ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 32, 1-2024, pp. 248 a 271
Tolerance and Egalitarian Liberalism
Moisés Vaca*
Recepción: 07/05/2023
Evaluación: 22/08/2023
Aceptación final: 28/03/2024
Resumen: En el volumen XVI de Discusiones, en 2015, René González del Vega, Graciela Vidiella, Julio Montero y Fernando Lizárraga tuvieron la oportunidad de discutir, debido a un trabajo inicial de González de la Vega, sobre el lugar y pertinencia de la tolerancia dentro del liberalismo deontológico, igualitario y democrático. En este texto hago un balance de dicha discusión y sostengo que Vidiella, Montero y Lizárraga fundamentan con razones conclusivas que dicho lugar es central –pace los argumentos ofrecidos inicialmente por González de la Vega–. Además, ofrezco otras razones que complementan la importancia de dicha virtud en ese sistema político y un balance de cómo González de la Vega mismo responde a su reto inicial. Finalmente, esbozo cómo la tolerancia se relaciona con el respeto a los demás incluso en contextos de interacción personal y no estrictamente políticos.
Palabras clave: tolerancia, liberalismo igualitario, desacuerdo, dilemas morales, respeto.
Abstract: In volume XVI of Discusiones, in 2015, René González del Vega, Graciela Vidiella, Julio Montero and Fernando Lizárraga discussed, due to an initial work by González de la Vega, about the place and relevance of tolerance within deontological, egalitarian, and democratic liberalism. In this text I evaluate this discussion and hold that Vidiella, Montero and Lizárraga offer conclusive reasons to state that tolerance has a central place within such a political and theoretical project –pace the arguments initially offered by González de la Vega. In addition, I offer further reasons to complement the importance of such a virtue and an assessment of how González de la Vega himself responds to his initial challenge. Finally, I outline how tolerance relates to respect for others even in contexts of personal interaction which are not strictly political.
Keywords: tolerance, egalitarian liberalism, disagreement, moral dilemmas,
respect.
Una de las preguntas en el corazón del liberalismo puede formularse así: ¿cómo es posible un sistema político y social de cooperación en el que sus distintos integrantes crean que todos merecen igual respeto y a la vez que hay modos de vida correctos, patentemente preferibles o superiores (así como otros claramente erróneos y repulsivos) entre ellos? ¿Acaso no es inviable un sistema que promete hacer efectivas ambas creencias, fracasado de origen o fundado en una tensión evidente?
Desde mi punto de vista, esta interrogante fundamental confiere a la virtud de la tolerancia la centralidad que ha ocupado históricamente en las más importantes variantes del pensamiento liberal. Su especificación y posibilidad, por ello, no es cosa menor a este proyecto político y teórico.[1] Quizás podamos decir, no sin un dejo algo hiperbólico, que la viabilidad del proyecto depende precisamente de la viabilidad de la virtud en cuestión. Quizá la tolerancia haga compatible dentro del liberalismo la importancia del valor de la igualdad (reconocer a todos los ciudadanos como iguales) con la importancia del valor de la libertad (ejercer la libertad de consciencia para afirmar el valor superior del propio modo de vida).
En el contexto vivo de estas preguntas, en 2015, René González de la Vega (2015a), Graciela Vidiella (2015), Julio Montero (2015) y Fernando Lizárraga (2015) tuvieron la oportunidad de discutir, debido a un trabajo inicial de González de la Vega, sobre el lugar y pertinencia de la tolerancia dentro del liberalismo igualitario y democrático. González de la Vega inicialmente presentó un desafío a la posibilidad de que la tolerancia jugara el papel central que usualmente se le confiere en lo que denominó el liberalismo deontológico, al cual le siguieron respuestas de los otros tres autores mencionados y finalmente una contra-respuesta del propio González de la Vega.
En este texto hago un balance de dicha discusión y sostengo que Vidiella, Montero y Lizárraga fundamentan con razones conclusivas que dicho lugar es central –pace los argumentos ofrecidos inicialmente por el primer autor–. Además, ofrezco otras razones que complementan la importancia de dicha virtud en ese sistema político y un balance de cómo González de la Vega mismo responde a su reto inicial. Finalmente, esbozo cómo la tolerancia se relaciona con el respeto a los demás incluso en contextos de interacción personal y no estrictamente políticos. Con ello, espero confrontar esa pregunta inicial que, como dije, me parece que se encuentran en el corazón del liberalismo como tal y de cuya respuesta acaso dependa su viabilidad.
González de la Vega ofreció una serie de argumentos iniciales para mostrar que, dentro del espacio conceptual y normativo recreado por lo que denominó liberalismo deontológico, la tolerancia es irrelevante o recalcitrante y, ultimadamente, suicida. De acuerdo con González de la Vega (2015a), esto surge como “un problema de coherencia filosófica, el cual consiste en la compatibilidad que puede haber entre el ideal moral de la tolerancia y la estructura del razonamiento práctico defendida por el liberalismo igualitario” (p. 17). Para simplificar, el autor centra sus críticas en el liberalismo igualitario rawlsiano, aunque sostiene que estas aplican para todo el liberalismo deontológico.
Para poder entender la paradoja planteada por González de la Vega al liberalismo igualitario, primero debemos definir operativamente qué se está entendiendo por tolerancia. El autor sostiene, sumándose a una larga compañía en la literatura especializada, que la tolerancia tiene tres aspectos básicos:
1) la existencia de un acto que lesione una convicción relevante, 2) tener el ‘poder’ o la ‘competencia adecuada’ para detener, frenar u obstaculizar el acto que lesionó nuestra convicción y, 3) ponderar el valor de la convicción lesionada con razones que nos invitan a no intervenir en contra del acto en cuestión. (González de la Vega, 2015a, p. 25).
