen, febrero de 2021
La estrategia de acudir a la teoría de la coautoría mediata por control de aparatos jerárquicos y organizados de poder le ha merecido críticas a la Sala de Juzgamiento por ignorar otros modelos de responsabilidad individual también incluidos en el art. 25(3) del Estatuto. En particular, la teoría de la complicidad contenida en el art. 25(3)(b) y (d), la cual se desprende de tradiciones jurídico-penales en las que no hay distinción valorativa según el grado de participación de los autores y, por tanto, conciben la aplicación de responsabilidad penal individual en igual modo a todos los partícipes (Sliedregt, 2021).
En cualquier caso, y para lo relevante de este análisis, el estudio de las violencias sexuales y de género cometidas en contextos de atrocidad a gran escala al amparo de esta teoría es relevante por al menos dos razones. Primero, porque cimenta en la jurisprudencia de la CPI[10] el entendimiento de que estas violencias no (necesariamente) son de propia mano. En cambio, avanza en el reconocimiento de que en ausencia de órdenes directas, cuando el miembro de una organización criminal con control o dominio del hecho estimula, promueve o simplemente tolera que se violente la autonomía sexual, reproductiva y de género de las víctimas, es tan autor como quien ejecuta la conducta materialmente. Segundo, porque da cuenta de su naturaleza deliberada e inextricablemente atada a las lógicas de dominación bélica en las que los guiones de exclusión y violencia patriarcal son un recurso para cumplir con los planes de la organización criminal (Díaz-Villamil, 2020).
En suma, la sentencia representa un avance en la comprensión de las dimensiones de género de las atrocidades, pues supera el análisis de la violencia sexual como forma exclusiva de violencia contra las mujeres en contextos que pueden ser objeto de su jurisdicción. Asimismo, amplía el horizonte tanto para la calificación jurídica de conductas potencialmente constitutivas de atrocidades basadas en género (por ejemplo, al crimen de otros actos inhumanos), y refuerza la comprensión de los diversos modos de autoría al amparo de los cuales dichas conductas pueden imputarse. Habiendo abordado lo que la Corte dijo en materia de género, en la sección que sigue reflexiono críticamente sobre lo que no dijo.
Dominic Ongwen fue condenado por otras dos series de crímenes que, como mencioné antes, corresponden a los ataques ejecutados en cuatro locaciones CDI en el norte de Uganda, y al reclutamiento y utilización de niños menores de 15 años, especialmente para participar en las hostilidades.
En cuanto a los crímenes cometidos durante los ataques, me interesa destacar particularmente los cuatro cargos correspondientes al crimen de lesa humanidad de persecución. La persecución es un crimen sui generis en el Estatuto de Roma por dos razones: (I) es un crimen que no tiene una conducta específica y que por tanto se alimenta de otras conductas descritas en el Estatuto; (II) es un crimen que incluye la intención y efecto discriminatorio sobre las víctimas como elemento material y subjetivo de la conducta al mismo tiempo.
Sin embargo, a pesar de ser uno de los más antiguos en la historia del derecho penal internacional,[11] la dificultad de dotarlo de un contenido específico ha hecho que en muy pocas ocasiones se haya utilizado como parte de las estrategias persecutorias contra personas procesadas por tribunales penales internacionales. En todo caso, esto no quiere decir que no haya sido relevante. En el Tribunal Penal para la Antigua Yugoslavia (TPIAY), a falta de evidencia para avanzar en condenas por genocidio, se dejó establecido que existía persecución por razones étnicas y políticas en varios casos. Esta jurisprudencia sin duda contribuyó a avanzar en el entendimiento de este crimen y en su aplicación (Díaz-Villamil, 2020).
El Estatuto de Roma, siguiendo los pasos de sus antecesores directos (Ruanda y Yugoslavia), incluyó el crimen de persecución como un crimen de lesa humanidad cometido en contra “de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género […], u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional.” (Estatuto de Roma, 1998, art. 7(1)(h)). Sin embargo, no ha redundado en estrategias de investigación penal que busquen esclarecer potenciales casos de persecución por género o por otras razones distintas a la motivación política (The Prosecutor v. Bosco Ntaganda, Sentencia de Juzgamiento, 2019).
