ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 30, 1-2023, pp. 227 a 274
Los estándares de prueba: Revisión crítica de su caracterización como umbrales o prototipos, y algunas alternativas
Standards of Proof: A Critical
Review of Their Characterization as Thresholds or Prototypes, and Some
Alternatives
Edgar Aguilera*
Recepción: 10/02/2023
Evaluación: 16/03/2023
Aceptación final: 22/04/2023
Resumen: En el texto se hace una crítica pormenorizada de la propuesta
que Coloma (2016a, 2016b) presentó en Discusiones XVIII, de conformidad con la
cual los estándares de prueba admiten ser interpretados/caracterizados como
umbrales o prototipos. Al ir detectando sus problemas se hace alusión a algunos
aspectos clave del debate contemporáneo, del que, por ciertas decisiones
metodológicas desafortunadas, el autor se sustrajo.
Palabras clave: Estándares de prueba, Umbrales, Prototipos,
Concepciones de la prueba jurídica
Abstract: The text sets out to make a detailed criticism of
Coloma’s proposal (2016a, 2016b) submitted to Discusiones
XVIII, according to which standards of proof can be interpreted/characterized
as thresholds or prototypes. While identifying its problems reference is made
to certain key aspects of the contemporary debate, which Coloma evaded due to
certain unfortunate methodological decisions.
Keywords: Standards of proof, Thresholds, Prototypes,
Conceptions of legal proof
A cuestiones relacionadas con la teorización sobre la prueba judicial de los hechos, Discusiones ha dedicado, hasta el momento, su número 3 (2003) y las Secciones Principales de sus números XVIII (2016) y 24 (2020). La relación entre prueba y verdad, así como la identificación de las posibilidades interpretativas y de los múltiples usos (o funciones) de los estándares de prueba fueron respectivamente objeto de reflexión de los dos primeros, mientras que la valoración de las pruebas periciales lo fue del último.[1]
Cabe proseguir destacando que 1) la necesidad de que al resolverse una controversia en sede judicial tenga que determinarse si las pruebas en favor de los enunciados fácticos jurídicamente relevantes de que se trate son o no suficientes para aceptarlos como verdaderos a la luz de la decisión a adoptar,[2] y 2) el papel central que desempeñan los estándares de prueba en términos de posibilitar dicha determinación, son nociones que, a principios de la primera década del siglo XXI, la naciente rama latina de la denominada concepción racionalista de la prueba[3] comenzaba ya a incluir en su agenda de intereses.
Tomando en cuenta lo anterior y dada la suscripción general de dicha concepción por parte de quienes participaron en el primer número de Discusiones en el que se reflexionó críticamente sobre asuntos probatorios en el derecho,[4] no es extraño que, como apunta Dei Vecchi (2013, p. 252) en su balance de aquel número 3 (2003), lo relativo a la suficiencia probatoria y, por ende, a los estándares de prueba, pese a no ser tratado a profundidad, permeara cada espacio de ese intercambio académico. Tampoco resulta extraño que, dando continuidad a la omnipresente preocupación por esta temática toral, que con el transcurrir de los años siguió consolidándose, la Sección Principal del número XVIII (2016) se consagrara, ahora sí de lleno, a su abordaje.
Pues bien, en este texto pretendo dar cuenta críticamente de los aspectos que me parecen centrales de la discusión que con motivo del trabajo de Rodrigo Coloma (2016a) titulado “Los usos de los estándares de prueba: entre umbrales y prototipos”, se dio en el número XVIII de esta Revista, intentando ponerla en contacto con los rumbos por donde ha discurrido la reflexión contemporánea.[5]
En las secciones I.1, I.2 y I.3 de su trabajo, Coloma (2016a, pp. 26-35) lleva a cabo lo que llama un “ejercicio de depuración conceptual” de la noción de estándar de prueba, el cual lo conduce a sostener que, ya sea que se le interprete como umbral o como prototipo,[6] un estándar de prueba opera dirimiendo si los casos que preliminarmente la persona juzgadora ha situado en la zona de penumbra de la categoría de los hechos probados, deben incluirse o quedar fuera de ella (2016a, p. 33).
Si el estándar de prueba es interpretado como umbral, la pertenencia a la categoría de los hechos probados de un caso inicialmente considerado dudoso dependerá de un análisis de corte tendencialmente cuantitativo; idealmente de si el caso iguala o supera el “valor mínimo” (Coloma, 2016a, p. 27) de cada una de las “variables” (2016a, p. 28) o “dimensiones” (2016a, p. 31) de una suerte de lista “simplificada”, cuya confección presupone haber declarado a otras propiedades definitorias como irrelevantes (2016a, p.30).[7] Por su parte, si el estándar de prueba es interpretado como prototipo, la pertenencia a la categoría de los hechos probados dependerá, a diferencia de cuando se dispone de umbrales, de un análisis de corte tendencialmente cualitativo; específicamente de si hay o no semejanza entre el caso concreto y un “ejemplar” que indudablemente pertenece a la categoría referida (2016a, p. 27).[8]
Destacaré a continuación los aspectos que me parecen cuestionables de la estrategia que Coloma sigue para llegar a la anterior caracterización de los estándares de prueba (y de la caracterización misma):
2.2. Los usos de la expresión “estándar de prueba” / “estándar”, ¿en el lenguaje ordinario?
En mi opinión, una primera cuestión problemática tiene que ver con la decisión del autor de recurrir al lenguaje ordinario como punto de partida de su análisis de los usos de la expresión (Coloma, 2016a, pp. 26-28). No creo que esto fuese necesario (ni conveniente), al menos por las siguientes razones: por una parte, debido a que, como lo sugiere Gama (2016, pp. 61-65), podría ser que la expresión a investigar (‘estándar de prueba’ o cualquier otra) hubiese adquirido uno o varios significados técnicos en el ámbito del derecho, tornando así de poca utilidad para la elucidación de sus acepciones jurídicas, la identificación de su(s) sentido(s) coloquial(es).[9]
Por otro lado, Coloma disponía de bases para intuir que algo semejante podría haber ocurrido con la noción de estándar de prueba. Bastaba con que hubiese considerado algo más seriamente el corpus académico que, en nuestro ámbito cultural, ha venido produciéndose incrementalmente a un ritmo importante en las últimas décadas, y que era ya considerable en la época de Discusiones XVIII. Me refiero al mismo corpus al que, con un alto grado de suspicacia, Agüero (2016) alude en su comentario, presentándolo como un boom editorial del discurso probatorio en castellano (2016, pp. 89-103).[10]
Algunas de las preguntas que en este punto surgen son: ¿por qué resistirse a emplear la literatura especializada como la fuente principal de su ejercicio de desambiguación/depuración conceptual de la frase en comento? ¿Por qué eludir el debate con las tesis, concepciones, ideas y argumentos plasmados en ella?
Creo que parte de la respuesta tiene que ver con el eco que Coloma hace de la actitud de sospecha hacia ese supuesto boom editorial. En efecto, a diferencia de Agüero (2016), Coloma no baraja explícitamente la hipótesis de que el incremento de la literatura en castellano especializada en temas de prueba, razonamiento probatorio y estándares de prueba podría en buena medida deberse al “efecto social positivo” que las y los autores estarían buscando al publicar en este campo, a saber: el diferenciarse de quienes más modestamente solo hacen dogmática procesal o incluso teoría/filosofía del derecho tradicional (2016, pp. 89-90).[11] Sin embargo, me parece que algunos signos de una suspicacia más moderada, sí que los muestra Coloma (2016b), de un lado, cuando se refiere al limitado éxito que la literatura especializada ha tenido hasta el momento, el cual, según el autor, se traduce en la mera instalación de ciertas palabras en la cultura y léxico de los juristas de la tradición del civil law.[12] Y, de otro, cuando afirma que un desafío importante a futuro consiste en que la sustitución de conceptos que se ha venido dando –como es el caso, de acuerdo con Coloma, de la sustitución de los conceptos de certeza moral y de convicción íntima por el de estándar de prueba–, no se vea reducida puramente a un “cambio de etiquetas” (2016b, p. 131).
Y claro, si se piensa que lo que actualmente la literatura relevante tiene que ofrecer con respecto a cierto tema es, a lo mucho, un vocabulario distinto para los problemas de siempre, es comprensible (aunque no necesariamente está justificado) que se le descarte, como Coloma finalmente hace, y que se intente explorar algún camino alternativo. Pues bien, consumado el rechazo de la literatura en la que sería natural esperar que se hubiese centrado, el autor decide explorar una vereda más libre de tales ataduras convencionales,[13] procediendo del modo al que a continuación aludiré para sustentar, como dije antes, su decisión de recurrir al lenguaje ordinario para de allí extraer las que piensa que son las posibilidades más apropiadas de interpretación de los estándares de prueba en el derecho.
Dicho proceder consta de tres componentes: por un lado, está la decisión de Coloma de dividir la expresión estándar de prueba y centrarse solo en la palabra estándar. Esta ruta me parece, ya de entrada, problemática, pues al transitarla se corre el riesgo de perder de vista el significado emergente de la consideración conjunta de las partículas que conforman la expresión, el cual, en muchas ocasiones es distinto (aunque relacionado, claro) del aporte semántico individual de aquellas (el dicho de que “el todo es algo más que la mera suma de sus partes”, parece aplicarse aquí).
Otro riesgo es el que tiene que ver con la elección, posiblemente inapropiada, de alguno de los sentidos de la partícula en cuestión, resultante de la ya de por sí posiblemente inapropiada división inicial.[14] Lo que como segundo componente de su trayectoria metodológica hace Coloma en este punto es establecer un vínculo, ambivalente como se verá después, entre la partícula lingüística estándar, con la que ha decidido quedarse, y la discusión teórico-jurídica sobre tipos de prescripciones, que supone la contraposición entre estándares y otras directivas, en particular, entre estándares y reglas.
Como tercero y último de los componentes del proceder referido, Coloma realiza un diagnóstico según el cual, el avance en el terreno previo, es decir, en el de la discusión sobre las similitudes y diferencias entre los estándares y las reglas (u otras directivas), es muy escaso. Tanto que lo lleva a afirmar que, en contraste con lo que ocurre en otras disciplinas como la estadística o la economía en donde la palabra estándar ha adquirido una “fisonomía propia”, si una/un estudiante de derecho tiene dudas sobre lo que se quiere decir con esa expresión en el mundo jurídico, más le valdrá remitirse a la consulta del diccionario a los efectos de aprehender significados (más) precisos de la palabra en cuestión (Coloma, 2016b, pp. 108-109), pues ni sus compañeras/os más aventajadas/os, ni sus profesoras/ es, ni las/los expertas/os, ni los libros, sostiene Coloma, tendrán mucho que ofrecerle.
Cabe ahora detenernos en el diagnóstico sobre la escasez de discusión y teoría respecto del vocablo estándar en el ámbito jurídico, entendido como un tipo de prescripción que se distingue de las reglas. Este no parece ser del todo adecuado, lo cual se acentúa si nuestra mira abarca también la tradición del common law (de donde parece provenir la distinción en comento). Si la mirada no iba a ser así de amplia, Coloma podría haber renunciado a la pretensión de generalidad de sus reflexiones sobre los estándares de prueba y reflejarlo de algún modo en su trabajo, quizá cambiando su título a algo como “Los usos de los estándares de prueba en la tradición del civil law …”, para así advertir al lector de que lo que viene será una discusión más localmente acotada.
Dejando de lado la modificación antes sugerida, la cuestión más importante es que incluso si la idea hubiese sido circunscribir el trabajo a dicha tradición, aunque ello no necesariamente implique revisar solo la literatura en castellano, traducido a nuestro idioma ya había en la época de Discusiones XVIII al menos un texto que, en mi opinión, contiene un notable esfuerzo por tratar sistemática y esclarecedoramente la cuestión. Es un texto de la autoría de una de las voces más autorizadas en la reflexión filosófica sobre la toma de decisiones basadas en reglas (en el derecho y en la vida cotidiana). Me refiero por supuesto a Frederick Schauer (2004), quien en el trabajo más divulgativo al que ahora hago alusión (Schauer, 2013) dedica justamente un capítulo completo a la discusión sobre (y distinción entre) estándares y reglas (2013, pp. 195-208).
Como instancias paradigmáticas de las prescripciones a las que comúnmente se les llama estándares,[15] Schauer (2013, pp. 195-196) alude a la exigencia jurídica de que en los asuntos que versan sobre la custodia de menores, los jueces decidan atendiendo al “supremo interés” de aquellos, y alude también al derecho fundamental de verse a salvo de “pesquisas y detenciones arbitrarias”. Y como ejemplos claros de prescripciones a las que llamamos más bien reglas, cita una disposición que exige que en las edificaciones en las que trabajen “más de 20 y menos de 200 empleados” no haya menos de “un inodoro y un orinal por cada 40 empleados”, y otra que exige a quienes deseen inscribir ciertas acciones/valores en el respectivo registro oficial, que presenten “tres copias de la solicitud” en “papel blanco, no satinado y no mayor a 8 y media por 11 pulgadas de tamaño”.