Por supuesto, González de la Vega aclara inmediatamente que la especificación estos tres aspectos básicos ha sido objeto de profuso debate en la literatura. Quizás el primero pueda complementarse no sólo para incluir acciones particulares sino también creencias y, más generalmente, modos de vida (conjunto de creencias, acciones y fines). Esta generalización más amplia parece responder a la realidad cotidiana de las sociedades liberales en la que se invoca a la tolerancia: no sólo se pide a los agentes relevantes tolerancia ante acciones particulares, sino también ante creencias y, sobre todo, ante modos de vida diversos. Tal es el modo, de hecho, en que González de la Vega y demás colegas en el volumen, tienden a referir a la tolerancia a lo largo de su discusión.
Con relación al segundo aspecto de la tolerancia mencionado, creo que sería un error hacer una caracterización demasiado estricta de lo que implica tener el poder de impedir la acción o el modo de vida en cuestión con el que se es tolerante; esto es, la idea de que un agente que es tolerante con la conducta de otro debe tener la capacidad de coaccionar o impedir dicha conducta. Una versión demasiado estricta de esta cláusula parece problemática.[2] Adoptarla limitaría mucho los casos en donde una persona o institución puede ejercer la tolerancia, pues sólo aquellas con poder coactivo real y concreto podrían serlo. Pero, al menos en el uso cotidiano del término, las personas refieren a otras como tolerantes e intolerantes, o muy tolerantes y muy intolerantes, incluso cuando éstas no tienen el poder real y concreto de coaccionar las acciones que toleran o no. Aseveraciones tales como “El abuelo es muy intolerante con el modo de vida de sus nietos. Cómo me gustaría que fuera más tolerante con lo que no le parece correcto.” Esta aseveración tiene sentido en el lenguaje ordinario, incluso si el abuelo en cuestión no puede más que expresar constantemente su desagrado para con la vida realizada por sus nietos, cuando los ve, cuando le habla a su hija sobre ellos, cuando algo en los medios de comunicación le recuerda dicho modo de vida. Es decir, en el uso ordinario, se dice de este abuelo que es muy intolerante incluso si no tiene poder efectivo de evitar que sus nietos vivan como a él le parece incorrecto. Lo mismo podemos decir de otros usos ordinarios del concepto de tolerancia. Se dice que una sociedad, un grupo de colegas, de amigos, de artistas, es más tolerante que otro cuando no siempre queda claro que esas colectividades tienen el poder de censurar de una vez y para siempre las conductas que toleran.
Por supuesto, alguien podría estar dispuesto a pagar el precio teórico de alejarse del uso ordinario del concepto. Pero una caracterización estricta de este segundo aspecto es costosa no sólo por esa razón. Impediría sostener, como yo creo que correctamente lo hace González de la Vega, que la tolerancia no sólo es una virtud que se ejerce en el espacio político sino también en el personal. Sostener una versión estricta de esta cláusula simplemente haría imposible que los ciudadanos ejercieran la tolerancia entre sí en dicho contexto pues, dadas las normas y principios aceptados por todos –de acuerdo con los cuales cada uno de ellos puede realizar el modo de vida que mejor le parezca (siempre y cuando dicho modo de vida no violente las normas y principios aceptados por todos) –, ninguno tendría autoridad o poder efectivo para evitar que otros ejerzan el modo de vida que les parece incorrecto. Esta me parece una poderosa razón para poner en duda esta cláusula. Muestra que su adopción genera otros costos teóricos y no se limita a una mera disputa semántica sobre el significado del concepto y su uso correcto. Así, si deseamos que la tolerancia sea una virtud que las personas ejerzan en sus interacciones cotidianas, espacio en el que usualmente éstas no tienen el poder real de impedir o coaccionar lo que toleran, es mejor adoptar una versión bastante relajada de esta cláusula –o abandonarla por completo–. Otra salida podría ser el añadir un enunciado modal más flexible a la misma cláusula: “si el agente tuviera el poder de coaccionar la acción o modo de vida en cuestión, no lo ejercería”.
Finalmente, el tercer aspecto de la tolerancia sostiene que el agente tolerante debe, a pesar de pensar que la acción o modo de vida en cuestión es incorrecto, permitirlo (o pensar que debe permitirse, si adoptamos la versión más relajada de la segunda cláusula) debido a otro conjunto de razones normativas que así lo establecen.
Obviando las complicaciones expuestas sobre la segunda cláusula mencionada (que, como dije se pueden resolver ya sea abandonándola, relajándola o añadiendo una variante modal a ella)[3] vemos que un agente es tolerante cuando una acción o modo de vida le parece incorrecto y, a la vez, le parece que dicha acción o modo de vida debe respetarse a pesar de tal incorrección. Como queda claro, este proceder es fundamental en contextos donde existe profundo desacuerdo sobre cómo realizar una vida con valor, sobre qué conductas son permisibles y cuáles no. Por supuesto, todas las democracias liberales exhiben dichos desacuerdos. De hecho, de acuerdo con Rawls (2005) tal característica es la marca principal de dichas sociedades. El desacuerdo moral profundo y bien intencionado es, de acuerdo con este autor, un rasgo inevitable del uso de la razón práctica en condiciones libertad –condiciones que las instituciones del Estado deben permitir–. Bajo este contexto de desacuerdo, tolerar parece el pilar en el que se fundan dichas sociedades.
Veamos ahora por qué González de la Vega cree que el liberalismo deontológico es incompatible con esta caracterización de la tolerancia. Éste sostiene que el liberalismo deontológico se compromete los siguientes postulados:
1. Actuar correctamente significa actuar conforme a las obligaciones morales. Considera que estas obligaciones son autoimpuestas (autónomamente aceptadas) y razonablemente creadas (sin considerar razones relativas al agente).
2. Obedecer las normas morales no implica considerar las consecuencias (benéficas o perjudiciales) de nuestros actos.
3. Los sistemas normativos tienen que ser completos y consistentes. Esta consideración los lleva a sostener sistemas normativos monistas que evitan problemas de incoherencias e inconsistencias.
4. Las normas morales son inderrotables. Si queremos actuar moralmente, luego entonces, no puede haber ninguna otra consideración, valor o principio distinto a la moral y que derrote las normas que pertenecen a ese ámbito. Los agentes morales están categóricamente vinculados a las normas morales. (González de la Vega, 2015a, p. 37).
