ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 35, 2-2025, pp. 91 a 115

Honneth, el poder, y un posible

desencuentro con una concepción crítica... del derecho

 

Honneth, Power, and A Possible Misunderstanding

of The Critical Perspective... of Law

 

Luciana Alvarez*

Recepción: 14/11/2023

Evaluación: 28/11/2023

Aceptación final: 15/04/2024

Resumen: En este breve ensayo, a partir del puntapié que supone el texto de Santiago Roggerone, titulado “Justicia y teoría social, o el lugar del derecho en la obra de Axel Honneth”, proponemos discutir dos cuestiones. Por un lado, cierto reduccionismo que, aparentemente, le lleva a Honneth a identificar el derecho con la materialización de estándares de justicia, o valoraciones morales, socialmente aceptados; y por el otro, a partir de la discusión planteada por Honneth respecto a Foucault, mostrar cómo cierta falta de comprensión del planteo foucaulteano sobre las relaciones de poder, le impide a Honneth sortear la deriva moralizante de su planteo en torno al derecho.

Palabras clave: Axel Honneth, Michel Foucault, derecho, poder, moral, genealogía

 

Abstract: In this brief essay, taking as a starting point Santiago Roggerone’s text, entitledJustice and social theory, or the place of law in the work of Axel Honneth”, we propose to discuss two questions. On the one hand, certain reductionism that, apparently, leads Honneth to identify law with the materialization of standards of justice, or moral values socially accepted; and, on the other hand, show how a certain lack of understanding of Foucault’s approach to power relations avoids Honneth from overcoming the moralizing drift of his approach to law.

Keywords: Axel Honneth, Michel Foucault, Law, Power, Morality, Genealogy

 

1. Introducción

Este breve ensayo se encuentra motivado en la lectura del texto de Santiago Roggerone, titulado “Justicia y teoría social, o el lugar del derecho en la obra de Axel Honneth”, pero pretende –más allá de responder a la invitación al comentario–, promover un diálogo a partir de dos cuestiones. Por un lado, cierto reduccionismo que, aparentemente, le lleva a Honneth a identificar el derecho con la materialización de estándares de justicia, o valoraciones morales, socialmente aceptados, que supone una mirada bastante sesgada sobre un fenómeno, cuya caracterización requeriría operaciones bastante más complejas; y por el otro, a partir de la discusión planteada por Honneth en relación a Foucault y su concepción del poder, o más precisamente de las relaciones de poder, poner en consideración cuánto de esta deriva incide en aquel sesgo moralizante respecto de lo jurídico.

En la medida en que el pensamiento de Honneth me es esquivo en múltiples sentidos, ya sea porque es poco lo que puedo aportar en relación a una reposición sistemática de sus trabajos y recorridos teóricos; o porque desde hace algunos años se encuentra inmerso en una modalidad de acercamiento y conceptualización de los problemas de las sociedades contemporáneas cuyos presupuestos advierto muy problemáticos, el texto de Roggerone servirá como un muy buen punto de partida para discutir estas cuestiones. Dicho todo esto, aprovecho la oportunidad para disculparme, anticipadamente, respecto de las necesarias, aun cuando involuntarias, omisiones contenidas en este texto, todas ellas debidas a mi conocimiento fragmentario sobre el trabajo de Honneth.

Aun así, si me dispongo a participar en este posible diálogo es, especialmente, porque el texto de Santiago (2025a) brinda la oportunidad para explicitar algunos de los puntos en que posiciones con diversas procedencias “hacen problema”. En línea con ello, el recorrido que despliego a continuación se desarrolla de la siguiente manera: una lectura crítica del texto de Santiago Roggerone que hace hincapié en la relativa ausencia del tópico “derecho” que es absorbido por la idea de justicia; cierto reduccionismo en torno de la cuestión del derecho en Honneth que se expresa también en el texto de Roggerone; y, para concluir, una breve reposición de la discusión de Honneth con la concepción del poder de Foucault, por medio de la cual se torna comprensible ese déficit respecto al problema del derecho.