El caso de Ongwen comprueba la tendencia. Como expliqué al inicio de este artículo, en el corazón de la maquinaria de reclutamiento diseñada por Kony estaba la necesidad de reproducir a la tropa para que aquella avanzara con los propósitos nacionalistas con los que aquel soñaba. Justo por esa razón la Corte encontró que la evidencia señalaba la existencia de “un sistema elaborado de abuso a mujeres y niñas”, el cual era “mantenido conscientemente por la comandancia del LRA a través de acciones coordinadas” (The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 2098). Los matrimonios forzados han sido incluso considerados como un proyecto político intrínseco al despliegue bélico del LRA (Baines, 2014). Esta constatación, sin embargo, fue insuficiente para que la Corte encontrara probada la persecución por razones de género y de edad (contra niños, niñas y jóvenes). En cambio, por los cuatro ataques a los CDI, condenó a Ongwen por persecución por razones políticas contra “civiles percibidos por el LRA como afiliados con o como colaboradores del gobierno de Uganda”, a través de hechos como “ataques contra la población civil, asesinato, tortura, esclavitud y pillaje” (The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 3116).
De otra parte, en cuanto a los niños soldados, es importante mencionar que el LRA fue ciertamente pionero en “industrializar” la conscripción de niños para hacer la guerra. Esfuerzos por calcular la magnitud del fenómeno señalan que para 2006, cuando cesó la colaboración sudanesa con el LRA y se firmó el Acuerdo de Juba, más de 24.000 niños habían sido víctimas de reclutamiento forzado (Allen et al., 2020). Naciones Unidas por su parte considera que los niños y niñas abducidos y reclutados forzosamente serían entre 60.000 y 100.000 (Loyle et al, 2021).
Al respecto, si bien la Corte hizo un análisis extenso de la conscripción de niños para adelantar diversas labores, principalmente conducir las hostilidades, no mencionó nada respecto de los niños que, al ser víctimas del reclutamiento forzado, sufrieron también diversas formas de violencia de género —por el hecho de ser niños—, incluida la violencia sexual. Al igual que en los casos relativos a los ataques a los CDI y de violencia sexual perpetrada por miembros de la tropa, la Corte identificó algunas víctimas de reclutamiento forzado en el transcurso del proceso, pero dejó claro que probablemente muchas más que no habían participado se involucrarían en la fase de reparaciones, habida consideración de la escala y dimensiones de las atrocidades cometidas por el LRA.
Así, pese a contar con testimonios de actos de violencia sexual cometidos contra antiguos miembros del LRA que, como Ongwen, habían sido reclutados forzosamente siendo menores de 15 años (Dolan, Fletcher y Oola, 2013), la Fiscalía descartó estos alegatos y no pidió la confirmación de cargos por actos de violencia sexual contra niños víctimas de reclutamiento forzado. A su turno, la Sala de Juzgamiento tampoco modificó la calificación jurídica de los cargos con lo cual dejó por fuera el análisis de la violencia sexual en el contexto del reclutamiento forzado.
Así, la Corte (entendida como una corporación que incluye a la Fiscalía y las diferentes salas) dejó dos grandes silencios en materia de género en esta sentencia. Primero, reconoció que los pobladores del norte de Uganda azotados por la violencia del LRA habían sido víctimas de persecución por razones políticas, pero no que las niñas y las mujeres lo habían sido por el hecho de serlo. Y segundo, hizo materialmente imposible el pronunciamiento sobre la violencia sexual cometida contra niños soldados como una forma de violencia de género específica en el contexto del reclutamiento forzado.
La defensa de Dominic Ongwen se basó en la idea de que todas las atrocidades cometidas por el LRA, incluida la abducción de decenas de miles de niños y niñas, no podría recaer sobre los hombros de un antiguo niño soldado de esa misma insurgencia, cuya personalidad y rasgos psicológicos habían sido moldeados por ese ambiente opresivo. Por eso, solicitó a la Corte juzgarlo como si su condición de niño soldado no hubiese cesado con su mayoría de edad. Sin embargo, y a pesar de haberlas considerado como parte del contexto, las circunstancias que llevaron a Dominic Ongwen a convertirse en líder de la Brigada Sinia del LRA[12] y por tanto a cometer crímenes atroces, no persuadieron a la Corte de aplicar las causales de exclusión de la responsabilidad penal contempladas en el artículo 31 del Estatuto de Roma.