Estos sencillos ejemplos le sirven a Schauer (2013, pp. 196-201) para mostrar, por una parte, que a los estándares se les asocia con las ideas de indeterminación, imprecisión, amplitud, vaguedad, etcétera, mientras que, a las reglas, con las nociones de especificidad, precisión, mayor detalle, etcétera; en segundo lugar, que la vaguedad y la precisión son cuestiones de grado, de modo que, entre estas versiones extremas de estándares y de reglas podemos imaginar una suerte de espectro o continuo a lo largo del cual se ubicaría el resto de prescripciones jurídicas, y su mayor cercanía a uno u otro flanco determinaría su clasificación como estándar o como regla; por último, que la decisión (político-moral) de en qué punto del espectro se situará la prescripción respectiva, o qué dosis de imprecisión/ precisión tendrá, puede y suele ser un mecanismo efectivo para la gestión de la discrecionalidad de las/los aplicadoras/es. Mientras más amplio se quiere que sea ese margen de discrecionalidad, más cercana al extremo de los estándares paradigmáticos tendría que ubicarse la prescripción de que se trate y, mientras más restringido se pretenda que dicho margen sea, la prescripción tendría que adoptar una configuración más cercana al paradigma de regla.
Pues bien, si Coloma suscribiera la anterior forma convencional de trazar la distinción entre estándares y reglas, parecería entonces que tendría que desechar la acepción de estándar como umbral –pues esta, según como el autor la ha presentado, estaría mucho más próxima a la idea de regla que a la de estándar–, y quedarse solo con la acepción de prototipo. Esto debido a que, a pesar de que en sus textos Coloma (2016a; 2016b) se muestra ambivalente respecto de aquello que debería servir de referencia para realizar las comparaciones requeridas, en todas las variantes de prototipo entre las que oscila –tales como la convicción respecto de cuestiones fácticas que se experimenta en ciertas situaciones, determinadas sentencias paradigmáticas, ciertas narrativas, relatos o argumentaciones sobre hechos consideradas ejemplares, etcétera–, dichas comparaciones conducirían solo a resultados aproximados, imprecisos, abiertos, flexibles e, incluso, ampliamente discrecionales.[16] Una forma de expresarlos sería: “entre el caso concreto y el prototipo/ejemplar de que se trate hay una semejanza baja, media, alta, etcétera”.[17]
Pero curiosamente la noción de estándar como umbral no solo no es desechada por Coloma, sino que la convierte en central, o al menos eso parecería. Y esto resulta de su alejamiento de la forma convencional de distinguir entre estándares y reglas que aquí he ejemplificado con las ideas de Schauer y, simultáneamente, de contradecir su propia propuesta de poder entenderlos (también) como prototipos, lo cual puede constatarse en la sección de su trabajo en la que Coloma explora lo que llama “las características más sobresalientes del uso de estándares en el mundo del derecho” (Coloma 2016a, pp. 28-32). En ella, el autor hace afirmaciones como las siguientes: “… de los estándares (jurídicos) se espera… la eliminación (o reducción al mínimo) de potenciales respuestas que no calcen con estructuras de comunicación propias de una lógica binaria, esto es, en que solo se opera con las opciones: “este es un caso de x” y “este no es un caso de x” (Coloma, 2016a, p. 29), o “… los estándares (jurídicos) excluyen respuestas que, en una importante medida, propenden a que las discusiones respecto a la pertenencia a una categoría permanezcan abiertas, como ocurre cuando se recurre a expresiones tales como, ‘probablemente’ o ‘quizás’” (2016a, p. 29, nota 13).
Sin embargo, lo que de manera más rotunda termina inclinando la balanza a favor de la caracterización genérica de los estándares jurídicos como umbrales es la referencia que Coloma vuelve a hacer, solo que ahora como relevante en el mundo del derecho, a la suerte de método o procedimiento para crear un estándar/umbral, del que antes había hablado cuando se encontraba explorando los usos coloquiales de la palabra estándar. Dicho procedimiento consiste en elegir, de entre las posibles para resolver el problema clasificatorio respectivo, un número reducido de variables (procurándose que, pese a esta simplificación, el fenómeno denotado por la categoría de que se trate conserve en buena medida su complejidad), y en estipular niveles mínimos de logro en cada una de ellas (Coloma 2016a, pp. 30-31).[18]
Tenemos entonces que, luego de estos vaivenes, los estándares jurídicos deben finalmente entenderse, de acuerdo con Coloma, como umbrales; ¿cierto? No, esta respuesta sería apresurada, pues resulta que, para el autor, un umbral puede también considerársele un prototipo, solo que “con un alto nivel de abstracción”.
Un caso de supuesto “prototipo abstracto”, de acuerdo con Coloma (2016b, pp. 114-115), es el de la propuesta de umbral probatorio que, para la materia penal –es decir, como posible interpretación de la frase “más allá de toda duda razonable”–, propone Jordi Ferrer. Según esta propuesta, debe considerarse (suficientemente) probada la hipótesis de culpabilidad si 1) es capaz de explicar los datos disponibles, integrándolos de forma coherente, 2) se han confirmado y aportado al proceso como prueba las predicciones de nuevos datos que la hipótesis de culpabilidad permite formular, y 3) se han refutado las hipótesis plausibles, explicativas de los mismos datos, compatibles con la inocencia del acusado (o más benéficas para este), excluyendo las meras hipótesis ad hoc (Ferrer, 2007, p. 147; 2013, p. 36; 2021, p. 209).
Y claro, puede ser que Ferrer estuviese pensando en uno o varios ejemplos de la vida real (quizá en alguna o algunas sentencias concretas) o en uno o varios casos ideales como parte del proceso psicológico (o del “contexto de descubrimiento” si se quiere) previo a la formulación de su propuesta, lo cual es algo contingente. Pero el punto que me parece crucial es que, al no conformarse simplemente con dirigir nuestra atención a esos ejemplos en los que pudo estar pensando, para que cada quien determine los aspectos relevantes con los que deberían hacerse las comparaciones y el nivel de semejanza que debería haber entre los casos particulares y esos ejemplos paradigmáticos, es decir, al decidir no proveernos meramente de una definición ostensiva, ¿en qué sentido es un prototipo lo que ofrece? Si aceptamos esta noción tan amplia de prototipo, el problema es entonces que casi cualquier estándar jurídico (incluyendo los estándares de prueba) en el que pueda pensarse sería un prototipo, con lo cual ahora se habrá perdido en el horizonte el sentido de estándar como umbral, o, peor aún, se habrá perdido el sentido de distinguir entre umbrales y prototipos, de modo que podemos presentar a los estándares de prueba del modo que nos venga en gana.[19]
Un intento más de rehabilitar la noción de prototipo tiene que ver con la posibilidad identificada por Coloma de usar como tales ciertas sentencias paradigmáticas, por ejemplo, en materia penal, tanto condenatorias como absolutorias (Coloma, 2016b, pp. 115-116), o más genéricamente ciertas narrativas sobre hechos (consideradas) ejemplares, ya sea que dichos hechos se entiendan como probados o no probados (2016b, p. 120); narrativas a las que Coloma también se refiere como relatos o esquemas argumentales (2016b, pp. 127-128), que pueden incluso corresponderse con ciertas teorías del caso o con determinados alegatos de clausura (2016b, p. 128).[20]
Esta propuesta es interesante, sin duda. Pero tiene el problema de que podría sostenerse que su elección como narrativas ejemplares, presupone –si esa elección no es solo intuitiva o arbitraria– la identificación, aunque sea aproximada, de lo que con la argumentación se tendría que mostrar, lo cual, en el marco, por ejemplo, de la propuesta de estándar de prueba para la materia penal de Ferrer, tendría que ser: que la hipótesis de culpabilidad da cuenta (o explica la presencia) de las pruebas aportadas “integrándolas de un modo coherente”, que se han “confirmado las predicciones de nuevas pruebas que esa hipótesis permite formular”, y que “han sido refutadas todas las demás hipótesis plausibles, explicativas de las mismas pruebas, compatibles con la inocencia del acusado (o más benéficas para este), excluyendo las meras hipótesis ad hoc”.
En otras palabras, la elección de las narrativas ejemplares parece requerir de la formulación de un estándar de prueba a la manera de un umbral. Esta importante conexión entre los estándares de prueba y su función de orientar/estructurar la argumentación que debiera plasmarse en la motivación de las sentencias, en particular, en la motivación de las denominadas “premisas fácticas” del razonamiento de la persona juzgadora, permite sostener que las posibles narrativas que se escojan como ejemplares, lo serían porque muestran cómo instanciar argumentativamente los criterios de suficiencia probatoria establecidos en el respectivo estándar de prueba. De modo que, a dichas argumentaciones ejemplares podría considerárseles como instanciaciones de umbrales de prueba o umbrales de prueba instanciados (en clave argumentativa). Pero lo crucial sería entonces disponer previamente de los umbrales probatorios respectivos (o de propuestas que, al menos, tengan la pretensión de establecerlos).
2.3. ¿Cómo se diferencian los estándares/umbrales de las reglas?
Llegados a este punto, es momento de preguntarnos cómo entonces se distinguen los estándares (incluyendo los de prueba) de las reglas en la propuesta de Coloma, lo cual es relevante porque terminar caracterizándolos como umbrales,[21] con toda la carga de precisión, especificidad, mayor detalle, análisis cuantitativos y menor margen de discreción que ello evoca, 1) vuelve a los estándares equiparables a las reglas, y 2) parece, por tanto, ir en contra de la intuición original de Coloma, según la cual, el hecho de que la palabra estándar aparezca en la frase estándar de prueba constituye no solo un indicio, sino el factor determinante que indica el tipo de directiva mediante el cual deben establecerse, a saber: a través de estándares en el sentido de prescripciones vagas, imprecisas, abiertas flexibles, que den pie a un amplio margen de discrecionalidad en su aplicación.
Pienso que la pista para responder la pregunta anterior puede hallarse en el modo de operar que Coloma atribuye a los estándares. Recuérdese que, para el autor, los estándares operan dirimiendo si los casos respecto de los que se duda acerca de su pertenencia a cierta categoría, deben o no incluirse en ella. En este sentido, afirma que “… la utilidad de los estándares concierne a asuntos que prima facie se sitúan en la zona de penumbra …” (Coloma, 2016a, p. 30). Por ello es que, según Coloma, los estándares son innecesarios respecto de asuntos que tempranamente puedan clasificarse dentro de los casos claros de aplicación o de no aplicación de la expresión respectiva (o categoría, como prefiere decir el autor) (2016a, p. 30).
Por su parte, la inclusión de estos casos en la zona de claridad de aplicación o de no aplicación descansa en la facilidad (o ausencia de problematización) con la que un hablante determina que se satisfacen o no las propiedades definitorias de la categoría respectiva. En esas situaciones, explica el autor, al hablante le basta con la sola definición del término/ categoría de que se trate.
En cambio, es ante casos en los que la determinación de que se satisfacen o no las propiedades definitorias respectivas no fluye con naturalidad que, a los efectos de intentar resolver el problema clasificatorio, el hablante tiene que recurrir a reglas que reduzcan el número de propiedades definitorias y/o que establezcan valores mínimos de satisfacción de estas, que son a las que Coloma se refiere como estándares/umbrales.
Entonces, una forma plausible de entender la diferencia entre estándares/umbrales y reglas (jurídicas) en la perspectiva de Coloma (2016a) consiste en sostener que los primeros constituyen una suerte de subsistema de reglas semánticas que complementa las definiciones a las que hay que recurrir para dotar de sentido a los términos con los que el legislador crea la extensa gama de supuestos de hecho a los que el derecho vincula ciertas consecuencias jurídicas; subsistema del que se echa mano en presencia de dudas respecto de si un caso se subsume o no en los referidos supuestos de hecho (2016a, p. 31, nota 16).
Trasladando lo anterior al ámbito de los estándares de prueba, resulta que estos, ahora ya entendidos preponderantemente como umbrales probatorios, operan solo de manera supletoria, a saber: cuando el juzgador tiene dudas respecto de si ciertos (enunciados que aluden a) hechos pertenecen a la categoría de los hechos probados. Esto supone que hay casos claros de pertenencia y de no pertenencia a dicha categoría, en los cuales, la determinación de si se satisfacen o no las propiedades definitorias respectivas fluye de modo natural para la persona juzgadora. Al no ser problemática esa determinación, al juzgador le basta, en estos casos claros, con tener en mente la definición relevante, es decir, la definición de hecho(s) probado(s).
2.4. ¿Lo que los jueces hacen o lo que deben hacer en términos de la comprensión y uso de los estándares de prueba?
Como preludio de la identificación de los problemas que pienso que tiene la caracterización hacia el final de la sección previa, tengo primero que referirme a un problema más general que consiste en la dificultad para determinar si esto que ahora Coloma sostiene (o parece sostener), y lo que antes ha sostenido (o parece haber sostenido) sobre los estándares de prueba, constituye una propuesta descriptiva o una de corte prescriptivo/ normativo. Como ya deberíamos habernos acostumbrado, las pistas que al respecto el autor deja en su trabajo, permiten reconstruirlo (al menos) en ambas claves, lo cual muestro a continuación:
En las primeras líneas de su trabajo, Coloma (2016a, p. 24) afirma que, entre los problemas que aquejan a la decisión judicial sobre los hechos, uno de los que más amenaza la operatividad de los sistemas de adjudicación es la difícil cuestión de cómo deben usarse los estándares de prueba. De ello se podría pensar que lo que se ofrecerá en el resto del texto es precisamente una propuesta acerca de cómo deben comprenderse o concebirse y de cómo deben usarse dichos dispositivos procesales.
Sin embargo, el proyecto de ofrecer una teoría prescriptiva de los estándares de prueba parece rápidamente diluirse para dar lugar, más bien, a un ejercicio preponderantemente descriptivo, el cual consiste en identificar cómo operan o realmente se usan en la práctica, adoptando para ello una perspectiva más amplia.