Estos postulados presentan a la deontología como una caracterización extremadamente rígida del razonamiento práctico. En los hechos, la comprometen con la idea de que todo conflicto moral debe resolverse sin pérdidas morales y, más relevantemente para esta discusión, con la fuerte tesis que podemos llamar:
Deontologismo rígido: las normas morales son todas y cada una de ellas universales, a-contextuales e inderrotables; por ello, en caso de conflicto con convicciones de corte normativo distinto a la moral universal como tal (como por ejemplo las religiosas, las estéticas, las ideológicas o las éticas[4]), las normas morales triunfan sobre ellas. No existen conflictos profundos genuinos ni entre normas morales, ni entre éstas y otras convicciones no morales.
Si el deontologismo rígido es correcto, y el liberalismo deontológico lo tiene que asumir, entonces parece que, efectivamente, la tolerancia será irrelevante o recalcitrante y, ultimadamente, suicida.
De acuerdo con esta imagen, la tolerancia será irrelevante en dos casos. Si la persona determina que es moralmente impermisible una convicción no moral que lesiona alguna de las normas morales que acepta, entonces la tolerancia no puede ejercerse –y la convicción no moral en cuestión debe rechazarse–. A su vez, si la persona determina que una convicción no moral que lesiona alguna de las normas morales que acepta es moralmente permisible, entonces dicha convicción pasa a formar parte de su sistema de normas morales (y es ahora universal, a-contextual e inderrotable). En ambos casos, la tolerancia resulta irrelevante –ya sea porque se rechaza moralmente la convicción que la propiciaría, o porque ésta se incluye ahora en el sistema de normas morales aceptables de la persona–. Con ello, sostiene González de la Vega (2015a, p. 46), la tolerancia en manos del deontologismo rígido se torna “suicida”.[5]
Por su parte, cuando el agente se encuentra ante un conflicto entre dos normas morales opuestas, la tolerancia se volverá recalcitrante. Esto se debe a que el agente tiene que desechar una de las dos normas en conflicto y esto, en contra de los postulados del deontologismo rígido mencionados, hará que el agente padezca lo que González de la Vega, siguiendo a otros autores, llama “vértigo moral”:
derogar una norma que considerábamos relevante para vivir nuestras vidas, que ha dado sentido a nuestra existencia, o que simplemente la pensábamos como importante, puede dejar una especie de residuo moral coincidente con la sensación de vértigo. Es decir, que una decisión como esa puede estar acompañada de sentimientos de culpa o de remordimiento; sentimientos que nos dicen que, cualesquiera que sean las razones por las que hicimos lo que hicimos, hemos hecho mal. En estos casos: o la tolerancia se convierte en un vicio moral o, simplemente, en una virtud imposible de lograr. (González de la Vega, 2015a, p. 38) [referencias suprimidas].
De acuerdo con González de la Vega (2015a), la “recalcitrancia” tiene que ver con que, al enfrentarnos a la eliminación de una de las normas morales que antes aceptábamos, las sensaciones de vértigo o pérdida moral ante ello muestra que estamos haciendo algo patentemente impracticable (p. 20), vicioso desde un punto de vista moral (p. 38) o incluso irracional (p. 49). Así, pues, la “recalcitrancia” es caracterizada de estas tres maneras en distintos momentos del trabajo que estudiamos: en manos del deontologismo, la tolerancia o es impracticable, o es un vicio, o es irracional.
Esta es, pues, la estructura particular que González de la Vega ofrece sobre la imposibilidad de la tolerancia de acuerdo con su caracterización de los compromisos deontológicos al más alto nivel de abstracción.
Quizás toda la crítica planteada por González de la Vega se pueda mitigar asumiendo una versión menos estricta del liberalismo deontológico.[6] En particular, una que no se comprometa con la inverosímil tesis del deontologismo rígido.
Para hablar del liberalismo igualitario rawlsiano, parece que el deontologismo rígido es ajeno a su intento por ofrecer una alternativa neo-kantiana ante el reinante utilitarismo en la ética y la filosofía política de la época. Los contrastes entre ambas posiciones, como el propio González de la Vega señala en varias ocasiones, tienen más que ver con la importancia que el segundo confiere a la maximización de la utilidad como criterio moral superior, con su ponderación de lo bueno por encima de lo correcto, con oponerle un modelo de contractualismo hipotético para justificar los principios de justicia, etc. En ningún momento de Una teoría de la justicia se ofrece, en cambio, una caracterización tan estricta y cerrada del razonamiento práctico como la que pinta el deontologismo rígido. Esto es todavía más claro si consideramos los tres puntos de vista que Rawls (2005, p. 28) distingue: (i) el punto de vista de las partes en la posición original, (ii) el punto de vista de los ciudadanos que viven en una sociedad bien ordenada tal cual la imaginamos, y (iii) nuestro punto de vista como teóricos. Nosotros como teóricos, dice Rawls, imaginamos las condiciones ideales de deliberación en las que las partes deciden equitativamente qué principios de justicia deben regir la distribución de cargas y ventajas de la cooperación social entre los ciudadanos que representan. A su vez, nosotros imaginamos cómo operará el razonamiento moral de dichos ciudadanos dentro de lo que consideramos una sociedad bien ordenada. En ningún momento Rawls menciona que nosotros como teóricos debemos suponer que el razonamiento moral de las partes en la posición original, o el de los ciudadanos en una sociedad bien ordenada, está circunscrito por el deontologismo rígido. Tampoco sostiene Rawls que nosotros mismos como teóricos debamos aceptarlo para ofrecer una alternativa a la justificación de una democracia liberal hecha por el utilitarismo.
El rechazo al deontologismo rígido es más claro todavía si nos remitimos a las ideas del Liberalismo Político donde, de hecho, Rawls abandona parte de la explicación neo-kantiana con relación a la estabilidad en una sociedad bien ordenada. Así, quizás valdría la pena recordar los recursos que tiene la teoría rawlsiana para dar cuenta de la existencia de la tolerancia en una sociedad bien ordenada.