En su análisis, la Corte estimó (I) que Ongwen no sufría de una perturbación mental que le impidiera entender las consecuencias de sus actos (art. 31.1, Estatuto de Roma), y tampoco una (II) coacción capaz de desviar su voluntad para cometer las conductas atribuidas a la Brigada que comandaba. Lo primero, porque el hecho de haber sido víctima de indecibles atrocidades no lo hacía per se portador de alteraciones cognitivas y padecimientos de salud mental que le impidieran distinguir el bien del mal y que, por el contrario, según los testimonios de antiguos miembros del LRA y de algunas de sus víctimas había demostrado que podía ser compasivo y brutal a conveniencia, según la circunstancia. Lo segundo, porque para la Corte no resultó persuasivo el hecho de que el adoctrinamiento y el violento entrenamiento ideado por Kony fuese razón suficiente para argumentar que Ongwen y otros comandantes del LRA estuviesen sometidos a una coacción espiritual tal que carecieran de voluntad total para actuar, y que por tanto se asimilara al estándar de coacción física requerido tradicionalmente bajo esta defensa del Estatuto de Roma.
Aunque en la sentencia la discusión sobre la doble condición de víctima y victimario de Dominc Ongwen se desarrolla principalmente en la sección sobre antecedentes del caso y se resuelve finalmente en el análisis de los argumentos presentados por su defensa, este asunto ha suscitado debates álgidos en la comunidad académica global. En las etapas tempranas del proceso, la cuestión estaba dividida en dos posturas (Sander, 2016): de un lado, quienes consideraban que Ongwen era uno entre miles niños soldados que sobrevivió los abusos del LRA navegando sus normas y haciéndose indispensable para la comandancia, con lo cual resultaría aberrante enjuiciarlo a él y no a quienes diseñaron y pusieron en marcha ese sistema, o a los miembros de las fuerzas armadas del gobierno de Uganda que cometieron indecibles atrocidades, entre ellas, dejar niños como el joven Ongwen a merced del LRA. De otro lado, quienes señalaban que, dada la magnitud de las atrocidades del LRA, y de las que en particular se le atribuían a Ongwen, era indispensable garantizar su enjuiciamiento y castigo. Así, además, se aseguraría la centralidad de las víctimas del caso, así como la prevención de estos crímenes en el futuro. Hubo quienes, incluso, consideraron que el de Ongwen era un caso de fácil solución y que su historia de victimización podría ser entendida como “irónica y triste”, incluso “interesante”, pero irrelevante en el análisis de su responsabilidad penal internacional (Whiting, 2016).
Con el advenimiento de la decisión quedó claro que la Corte no “se distrajo” (Whiting, 2016) con los antecedentes de Ongwen y, al contrario, asumió la segunda postura: por más dolorosa que hubiese sido su experiencia de victimización, esta era una cuestión del pasado que no incidía en los cruentos crímenes que cometió como adulto. Así, la Corte se decantó por un análisis que, según la edad, separaba radicalmente al Ongwen víctima del Ongwen perpetrador: víctima de niño, en el pasado, y criminal de lesa humanidad y de guerra de adulto, desde los 18 años hasta el presente.
En principio, esta postura parece comprometerse con una lectura compleja sobre las atrocidades en tanto reconoce la agencia de sus víctimas para cometer contra otras personas las mismas conductas que experimentaron. Sin embargo, al promover la ruptura temporal antedicha, profundiza la distinción binaria que concibe como imposible la convivencia en un mismo individuo de las condiciones de víctima y de victimario. Y aunque su experiencia de victimización sirvió para que en la sentencia de imposición de pena se morigerara el tiempo que originalmente había solicitado la Fiscalía (de 30 a 25 años de prisión), lo cierto es que la sentencia de juzgamiento se convirtió en un mecanismo de negación de la condición presente de víctima de Ongwen, incluso con la constatación de que a lo largo del proceso aquél enfrentó dificultades para comparecer por sus padecimientos de salud mental (The Prosecutor v. Dominic Ongwen, 2021, par. 110).
Aunque sobre esta cuestión se han adelantado muchos debates en el ámbito del derecho penal doméstico, la criminología crítica y en el propio derecho internacional, me interesa reflexionar sobre este binario desde la perspectiva feminista. Erin Baines, una de las más importantes estudiosas de la guerra en el Norte de Uganda, propuso hace varios años la categoría de perpetradores políticamente complejos para referirse al caso de Ongwen, quien a su turno representa a “jóvenes que ocupan espacios extremadamente marginales en entornos de crisis crónica, […] que utilizan la violencia como expresión de la agencia política” y que crecieron “[e]xcluidos de la comunidad política, o más bien sin haber sido socializados en ella” (Baines, 2009, p. 163)
En similar sentido, desde hace unos años hace carrera en los estudios sobre género, sexualidad y conflicto armado un llamado por desesencializar las subjetividades de género de los grupos e individuos que confluyen en contextos de guerra. Autoras como Dara Kay Cohen, Elisabeth Wood y Emilia Hoover-Green han llamado la atención sobre algunos de los saberes populares sobre la guerra cuya difusión solo contribuye a la profundización de prejuicios y estereotipos (Cohen, Green, & Wood, 2013). La circulación de consignas como “las mujeres y los niños son los que más sufren en las guerras” o “las mujeres son más pacíficas que los hombres” han permitido avanzar en agendas internacionales para la prevención, protección y remedio de la violencia contra las mujeres en los conflictos, así como en la demanda de su participación en procesos de transición política. Sin embargo, su repetición descontextualizada contribuye en el largo plazo a fijar identidades que son fácilmente controvertibles con evidencia, y dañinas para desmontar los estereotipos que profundizan la exclusión de las mujeres.