A Coloma (2016a, pp. 24-25) le parece mejor este enfoque más práctico y amplio, pues considera que es a causa 1) de la adopción de una visión “reduccionista” que atribuye a los estándares de prueba una única función –la de distribuir los falsos positivos y los falsos negativos previsibles de conformidad con cierta ratio previamente decidida–, y 2) de la sospecha a nivel teórico de que no son capaces de cumplirla, que sobre ellos recae un “juicio adverso”, por parte de cierta “visión más o menos extendida”, consistente en que los estándares de prueba de poco o nada sirven; juicio adverso que, con su propuesta, Coloma estaría intentando refutar.
Como representativo de esa visión reduccionista y del juicio adverso con respecto a los estándares de prueba que se supone que tal visión emite, Coloma (2016a, p. 26, nota 7) hace alusión a un trabajo de Larry Laudan (2005). No obstante, es un error atribuirle a este autor una actitud de sospecha hacia los estándares de prueba, fundada en que estos no son capaces de distribuir los falsos positivos y los falsos negativos de conformidad con cierta ratio deseada (por ejemplo, 10 falsos negativos por cada falso positivo). Laudan (2013) es perfectamente consciente de que, en el mejor de los casos, solo puede afirmarse que la modulación de su severidad o grado de exigencia probatoria contribuye a que los errores se distribuyan del modo esperado.[22] Pero, pese a este rol más modesto que Laudan atribuye a los estándares de prueba en materia de distribución de los errores previsibles, no dejan de ser un componente básico de su propuesta, pues constituyen, según el autor, el único dispositivo procesal que debería emplearse para canalizar la dosis de beneficio de la duda que la sociedad considere apropiado conceder a las personas acusadas (Laudan, 2013, pp. 104-107, 183-203). De modo que no, no es el caso que para Laudan los estándares probatorios tengan poca o ninguna utilidad.
Lo que Laudan (2013), en efecto, critica fuertemente es el escenario de subjetividad, discrecionalidad extrema e incluso arbitrariedad al que teme que conducen ciertos intentos fallidos de formulación de estándares de prueba. Para el autor, son intentos fallidos y, por tanto, no son genuinos estándares de prueba, todas las formulaciones que no se refieran a los rasgos o características del tipo de argumento que justificaría, en el contexto jurídico-procesal de que se trate, declarar probada una proposición fáctica; todas las formulaciones que, con otras palabras, eviten pronunciarse respecto de la “fortaleza del vínculo inferencial” (2013, p. 126) que debe unir a las premisas (que contienen los elementos de juicio que pueden extraerse de los medios de prueba aportados al proceso) con la conclusión (fáctica) respectiva (2013, pp. 89-92, 123-126).[23]
De acuerdo con Laudan (2013), evitar pronunciarse respecto de la fortaleza del vínculo inferencial aludido, es algo que sucede claramente con las propuestas que requieren de la detección, mediante introspección, de ciertos estados mentales o actitudes (doxásticas) proposicionales –como la creencia firme o la convicción (que a veces se acompaña del requerimiento de que sea “íntima”) respecto de que cierto hecho haya tenido lugar–, o con las propuestas que exigen que sea posible atribuir a la creencia de que un hecho ocurrió cierto grado de probabilidad bayesiana, atribución que el autor considera inevitablemente subjetiva/discrecional (2013, pp. 68-74, 79-83, 121-123). Por su parte, a las propuestas que cumplen con el requisito de referirse a la mencionada fortaleza del vínculo inferencial que debe unir a las premisas y la conclusión, Laudan (2013) las denomina propuestas “objetivas” o estándares de prueba “objetivos” (2013, p. 126).[24]
Ahora bien, Coloma (2016a, p. 26, nota 7) es consciente de esta crítica de Laudan a los estándares subjetivos y de que, para él, un estándar de prueba genuino no puede sino ser “objetivo” (en el sentido previo). No obstante, Coloma hace caso omiso de esta postura (2016a, p. 35, nota 21), presentándola como si se tratase de la expresión de una mera preferencia personal por parte de Laudan, de un asunto de estilo, de una sutileza sin mayor repercusión.
Lo importante para Coloma es que, pese a su descalificación como estándares de prueba auténticos, Laudan haya tomado nota de que, al menos en el ámbito estadounidense, al estándar de “más allá de toda duda razonable” se le ha presentado, en la práctica de los tribunales, como la exigencia de que haya semejanza entre dos episodios de convencimiento respecto de cuestiones fácticas y, por parte de la academia, como la exigencia de que la creencia en la culpabilidad de la/el acusada/o iguale o supere cierto grado de probabilidad bayesiana.
La razón de que lo importante para Coloma sea el reconocimiento de Laudan de estos usos jurídicos del slogan “más allá de toda duda razonable” es que son ilustrativos de que dicho estándar de prueba “… admite ser reconstruido tanto como un prototipo (debes estar tan convencido como en aquellos casos en que …), o bien como umbral (habiéndose probado un 90%, entonces …)” (Coloma, 2016a, p. 35, nota 21).
O sea que, generalizando, lo crucial para Coloma es que a las expresiones denotativas de estándares probatorios contenidas en las disposiciones respectivas se les haya interpretado/usado o se les pueda interpretar/usar de modo que, desde un plano más abstracto, sean susceptibles de clasificarse en las categorías de umbral o de prototipo, sentidos supuestamente extraídos por el autor de indagar cómo a la expresión estándar se le usa en el lenguaje ordinario.[25]
Aquí comienzan los problemas. Si el rasgo identitario de los estándares probatorios no tiene nada, o tiene muy poco que ver con que aludan a aquello de lo que se supone que son estándares, es decir, a las pruebas (y a su capacidad justificativa), y todo que ver con que aludan a ciertas variables, propiedades o dimensiones, pudiéndose establecer para cada una de ellas (o solo para algunas) ciertos valores o medidas mínimas de satisfacción, o a ejemplos de ciertas circunstancias para determinar si hay semejanza con las circunstancias actuales, deberíamos estar dispuestos a admitir, como estándares/umbrales, procedimientos anacrónicos (generalmente tildados de irracionales en nuestros días), como las ordalías[26] o métodos de azar, como el lanzamiento de una moneda al aire; y, como estándares/ prototipos, cualquier otro estado subjetivo experimentado en el pasado en ciertas situaciones –como la zozobra, la angustia, la excitación o quizá algún cosquilleo o una comezón–, con el que se deba determinar que hay semejanza. No hay, en la propuesta de Coloma, ningún dique que contenga la deriva a dichas posibilidades (que es de suponer que se quisieran evitar); y la ausencia de tal dique no parece justificarse en la mera insistencia de que se empleen ciertas categorías propuestas.
No obstante, la ausencia de un límite a lo que puede fungir como estándar de prueba, adicional a su posible clasificación como umbral o prototipo, puede explicarse y quizá terminar justificada, si suponemos que lo que hay en la base de la caracterización de Coloma es su inscripción en las filas de alguna manera de concebir a la prueba o a un hecho probado, distinta de la versión de la concepción racional que Laudan claramente suscribe.[27] La alternativa más inmediata parecería ser alguna versión de la denominada concepción “persuasiva” (“subjetivista” o “piscologista”).[28]
Si esto es así, lo inadecuado y hasta absurdo que con respecto a la noción de prueba o de hecho probado a cada bando le parezca que el otro sostiene, pierde sentido en un primer nivel en el que, por no encontrarse hablando de lo mismo, no parece razonable esperar que haya comunicación, y en el que lo relevante es que ambas posiciones sean internamente coherentes, lo cual no es una cuestión menor. En un nivel superior tendrían que hacerse explícitos los objetivos para cuya obtención, la adherencia a cada una de dichas concepciones se considera el medio (más) apropiado. Y es hasta un nivel aún más abstracto en donde el diálogo parece reestablecerse, en el cual debería haber un intercambio de razones y argumentos normativos que sustenten por qué deben perseguirse los objetivos previamente explicitados y, en consecuencia, por qué debe suscribirse alguna de las (versiones de las) concepciones referidas.
La cuestión es que Coloma nos queda a deber en estos tres niveles de discusión. No hace explícita la concepción de la prueba/hecho probado que suscribe, y tampoco ofrece argumentos normativos que fundamenten por qué la actividad probatoria que tiene lugar en un proceso judicial debería perseguir los fines u objetivos compatibles con la concepción de la prueba de la que se parte. Esto genera un problema de incompletitud en su propuesta, tanto si se le interpreta en clave descriptiva (no se da cuenta de la noción de prueba/hecho probado que, de hecho, los jueces emplean), como en clave normativa/prescriptiva (no se da cuenta de la noción de prueba/ hecho probado que se debería utilizar).
La referida carencia es sustancial, pues, recordemos, en la visión de Coloma, con la definición de hecho probado se supone que a los jueces les basta cuando se trata de casos claros de pertenencia o de no pertenencia a dicha categoría; y es también esa definición aquella de la que supuestamente se apartan o que complementan, ante casos difíciles o dudosos de pertenencia, mediante el empleo de estándares de prueba en modalidad de umbral o de prototipo. Sin la definición/concepción relevante, el modelo de Coloma no alcanza siquiera a dar el primer paso, que supuestamente es determinar si el caso de que se trate es un caso claro de hecho probado o de hecho no probado, o bien si se trata de uno dudoso.
Si esa definición/concepción de prueba/hecho probado depende de las elecciones de cada persona juzgadora surgen varios problemas de los cuales intentaré dar cuenta con el siguiente escenario hipotético: supóngase, de un lado, que, llenando el vacío de la propuesta de Coloma, una persona juzgadora adhiere a la versión de la concepción persuasiva de la prueba según la cual, que un hecho esté probado es algo que ella determina detectando si, habiéndose expuesto a las pruebas respectivas (más específicamente, a la práctica de las mismas), esa exposición provocó que se convenciera de que el hecho relevante ocurrió. Y supóngase también que otra adhiere a la versión de la concepción racionalista, de acuerdo con la cual, que un hecho esté probado es algo que depende de determinar si las pruebas le transmiten a la conclusión respectiva el grado de corroboración esperado/ deseado (con independencia de si cree o no cree, ni en qué grado, que los hechos respectivos acontecieron o no).
El problema en el caso de la primera de las personas juzgadoras es que no podría tener dudas de que un hecho está o no probado y, por tanto, de conformidad con la propuesta de Coloma, no tendría nunca necesidad de usar estándares de prueba (ni siquiera de que existieran). En efecto, podría tener dudas respecto de si el hecho de que se trate ocurrió. Pero si las tiene, esto significaría que no está convencida de que tuviera lugar.[29] Y si no está convencida de ello, de acuerdo con esta versión de la concepción persuasiva, entonces el hecho respectivo (fuera de toda duda) no quedó probado.[30]
La segunda persona juzgadora, por su parte, debería dudar siempre de si un hecho ha quedado probado, porque lo más lejos que podría llegar es a determinar cuál es el grado de corroboración de la conclusión o hipótesis de que se trate, pero no sabría, sin alguna orientación adicional al respecto, si ese grado coincide con el esperado/deseado, quizá idealmente por la sociedad en su conjunto.
Pues bien, si las dudas acerca de si un hecho está probado al grado esperado son permanentes, entonces pierde sentido sostener que los estándares de prueba operan solo ante dichas dudas (dando a entender con ello que hay un espacio en el que estas no surgen, un espacio en el que el juzgador no se tenga que formular la pregunta ¿están estos hechos probados al grado esperado/ deseado?). En lugar de tener un papel supletorio, los estándares de prueba deberían considerarse indispensables, en principio, si se asume alguna versión de la concepción racionalista de la prueba como la antes referida.[31]
Pero si la versión previa de la concepción racionalista de la prueba es la que está de fondo, a la necesidad de que sistemáticamente la persona juzgadora disponga de estándares de prueba para cada tipo de caso se suma la necesidad de que estos también sean formulados de acuerdo con las exigencias metodológicas compatibles con dicha concepción (Ferrer, 2021, pp. 29-100), es decir, apelando a criterios relativos a la capacidad justificativa de las pruebas aportadas (no a estados mentales o actitudes doxásticas con distintos grados de intensidad), e intentando reducir en todo lo posible la vaguedad que inevitablemente afectará a cada uno de esos criterios (de probabilidad inductiva, es decir, criterios no matemáticos), a efecto de que el estándar respectivo pueda realizar la función de establecer un umbral de suficiencia probatoria a partir del cual una hipótesis sobre los hechos deberá considerarse probada.[32]
Ahora bien, en este punto Coloma podría sostener que lo hemos malentendido, que lo que él siempre ha pensado es que la prueba de un hecho es una cuestión de grados, y que, por tanto, cuando habla de la categoría de los hechos probados, obviamente incorpora esta noción. Si esto es así, entonces debería renunciar a su afirmación de que los estándares de prueba solo operan ante las dudas acerca de si un hecho está o no probado y de que cuando estas no están presentes, los estándares son innecesarios. La razón de lo anterior es que, si la prueba es gradual, siempre surgirá la duda para la persona juzgadora sobre cuál es entonces el grado esperado/suficiente de prueba; duda que tendría que ser respondida por el estándar de prueba respectivo. Si no renunciase y, al contrario, persistiese en caracterizar la operatividad de los estándares de prueba de ese modo, tendría que encontrar una forma de sostener que las dudas acerca de la suficiencia probatoria no son sistemáticas, sino que solo surgen en ciertas ocasiones, y que es en dichas ocasiones cuando se recurre, ahora sí, a los estándares de prueba.