Una lectura entrelíneas del recorrido propuesto, puede tranquilamente anticipar que mi hipótesis se mueve hacia la convicción de que, entre otros muchos elementos posibles, la sesgada lectura de los trabajos de Foucault le impide a Honneth comprender lo jurídico en tanto fenómeno implicado en relaciones de poder, manteniéndolo en el registro moralista que durante siglos ha acompañado al derecho como problema. En cierto modo, la frugalidad con la que Honneth se desentiende del problema del poder, tal como Foucault lo tematizó, contribuye a su miopía respecto de la compleja implicación de las relaciones de poder en el campo jurídico.

Para cerrar esta breve introducción, no puedo más que agradecer a Santiago por su texto que, al menos personalmente, me ha brindado la oportunidad de replantear y aclarar algunas cuestiones que considero altamente significativas en el campo de la reflexión jurídica, tales como las nociones de justicia, derecho, crítica y los múltiples modos en que ellas se imbrican.

2. Justicia y derecho: que no es lo mismo... ¿pero es igual?

Comencemos con la caracterización crítica del texto de Santiago Roggerone (2025a). Si bien, de acuerdo con su título, aludiría al lugar del derecho en la obra de Honneth, ello parece identificarse con el lugar que –en la obra del autor– ocupa la justicia en relación con el modo en que se comprende el funcionamiento de nuestras sociedades, esto es justicia y teoría social. En este caso, el título del artículo habla por sí solo: “Justicia y teoría social, o el lugar del derecho...”.

Mediante un salto argumentativo, que en el texto no parece salvarse, hablar de justicia parecería ubicarnos de lleno en el terreno del derecho o la normatividad jurídica. En cierto modo, teoría de la justicia y teoría del derecho, o simplemente justicia y derecho, se tornan equivalentes e intercambiables.[1] Los derechos, de acuerdo al modo en que Roggerone ha repuesto la concepción honnethiana de los mismos, consisten en la dimensión institucional en que los recíprocos reconocimientos entre sujetos morales encuentran un respaldo tal que hacen que no sólo, y simplemente, una persona pueda conducirse en virtud de unas determinadas pautas  –lo que supondría que nos encontramos en el espacio de la moral privada o individual– sino que tales pautas serán consideradas razonables y aceptables por quienes forman parte junto con ella de la comunidad, o de la vida social compartida, lo que supone que previamente tales sujetos hayan podido reconocerse como partícipes de dicha comunidad político-discursiva. Ello se debe a una serie de desplazamientos operados por Honneth en el decurso de su reflexión sobre las sociedades contemporáneas, según los cuales los conflictos sociales pasaron a concebirse como disputas relativas a la vida buena, englobando las relaciones amorosas, el derecho y la valoración social. Esto hizo del derecho un sucedáneo de la eticidad, del mismo modo que “las luchas sociales”[2] o la dimensión conflictiva es tematizada en términos exclusivamente morales y la política se juega a nivel del reconocimiento. Dejamos indicada aquí una cuestión que nos interesará retomar más adelante: el derecho encuentra su lugar en el pensamiento de Honneth, una vez que la conflictividad o la lucha social se conjura a través del reconocimiento (o más precisamente la lucha por el reconocimiento) y puede incluso ser reconducida a un intercambio comunicativo, sesgando u obliterando otras derivas posibles que sostienen la materialidad como registro denso de los conflictos sociales.[3] Según Honneth, la dimensión conflictiva de lo social constituiría una lucha, pero una lucha por el reconocimiento cuya resolución se despliega en tres grandes ámbitos: las relaciones amorosas, el derecho y la valoración social.