Uno de los más importantes (y que los autores en este debate pasaron por alto) es, precisamente, la propia explicación que Rawls ofrece sobre el origen del pluralismo razonable en condiciones de libertad de pensamiento. De acuerdo con Rawls (2005, pp. 56-57), el juicio moral opera bajo “las cargas del juicio”. Éstas son características del razonamiento que afectan y moldean el pensamiento moral de las personas y que, a la larga, hacen que incluso personas bien intencionadas no puedan llegar a un acuerdo sobre una cuestión moral particular. Como Rawls (2001) menciona, entre ellas se encuentran:
(i)el que la evidencia relevante para evaluar una situación es difícil de determinar, e incluso cuando se delimita, puede haber desacuerdo con relación al peso que debe otorgarse a cada consideración relevante;
(ii) el que los conceptos en general, pero los morales y políticos en particular, tienden a ser ambiguos, vagos e indeterminados, por lo que aceptan interpretaciones diferentes;
(iii) el que la experiencia de vida pasada en general marca a qué valores, consideraciones o convicciones ofrecemos más peso (y dicha experiencia es diferente en cada agente);
(iv) el que constantemente hay tipos de consideraciones distintas con fuerza normativa en ambos lados de un asunto;
(v) el que todo sistema de instituciones sociales limita los valores aceptables dentro de sí mismo. (pp. 56-57).
Todos estos factores explican por qué las personas con las mejores intenciones en ocasiones no pueden llegar a acuerdos sobre cuestiones morales. Ahora, Rawls sostiene que las personas en una sociedad bien ordenada aceptan la operación de las cargas del juicio en el pensamiento moral. Esta idea fortalece mucho la suposición de que, en una sociedad liberal-igualitaria ideal, las personas guiarían su conducta por la virtud de la tolerancia, pues pueden entender el origen de la incorrección de las posturas de los demás (Quong, 2011, p. 253). Con ello, pueden mantener el juicio moral de que dichas posturas son a la vez incorrectas y permisibles en una sociedad marcada por el hecho del pluralismo razonable. De hecho, al terminar su explicación sobre las cargas del juicio, Rawls sostiene lo siguiente:
Estos comentarios conducen a un quinto hecho general que puede formularse así: muchos de nuestros juicios más importantes se hacen bajo condiciones en las que no es esperable que personas con consciencia y capacidades completas de razón, incluso después de discusión, arriben a la misma conclusión […] Estas cargas del juicio son de primera importancia para una idea democrática de tolerancia. (Rawls, 2005, p. 58) [itálicas añadidas y traducción propia].
En este pasaje final sobre las cargas del juicio vemos cómo Rawls mismo liga su operación y aceptación por parte de los ciudadanos a la posibilidad misma de la tolerancia dentro de una sociedad bien ordenada.
Otro recurso que muestra cómo es posible y relevante la tolerancia en una sociedad liberal de acuerdo con Rawls (2005), es la idea de que los principios de justicia de una sociedad liberal igualitaria pueden ser objeto de un consenso entrecruzado (pp. 133-168). Esto es, los ciudadanos en ella aceptan los principios básicos de cooperación de acuerdo con sus propias razones, emanadas y embaladas con las ideas de su propia doctrina comprehensiva.
En nuestro debate, esta idea es expresamente señalada por Lizárraga (2015). Sin embargo, me parece que Lizárraga se equivoca al sostener que la tolerancia opera solamente cuando en una sociedad existe un modus vivendi:
[…] cuando se trata del problema de la estabilidad como veremos en el acápite siguiente––, el consenso traslapado no se alcanza entre personas tolerantes, sino entre personas razonables. Una persona tolerante solo apostaría al modus vivendi, y no al consenso profundo entre doctrinas razonables. (Lizárraga, 2015, p. 79).
Esta afirmación me parece equivocada. Recordemos que, de acuerdo con Rawls (2005), un modus vivendi es un estado de cosas en el cual los ciudadanos aceptan la existencia de las doctrinas comprehensivas de los demás exclusivamente debido a razones prudenciales; si el equilibrio de fuerzas cambiara, exigirían al Estado que fomentara con el uso coercitivo de sus instituciones su propia doctrina comprehensiva y suprimiera las demás. En cambio, un consenso entrecruzado es un estado de cosas en el cual cada persona acepta los mismos principios de justicia por razones compatibles con su doctrina comprehensiva y en el que nunca se tiene la motivación de imponer dicha doctrina en detrimento de las demás con los medios coercitivos del Estado. Por ello, el segundo estado de cosas, y no el primero, hace a la sociedad estable por las razones correctas (Rawls, 2005, p. xli).
Que Lizárraga se equivoca al sostener que la tolerancia es necesaria en un modus vivendi y no cuando hay un consenso entrecruzado alrededor de los principios de justicia puede mostrarse señalando la relación de la tolerancia con la razonabilidad. Como bien señala González de la Vega: “para esta clase de filósofos la tolerancia es una virtud de la justicia a la que sólo tienen acceso aquellas personas razonables que han desarrollado un sentido de la justicia” (2015a, p. 26). Esto es, ser razonable, en mucho es ser tolerante con las doctrinas comprehensivas razonables de los demás. En el caso rawlsiano, esto queda asentado por la relación ya mencionada entre la posibilidad de la tolerancia y la aceptación de las cargas del juicio, uno los rasgos más importantes de la razonabilidad de acuerdo con Rawls. Y debe recordarse que una forma de entender la distinción entre modus vivendi y consenso entrecruzado es, precisamente, que en el primer caso los ciudadanos aceptan la pluralidad en su sociedad porque son racionales, mientras que en el segundo lo hacen porque son razonables.
En cambio, Lizárraga sostiene que una diferencia entre un modus vivendi y un consenso entrecruzado es que en el segundo caso los ciudadanos ya no toleran las doctrinas comprehensivas de los otros, sino más bien las valoran debido a un “consenso más profundo”. Pero si hay un consenso más profundo en el segundo caso, éste es alrededor de los principios de justicia mismos aceptados por todos, y no en la supuesta validez moral de las doctrinas comprehensivas de todos. Sigue siendo el caso, pues, que cuando existe un consenso entrecruzado profundo alrededor de los principios de justicia, los ciudadanos creen que su doctrina es correcta y las otras no –a pesar de que éstas deban permitirse dado que también aceptan, defienden y se circunscriben a los mismos principios de justicia que la suya propia–.