Una posibilidad podría ser la siguiente: que previamente la persona juzgadora disponga de un estándar de prueba, digamos, personal o intuitivo, que sea ese estándar el que aplique a los casos de los que conoce, y que recurra a los estándares de prueba oficiales que el derecho establece, solo cuando le surjan dudas de que ha sido satisfecho su estándar personal. Algunos de los problemas más importantes con esta postura son: la incompatibilidad que podría haber entre los grados de exigencia del estándar probatorio personal y del oficial,[33] y la injustificada aplicación solo supletoria de la política de suficiencia probatoria que el legislador ha querido implementar en los distintos contextos procesales, precisamente mediante la formulación de los respectivos estándares de prueba vigentes (a estos problemas volveremos en la sección 2.8).
Hasta aquí hemos visto cómo las vacilaciones de Coloma no permiten establecer con claridad si en su propuesta (no se sabe si descriptiva o normativa) los estándares de prueba son estándares en el sentido de prescripciones que se distinguen de (y se contraponen a) las reglas, si pueden entenderse indistintamente como prototipos o umbrales, si terminan siendo todos ellos umbrales, o quizá prototipos con un alto nivel de abstracción, si conforman un subsistema de reglas semánticas del que se echa mano ante las dudas respecto de la pertenencia de un caso a la categoría de los hechos probados, si esa categoría no es en realidad la de los hechos suficientemente probados, o incluso si su postura cambió a considerarlos, más bien, como medios para evitar/corregir los errores a los que conducen ciertas heurísticas,[34] etcétera.
Sea como fuere, en este momento aludiré a lo que él llama “usos” de los estándares de prueba, con lo cual parece querer referirse a sus funciones, a las cuales, sin quedar muy claro cuál es el rendimiento que espera obtener de ello, divide en micro funciones/usos (Coloma, 2016a, pp. 36-44)[35] y macro funciones/usos (2016a, pp. 44-47).[36]
A continuación, por cuestiones de espacio, aludiré solo a algunas de las referidas micro funciones/usos. Comienzo entonces con la micro función/uso c) de un estándar probatorio, que consiste en moldear la clase de inferencias que a partir de las pruebas disponibles es válido realizar. Para explicarla, Coloma alude al conocido como “Chart Method” propuesto por Wigmore,[37] el cual, como se sabe, grosso modo consiste en elaborar una representación visual diagramática del razonamiento probatorio de un caso cualquiera (real o ficticio), en la que se puedan identificar las proposiciones a probar (o las “probanda”), así como las cadenas argumentales que conducen a ellas a partir de las pruebas disponibles. Esta forma de estructurar el razonamiento probatorio es típica del denominado “atomismo”.[38]
Pues bien, presuponiendo esta clase de análisis atomista, Coloma sostiene que los estándares de prueba orientan sobre la rigurosidad con la que se debe proceder en la evaluación de la fortaleza de cada cadena argumental y de cada uno de sus eslabones, es decir, respecto de lo arriesgadas o conservadoras que deben ser las inferencias respectivas, o (como también lo plantea el autor) sobre la magnitud de los saltos argumentales tolerables.[39] Hasta aquí, la propuesta luce plausible.
El problema, no obstante, se presenta al tomar en cuenta la micro función/uso f) de los estándares de prueba, que consiste en “influir” en la clase de razonamiento que las partes y la persona juzgadora adoptan para conectar las pruebas y el hecho a probar. De acuerdo con el autor, entre esas clases de razonamiento figura justamente el atomismo, pero también el holismo. De hecho, son solo esas dos las opciones posibles, de conformidad con la forma en que Coloma presenta la cuestión en este punto.[40]
Con respecto al holismo, Coloma (2016a) se refiere a este diciendo que consiste en abordar la cuestión probatoria “como un todo”, de modo que el caso no se analiza como un diagrama argumental. Los detalles y minucias argumentativas se dejan de lado para dar pie, más bien, a una comparación de los distintos relatos de las partes (2016a, p. 42).
Como puede verse, incluso en la escueta manera en que el autor explica el holismo, esta postura sobre la forma de estructurar el razonamiento probatorio puede adoptar variantes que antagonizan con el atomismo. Esto resulta problemático porque justo este último es el presupuesto del que Coloma parte y a la luz del cual cobra sentido sostener que una función de los estándares de prueba consiste en orientar sobre el nivel de rigurosidad que debe emplearse cuando se evalúa la fortaleza de cada cadena argumental y de cada uno de sus eslabones. La pregunta entonces es: ¿cómo puede un mismo estándar de prueba cumplir con esta función orientativa, articulada en términos del atomismo, cuando mediante el cumplimiento de otra de las funciones que Coloma atribuye a los estándares probatorios puede terminar “influyendo” en que se adopte una forma de estructurar el razonamiento para la cual la orientación en comento resultaría, en el mejor de los casos, incompleta y, en el peor, incompatible e irrelevante?
Vayamos ahora a la micro función/uso g) de los estándares de prueba que, según Coloma, consiste en “incidir” en la elección entre sostener que el que un hecho esté probado depende de si experimentamos cierto grado de creencia respecto de que tal hecho tuvo lugar, y sostener que el que un hecho esté probado significa aceptar (como verdadero) el enunciado que lo describe, por haber superado un determinado “proceso de validación”. Aunque Coloma no lo reconoce explícitamente, estas opciones grosso modo coinciden respectivamente con ciertas versiones de las concepciones persuasiva (subjetivista o psicologista) y racionalista de la prueba. Y la pregunta es: ¿de qué manera incide un estándar de prueba en que se elija una u otra?
Una posibilidad es sostener que lo hace mediante los propios términos que la autoridad normativa emplea para articularlo. Si el estándar dijese algo como “condene si tiene la íntima convicción (la creencia firme, la certeza, etcétera) de que la persona acusada cometió el delito que se le imputa, de lo contrario absuelva”, ello constituiría una suerte de indicio altamente atendible de que la noción de hecho probado que se espera que se adopte es la propia de una concepción persuasiva, con lo cual, como afirma el propio Coloma (2016a), el respectivo proceso de validación pasaría a un segundo plano (2016a, p. 43). Pero si esto es así, no necesitamos más de la micro función/uso c). La persona juzgadora ya sabría todo lo que necesita saber para declarar probado o no un hecho. De más estaría la orientación que podría dársele con respecto al nivel de rigurosidad que podría emplear al analizar la fortaleza de las cadenas argumentales que conducen a la conclusión. De hecho, de más estaría elaborar argumento probatorio alguno.
El muy importante problema de fondo con sostener que los estándares de prueba son los que inciden en la elección entre entender la prueba de un hecho como una creencia gradual (concepción persuasiva) o como la aceptación como verdadero del enunciado que lo describe (concepción racionalista) por la mera forma en que la autoridad normativa articuló la disposición que los establece, es, de un lado, que plantea las cosas al revés y, de otro, su compromiso fuerte con la interpretación literal.
En las prácticas de las/los juristas, y más claramente en las de las/los dogmáticas/os o doctrinarias/os,[41] es el compromiso con (e idealmente la defensa de) ciertos presupuestos más básicos lo que condiciona sus decisiones interpretativas respecto del contenido de significado de las disposiciones que establecen estándares de prueba.
Entre esos presupuestos figura precisamente la concepción de la prueba a la que se adhiere, la cual tiene la crucial función de responder a la pregunta de ¿qué es lo que se entenderá por “hecho probado”? Una vez establecida la respuesta, la asignación de sentido a las disposiciones sobre estándares de prueba procede de modo congruente con ella. Dicha interpretación puede ser literal si eso guarda congruencia con la concepción de partida, en cuyo caso muy probablemente hay coincidencia entre las concepciones asumidas tanto por la autoridad normativa como por la/el usuaria/o de sus disposiciones. Sin embargo, si hay incompatibilidad entre las concepciones asumidas, puede tener lugar un proceso de construcción jurídica (o una interpretación creadora), mismo que puede involucrar el uso de herramientas hermenéuticas distintas a (o complementarias de) la interpretación literal. De nuevo, todo depende de si el resultado, la disposición interpretada, es congruente con las premisas de base.
Así que no, no es el caso que los estándares probatorios, por su sola formulación, determinen la concepción de la prueba que habrá de adoptarse. Es esta desde la cual aquellos se leen.[42] Y más específicamente todavía, es la concepción sobre la prueba/hecho probado de la que se parta la que condiciona la elección de alguna teoría normativa acerca de la forma de estructurar el razonamiento probatorio;[43] y es esa teoría normativa la que, por su parte, determina –en el sentido de permitir identificar– el tipo de criterios a los que un estándar compatible con aquella debería apelar.[44]
En efecto, como descripción, quizá la anterior no sea muy acertada en el sentido de que parece corresponderse solo con las prácticas de algún sector de las/los juristas, especialmente, de algún sector de la doctrina. Sin embargo, pienso que puede considerársele un aceptable modelo normativo.
Una de las razones de su aceptabilidad tiene que ver con el escenario al que su inobservancia conduce; un escenario de libérrima elección y, por tanto, carente de todo asidero y restricción, entre las distintas opciones disponibles, tanto a nivel de formas de estructurar el razonamiento probatorio (probabilidad bayesiana, holismo, atomismo, concepciones mixtas, inferencia a la mejor explicación, etcétera), como al nivel de los criterios a los que puede apelarse en la formulación/interpretación de los estándares de prueba (grados de convicción, valores de probabilidad subjetiva, grados de corroboración de una hipótesis, etcétera).
Sin el asidero que provee la suscripción consciente de alguna versión de alguna concepción sobre la prueba[45] es comprensible que pasen desapercibidas las incongruencias (con alguna de las concepciones disponibles) resultantes de elegir a conveniencia entre las opciones referidas; elección que, dado el amplio margen de discreción propio de este escenario, es análoga a la creación de una receta culinaria, cuyo contenido depende de las meras preferencias subjetivas de quien la inventa (una pizca de holismo por aquí, tres de atomismo por allá, dos onzas de probabilidades bayesianas, algo de convicción). Y nada garantiza que esa receta no cambie de una ocasión a otra, o incluso en la misma situación.
El anterior es el escenario en el que Coloma parece moverse, y es también al que invita a las/los juristas, en especial, a las personas juzgadoras, lo cual puede constatarse en el “ejercicio” o especie de metodología de toma de decisiones con estándares de prueba que plantea en la sección III de su trabajo (Coloma, 2016a, pp. 47-54).
Dicha metodología, en principio, consta de 5 fases.[46] En la primera se identifican las posiciones que se enfrentarán, por ejemplo “probada la conducta x” y “probada la conducta no x”, o “probada la conducta x” y “no probada la conducta x”; y, a su vez, se identifican las piezas de prueba y argumentos que fortalecen y debilitan respectivamente a la “conjetura x” y a la “conjetura no x”.[47]
Sin embargo, los problemas comienzan desde la segunda que, según Coloma, consiste en identificar la estructura de razonamiento “preferente” (holismo o atomismo) [48] para conectar la prueba disponible y la conjetura de que se trate. ¿No había sostenido antes que una de las funciones de los estándares de prueba es justo influir en la clase de razonamiento a adoptarse? En este punto queda claro que no, que eso no depende de ningún estándar de prueba, sino de las “preferencias” de cada persona (quien un día quizá se sienta más inclinada hacia el holismo, pero otro quizá no). Pues bien, de acuerdo con el autor, si se opta por el holismo lo que habrá que hacer es escoger de entre los relatos posibles capaces de articular el material probatorio, aquel que mejor lo haga tanto respecto de la conjetura x, como de la conjetura no x. Y si se opta por el atomismo, desglosar las respectivas conjeturas, “x” y “no x”, en proposiciones interdependientes, conectando las pruebas disponibles con cada una de ellas a través de las respectivas cadenas argumentales.
Luego viene una tercera etapa en la que, según Coloma, se insta a que la/el usuaria/o de esta metodología determine si los hechos probados deben entenderse como creencias (graduales) o como conjeturas que cuentan con credenciales para ser aceptadas. Pero, de nuevo, ¿no se supone que es el estándar aplicable el que debería incidir en dicha elección de conformidad con otra de las funciones que Coloma les atribuye? La respuesta, otra vez, es negativa; eso también depende de las preferencias de la/el usuaria/o (quien en un caso podría optar por cierta concepción de los hechos probados, pero desecharla en el siguiente).
En la cuarta fase, Coloma sostiene que la/el usuaria/o debe determinar cuál de los relatos respecto de la “conjetura x” y de la “conjetura no x” es el que mejor satisface los criterios de relevancia, coherencia, completitud, anclaje con un background de “conocimientos prestigiosos” y anclaje con la información producida en la audiencia de prueba. Aquí el atomismo parece haberse diluido en el trasfondo para dar pie a una comparación de historias o relatos.[49] Por otro lado, Coloma afirma que, hecho esto, ahí podría culminar el análisis, si el resultado ha sido “suficientemente satisfactorio” y la concepción del estándar de prueba que se utiliza “es la de prototipos” (2016a, p. 52, nota 50). Con respecto a lo primero, la pregunta es: ¿suficientemente satisfactorio para quién o con base en qué criterio? Y la respuesta nuevamente parece ser que eso depende de la/el usuaria/o. Y con respecto a lo segundo, dadas las inconsistencias en que el autor incurre al intentar distinguir entre prototipos y umbrales, no hay mucha certeza con respecto a lo que se refiere.