Es preciso hacer notar que se trata de un gesto que en sí mismo no posee ninguna novedad.[4] Desde la modernidad en adelante, al menos en Occidente, tiende a identificarse a la filosofía práctica en general –y a la filosofía del derecho en particular– con una dimensión prescriptiva, en el sentido que la filosofía del derecho se preguntaría por el modo en que éste debe cobrar forma en una determinada realidad social atendiendo a diversos fines, entre los cuales destaca la idea de justicia, que habilitará que algo pueda ser considerado derecho, y no otra cosa. Este reduccionismo obedece a las modulaciones y tensiones que, al menos desde el siglo XVIII en adelante, asedian al campo filosófico jurídico una vez que –como sabemos– la pregunta en torno del obrar pudo abrirse agudamente luego de la segunda crítica kantiana.

En su lugar, entiendo que preguntarse por el qué del derecho en términos filosóficos, remite a una indagación que es posible ubicar en el terreno de la filosofía práctica, pero no se reduce necesariamente a la moral, en el sentido de preguntarse por la vida buena, o el obrar bien. Podríamos decir que preguntarse qué es el derecho y cómo funciona constituye una pregunta filosófico-jurídica, a la vez que no constituye –necesariamente– una pregunta ética o moral.

En lo que sigue propongo una serie de precisiones que nos permitirán organizar la discusión a la vez que ampliar el campo de discusiones planteado por Roggerone (2025a) quien, en un pase veloz, en el segundo párrafo de su texto auspicia una salida de los terrenos “más o menos tradicionales o clásicos de la ciencia jurídica, la filosofía del derecho y/o la filosofía política y moral, y aproximarse a la justicia en términos algo más específicos” (2025a, sección 1). A continuación, enuncia que la especificidad provendría de los desarrollos de la teoría social.

En rigor, no interesa en esta intervención discutir las divisas de la teoría social respecto de una teoría de la justicia, pero asumiendo que el objeto problemático de la discusión es el derecho, encontramos no solo pertinente sino necesario, precisar una serie de discusiones que atraviesan el campo del derecho, de la ciencia jurídica y de la filosofía del derecho y que eventualmente pueden ayudarnos a transitar las densas aguas que las atraviesan.

El ámbito de preocupaciones de la filosofía del derecho abarca problemáticas que exceden la pregunta por lo justo o lo bueno. Entre ellas, encontramos reflexiones que, desde diversos puntos de vista, buscan dar cuenta de la especificidad propia del derecho como fenómeno social, lingüístico y de poder; así como las diversas aristas que involucra lo jurídico como objeto de estudio de una ciencia específica, o de las condiciones que hacen a su validez, su efectividad, su emergencia y su transformación. De manera que, si bien reconocemos en la pregunta por el derecho una dimensión filosófica, ella no es reducible a una posición normativa o prescriptiva que la pondría en relación con la pregunta por la justicia o la vida buena. Esto, por su parte se enlaza con el hecho de que la filosofía misma, así a secas, puede ser comprendida de diversos modos, y no todos ellos remiten a la pregunta por el ser, por la verdad o lo verdadero; sino especialmente por las condiciones que permiten su configuración histórica.

Preguntarse qué es el derecho puede enfrentarnos a una pregunta de tipo teórica, en el sentido propio del término, pero no necesariamente a una teoría de la justicia. Una teoría del derecho, que parte de concebir lo jurídico como un fenómeno social, alude a un conjunto más o menos articulado de postulados, supuestos, principios, y/o proposiciones que permitirían reconocer y distinguir una determinada porción de la realidad social como “realidad jurídica”, brindando elementos para, por un lado, identificar qué es derecho, y distinguirlo de aquello que no lo es; y por otro, reconocer distintas relaciones de tipo, calidad, o jerarquía que permitan comprender el modo en que ella está compuesta y tiende a funcionar. Como tal, una teoría que hace parte del campo de lo social se encuentra sometida a validación empírica, pudiendo darse el caso de que efectivamente no pueda corroborarse y termine siendo desechada. De modo que una teoría jurídica requerirá en alguna instancia contrastar sus postulados con ese objeto que ella misma recorta como realidad observable o pensable. Todas estas cuestiones y distinciones admiten múltiples perspectivas y son en sí mismas altamente problemáticas. Cada teoría jurídica se corresponde con una determinada posición filosófico-jurídica, dado que de acuerdo a cómo comprendamos tanto la relación como los términos que la componen –normas, justicia, valoraciones sociales, lenguaje, relaciones de poder, ideología– tenderemos a reconducir lo jurídico a lo justo; o bien a lo positivo; o bien a repartos de poder; o bien a prácticas discursivas específicas; o estrategias de maximización de resultados; o relaciones de poder; entre otras. En cierta medida, toda teoría del derecho abreva en alguna concepción filosófica general y filosófico-jurídica en sentido específico. Casi podríamos decir que toda concepción del derecho abreva en alguna concepción ontológica entendiendo por ello una concepción de lo real, que puede remitir a una dimensión metafísica, o bien a una dimensión material y aquí podemos acercarnos a ese modo exquisito en que Foucault caracterizó su trabajo como ontología histórica, según el cual se trata de dar cuenta de cómo algo ha llegado a ser lo que es;[5] objetos de problematización que constituyen una suerte de realidad transaccional, en la medida que emergen como el producto de intensas relaciones de fuerzas y no pueden definirse más allá[6] del “entre”, que alojan determinadas relaciones.