Una de dichas críticas se dirige contra la fijación de la identidad femenina en la guerra como siempre victimizada, frágil y pacífica. En contraste, múltiples estudios han mostrado como las mujeres pueden ser capaces de cometer las peores atrocidades o de recurrir a la violencia, sin que por ello dejen de ser concebidas como mujeres de acuerdo con los condicionamientos sociales y culturales que estructuran los órdenes de género que las rodean (Barrera Téllez, 2018; Darden, Henshaw y Szekely, 2019; Steflja y Trisko, 2020; Gowrinathan, 2021). Todas estas reflexiones claman por una mirada compleja sobre los individuos cuyas experiencias vitales son atravesadas por la guerra, lo cual supone superar las lecturas radicalmente binarias sobre sus subjetividades. Lo anterior contribuye a avanzar en conversaciones a nivel social, cultural y político sobre las causas que subyacen al recurso a la violencia más que en la reacción a sus efectos.
La pregunta que queda entonces es si el derecho penal internacional, o cualquier salida judicial penal establecida para lidiar con los legados de atrocidades a gran escala, tiene o no la capacidad de abrazar esa mirada compleja. De momento, la rigidez del proceso combinada con la necesidad de ofrecer resultados que muestren que la Corte sí puede ser implacable en su lucha contra la impunidad, hablan elocuentemente a través de la sentencia de juzgamiento de Ongwen. La lección es que por lo menos por ahora, en el derecho internacional penal se es o víctima o perpetrador, pero no las dos a la vez.
Con todo, abrazar esa complejidad implicaría cuestionar los valores y objetivos que persigue la justicia penal internacional como receptora de las demandas de justicia globales contra las peores atrocidades, una cuestión que en principio le interesa a la empresa feminista que busca la emancipación de las mujeres a través del desmantelamiento de las causas o las raíces de su opresión. Sin embargo, como expongo en la sección de conclusiones, la celebración de la expansión del derecho internacional penal como lógica de comprensión de la violencia contra las mujeres y como mecanismo por excelencia para enfrentarla, pone a la lucha feminista internacional en una incómoda paradoja.
El derecho internacional ha evolucionado al compás de los reclamos feministas por el robustecimiento de los estándares relacionados con la persecución penal de diversas formas de violencia basada en género. La violencia sexual, y en particular aquella que se comete en el marco de conflictos armados, ha estado en el corazón de la lucha feminista internacional, que por demás ha sido muy exitosa en apelar a la indignación y el repudio de la comunidad internacional a esta forma paradigmática de violencia patriarcal.[13]
Dado que la apuesta feminista global para hacer frente a la violencia sistemática que enfrentamos las mujeres se ha concentrado primordialmente en las salidas punitivas, no es extraño que sea justo en el marco del derecho internacional penal que hayan tenido lugar los avances más significativos o “feministas” en este campo. En efecto, como explica Janet Halley, la intensa movilización del Women’s Caucus for Gender Justice y el protagonismo de feministas como Catherine MacKinnon durante la discusión del Estatuto de Roma tuvo como efecto la inclusión de la violencia sexual como una conducta potencialmente constitutiva de los tres grandes crímenes originales del Estatuto (Halley, 2008), es decir, genocidio (art. 6), lesa humanidad (art. 7) y guerra (art. 8). Otro tanto ocurre con los Elementos de los Crímenes y las Reglas de Procedimiento y Prueba, que poco más de veinte años después siguen observándose como los estándares más “feministas”, es decir, como los que mejor reflejan los reclamos del movimiento respecto de asuntos como la fuerza, el consentimiento, la coacción, la no confrontación con los perpetradores, la prohibición de revictimización y estigmatización, entre otros.