Así, pues, pace Lizárraga, parece que la idea de consenso entrecruzado refuerza la suposición de que los ciudadanos de una sociedad bien ordenada son tolerantes. Aceptar que existen razones provenientes de otras doctrinas comprehensivas que validan los mismos principios de cooperación social, fomenta el aceptar la convivencia con las personas que profesan dichas doctrinas comprehensivas –aunque éstas se consideren incorrectas–.[7]
Una última noción rawlsiana en la que la tolerancia adquiere peso central es la propia idea de la razón pública (Rawls, 2005, pp. 440-490). Como se sabe, bajo esta idea Rawls sostiene que los ciudadanos, a la hora de justificar las políticas públicas que regirán la vida y cooperación de todos (en particular aquellas relacionadas con las esencias constitucionales), están dispuestos a ofrecer razones exclusivamente aceptables para todos; esto es, a ofrecer razones cuya fuerza normativa no dependa de una doctrina comprehensiva particular. Estas son las razones que provienen de los valores políticos básicos –como la libertad, la igualdad, la solidaridad, la eficiencia, la estabilidad, etc. –. La deliberación pública tiene que darse bajo el marco que ofrecen estas razones. Sin embargo, Rawls (2005, pp. 479-481) es claro en que no siempre se llegará a un acuerdo en todos los temas relevantes de la vida pública y que en ocasiones habrá que recurrir a votaciones. En estos casos podemos suponer que los ciudadanos razonables que perdieron la votación toleran dicha política pública, pues la aceptan, aunque les parezca equivocada.
Estas tres ideas (las cargas del juicio, la posibilidad del consenso entrecruzado y la razón pública) muestran cómo al menos idealmente una sociedad liberal-igualitaria fomenta y necesita la tolerancia entre sus integrantes.
En el fondo, todas ellas resultan incompatibles con el deontologismo rígido. Además, la tolerancia que fomentan estas tres ideas es tarea compleja. Como bien señala Montero (2015):
La decisión de tolerar o no un comportamiento que desaprobamos dependerá de una serie de variables difíciles de sopesar en su conjunto […] Como consecuencia, la tolerancia no es para el liberalismo político una operación simple que se realiza una sola vez por cada creencia. Antes bien, requiere de una deliberación que sopese numerosas variables en un análisis caso por caso. Algunas de esas variables se relacionan con hechos circunstanciales, otras con contextos sociales particulares, y otras suponen una consideración de las consecuencias que diversos cursos de acción podrían producir. Solo un verdadero phronimos, dotado de gran experiencia y capacidad para la reflexión moral, puede reconocer el justo medio entre extremos que la tolerancia representa. Acertar en este esquivo blanco no es en absoluto comparable a pasar un filtro sobre un sistema de creencias contradictorias. (pp. 63-64) [referencias suprimidas].
En este pasaje, Montero detalla lo complicado que puede resultar realizar una ponderación adecuada de consideraciones y variables para decidir cuándo una conducta que desaprobamos tiene que ser tolerada. Sin embargo, dichas ponderaciones son continuamente necesarias en una sociedad democrática, liberal e igualitaria –al punto de que, cuando no se logran, son una aspiración–. Por supuesto, puede criticarse si estas ideas (la aceptación de las cargas del juicio, la posibilidad del consenso entrecruzado y el uso exclusivo de la razón pública) reflejan el pluralismo que de hecho encontramos en las sociedades democráticas actuales y, con ello, si acaso la tolerancia en ellas es plausible más allá de estas idealizaciones.[8] Pero este reto empírico es distinto al planteado por González de la Vega que, como hemos visto, sostiene que hay un problema conceptual en los compromisos teóricos centrales, en el más alto nivel de abstracción, del liberalismo igualitario que hace que la tolerancia sea inoperante. El reto de González de la Vega, como hemos visto, viene de la dirección opuesta.
No es de extrañar, con las observaciones hechas por sus comentaristas para rescatar a la tolerancia (y que se complementan con las razones expresadas en la sección anterior), que González de la Vega mismo concediera en el texto final de esta discusión que la paradoja de la tolerancia que presentó puede encontrar solución. El autor trata de encontrar salida a ella apelando a una teoría moral concreta: a saber, el particularismo de Jonathan Dancy (1993). Con dicha teoría en mano, González de la Vega pretende argumentar que, contextualmente, una de las dos convicciones morales en pugna cede ante la otra y ello permite que la persona sea tolerante en esa ocasión sin dejar de mantener ambas convicciones. Nos dice el autor:
Lo que hasta aquí he argumentado es cómo parte del particularismo de Dancy apoya la idea de la repuesta contextual. La idea general ha sido que, en casos de tolerancia, las circunstancias y los contextos definen el peso específico de cada paquete de razones que tengamos para tolerar o dejar de hacerlo. (González de la Vega, 2015b, p. 136).
Me parece que González de la Vega tiene razón al sostener que en cada caso en donde una persona es tolerante con otra efectivamente una de sus convicciones en pugna cede ante otra, y el contexto puede ser determinante para saber qué peso conceder a cada convicción moral en juego. Sin embargo, creo que cualquier liberalismo comprometido con la tolerancia no necesita asumir la posición teórica específica defendida por Dancy (1993) para arribar y aceptar este mismo resultado.
Asumir que la tolerancia sólo es posible si el particularismo de Dancy (1993) es correcto es una tesis extremadamente problemática. Para empezar, deberíamos dilucidar si dicha tesis es de carácter descriptivo o normativo: ¿son los ciudadanos tolerantes particularistas y no lo saben, o deben serlo y saberlo? En el segundo caso, esto entraría en conflicto con la libertad de pensamiento propia del liberalismo mismo, máxime el hecho permanente del pluralismo razonable que es inherente a las sociedades democráticas al que ya hemos aludido en varias ocasiones. Como bien detalla González de la Vega (2015b, p. 136), en su oposición al universalismo, el particularismo se compromete con tesis metaéticas robustas y profundas, como la idea de que de hecho no existen los principios morales como tal.