No necesariamente una problematización filosófica hace lugar a una teoría en sentido propio, aun cuando filosofar supone una actividad eminentemente intelectual. La dimensión filosófica hace lugar a diversas preguntas relativas a lo que las cosas son, al cómo de su funcionamiento, al cómo de su transformación posible, a partir del desarrollo y la consistencia argumentativa de una serie de premisas, que involucran las formas elementales en que algo puede ser pensado, sin necesidad de la contrastación empírica que requiere una teoría. Esto no supone una desconexión absoluta con la facticidad que puede expresarse –y de hecho lo hace– de diversos modos de acuerdo con el estilo de cada filosofar, pero la validación en el campo filosófico es argumentativa, racional. 

De modo que, reflexionar en términos filosóficos sobre el derecho no remite –al menos no necesariamente– al problema de la justicia. La justicia constituye unos de sus problemas posibles. Evidentemente se trata de campos ciertamente contiguos, con múltiples intersecciones que se han modulado históricamente, pero es necesario insistir en la relevancia de un trabajo preciso en torno de ellos. Una vez más, llamamos la atención en este punto que esperamos retomar más adelante.

3. Un poco de historia en torno al problema del derecho y la justicia

La idea según la cual el derecho, al menos bajo la forma en que lo conocemos hoy,[7] constituye un fenómeno moderno es prácticamente indiscutida. Una parte significativa de las modulaciones de lo jurídico que aun hoy perviven emergieron como respuesta, o al menos acompañaron, algunas transformaciones sociales y económicas vinculadas al desarrollo de la modernidad y el capitalismo, fuertemente ligadas a la idea de sujeto, libertad, razón, universalidad, así como a la cientificidad y el progreso. Pero si reconocemos estas dimensiones no es con el afán de asumir ninguna filosofía de la historia en la que lo jurídico como pretensión racionalizadora viniese a ocupar un lugar que le fuera propio o necesario. En su lugar, nos interesa simplemente señalar su emergencia, su genealogía, que lo liga con algo del orden de lo coyuntural, o lo azaroso, que supuso que en un momento determinado de la historia se configurara algo así como el Estado, algo así como el mercado, algo así como el individuo, algo así como la escisión pública/privado, entre otras nociones que hoy nos resultan tan familiares pero que poseen una acotada historia, no sólo en términos temporales sino geográficos.

En el devenir del pensamiento filosófico-jurídico se advierte un cierto predominio del iusnaturalismo racionalista en los siglos XVII a XIX, que habría cedido su lugar a un predominio del positivismo a partir del siglo XIX hasta mediados del siglo XX en que, conforme entran en crisis los paradigmas dominantes en múltiples ámbitos, proliferan posiciones alternativas, tanto al iusnaturalismo como al iuspositivismo. En la actualidad, asistimos a cierto auge de las posiciones postpositivistas dentro de las cuales conviven diversas posiciones.