Siguiendo la misma línea, el derecho internacional de los derechos humanos también ha transitado por la ruta punitivista y los desarrollos en materia de violencia basada en género se han concentrado (aunque no exclusivamente) en reforzar las obligaciones de los Estados en materia de investigación, juzgamiento y sanción, es decir, en las obligaciones más “reactivas”. Para esos efectos, se ha consolidado un estándar conforme al cual los crímenes que se comenten contra las mujeres deben ser investigados con particular diligencia —debida diligencia reforzada—, lo cual implica, entre otras cosas, acudir al estudio detallado del contexto de discriminación y violencia que enfrentan las mujeres, mismo que informa las características y los modos en los que aquella se ejecuta (Convención Belém do Pará, 1994, art. 7).
Este panorama ha sido calificado por Karen Engle como el “grillete” de la violencia sexual en el derecho internacional (Engle, 2020). Engle emplea esta metáfora con el propósito de ilustrar que el recurso al derecho internacional de la lucha feminista para avanzar en la emancipación de las mujeres víctimas de conflictos armados ha impedido el desarrollo de estándares robustos para su protección más allá de la cuestión de la violencia sexual y más enfocados en las causas estructurales que las exponen a dicha forma de violencia, pues quienes han abogado por su centralidad a través de un feminismo carcelario o de sesgo estructural han “apresado” las instituciones internacionales encargadas de su desarrollo.
Aunque en este escrito no me corresponde calificar como justa o injusta la propuesta interpretativa de Engle sobre el movimiento feminista dominante en el derecho internacional, su preocupación es útil para pensar en la sentencia del caso de Ongwen, que a la luz de esta reflexión supone una paradoja: por un lado, con esta sentencia, el derecho internacional penal consolida su posición vanguardista en el estudio de las cuestiones de género en el derecho internacional, esta vez por la expansión de las categoría jurídico-criminales para la calificación de las conductas y la consolidación de alternativas de autoría más allá de la perpetración directa. De otro lado, al expandir estas formas de comprensión, se expande también el tamaño del grillete, es decir, el grillete de la pulsión punitiva en la que el derecho penal opera como la estrategia prioritaria para atender y enfrentar la violencia que se comete contra las mujeres en diversos contextos. Me parece que vale la pena preguntarse si la vía del derecho penal —internacional— liberal, aquella que la joven Catherine MacKinnon concebía como inviable para un proyecto de reforma legal feminista por su pretensión de neutralidad y su mirada excepcionalista de la violencia contra las mujeres (MacKinnon, 1983), es genuinamente la que el movimiento feminista internacional quiere seguir transitando para erradicar la matriz sexista que, como dice Alda Facio, es constitutiva y no una aberración del derecho (Facio, 2000).
De otro lado, y para ahondar en mi propia contradicción frente a esta paradoja punitiva, aunque la Corte parece avanzar en una mirada más comprensiva (y compleja) de las dimensiones de género que tienen las atrocidades, a mi juicio, propone una lectura binaria de la guerra que es peligrosa en dos asuntos. El primero, es la idea según la cual la violencia sexual es una forma de violencia de género paradigmática y exclusivamente ejercida en contra de las mujeres.[14] Con ello desconoce un trabajo significativo en el que ya había avanzado el TPIAY (inter alia, The Prosecutor
v. Dusko Tadic, 1997) y el propio Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (CSNU, 2019, par. 32). Ambos estamentos han reconocido en varias oportunidades que la violencia sexual puede afectar a hombres y niños, y que es por razones de género que en general deben enfrentar las consecuencias de forma solitaria y en silencio, pues el estigma de los hombres violentados sexualmente conduce al reforzamiento de estereotipos homosexistas que pueden aumentar su vulnerabilidad frente a otras violencias.
El segundo, es la mirada binaria sobre la victimización del perpetrador. Como dije antes, pareciera que la sentencia propone una lectura reflexiva y compleja sobre la victimización pues establece que, si bien Ongwen sufrió de parte del LRA muchas atrocidades, eso no lo excusa eternamente por las atrocidades que él cometió. Así, este caso marca un precedente importante pues parece reconocer la complejidad de las subjetividades que produce una guerra, que exceden y por mucho la tentación dicotómica del derecho penal. Sin embargo, la división tajante entre la niñez y la adultez de Ongwen muestra que la Corte no puede concebir un sujeto que en el presente es a la vez víctima y victimario.