Otro problema de asumir el particularismo para explicar la posibilidad de la tolerancia, como también señala González de la Vega, es que usualmente el razonamiento práctico en general, y claramente el que se ejerce dentro de los contextos morales de las sociedades liberales-igualitarias, se rige también por principios morales de acción y cooperación política: la libertad, la igualdad, la solidaridad, son a la vez valores rectores fundacionales del sistema y también principios morales de acción concreta que tienen que sopesarse y respetarse en las interacciones que guían la cooperación social y las interacciones ciudadanas. Sin embargo, como hemos visto, el particularismo niega la existencia de principios morales como tal.
Debido al segundo problema mencionado, González de la Vega (2015b) acude a una distinción al interior del particularismo:
Garrett Cullity señala la existencia de dos tesis distintas del particularismo moral: por un lado, encontramos la tesis de que no existen principios morales tal y como suelen ser concebidos por el pensamiento universalista y, por otro lado, está la tesis de que al menos algunas de las circunstancias empíricas de un caso carecen de relevancia moral fija (siempre a favor de su corrección o siempre en contra), sino que estas pueden variar en función del contexto. El particularismo de Dancy defiende conjuntamente ambas tesis, mientras que la tesis que yo defiendo solo recoge la segunda de ellas: la que se podría denominar como particularismo de razones; en contraste con Dancy que defiende tanto un particularismo de razones como un particularismo de reglas. De esta manera, sostengo el valor moral de ciertos principios. Sin embargo, pretendo vincular a su actuación normativa una valoración del contexto en el que están siendo invocados. (pp. 136-137) [referencias suprimidas].
Con esta distinción en mano, González de la Vega trata de mantener la existencia de principios morales a la vez matizando su pertinencia en deteminadas situaciones, y las razones que ofrecen para actuar, en función del contexto particular que se enfrente.
Me parece que esta posición es correcta. Sin embargo, creo que dicha posición, y también la idea de que una convicción moral puede ceder ante otra en una circunstancia determinada sin que renunciemos a ninguna de ellas, son compatibles con muchas formas de entender el razonamiento práctico humano. La mejor deontología kantiana[9], el utilitarismo, el particularismo, la ética de la virtud, el realismo moral o las convicciones religiosas profundas deben poder acomodar ambas. Y ello es importante si hablamos en términos descriptivos, pues la libertad de pensamiento de una sociedad liberal-igualitaria permite y fomenta que cada ciudadano crea (en mayor o menor grado) en cada una de estas diferentes explicaciones del origen y estructura del valor moral. Por ello, me parece que esto es correctamente señalado por Vidiella (2015) cuando sostiene:
[…] la indeterminación cognitiva y, por tanto, la racionalidad imperfecta es algo con lo que hay que contar si se pretende construir una teoría moral que, aunque suponga condiciones ideales, sea realista. Creo que es posible ser un deontologista moral y admitir una racionalidad imperfecta capaz de acoger las indeterminaciones y los dilemas. (p. 104).
Ante este punto, quizás González de la Vega diría que su crítica omitió estas consideraciones porque su punto era todavía más general, presentado ante una descripción profusamente universalista de lo que llama liberalismo deontológico –aquella comprometida con el deontologismo rígido–. Así, quizás podamos entender el punto central de González de la Vega como una advertencia para los teóricos liberales: si acaso la tolerancia es una virtud central para una sociedad democrática, liberal e igualitaria, entonces es mejor renunciar teóricamente a un universalismo, digamos, un tanto irreflexivo, en el que las normas, principios o convicciones morales se tomen como universales, absolutas e inderrotables. Dada la complejidad del razonamiento práctico en distintos contextos, incluidos algunos en los que la tolerancia es una virtud de pensamiento y conducta sobresaliente, cualquier teórico que quiera fundamentar un sistema liberal igualitario debe renunciar a dicha concepción rígida del razonamiento moral.[10]
Quisiera terminar aventurando una propuesta de corte rawlsiana sobre cómo podría extenderse esa virtud a la esfera de interacciones personales. Como sabemos, a pesar de todo lo que Rawls nos dice sobre la importancia de la práctica de la tolerancia en una sociedad liberal igualitaria bien ordenada, no nos dice mucho sobre cómo podría ejercerse en el dominio de interacción personal, o incluso si acaso debe hacerse. En esto, me sumo a la crítica central ofrecida por Lizárraga en contra de esta propuesta teórica. Una tajante división de lo público y lo privado, de la esfera política y la personal, hace que cualquier proyecto teórico de liberalismo igualitario no responda a problemas importantes que suceden y sucederán en todas las sociedades liberales.
Por ello, a pesar de que Rawls mismo no haya detallado sobre esto, creo que hay muchas razones para sostener que la tolerancia sí ocupa un lugar en el dominio personal dentro de la mejor descripción rawlsiana de una sociedad bien ordenada. De hecho, para decirlo en pocas palabras, me parece que ésta es fundamental para asegurar tanto el respeto propio como el mutuo. Como es de todos conocido, estas dos formas de respeto son de extrema importancia para Rawls, pues a una se refiere como “el bien primario más importante” (Rawls, 1999, p. 386)[11] y a la otra como un deber natural (p. 297). Sin embargo, dichas nociones tienen que desarrollarse un poco más, pues las palabras originales de Rawls sobre ambas no son suficientemente específicas. Al hacerlo, me parece, nos damos cuenta de que la tolerancia ocupa un lugar central dentro de las sociedades liberales también en las interacciones personales.
En otras oportunidades,[12] he defendido que el respeto propio es una actitud moral que requiere (i) tener una valoración positiva de quien se es,[13] (ii) intentar realizar el modo de vida que uno ha elegido[14] y (iii) defenderse exigiendo respeto por uno mismo en tanto que igual ciudadano y tolerancia hacia el modo de vida propio.[15] Por su parte, también considero que el respeto mutuo requiere (i) conducirse razonablemente en el dominio político y (ii) conferir respeto a los demás en tanto iguales ciudadanos y, por esa razón, tolerar su distinto modo de vida en el dominio de interacción personal.