Las diferentes posiciones iusnaturalistas, desde las clásicas hasta las renovaciones contemporáneas, comparten un elemento que permite unificarlas: la confianza en la existencia de leyes naturales que rigen la conducta de los seres humanos y a las cuales la razón no sólo puede acceder a través de un método riguroso (demostración), sino que debe ceñirse. Encontramos aquí una identificación de la justicia (lo prescrito por la naturaleza) y el derecho como concreción histórica de un mandato trascendental. En su lugar, durante el periodo de tiempo en que podemos reconocer la presencia del razonamiento jurídico premoderno o medieval, nos encontramos con un modo de acercamiento a la verdad jurídico-moral centrado en la interpretación y la opinión, de acuerdo con el cual la formación de los juristas se daba

mediante la enseñanza de la tópica, es decir, de los lugares de los que se pueden tomar argumentos en pro o en contra de una opinión, por medio de la dialéctica o arte de disputar y la retórica, o arte de persuadir, a través de disciplinas que permanecen en la esfera de la lógica de lo probable (Bobbio y Bovero, 1986, pp. 26-27).

El pensamiento moderno racional en abierta ruptura e impugnación con él, buscará descubrir y demostrar las leyes que organizan la vida social. En esa clave, el iusnaturalismo propondrá que el derecho no es más que una adecuación de las instituciones históricas a leyes establecidas en la naturaleza de las cosas, “un derecho de la razón capaz de ofrecer respuestas indubitadas, y al legislador y la ley positiva se deja sólo la misión de concretar y adecuar a las particulares circunstancias sociales esos supremos mandatos racionales.” (García Amado, 1999, p. 131).

A su tiempo, pero compartiendo esa misma confianza en el progreso de la razón, el iuspositivismo sostendrá los mismos ideales racionales y cientificistas, pero, a diferencia del iusnaturalismo, la referencia no se sitúa en la naturaleza inmutable, universal y eterna, sino en el fenómeno jurídico en sí mismo. Las leyes generales que rigen la lógica de funcionamiento y la dinámica transformadora de un ordenamiento jurídico particular provienen de la inducción a partir de las normas jurídico-positivas que lo conforman. En ese derrotero, el código constituirá el ideal positivo racional por excelencia, a través del cual el legislador dará solución correcta a los problemas sociales. Iguales requerimientos de racionalidad científica gobernaban el quehacer interpretativo, reservado para casos excepcionales de oscuridad o ambigüedad del lenguaje. Así, el método interpretativo se ajustará o bien a la dilucidación de la naturaleza a la que responde la norma jurídica; o a la voluntad racional y omnisciente del legislador.[8]

Es recién a comienzos del siglo XX que el paradigma cientificista termina de entrar en crisis, también en el campo del derecho, revelando lo jurídico como un campo atravesado por contradicciones, lagunas, múltiples tensiones y relaciones de poder, en el que la posición del observador (juez, doctrinario, ciudadano) cobra una importancia considerable para la elaboración de un criterio jurídico válido. Al igual que en ámbito de la ciencia y la filosofía, el razonamiento práctico aparece invadido por la relatividad, la contingencia y la provisoriedad.

los cánones de la interpretación, en su pluralidad y diversidad (la doctrina había añadido a los cuatro de Savigny el canon o criterio teleológico) no conducen a una interpretación única, sirven para justificar interpretaciones y, consiguientemente decisiones distintas y contrapuestas. Bajo este prisma, interpretar ya no es tanto conocer o averiguar, cuanto valorar y decidir (García Amado, 1999, p. 133)

De allí que, por un lado, Kelsen (como exponente de un movimiento que buscaba reponer la cientificidad del derecho) haya tendido a distinguir con absoluta claridad la posición del jurista científico (que describe objetivamente el ser del derecho), del legislador o el juez que valoran y deciden lo que debe ser, al producir normas particulares o generales, según el caso; y, por otro lado, los realistas jurídicos, hayan centrado su atención en las decisiones jurisdiccionales a fin de analizarlas y tornarlas, todo cuanto sea posible, previsibles de acuerdo con criterios sociológicos empíricos. Para el realismo jurídico, la decisión judicial no responde al modelo cuasicientífico de la subsunción normativa, sino que remite a factores psicológicos, sociológicos y políticos cuyo conocimiento permitirán comprenderla y explicarla. Como es fácilmente reconocible, a comienzos del siglo XX, el breve espacio entre verdad y derecho se encuentra plenamente tensionado.