Pues bien, si el resultado de la fase previa no ha sido suficiente desde la perspectiva de la/el usuaria/o de la metodología, se pasa a la quinta y última fase.[50] Sin embargo, respecto de ella Coloma afirma que puede llevarse a cabo “en lugar de la cuarta fase” (2016a, p. 52, nota 50). ¿De qué depende que así se proceda? No queda claro, pero lo más probable es que, nuevamente se trate de una decisión discrecional.
En esta última etapa van a hacer su aparición estelar, por fin, los estándares de prueba.[51] Coloma concreta esa aparición volviendo a su tesis de que estos solo operan cuando no se trata de un caso claro de pertenencia (o de no pertenencia) a la categoría de los hechos probados. Afirma el autor (Coloma, 2016a, pp. 52-53) que, si tanto las pruebas como los argumentos resultan “apabullantes” en favor de que la conjetura ha de darse por probada, o si las pruebas y argumentos son tan “ínfimos” que no puede ser seriamente considerada la opción de que los hechos respectivos estén probados, se tiene entonces un caso claro de pertenencia y de no pertenencia respectivamente. Y cuando esto ocurre, sostiene Coloma (2016a, p. 53, nota 53), de las fases previas podría incluso prescindirse.
Si esto es así, parece que la primera fase de esta metodología tendría que ser, más bien, que la persona juzgadora se forme esta crucial impresión inicial, ello a efecto de no perder el tiempo con las fases posteriores si es que le ha parecido claro que el hecho respectivo está probado o no probado.
Por otro lado, ese juicio de que claramente el hecho respectivo está probado por haberse considerado apabullantes a las pruebas que le son favorables, o de que claramente no está probado por habérseles considerado ínfimas, tiene el problema de que implica ya el uso de un criterio de suficiencia probatoria propio o, dicho de otro modo, de un estándar de prueba personal o intuitivo. Si esto es así, se corre el riesgo de que dicho estándar personal sea incompatible con el estándar de prueba “oficial” que se supone que debería aplicarse. Es decir, aunque a la persona juzgadora le parezcan apabullantes las pruebas aportadas, podría ser que, no obstante, aquellas no alcancen a igualar o superar el estándar oficial (o sea, el grado de corroboración que se espera que las pruebas le transmitan a la hipótesis de que se trate, esto claro, si las cosas se miran desde la concepción racionalista). Y podría ser también que, pese a lo ínfimas que las pruebas le parezcan, estas satisfagan el estándar respectivo.[52] Además, ¿por qué debería tener un carácter meramente supletorio la política de suficiencia probatoria que la autoridad normativa pretende implementar justamente a través de las disposiciones sobre estándares de prueba? Coloma no ofrece respuesta, sino que simplemente asume que las cosas son así.[53]
Pero continuemos examinando esta última fase de la metodología de Coloma para ver a dónde conduce: Resulta entonces que cuando las pruebas no son claramente apabullantes ni claramente ínfimas, surge ahora sí, la necesidad de emplear estándares probatorios.[54] Y aquí el talante subjetivista de la propuesta del autor sobre los estándares de prueba, se muestra ya sin tapujos. Lo que sugiere (Coloma, 2016a, p. 53) es que la persona juzgadora tome en cuenta una escala análoga a la que siguen las distintas tallas con las que las prendas de vestir suelen venir etiquetadas (S/M/L, a las que se van agregando, por ejemplo, XS o XL, etcétera).[55] Las “tallas” de dicha escala serían: “conjetura escasamente demostrada”, “medianamente demostrada” y “altamente demostrada”, y cada una de ellas admitiría los parámetros “–“ y “+”. Así las cosas, el estándar, por ejemplo, de “más allá de toda duda razonable” se traduciría en: conjetura “altamente demostrada (–)” o “altamente demostrada (+)” y refutación no superior al valor “escasamente demostrada (+)”.
O sea que, si alguien tenía alguna esperanza de que el modelo de Coloma de algún modo terminara arrebatando del ámbito de la plena subjetividad de la persona juzgadora la comprensión y aplicación de los estándares de prueba, al menos con respecto a los casos que no hubiese considerado “claramente” probados o no probados,[56] a estas alturas debería haberla perdido, pues esa apreciación inicial personalísima que la condujo a considerar que se hallaba frente a un caso difícil o dudoso, tiene una nueva oportunidad de manifestarse, solo que ahora a los efectos de determinar no ya si, por ejemplo, las pruebas que ha ofrecido la acusación son “apabullantes” (a eso ya contestó que no le quedó claro, por eso el caso es dudoso), sino para establecer si su teoría del caso ha quedado “altamente demostrada” (ya sea “–” o “+”).
Por otro lado, “prueba apabullante de culpabilidad” y “teoría de la acusación altamente demostrada (+)” parecerían ser expresiones equivalentes en cuanto al elevado grado de suficiencia probatoria que parece ser requerido por ellas, o al menos, expresiones muy cercanas a serlo, y también conceptos con una dosis similarmente alta de vaguedad. Si esto es así, parece que las dudas que la persona juzgadora tuvo para determinar lo primero tendrían que replicarse al intentar determinar lo segundo, con lo cual, dado que, según Coloma, los estándares de prueba operan siempre y cuando existan dudas respecto de si un hecho ha quedado probado o no, habría necesidad de un estándar más, y de otro, y de otro más, si las dudas persistiesen.
Sin embargo, si en definitiva, como se ha podido constatar, lo que en el modelo de Coloma resuelve sistemáticamente cualquier problema es la intuición, la libérrima elección o las preferencias subjetivas de cada persona juzgadora, esa secuencia (potencialmente al infinito) de estándares probatorios y, de hecho, toda esta pretendida metodología, resultan ser una rebuscada cortina de humo que se despliega, de un lado, para ocultar la directiva en la que parece resumirse la propuesta del autor, a saber: “en cuanto a las cuestiones probatorias (de una controversia jurídica), decida lo que quiera,[57] como pueda”.[58] Y de otro, para no declarar abiertamente la consecuencia de tal directiva, que no es otra que considerar correcta cualquier cosa que la persona juzgadora termine haciendo con respecto a la quaestio facti.
Un modelo sobre el razonamiento probatorio y los estándares de prueba tan laxo y permisivo como resulta ser el propuesto por Coloma,[59] por supuesto que es (muy) fácil de usar.[60] Pero ¿queremos esta facilidad, aunada a la subjetividad/discrecionalidad exacerbada a la que abre la puerta,[61] a costa de todo? De manera más específica, ¿la preferimos aun a costa de perder todo tipo de vínculo deseable entre la actividad probatoria en sede procesal y la maximización de la verdad, es decir, entre dicha actividad y la averiguación falible de los hechos jurídicamente relevantes que realmente tuvieron lugar?
Como puede haberse ya anticipado, la verdad a la que me refiero es la capturada por nuestra noción de sentido común, a la que en el ámbito filosófico se le conoce como la teoría de la verdad como correspondencia, según la cual, la proposición expresada por un enunciado descriptivo es verdadera si se corresponde con los hechos del mundo, y falsa si no hay tal correspondencia. Y es esa noción de verdad la que, en términos generales e invocando distintas razones normativas, es suscrita por la concepción racionalista de la prueba,[62] a la que hemos aludido antes en el texto y más detalladamente en las respectivas notas al pie.[63] Por su parte, el vínculo entre prueba y verdad que dicha concepción defiende no es uno de naturaleza conceptual –como Coloma (2020, p. 632) erróneamente termina pensando y en lo cual basa su crítica a la concepción racionalista[64]–, sino uno de carácter teleológico. De conformidad con este nexo, la actividad probatoria[65] debería fungir como el medio más adecuado de aproximación a la verdad.
Digo “medio de aproximación a la verdad” (y no llanamente “medio de obtención de la verdad”) porque, de acuerdo con esta concepción, dada la naturaleza inductiva de las inferencias probatorias y la frecuente incompletitud de las pruebas disponibles, las respectivas conclusiones fácticas serán siempre probabilísticas, es decir, solo (lo cual, no es poco) probablemente verdaderas, y no verdaderas sin más.[66]
Y digo que la actividad probatoria “debería fungir como el medio más adecuado…”, pues, el que pueda desempeñar ese rol, de acuerdo también con esta concepción, no es una cuestión automática, sino que depende, de un lado, de entender que probar un hecho en el ámbito jurídico no es algo esencialmente distinto de lo que ocurre en otras áreas de la actividad cognoscitiva dirigida a cuestiones empíricas,[67] que consiste en 1) establecer cuál es el grado de corroboración[68] que las pruebas respectivas le confieren a la hipótesis que lo contempla, y en 2) determinar si ese grado coincide con (o supera) el grado esperado;[69] y, de otro, de que el derecho probatorio y, en general, las reglas procesales, adquieran y/o preserven, grosso modo, una configuración pro-epistémica (siempre mejorable).[70]
La pregunta que hicimos antes tendría entonces que reformularse del siguiente modo: ¿Estamos dispuestos a perder este vínculo teleológico entre la actividad probatoria y la verdad en favor de modelos del razonamiento probatorio y de los estándares de prueba, sin duda, de fácil utilización,[71] pero inadecuados para la preservación de dicho nexo?[72] Si la respuesta es negativa, el camino parece entonces ser el trazado por la concepción racionalista de la prueba, por el cual, por cierto, transita la mayor parte de la reflexión académica contemporánea.[73] Ese camino, sin embargo, no está exento de problemas, debates y cuestiones abiertas, que seguramente seguirán siendo objeto de mayores desarrollos en los próximos años. Para cerrar este trabajo, a continuación, hago referencia a algunos de ellos:
A) El debate sobre el tipo de justificación epistémica involucrada en la emisión de enunciados del tipo “está probado que p” (o enunciados probatorios). ¿Se trata de una justificación exclusivamente proposicional o también doxástica? Si se sostiene que la justificación involucrada es la primera, bastará para tener por probado un hecho que el enunciado que lo describe sea la conclusión de un argumento entre cuyas premisas figuren los elementos de juicio extraídos de los medios de prueba de los que se dispuso, y que el nexo inferencial que une a dichos enunciados (premisas y conclusión), exhiba la fortaleza especificada por el estándar de prueba respectivo. Por su parte, si se piensa que también debería estar involucrada la segunda clase de justificación, la persona juzgadora tendría, además, que tener un estado mental de creencia (o de convicción) respecto de la ocurrencia de ese hecho. La primera de estas opciones ha sido defendida, entre otros, por Ferrer (2005, 2007, 2021) y Lackey (2021), mientras que, la segunda, muy articuladamente, por Gama (2021), quien parece hacer eco de la intuición ampliamente compartida –sobre todo, por buena parte de las y los operadores jurídicos[74]– de que, en efecto, no cualquier convicción, sino una convicción justificada (en la suficiencia de las pruebas respectivas) de que un hecho ocurrió, debería constituir un componente crucial/necesario de su prueba.[75] Coincido especialmente con Lackey en que la postulación de ambas cuestiones como condiciones necesarias de la prueba de un hecho – tanto la presencia de pruebas suficientes, como la convicción de la persona juzgadora–, parece basarse en una idealización inadecuada de los sujetos cognoscentes. Como la autora nos pide hacer (Lackey, 2021), pensemos en el caso de una persona juzgadora racista, quien gracias a que se encuentra haciendo lo que le es posible por dejar de serlo,[76] es capaz de percatarse de que, en efecto, las pruebas aportadas y practicadas en el juicio que está resolviendo le transmiten a la conclusión de que una persona blanca ha cometido un delito grave en contra de una persona negra, el apoyo/soporte especificado por el estándar probatorio vigente. Pero también cae en la cuenta de que simplemente no puede creer que eso haya sucedido (mucho menos convencerse), y de que ello se debe al impacto que los prejuicios que alberga siguen teniendo en su fuero interno. Desde una perspectiva idealizada, en efecto, dicha persona juzgadora debería creer (estar convencida de) que el delito en cuestión tuvo lugar, dadas las bases racionales que tiene para hacerlo (la suficiencia de las pruebas respectivas). Pero, al no poder, sin más, obligarse a creer,[77] ¿qué ha de hacer la persona juzgadora en este caso? Si nos tomamos en serio la postulación de la convicción como condición necesaria, no hay más opción que tener que absolver.[78] Sin embargo, este veredicto no parecería justo para la víctima, la sociedad, y ni siquiera para la persona juzgadora, quien, a pesar de los esfuerzos por despojarse de su racismo que ha venido realizando, se vería paradójicamente en la necesidad de darle efectos jurídicos a su incapacidad, hasta el momento, de no poder neutralizar sus prejuicios de manera completa. Según Lackey, este ejemplo muestra que nuestras intuiciones menos superficiales se inclinan por un modelo no-idealizado de las condiciones de suficiencia probatoria, es decir, por un modelo de justificación proposicional.