Estas caracterizaciones engarzan directamente la tolerancia necesaria en una sociedad liberal con la misma posibilidad del respeto propio y el mutuo. De este modo, entienden a la tolerancia como una virtud de carácter que va más allá de la esfera estrictamente política, y que más bien debe operar también en la esfera de interacciones personales –dado que estas formas de respeto deben operar también en esa otra esfera–.
Por supuesto, este no es el lugar para detallar estas caracterizaciones de inspiración rawlsiana. Sólo quiero señalar, primero, cómo sintonizan firmemente con lo que Montero expresa en la discusión que nos ocupa:
A la luz de lo anterior se vuelve evidente no solamente que el liberalismo político puede acomodar perfectamente la virtud de la tolerancia, sino además que esta virtud es una parte absolutamente constitutiva de este punto de vista. Como vimos, el desdoblamiento de perspectivas liberal no surge de una renuncia a nuestras convicciones éticas más profundas, ni de un compromiso pragmático con prácticas, conductas o actos que no tenemos la capacidad de suprimir. Es, en cambio, una instanciación de la idea de respeto hacia las personas que yace en el corazón mismo del programa liberal. (Montero, 2015, p. 64).
Coincido plenamente con este planteamiento. Como ya he mencionado, tolerar el modo de vida de una persona cuando este nos parece incorrecto es constitutivo de mostrar respeto hacia ella en tanto que igual ciudadano. Igualmente, exigir tolerancia a nuestro modo de vida es constitutivo de nuestro respeto propio.
Finalmente, en sintonía con lo anterior, quiero detenerme en cómo las caracterizaciones ofrecidas pueden ayudar a hacer frente a lo que en algunas ocasiones se considera como una crítica no a la posibilidad de la tolerancia en una sociedad democrática (como la que ha guiado el debate de González de la Vega y colegas), sino más bien a la pertinencia de ella. Tanto en el activismo como en las voces teóricas preocupadas por grupos minoritarios o vulnerables de distinto tipo, recurrentemente se escucha la siguiente consigna: “No queremos tolerancia, queremos respeto”. En la actualidad, dicha crítica ha cobrado relevancia en los discursos que ponen el acento en las distintas identidades de los ciudadanos, y no tanto en lo que el liberalismo igualitario tradicionalmente ha entendido como sus modos de vida –usualmente caracterizados como un conjunto de creencias y fines–. Considérese lo que menciona Jones a este respecto:
[E]l lenguaje de la identidad hunde las particularidades de las personas en su propio ser. Sus particularidades se convierten en sellos distintivos de quiénes son, en lugar de meras manifestaciones de lo que creen o lo que hacen. Por lo tanto, tolerar la identidad de alguien se vuelve equivalente a tolerar su propia existencia. Pero que la mera existencia de alguien sea objeto de nuestra tolerancia es una proposición que, con razón, nos desconcierta. (Jones, 2006, p. 140).
Creo que Jones tiene razón al sostener que la tolerancia no parece ser la relación moralmente adecuada que debe privar entre las identidades que los ciudadanos recrean con sus propias vidas. En cambio, como la consigna mencionada anteriormente expresa, la relación moralmente adecuada entre ellas parece caracterizarse mejor bajo la idea de respeto. Y precisamente eso es lo que la definición que he ofrecido pretende permitirnos: relacionarse correctamente con otros en una sociedad democrática implica respetarlos sólo por el mero hecho de ser iguales ciudadanos en la comunidad política. Dicho respeto básico, que puede caracterizarse como una forma de lo que Darwall (1977) ha llamado “respeto del reconocimiento” (en oposición al “respeto valorativo”), fundamenta el que los ciudadanos toleren esas partes del modo de vida de los otros con las que están en desacuerdo. En este sentido, puede decirse que cada identidad tiene asociado un modo de vida, o variaciones reconocibles de éste, formado por creencias, acciones y fines particulares. Tolerar este modo de vida es compatible con (y necesario para) respetar irrestrictamente a esa persona y a su identidad, por el mero hecho de ser un igual ciudadano en la comunidad política.
Algo parecido a esto defiende el propio Jones, ubicando precisamente ahí el espacio en el que la tolerancia acaso continuará siendo relevante en las sociedades actuales ante la preeminencia de las identidades sociales:
¿Entonces, la tolerancia tiene futuro? Si lo hace, no es porque pueda transferirse fácilmente de un mundo de creencias a un mundo de identidades. Se debe a que las creencias y los valores diferentes y conflictivos siguen siendo una parte muy importante de nuestro mundo y porque las creencias y los valores deben tratarse como creencias y valores y no como meros marcadores de identidad. Si representamos creencias y valores como nada más que marcadores de identidad, los reconocemos erróneamente tanto a ellos como a sus titulares. (Jones, 2006, p. 143).
Así, en sintonía con estas ideas, podemos decir que en una sociedad democrática no hay que decidir entre el fomento del respeto o de la tolerancia. Hay que procurar ambos en sus dimensiones respectivas. De hecho, como vimos, asegurar el respeto requiere asegurar la tolerancia. Y el Estado ocupa un lugar central en esta tarea, pero sobre ello ya no puedo extenderme en estas páginas.
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* Doctor en filosofía e investigador del Instituto de
Investigaciones Filosóficas de la UNAM, Ciudad de México, México. Correo
electrónico: moisesvacap@gmail.com
[1] Y más allá de él. Véase Kymlicka (1996).
[2] Véase Williams (1996, p. 19) y Forst
(2017).
[3] Con estos comentarios, también me alejo de lo
que el propio González de la Vega (2010) defiende in extenso (en particular: “Me parece sumamente complicado pensar
en una situación de tolerancia en la que no se manifieste una situación de
superioridad. Según lo que hemos visto, el tolerante siempre se encuentra en
una situación de superioridad frente al tolerado. Esto es, la tolerancia
implica estar en una posición desde la cual se pueda permitir deliberadamente
algo que se desaprueba. Por lo tanto, sólo puede predicarse un acto de
tolerancia cuando el sujeto tolerante tiene el “poder” o la “competencia” para
prohibir o detener lo que es objeto de tolerancia” (p. 118). Creo que la
crítica que expresa González de la Vega en este otro texto a la laxa caracterización
del segundo aspecto hecha por Garzón Valdés (2000) se podría responder
añadiendo a dicha cláusula la variante modal a la que hecho referencia.