La Corte no parece tener reparos en reconocer que Ongwen fue víctima en el pasado. Tampoco tiene objeciones en condenarlo como un victimario en el presente, reduciendo su condena por esos hechos que sufrió antes. Lo que no parece admitir es que en la actualidad Ongwen siga siendo esas dos cosas y tal vez mucho más (un individuo influenciado por los espíritus de Kony, por ejemplo). Esa testarudez es reflejo de una de las grandes paradojas del derecho internacional penal como alternativa de justicia global: es la vía que la comunidad internacional seleccionó al término de la Segunda Guerra Mundial para conjurar los efectos sociales/políticos de las más terribles atrocidades, y es, al tiempo, el más limitado de los discursos para abrazar la complejidad de las subjetividades que produce la atrocidad y la guerra.
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* Abogada y profesora de derecho internacional de la Universidad Externado de Colombia. LL.M, Harvard Law School, Estados Unidos. Correo electrónico: daniela.diaz@uexternado.edu.co ORCID: 0000-0002-0487-2223
[1] En realidad, se trató de una experiencia de desplazamiento forzado que buscaba ahogar cualquier forma de alzamiento social de los pueblos del norte de Uganda contra el gobierno de Museveni. Ver: Lomo y Hovil (2004).
[2] Ataque contra la población civil como crimen de guerra, asesinato como crimen de lesa humanidad y de guerra, tortura como crimen de lesa humanidad y de guerra, esclavitud como crimen de lesa humanidad y de guerra, pillaje como crimen de guerra y persecución como crimen de lesa humanidad.
[3] Matrimonio forzado como otros tratos inhumanos; tortura como crimen de lesa humanidad y de guerra; violación sexual; esclavitud sexual; esclavitud; embarazo forzado; atentados contra la dignidad personal.
[4] Matrimonio forzado como otros tratos inhumanos; tortura como crimen de lesa humanidad y de guerra; violación sexual; esclavitud sexual; esclavitud; embarazo forzado.
[5] En todo caso, como se discutirá más adelante, la Corte no discutió los casos de violencia sexual contra niños soldado de los que tuvo conocimiento, reforzando con ello la idea de que la violencia sexual es una forma de violencia que padecen de manera exclusiva las mujeres y las niñas y negando con ello el fenómeno de la violación sexual de jóvenes reclutados para participar directamente en las hostilidades.
[6] Así los casos: The Prosecutor v. Bosco Ntaganda, Sentencia de Juzgamiento, ICC-01/0402/06 (Corte Penal Internacional, Sala de Juzgamiento 8 de julio de 2019); The Prosecutor v. Jean-Pierre Bemba Gombo, ICC-01/05-01/08 (Corte Penal Internacional 21 de marzo de 2016); The Prosecutor v. Germain Katanga, ICC-01/04-01/07 (Corte Penal Internacional 7 de Marzo de 2014.
[7] Incluidos los eventos en los que se las forzaba a matar o lastimar a otras personas en cautiverio.
[8] Este crimen, así como del de embarazo forzado, ha sido objeto de amplias discusiones en el marco de la apelación de la sentencia.
[9] Es decir “[q]ue el autor haya causado mediante un acto inhumano grandes sufrimientos o atentado gravemente contra la integridad física o la salud mental o física” y que “tal acto haya tenido un carácter similar a cualquier otro de los actos a que se refiere el párrafo 1 del artículo 7 del Estatuto”, es decir, otros crímenes de lesa humanidad.
[10] Así como ocurrió con la jurisprudencia de sus antecesores, principalmente los Tribunales Penales Internacionales de Ruanda y Yugoslavia, y en el Tribunal Especial para Sierra Leona.
[11] Incluido en la Carta de Londres o Carta constitutiva del Tribunal Militar Internacional para el juzgamiento de los crímenes cometidos por los países del Eje, art. 6(c).
[12] Una de las cuatro unidades militares de la insurgencia además de las brigadas Stockree, Gilva and Trinkle. The Prosecutor v. Dominc Ongwen, 2021, par. 123.
[13] Nessiah, por ejemplo, se refiere al Feminismo Internacional del Conflicto (International Conflict Feminism) “como referencia abreviada a las iniciativas feministas destinadas a reforzar la respuesta del derecho internacional y del ámbito político a la experiencia de las mujeres en la guerra mediante medidas que amplíen el reconocimiento y la reparación de los daños sufridos, y una mayor inclusión de las mujeres en las medidas de justicia y paz que abordan los contextos de conflicto” (2018, pp. 290).
[14] De momento cisgénero pues la Corte no se ha pronunciado sobre casos relacionados con mujeres trans o personas no binarias.