B) El debate sobre la objetividad de la suficiencia probatoria. ¿Son los enunciados probatorios susceptibles de verdad o falsedad? Una de las tesis fundamentales de la versión de la concepción racionalista de la prueba que defiende, por ejemplo, Ferrer (2005), es que, así como se puede diferenciar entre que un enunciado fáctico sea tenido por verdadero y que sea verdadero, también puede distinguirse entre tenerlo por probado y que esté, de hecho, probado. Desde esta posición, tanto los enunciados relativos a la ocurrencia de ciertos hechos jurídicamente relevantes, como los relativos a la presencia de pruebas suficientes a su favor (los que Ferrer llama “enunciados probatorios”), pueden ser verdaderos o falsos. La diferencia radica en el aspecto de la realidad con el que su contenido podría corresponderse.[79] En el primer caso se trataría de una suerte de realidad extra-procesal (¿qué hechos fueron los que efectivamente tuvieron lugar, fuera o con independencia del proceso judicial?), y en el segundo, de una realidad intra o endo-procesal (¿de qué pruebas efectivamente se dispuso?, y ¿son, de hecho, suficientes para que un enunciado se considere probado en ese contexto procesal?). Pues bien, autores como Dei Vecchi (2021) –aportando herramientas conceptuales, en mi opinión, muy útiles para la discusión, como la distinción entre prueba en sentido gradual y prueba en sentido categórico, o la distinción entre juicios morales autónomos y juicios morales heterónomos respecto de la suficiencia probatoria–, han cuestionado la segunda distinción o, dicho de otro modo, que los enunciados probatorios tengan fuerza descriptiva, aun si presuponen la vigencia y correcta aplicación de estándares de prueba metodológicamente bien formulados, por ejemplo, siguiéndose el canon propuesto por Ferrer (2021, pp. 29-100).[80] A Dei Vecchi se han sumado voces clásicas de la concepción racionalista, como la de González Lagier (2022, pp. 59-86) –quien cuestiona la posibilidad de formular estándares de prueba objetivos dados los problemas derivados de la vaguedad intensional y gradual de los criterios de solidez de la inferencia probatoria–, y voces jóvenes que refrescan el debate, como la de Calderón (2023).[81]
C) El debate sobre si el grado de exigencia de los estándares de prueba debe o no variar. ¿Debemos ser consecuencialistas o deontologistas con respecto a la determinación del grado de exigencia probatoria? Otra postura ampliamente aceptada por buena parte de los autores de la concepción racionalista de la prueba es la que podríamos denominar la tesis de la variabilidad contextual del grado de exigencia de un estándar probatorio. La idea es que un estándar de prueba podría ser más o menos exigente en función del tipo de caso de que se trate y de la decisión a la que esté vinculado (que no necesariamente tiene que tratarse de la decisión probatoria que ha de plasmarse en la sentencia). Dicha variación tendría que ser sensible a la gravedad de lo que está en juego si la decisión respecto de los hechos resultase errónea (en el sentido de que los hechos declarados probados no se correspondan con lo que en realidad ocurrió o no ocurrió). Dado que en materia penal lo que está en juego es frecuentemente la libertad de las personas acusadas (o incluso cosas peores), se suele sostener que debe estar vigente para el momento de la sentencia, de entrada, un estándar altamente exigente (mucho más severo, por ejemplo, que el de la “preponderancia de las pruebas”), con lo cual se manifiesta una preferencia social por la comisión de absoluciones falsas (al menos en la mayoría de los países occidentales). Sin embargo, parece razonable (para algunos) sostener que esa alta exigencia probatoria no tiene por qué ser la misma siempre.[82] Pues bien, este tipo de razonamiento presupuesto en la determinación del grado de exigencia de un estándar probatorio, mediante el cual se identifican las consecuencias de un potencial error fáctico (condenar al inocente o absolver al culpable) y se comparan sus costos, constituye una instancia del “consecuencialismo moral”, es decir, de la teoría ética normativa para la cual, grosso modo, lo deseable de las consecuencias previsibles de una acción es lo que la vuelve moralmente correcta (sin que importe demasiado si la acción incumple con el requerimiento de algún otro precepto moral). Como ya puede intuirse, esta postura colisiona con el deontologismo en materia de la determinación del grado de exigencia de un estándar de prueba, para el cual, también grosso modo, lo importante no son las consecuencias deseables que una acción, como la de disminuir el grado de exigencia del estándar de prueba, podría producir, sino la observancia de los preceptos morales relevantes. Para dicha postura, el grado de exigencia probatoria, al menos en materia penal y tratándose de la decisión final, no debería variar y, además, debería ser el más exigente que humanamente pueda ser satisfecho (con todo y que un estándar probatorio menos severo, dado que su satisfacción sería comparativamente menos complicada, contribuya a la incapacitación de más ofensores que han reincidido y que probablemente seguirán reincidiendo en la comisión de delitos graves). Para profundizar en este debate, véanse las excelentes discusiones recogidas en Picinali (2018) y Céspedes (2021).
D) El debate sobre si la formulación de un estándar de prueba debe ser flexible, abierta, imprecisa o vaga, o bien, ser lo más precisa posible. De entre las razones que suelen esgrimirse para defender la idea de que los estándares de prueba deben formularse de la manera más precisa posible a efecto de que puedan tomarse como indicativos del umbral que es necesario que las pruebas satisfagan para declarar probada una hipótesis sobre los hechos, destacan 1) la subdeterminación de la decisión probatoria cuando se carece de estos umbrales, 2) la merma a la seguridad jurídica de las personas provocada por la ausencia de los referidos umbrales, y 3) la tensión que se genera con la doctrina de la división de poderes cuando se les permite a las personas juzgadoras que cada una de ellas emplee el baremo de suficiencia probatoria que juzgue apropiado en cada caso. Dado que el establecimiento de dicho baremo es una cuestión político-moral, debería ser abordada por los órganos políticos (las legislaturas). A esta postura podría reprochársele que parece no tomar en cuenta el contexto de diseño institucional en el que se trabaja. Quizá ese contexto presuponga la decisión de que sea un jurado (conformado por los pares de la persona acusada) quien lleve a cabo la función de valorar las pruebas respectivas y de decidir sobre su suficiencia. Esa decisión institucional normalmente va acompañada de la exigencia de entrometerse lo menos posible en las labores del jurado. En un escenario así, no parece haber opción más que la de ofrecerles a los miembros de dichos cuerpos colegiados indicaciones vagas acerca de la suficiencia probatoria. Este es el contexto en el que adquieren sentido propuestas como la de Risinger (2018) de explicar el estándar de “más allá de toda duda razonable” en términos del alto grado de sorpresa (entendida como una emoción normativa epistémica) que, dadas las pruebas aportadas y practicadas, los miembros del jurado deberían experimentar (aunque, de hecho, no la experimenten), si luego del juicio en el que participan se llegase a descubrir que la persona acusada no era culpable después de todo.[83] En todo caso, dadas sus implicaciones, este debate seguramente continuará. Como muestra, véase la crítica de Ferrer (2020) a la frecuente ausencia del deber de motivar del jurado.
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* Doctor en derecho por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor-investigador del Grupo de Filosofía del Derecho de la Universitat de Girona, España. Correo electrónico: edgar.aguilera@udg.edu. Trabajo realizado con el apoyo del Proyecto PID2020-114765GB-100 financiado por MCIN/ AEI / 10.13039/501100011033.
[1] A lo anterior habría que agregar el balance de la discusión consignada en el número 3, elaborado por Dei Vecchi (2013), las reflexiones sobre las obras de Prado (2019) y de Ferrer (2021) en la sección Discusiones Libros, elaboradas respectivamente por Vieira y Murilo de Oliveira Mattos (2020) y por Valenzuela (2022), y el presente balance.
[2] Que, por ejemplo, puede ser la de condenar o absolver a la persona acusada.
[3] Para una buena introducción a las tesis que caracterizan a esta concepción sobre la prueba jurídica y a la evolución de sus vertientes anglosajona y latina, véase Accatino (2019).
[4] Entre los cuales se encontraba uno de los principales artífices de lo que antes llamé la rama latina de la concepción racionalista: el finado y afectuosamente recordado Michele Taruffo, quien contribuyó a dicho número justamente con el artículo principal (Taruffo, 2003a) y con la réplica (2003b) a los comentarios respectivos (Gascón, 2003; Andrés Ibáñez, 2003; Bouzat y Cantaro, 2003).
[5] En la Sección Principal de Discusiones XVIII participaron, además de Coloma (2016a; 2016b) por supuesto, Andrés Páez (2016), Raymundo Gama (2016) y Claudio Agüero (2016).
[6] Siendo ambas interpretaciones admisibles para el autor.
[7] Explica Coloma (2016a) que, entendido en este sentido, un estándar opera de manera semejante a una de las formas en que es posible resolver la duda que podría surgirnos, por ejemplo, respecto de si una casa cualquiera es o no demasiado pequeña, a saber: dirigiendo nuestra atención solo a algunas de las variables que se podrían considerar para clasificar una casa como pequeña, por ejemplo, a las variables “metros cuadrados construidos” y “número de habitaciones”, y estableciendo un valor mínimo para cada una de ellas, digamos 60 para la primera y 2 para la segunda. De este modo, si la casa concreta de que se trate presenta medidas inferiores en estos rubros, será entonces “demasiado pequeña” (2016a, p. 28).
[8] El ejemplo que Coloma (2016a) proporciona para comunicar de manera análoga lo que implicaría contar con estándares de prueba bajo esta modalidad interpretativa es el de la duda que podríamos tener respecto de si un libro concreto es o no un buen libro, la cual podría disiparse (o al menos matizarse) si hubiese una suerte de libro modelo al que hacer referencia, es decir, un prototipo, y si entre el libro concreto y el modelo hubiera semejanza respecto de cosas tales como el tema abordado, el estilo de escritura, número de páginas, etc. Si existe tal semejanza, el libro concreto sería un buen libro, de lo contrario, no lo sería (2016a, p. 28).
[9] Cabe aclarar que Gama (2016) no descarta que recurrir al lenguaje ordinario pudiera arrojar alguna luz. Sin embargo, advierte que “… del hecho de que se utilice la misma expresión en dos contextos no se sigue que en cada uno de ellos se utilice dicha expresión con el mismo significado, ni que un sentido que esté presente en un determinado contexto pueda trasladarse automáticamente a otro. Una importación de este tipo no siempre es viable y no está garantizado que conduzca, en todos los casos, a buenos resultados” (2016, p. 62).
[10] De dicha suspicacia se podría incluso decir que, por momentos, adquiere tintes de teoría de la conspiración en el discurso de Agüero, quien al ir desarrollando su hipótesis del boom editorial, termina pintando un panorama en el que ciertas editoriales, en su mayoría europeas, operando como “empresarios de la ideología” o “mercaderes de la cultura” (Agüero, 2016, p. 102), han comprendido que la reflexión sobre la prueba jurídica y, más genéricamente, sobre el “derecho probatorio” (categoría que, según Agüero, dichas editoriales se inventaron, (2016, pp. 93-94)), ha trascendido las barreras nacionales; cosa que han aprovechado para vender masivamente sus productos (2016, p. 92), de la mano de autoras/ es pretenciosas/os, igualmente europeas/os en su mayoría, que solo buscan distanciarse de reflexiones entendidas como más mundanas (2016, pp. 89-90), y de la mano también, de un público irremediablemente cautivo que no alcanza a darse cuenta por sí mismo del humo que deliberada o inconscientemente se les hace consumir.
[11] Dicho efecto o estatus positivo, sugiere Agüero (2016, pp. 89-90), se obtendría por el nexo, más ilusorio que real o, en el mejor de los casos, solo superficial que pretende establecerse entre las investigaciones sobre prueba en el derecho y la “tradición” de la filosofía de la ciencia, e incluso la epistemología general.
[12] Entre ellas, el término ‘estándar de prueba’, en efecto, hasta hace poco ajeno a dicha tradición.
[13] Quizá este tipo de decisiones de parte de Coloma sean las que conducen a Agüero (2016) a caracterizarlo como un personaje con cierto aire quijotesco, que libra sus batallas desde la “periferia geográfica, conceptual, metodológica y estilística”. Desde la periferia geográfica, porque no trabaja en los centros hegemónicos de Europa o Estados Unidos. Y desde la periferia conceptual, metodológica y estilística, continúa Agüero, porque a diferencia de las/los autoras/es del famoso boom editorial que denuncia en su comentario, Coloma sigue menos de cerca las convenciones de los defensores de la filosofía analítica; su forma de trabajo es mucho más tópica y narrativa; su forma de usar la terminología de la filosofía de la ciencia es más desencantada; y su estilo de escritura es más literario y “fácil de leer” para el lego en filosofía (2016, p. 103).
[14] Piénsese en lo inadecuado que sería realizar un ejercicio de “depuración conceptual”, por ejemplo, del concepto de conciencia ciudadana, analizando por separado las partículas que conforman la expresión que lo nombra, y luego recurriendo a los sentidos con los que se usa a la primera de esas partículas en la literatura filosófica y/o de las ciencias cognitivas que aborda el problema de explicar qué es y cómo surge la conciencia.
[15] Término que en el texto referido es traducido como “pautas”.
[16] Lo cual es justo lo que se quiere cuando se implementan estándares, como muestra Schauer.
[17] De hecho, la imprecisión de estos resultados se intensifica si se toman en cuenta 1) los subniveles o subdivisiones que cada una de esas gradaciones iniciales podría tener, 2) la incertidumbre sobre cuáles serían los aspectos o rasgos del prototipo con los que deberían hacerse las comparaciones, y 3) la subjetividad del juicio de semejanza.
[18] Para ilustrar esta forma de proceder, Coloma (2016a, p. 31) pone un ejemplo que va en la misma línea del de determinar si una casa es o no “demasiado pequeña” (ejemplo que puso, recuérdese, como representativo del uso de umbrales). El ejemplo es el siguiente: Se trata de cómo decidir si un automóvil puede considerarse perteneciente a la categoría de los automóviles seguros (cosa que al derecho podría importarle). Las variables a tomarse en cuenta podrían ser: su capacidad de frenado, su nivel de deformación resultante de impactos a diversas velocidades, su desempeño en situaciones de conducción anormales como cuando llueve o nieva, el nivel de iluminación de sus focos, etc. Sostiene el autor que un estándar “bien formulado” admitiría elegir solo algunas de esas variables (siempre que no haya una pérdida considerable de la complejidad de la situación), y establecer medidas mínimas para cada una de ellas.