[4] González de la Vega suscribe la distinción
entre ética y moral de acuerdo con la cual la primera es personal o subjetiva,
y recrea la propia concepción del bien, y la segunda es universal (para una
crítica a esta distinción véase Ortiz Millán (2016)). En nuestro debate,
Montero (2015, pp. 61-64) compara y pondera esta distinción adoptada por
González de la Vega con la distinción entre la perspectiva personal y la perspectiva
política propias del liberalismo. Al
hacerlo, Montero (2015) parece criticar la distinción entre ética y moral al
sostener la que primera siempre involucra cierto juicio universal: “Las
creencias éticas suponen siempre un juicio general por parte del agente que las
sostiene; no un juicio sobre qué cosas le gustan, sino un juicio –a menudo poco
elaborado– sobre la naturaleza humana y la manera en que todos deberían vivir.
Incluso si alguien piensa que ninguna manera de vivir la vida es
intrínsecamente mejor, asignará a esta convicción un alcance universal y verá a
los que persiguen ciertas causas con pasión como criaturas que no han logrado
comprender o se resisten al vacío de la existencia humana” (p. 62). Por su
parte, Vidiella (2015, pp. 104-107) compara y
diferencia la distinción de ética y moral adoptada por González de la Vega con
la de valores y normas, por un lado, y la de moral positiva y moral crítica,
por otro.
[5] Cabe notar que, aunque González de la Vega
(2015, p. 46) dice que ambas formas de irrelevancia muestran que la tolerancia
es suicida, en realidad sólo la segunda mostraría esto, pues sólo en ese caso
la tolerancia se ejerce una vez para destruirse a sí misma –incluyendo ahora la
convicción inicialmente tolerada en el conjunto de normas morales aceptables–.
En el primer caso de irrelevancia, la tolerancia simplemente no aplica, por lo
que no podría “suicidarse”.
[6] Esto es explícitamente señalado por Vidiella (2015): “A mi modo de ver, lo que permite a
González de la Vega sostener tales argumentos es una determinada versión del
liberalismo deontológico, versión que no es la única posible –dudo, incluso,
que sea la hegemónica–; pues algunos de los filósofos que se mencionan en el
artículo, por ejemplo Carlos Nino y Thomas Nagel, no sostienen la totalidad de
las tesis que se endosa a esta corriente” (p. 104).
[7] A favor de la interpretación de Lizárraga podría
argüirse que, de acuerdo con Forst (2017), hay un sentido de tolerancia que
aplica precisamente a un modus vivendi. Forst lo denomina “la concepción de
coexistencia” de la tolerancia. Sin embargo, dicha noción es agena a la teoría rawlsiana, pues
la tolerancia en esta teoría se asemeja más a la concepción que Forst denomina
“la concepción del respeto” –en la que las personas toleran los modos de vida
que les parecen incorrectos no por consideraciones de racionalidad instrumental
(como en el caso de la concepción de coexistencia), sino porque es lo correcto
entre iguales–. Que esta noción es propia del liberalismo político rawlsiano lo atestigua el pasaje de Rawls (2005, p. 58)
citado anteriormente, que fundamenta la tolerancia en la aceptación de las
cargas del juicio –y no en las ventajas contingentes de ser tolerante dadas
determinadas situaciones de correlación de fuerzas–. Además, incluso si
suponemos que hay cierta idea de “tolerancia como coexistencia” en un modus
vivendi, esto no altera el hecho de que hay “tolerancia como respeto” en un
consenso entrecruzado (cosa que Lizárraga niega debido a que, como vimos,
sostiene equivocadamente que en un consenso entrecruzado los ciudadanos tienen
un consenso más profundo sobre la validez de sus distintas y divergentes
doctrinas comprehensivas). Agradezco a un dictaminador anónimo por presionar
esta idea.
[8] Para una crítica al valor de las
idealizaciones en filosofía política véase Mills (2005) y Sen (2009). Para una
defensa de dicho valor véase Valentini (2009); Lawford-Smith
(2010) y Simmons (2010).
[9] Sobre cómo la tolerancia, la importancia del
contexto y el kantismo (acaso la teoría deontológica por excelencia) son
compatibles, véase Herman (1996).
[10] También coincido con Vidiella
(2015, pp. 107-108) en que conviene adoptar en esta discusión la distinción de Lariguet y Martínez (2008) entre conflictos y dilemas
morales. En el primer caso, existe un conflicto entre diferentes principios,
normas o razones de acción, pero éste puede resolverse incluso sin abandonar la
fuerza normativa de ambos principios en general. En el segundo caso, cuando
existe un conflicto entre principios o cursos de acción, cualquiera que sea el
camino que se elija habrá una pérdida moral, algo que lamentar. Como señala Vidiella, los problemas que competen a la tolerancia son
casos de conflictos morales así estipulados y no dilemas. Esto es así porque
cuando el agente resuelve ser tolerante ante una situación, a pesar de que dos
principios de acción que acepta colisionan, no hay pérdida moral cuando se
decanta por el principio que permite la acción que se condena moralmente. Con
ello, Vidiella ofrece razones en contra de la posible
“recalcitrancia” de la tolerancia. Dicha cualidad, asociada
con el vértigo y la pérdida moral, puede ser más propia de los dilemas morales
—en los cuales la tolerancia no juega ningún papel.
[11] Sobre la importancia del respeto propio para
sostener la prioridad del principio de las libertades sobre los demás en la
teoría de Rawls, véase Sue, (1975).
[12] Véase Vaca (2021).
[13] Véase Constance y
Fox (2003).
[14] Véase Rawls (1999, p. 386) y Hill (1995).
[15] Véase Boxill (1976); Moody-Adams
(1995) y Rawls (2001, p. 85).