[19] Y, en efecto, esta parece ser la situación en la visión de Coloma, salvo por el caso del empleo del vocabulario y metodología propios de la probabilidad bayesiana para la formulación de algún estándar de prueba, que es el único respecto del que Coloma (2016a) no duda en considerar siempre un umbral (2016a, pp. 34-35, primera parte de la nota 21).
[20] O sea que las narrativas, relatos o esquemas argumentales ejemplares no tienen necesariamente que haber sido producidas por los tribunales.
[21] Si es que, en efecto, eso es lo que ha ocurrido en la sección 1.2 de su trabajo (Coloma 2016a, pp. 28-32).
[22] Esto debido a que, como explícitamente lo reconoce (Laudan, 2013, pp. 115-117), la forma en que los errores terminan distribuyéndose depende no solo del estándar establecido, sino, entre otras cosas, de la cantidad de inocentes materiales y de culpables materiales que en el periodo a considerar hayan sido procesados, de las pruebas de las que se dispone en cada caso, y de si el estándar respectivo es o no aplicado correctamente por parte de los juzgadores de los hechos.
[23] Cuando los pretendidos estándares de prueba no hacen referencia al grado de fortaleza del vínculo inferencial que debe unir a las premisas respectivas con la conclusión de que se trate, sino a cosas como la firmeza, confianza o perdurabilidad de nuestras creencias, Laudan (2013) sostiene que estamos ante una “parodia” de sistema de prueba, o ante políticas probatorias que deberían “causarnos risa”, pues sería como decirle a los matemáticos que pueden válidamente considerar probado cierto teorema si están firmemente convencidos de que es verdadero, o a los epistemólogos, que tienen una prueba de la existencia, digamos, del nexo causal entre A y B si es que creen con todas sus fuerzas que tal nexo existe (2013, pp. 124-125).
[24] Como ejemplos de estos estándares de prueba, para la materia penal, Laudan (2013, pp. 127-129) se refiere a los siguientes: a) si existen pruebas inculpatorias fiables cuya presencia sería muy difícil de explicar si la/el acusada/o fuera inocente, sumado a la ausencia de pruebas exculpatorias que serían muy difíciles de explicar si la/el acusada/o fuera culpable, entonces condene (absuelva de lo contrario); b) si la teoría del caso presentada por la acusación es plausible y usted no puede concebir alguna historia plausible compatible con la inocencia de la/el acusada/o, entonces condene (absuelva de lo contrario); c) determine si los hechos establecidos por la acusación descartan cualquier hipótesis razonable compatible con la inocencia de la/el acusada/o en la que pueda pensar. Si es así, condene (de lo contrario, absuelva).
[25] Digo “supuestamente” porque acabamos de ver que Coloma está tomando en cuenta, más bien, los usos de la comunidad jurídica.
[26] Que planteadas en términos de estándares/umbrales, podrían exigir cosas como las siguientes: considere que hay prueba suficiente de que una parte tiene la razón si ella o su representante sobrevive a un duelo de 3 asaltos a mano limpia con la otra parte o su representante, o si habiendo dado nueve pasos sosteniendo un trozo de metal incandescente, se determina que en sus manos no hay rastro de las heridas que debería esperarse que hubieran, etc.
[27] 27 Una de las versiones más difundidas (y aceptadas) de la concepción racionalista de la prueba en el ámbito latino (que, al menos como uso la expresión, incluye a Hispanoamérica, pero también a Brasil, Italia, Francia y Portugal), es la defendida por Ferrer (2021), quien identifica las siguientes como las tesis nucleares de dicha concepción (2021, pp. 17-19): 1) hay una relación teleológica entre prueba y verdad, de modo que la última se configura como el objetivo institucional a alcanzar mediante la actividad probatoria que tiene lugar en sede procesal; 2) la noción de verdad implicada es la de verdad como correspondencia, de modo que un enunciado fáctico (formulado en el marco de un proceso judicial) es verdadero si se corresponde con los hechos realmente ocurridos (fuera de ese marco), y falso si no; 3) ningún conjunto de pruebas, por más extenso y fiable que sea, permite fundar certezas racionales acerca de que cierto hecho ocurrió (lo que no excluye, claro, que se puedan tener certezas psicológicas o subjetivas), por lo que la actividad probatoria es, en el mejor de los casos, un medio falible para alcanzar el objetivo de averiguar la verdad (y, como tal, un medio compatible con la comisión de errores, a saber, falsos positivos –declarar probados enunciados falsos–, y falsos negativos –declarar no probados enunciados verdaderos–); 4) el razonamiento probatorio es un razonamiento necesariamente probabilístico (en el sentido de la probabilidad inductiva o lógica, es decir, no matemática), de modo que decir que un enunciado está probado equivale a decir que es probablemente verdadero (a un grado que debe determinarse), y; 5) dada la naturaleza probabilística del razonamiento probatorio, deviene imprescindible dotarse de reglas que determinen el grado de probabilidad (inductiva o lógica) a partir del cual estamos dispuestos a considerar probada una hipótesis determinada, es decir, el grado de corroboración que debe satisfacerse para poder aceptar como verdadero al enunciado fáctico de que se trate y así poder usarlo como premisa del razonamiento respectivo.
[28] Como aquella a la que Gama (2021, pp. 4-5, 8-9) se refiere al explicitar la posición frente a la que parece reaccionar la versión de la concepción racionalista defendida por Ferrer. Las tesis que conforman esta versión de la concepción persuasiva de la prueba serían las siguientes: 1) Que un hecho esté probado significa que la persona juzgadora se ha convencido de que ocurrió, 2) dicha convicción debería formarse teniéndose en cuenta los mensajes verbales, pero de manera muy importante, los no verbales, que al presenciar la práctica de las pruebas supuestamente permiten vislumbrar cuándo una persona, por ejemplo, una/un testigo, dice la verdad o está mintiendo (razón por la cual, bajo esta concepción de la prueba el principio de inmediación adquiere una interpretación “fuerte”), 3) las exigencias de motivación deberían ser, en el mejor de los casos, muy débiles (pues resultaría contraintuitivo exigir que esa motivación fuese más precisa y/o extensa si se ha partido del supuesto de que lo importante es la puesta en marcha de esa suerte de radar intuitivo para identificar verdades y mentiras, cuya operación y resultados no se prestan fácilmente a ser articulados), y 4) las posibilidades de interponer recursos en los que pueda alegarse una inadecuada valoración probatoria deberían, por su parte, ser escasas (lo cual tiene sentido en este marco, pues si la persona juzgadora que revisaría la cuestión respectiva en ulteriores instancias no estuvo presente en la práctica de las pruebas, ¿por qué permitirle revisar nada cuando justo se ha perdido del episodio cuasi-místico de captación de aquellos mensajes no verbales que supuestamente llevan a determinar quién miente y quién dice la verdad?). Para apreciar el contraste entre las concepciones persuasiva y racionalista de la prueba, véase: Ferrer (2007, pp. 62-66; 2017, pp. 2-5; 2018, pp. 155-160; 2020, pp. 368-373).
[29] Resultaría contraintuitivo afirmar que se está convencida/o de que un hecho ocurrió y, a la vez, que se albergan dudas de que haya ocurrido.
[30] Dicho de otro modo, en este escenario en el que la versión referida de la concepción persuasiva de la prueba está operando en el fondo, la duda de que un hecho haya acontecido paradójicamente provee a la persona juzgadora de la certeza de que dicho hecho no está probado.
[31] Digo “en principio”, porque las dudas de si un hecho está probado o no en el grado esperado podrían surgir permanentemente también en alguna otra versión de la concepción persuasiva de la prueba, una que considere al propio estado de convencimiento que podría experimentar la persona juzgadora justamente como un fenómeno gradual. Cuando esto es así, ella siempre requeriría de alguna orientación adicional, es decir, de un estándar de prueba que, siendo compatible con esta concepción de la prueba, aludiera al grado de convicción esperado, por ejemplo, exigiendo que dicha convicción sea “íntima” (como suele suceder cuando en el derecho procesal se hace referencia a este estado mental).
[32] Por otro lado, para que su grado de exigencia no sea producto del capricho, esta concepción (Ferrer, 2021, pp. 150-170) suele sostener que dicho grado debería fundarse, entre otras cosas, en la consideración de la diferencia de gravedad (o en costos) que se perciba que existe entre los respectivos falsos positivos y falsos negativos que pudieran cometerse, en la magnitud de las dificultades para probar los supuestos fácticos relevantes derivadas de la forma en que están construidos/tipificados en las normas sustantivas aplicables a la controversia, etc.
[33] Incompatibilidad que, en última instancia, se daría entre la valoración político-moral de la persona juzgadora y la del legislador, acerca de la diferencia de gravedad de los falsos positivos respecto de los falsos negativos.
[34] Este nuevo viraje lo da Coloma (2016b) en la réplica a sus comentaristas (2016b, pp. 116117). El autor entiende por heurísticas a ciertas vías rápidas de adopción de decisiones por parte de las personas juzgadoras, las cuales resultan de saltarse varios de los pasos que serían requeridos en un análisis minucioso de la cuestión de que se trate. Aquí es de suponerse que las decisiones en cuestión son las decisiones probatorias (considerar probado o no probado un hecho), y que esas heurísticas o maneras rápidas de tomarlas se han adquirido a través de la experiencia.
[35] Dichas micro funciones/usos son: a) orientar a las partes sobre la conveniencia de participar o de retirarse anticipadamente en un litigio; b) orientar a las partes sobre cuánta prueba deben producir; c) moldear la clase de inferencias que a partir de las pruebas disponibles es válido realizar; d) distribuir el riesgo de que se cometan falsos positivos y falsos negativos; e) determinar los opuestos que compiten en la decisión probatoria; f) influir en la clase de razonamiento (atomista u holista) que las partes y las personas juzgadoras adoptan para conectar las pruebas disponibles y el hecho a probar (que Coloma llama “conjetura”), y; g) incidir en la elección entre dos formas de concebir a los hechos probados (como grados de creencia de que ocurrieron ciertos hechos o como la aceptación de los mismos luego de un “proceso de validación”).
[36] Dichas macro funciones/usos son: 1) determinar la cantidad de errores esperables del sistema, las cuales supuestamente engloban las micro funciones/usos a), b) y c); 2) distribuir entre las partes el riesgo de dichos errores, que engloba las micro funciones/usos d) y e), y; 3) determinar la forma que adoptan los hechos probados, lo cual abarca las micro funciones/usos f) y g).
[37] A cuyo desarrollo han contribuido recientemente, entre otros, Anderson, Schum y Twining (2005). De esta obra hay traducción al castellano (2015).
[38] Para una excelente discusión sobre el atomismo y el holismo (a este último también se aludirá en breve en el cuerpo del texto) como propuestas normativas de estructuración y valoración del razonamiento probatorio, consúltense los textos de Taruffo (2011, pp. 307323), y de Accatino (2014).
[39] Siguiendo esta línea, Coloma da a entender, por ejemplo, que, con un estándar de prueba tan exigente como (se supone que es) el de “más allá de toda duda razonable”, el grado de rigurosidad respectivo tendría que ser muy alto, a un punto tal que la más mínima debilidad en algún eslabón (de cada cadena argumental en la que se funde la teoría del caso de la acusación) provoque que no sea satisfecho.
[40] Esto resulta extraño, pues parece haberse olvidado del cálculo probabilístico de corte bayesiano, respecto del cual afirma que, “pese a sus problemas” (sin especificar cuáles), “resulta prometedor” (Coloma, 2016a, p. 35).
[41] Al menos en las de las/los doctrinarias/os más sensibles a cuestiones meta-teóricas.
[42] Por ello, pese a que la disposición que establece el estándar de prueba en materia penal pueda decir, por ejemplo, que se debe condenar si la persona juzgadora está “convencida más allá de toda duda razonable” de la culpabilidad de la persona acusada –lo cual parece ser un signo de que la autoridad normativa asume alguna versión de la concepción persuasiva de la prueba–, la/el doctrinaria/o y/o la persona juzgadora que adhieran a alguna versión de la concepción racionalista de la prueba podrían asignar a dicha disposición un significado que se asemeje o replique, por ejemplo, alguna de las propuestas que Laudan considera “objetivas” (ver sección 2.7), o la propuesta de estándar probatorio realizada por Ferrer (ver sección 2.4). Y el proceso inverso también podría ocurrir, es decir, si la formulación original de la disposición respectiva coincidiese con alguna de estas propuestas, cuyo asidero es más bien alguna versión de la concepción racionalista, y la/el doctrinaria/o, o bien, la persona juzgadora fuesen partidarias de la concepción persuasiva, la disposición respectiva podría reformularse a efecto de obtener un estándar compatible, por ejemplo, “condene si está convencida más allá de toda duda razonable (o íntimamente) de que la/ el acusada/o es culpable”. asidero es más bien alguna versión de la concepción racionalista, y la/el doctrinaria/o, o bien, la persona juzgadora fuesen partidarias de la concepción persuasiva, la disposición respectiva podría reformularse a efecto de obtener un estándar compatible, por ejemplo, “condene si está convencida más allá de toda duda razonable (o íntimamente) de que la/ el acusada/o es culpable”.
[43] Como la probabilidad subjetiva bayesiana, la probabilidad lógica o inductiva, el modelo de corroboración de hipótesis, alguna versión del holismo y del atomismo, etc.
[44] Así que tampoco es el caso que el estándar de prueba “influya” en la clase de razonamiento que adoptan las personas juzgadoras, como sostiene Coloma al formular la función f), sino que, nuevamente, son sus presupuestos de partida, entre ellos, la concepción de la prueba a la que adhieran, la que determina la estructura que habrá de tener el razonamiento probatorio.
[45] Aunado a su defensa en la discusión normativa, es decir, al ofrecimiento de razones y argumentos acerca de por qué se deberían perseguir los fines para los que la concepción de que se trate constituye el medio idóneo para alcanzarlos.
[46] Digo “en principio”, porque el propio autor (Coloma, 2016a, p. 48) advierte, antes de presentarla, que sus fases podrían reformularse, reordenarse, algunas de ellas suprimirse, y otras, no se sabe cuáles, añadirse.
[47] Afirma Coloma que la identificación de las piezas de prueba y argumentos que fortalezcan y debiliten la conjetura no x, no es necesaria cuando el opuesto de “probada la conducta x” es “no probada la conducta x”.
[48] Y acá nuevamente parece desentenderse del cálculo probabilístico bayesiano.
[49] Comparación en la que, al parecer, el fundamento probatorio de los relatos respectivos no es un asunto prioritario.
[50] Esta quinta fase sería, por tanto, complementaria de la anterior. Pero si esto es así (lo cual no parece ser siempre el caso, como a continuación se muestra en el cuerpo principal del texto), entonces se estarían aplicando dos estándares de prueba. El primero es el de la fase previa, el cual consiste, según Coloma, en declarar probado el relato que mejor satisface los criterios de relevancia, coherencia, completitud, anclaje con un background de conocimientos prestigiosos y anclaje con la información producida en la audiencia de prueba. Y el segundo implicaría el empleo de la escala inspirada en la progresión que suelen seguir las tallas de ropa, a lo que posteriormente me referiré en el cuerpo del texto. La cuestión que quiero ahora destacar es ¿qué justifica el empleo de estos dos estándares para la misma decisión probatoria? Y, dado que al primero de esos estándares Coloma lo considera un prototipo, y al segundo un umbral, ¿qué justifica usar ambas modalidades de los estándares de prueba para la misma decisión, y en el orden sugerido por Coloma? ¿Acaso el estándar/ umbral corrige las “fallas” resultantes del empleo del estándar/prototipo? ¿Por qué no al revés? ¿En qué se basaría la capacidad correctora de una modalidad respecto de la otra?
[51] En la modalidad de umbrales, pues se supone que en la fase 4 ya pudieron haberse empleado estándares de prueba en modalidad de prototipos. (A los problemas de emplear, para la misma decisión, las dos modalidades de estándar de prueba que Coloma reconoce, me refiero en la nota al pie anterior).
[52] El problema de la aplicación de este estándar subjetivo/intuitivo como punto de partida es muy serio, pues considerar que las pruebas son apabullantes o ínfimas podría no ser sino la manifestación del conocido como sesgo de confirmación y, por tanto, la manifestación de una valoración irracional de las pruebas que hace que se les otorgue un mayor o menor valor (individual y conjunto) del que genuinamente ameritarían, de modo que se les fuerza a “cuadrar” con una decisión ya tomada. Como es de esperarse, dicho sesgo podría operar, en materia penal, por ejemplo, a favor de la acusación, es decir, de la hipótesis de culpabilidad, con lo cual podría elevarse el riesgo de la comisión de falsos positivos; o bien, a favor de la persona acusada, es decir, de la hipótesis de no culpabilidad, con lo cual podría elevarse el riesgo de la comisión de falsos negativos. Sin embargo, dada la histórica tendencia del Estado al abuso de su poder, incluso en la actualidad (en que se habla del auge del “populismo punitivo”), me temo que el modelo de Coloma sienta las bases para la mayor frecuencia o incremento de los primeros, es decir, de las condenas de personas materialmente inocentes.
[53] La otra cara del carácter supletorio que los estándares de prueba tienen en la propuesta de Coloma es que la motivación de la premisa menor del respectivo silogismo judicial, en la que se supone que la persona juzgadora debería mostrar que el estándar de prueba (oficial) ha sido satisfecho o no, se convierte entonces en un deber de ejecución contingente, dependiente de que al caso respectivo no se le haya considerado claramente probado (con base en la apreciación subjetiva de que las pruebas son “apabullantes”) o claramente no probado (con base en la apreciación subjetiva de que las pruebas son “ínfimas”). Si se trata de casos claros en el sentido previo, no hay necesidad de emplear ningún estándar de prueba oficial y, por tanto, ninguna necesidad de motivar/justificar nada, a lo cual se suma, como se advierte en la nota al pie anterior, el problema de que la percepción de un caso como claramente probado o no probado –repito, exenta de la obligación de estar motivada/ justificada (en el modelo de Coloma)– pudo haber sido presa del sesgo de confirmación.
[54] Repito, en modalidad de umbrales.
[55] No obstante, si Coloma quisiese ser consecuente con el papel preponderante que en su modelo se atribuye a las preferencias personales irrestrictas, tendría que añadir que su propuesta de escala es solo ejemplificativa, de modo que podría emplearse cualquier otra en la que la persona juzgadora encuentre inspiración. Quizá la escala musical diatónica.
¿Por qué no? Al menos suena más interesante y sofisticada que la escala de tallas de ropa.
[56] Es decir, al menos con respecto a los casos que no se adecuaron a sus estándares intuitivos/ discrecionales.
[57] Que está “probada la conducta x”, que está “probada la conducta no x” o que “no está probada la conducta x”.
[58] Sin importar que combine indiscriminadamente cuantos elementos quiera de cuantas teorías normativas sobre el razonamiento probatorio conozca, ni que acuda a cuantos criterios y/o escalas de suficiencia probatoria se le ocurran e, incluso, sin que importe que no se tome tan en serio la división entre estándares/prototipos y estándares/umbrales.
[59] En el que prácticamente vale todo y en el que los conceptos que lo conforman son como cajones de sastre que resguardan lo que sea.
[60] Cosa que, de acuerdo con Agüero (2016), no ocurre con las propuestas de las autoras/es canónicas/os del supuesto boom que denuncia, quienes, al suscribir la concepción racionalista de la prueba (o el “racionalismo” en materia de prueba como Agüero lo llama, (2016, p. 97)), parecen estar condenados a (o empeñados en) “… diseñar modelos y conceptos tan finos y detallados que impiden hacer con ellos lo más básico: usarlos” (2016, p. 104).
[61] Que bajo este modelo parecería quedar legitimada.
[62] Entre dichas razones, vale destacar la inmoralidad o injusticia que habría en el acto de responsabilizar (jurídica o moralmente) a alguien que no realizó las acciones que se le imputan (y en el acto de no responsabilizar a quien sí las realizó); o el deterioro que sufriría la función de guiar/motivar la conducta que el derecho pretende llevar a cabo mediante la emisión de normas generales, si sistemáticamente los órganos jurisdiccionales prescinden de una determinación tendencialmente verdadera de los hechos. Sin esa determinación, las consecuencias, reacciones o soluciones jurídicas contempladas en el derecho sustantivo para ciertos supuestos, muy probablemente terminarían implementándose aun cuando aquellos no hubiesen sido instanciados, y no implementándose aun cuando hubiesen tenido lugar hechos concretos subsumibles en los respectivos supuestos generales. Si esto ocurriera, la ciudadanía dejaría de contar con las razones prudenciales (evitar consecuencias adversas o procurar beneficios) a las que se espera que mínimamente apele para decidir ajustar su conducta a los requerimientos jurídicos. Para profundizar en estos argumentos, véase Ferrer (2007, pp. 29-32, 82-83) y Dei Vecchi (2020, pp. 25-29).
[63] Véase la sección 2.6.
[64] Coloma (2020) piensa que el problema que la concepción racionalista de la prueba tiene al suscribir la teoría de la verdad como correspondencia, es que no se da cuenta de que “… hay… una diferencia relevante entre sostener que algo es verdadero y que algo está probado…” (2020, p. 632). Dicho de otro modo, lo que Coloma sostiene es que los términos “verdadero” y “probado” no son intercambiables. Y tiene razón. La cuestión es que las/los autoras/es más representativas/os de la concepción racionalista sostienen lo mismo. Por ello es que, por ejemplo, Ferrer (2005, pp. 29-32, 68-69), desde el 2003 (año de la primera edición de Prueba y verdad en el derecho), rechaza tanto la postura que sostiene que dichos términos son equivalentes (a la que llama la tesis de la relación conceptual fuerte entre prueba y verdad), como la postura que presenta a la verdad del enunciado fáctico respectivo como una de las condiciones necesarias para que se le considere probado, siendo necesaria también para tales efectos, la presencia de pruebas suficientes, de acuerdo con cierto estándar (a la que llama la tesis de la relación conceptual débil entre prueba y verdad). Y es como alternativa a esas relaciones conceptuales que presenta su tesis del vínculo, más bien, teleológico entre la actividad probatoria y la averiguación (falible) de la verdad (2005, p. 56; 2005, pp. 69-73). Por su parte, también el propio Laudan (2013, pp. 35-37) captura la diferencia entre la verdad y la prueba de un enunciado (recordar que esta obra se publica desde el 2006 en inglés); y lo hace distinguiendo entre lo que llama la culpabilidad y la inocencia materiales y la culpabilidad y la inocencia probatorias.
[65] Incluidos sus resultados, es decir, los denominados “enunciados probatorios” del tipo “está probado que p”.
[66] Dicho de otro modo, no hay certezas sobre cuestiones fácticas/empíricas –y menos si estas se refieren al pasado– que puedan fundarse racionalmente, pese a lo rico y fiable que sea el acervo probatorio con el que se cuente. Esta es una razón de peso por la cual la concepción racionalista rechaza los vínculos conceptuales fuerte y débil entre prueba y verdad que se abordan brevemente en la nota previa.
[67] Sobre todo, cuando está vigente el régimen de libre valoración probatoria, también conocido como el régimen de la sana crítica racional.
[68] O de apoyo empírico, justificación epistémica o probabilidad inductiva.
[69] Y no como una cuestión que esencialmente dependa del convencimiento de la persona juzgadora.
[70] Para adentrarse en la discusión de lo que implicaría contar con una regulación de la actividad probatoria, pro-epistémica o conducente a la verdad –específicamente en materia procesal penal–, sigue siendo un referente ineludible la obra de Laudan (2013).
[71] Por carecer de un grado significativo de rigor analítico.
[72] En buena medida, debido al alto grado de subjetividad/discrecionalidad/arbitrariedad a la que dan lugar.
[73] De la cual, como se vio al principio del texto, Coloma decidió apartarse por sospechar que, en el fondo, lo que propone no es más que un mero cambio de etiquetas.
[74] Que observan en el rechazo de la convicción y otros estados mentales por parte de la concepción racionalista de la prueba, una suerte de cruzada injusta contra el buen nombre y sensatez de ciertas doctrinas procesales tradicionales.
[75] Una noción de justificación epistémica que le otorga un lugar importante a la posesión y práctica de ciertas virtudes intelectuales por parte de la persona juzgadora ha sido explorada por Aguilera (2022).
[76] Supongamos que voluntariamente ha tomado múltiples cursos de sensibilización, que la han hecho llegar al punto de tener sentimientos de arrepentimiento.
[77] Y suponiendo que no queremos que simplemente mienta con respecto a sus estados internos.
[78] Porque solo ha sido satisfecha una de las condiciones necesarias, la de la presencia de pruebas suficientes conforme al estándar respectivo.
[79] Si esa correspondencia se obtiene, los enunciados serán verdaderos, de lo contrario, serán falsos.
[80] De manera muy resumida, el argumento de Dei Vecchi es que incluso cuando se trata de estándares que apelan a criterios epistémicos (y no a estados mentales, como la convicción), la persona juzgadora tendrá que llevar a cabo juicios morales autónomos de suficiencia (carentes de valores de verdad), respecto de cada uno de esos criterios, lo cual conduce a la emisión de enunciados probatorios desprovistos, a su vez, de valores de verdad.
[81] Una primera reacción a los argumentos de Dei Vecchi y de González Lagier puede verse en Aguilera (2021).
[82] Piénsese, por ejemplo, en delitos que ameritan penas de prisión menos extensas, o incluso mínimas, en los que el daño al que se expone a las personas acusadas en caso de error no sería tan serio comparativamente, o en situaciones en las que se eleva el costo de las absoluciones falsas y, por tanto, disminuye nuestra disposición a tolerarlas, por ejemplo, cuando se trata de ofensores reincidentes y se cuenta con información fiable que permite prever que continuarán cometiendo delitos, incluso graves.
[83] De forma, en mi opinión, sumamente esclarecedora, Pardo (2018) vincula la noción de sorpresa que Risinger propone emplear como eje para formular explicaciones a los jurados acerca del grado de suficiencia probatoria exigido por distintos estándares, con la idea de “estar a salvo del error” (es decir, con la noción epistémica anglosajona de “safety”). La idea básica es que un veredicto, por ejemplo, de culpabilidad en materia penal, se encuentra más y más a salvo mientras más y más difícil es que dicho veredicto pudiera estar equivocado, es decir, mientras más y más distantes del mundo actual se encuentren los mundos posibles en los que si los sujetos en cuestión se formaran la creencia de que la persona acusada es culpable con base en las mismas pruebas disponibles en el mundo actual, dicha creencia sería falsa.