A mediados del siglo XX, en un contexto marcado por la crisis del paradigma cientificista moderno y el proceso de constitucionalización del derecho –al menos en Occidente–, comenzaron a desarrollarse distintas posiciones que buscaban dar cuenta de la racionalidad propia que rige los procesos decisionales (en sentido más amplio que pueda darse al término) en el ámbito jurídico, en el que ya no es posible predicar la vigencia de la racionalidad científica, pero tampoco el gobierno de la mera arbitrariedad. La pregunta se traslada a la pregunta por la racionalidad que los rige, y es esta pregunta la que nos interesa recuperar, puesto que responder a este interrogante no nos conduce directamente a la justicia como ideal regulativo, y es por ello que encontramos altamente problemática la identificación que subyace al planteo de Honneth, quien, al identificar derecho y justicia, hace correr el riesgo de reinscribir bajo otras coordenadas una deshistorización[9] de lo jurídico.

A su vez, y en la medida en que el derecho, como fenómeno que se despliega especialmente a través del lenguaje, se encuentra sujeto a los mismos problemas que este, comenzó a cobrar a forma, paulatinamente, la consideración de lo jurídico como fenómeno discursivo[10] en desmedro de su dimensión más o menos formal. Algunos pensadores identifican, en ese movimiento de reconsideración de los problemas propios del lenguaje, un giro pragmático o discursivo por el cual las actividades comunicativas son las que nos permiten acceder a criterios o reglas relativas al obrar humano, que puedan ser consideradas racionales y legítimas. Es decir, se trata más de un proceso de construcción de normatividad, que de un proceso de descubrimiento de leyes. Esta vía abrirá, a su vez, la posibilidad de diversos acercamientos que podemos agrupar bajo la denominación de posiciones postpositivistas, entre los cuales podemos encontrar algunas posiciones críticas (escuelas críticas del derecho), así como a las teorías de la argumentación jurídica y teorías deliberativistas, tributarias de los desarrollos de Habermas. Si bien ellas comparten la desconfianza hacia las posiciones iusnaturalistas e iuspositivistas, que conciben al derecho como sistema de normas basto y coherente, cada una trabaja con concepciones disímiles respecto de lo que pueda comprenderse como racionalidad propia de lo jurídico[11] y en algunas de sus versiones terminan sosteniendo los mismos presupuestos de aquellas posiciones a las que impugnan.

En este campo más o menos amplio de las posiciones postpositivistas, denominación que, aunque incómoda nos permite ubicarnos mínimamente respecto de otros modos de pensar el problema del derecho, conviven posiciones disímiles entre sí. Aquí podríamos, aún con dificultades, ubicar el pensamiento de Honneth que atiende a la reconstrucción de la normas o principios de acuerdo al modo en que ellos pueden comprenderse como derivados de un proceso racional históricamente situado, que posee como fin último responder a un ideal de justicia. Es decir, si bien atiende a esa dimensión histórico social, ya que no está interesado en desentrañar mandatos de comportamiento y regulación sociales universalmente válidos, no se trata de cualquier proceso histórico social sino de aquellos que se presenten como la expresión progresiva de la racionalización social. Y este es el punto donde la distancia con las perspectivas genealógicas se hace plenamente evidente, tanto como la deficiencia de Honneth para comprender el tipo de trabajo foucaulteano con relación a las relaciones de poder.

4. Derecho y poder, un punto de partida para comprender la deriva moralizante de Honneth

En algunos trabajos,[12] pero de manera más sistemática y específica en su libro Crítica del poder. Fases en la reflexión de una Teoría Crítica de la sociedad (2009a), publicado en alemán en 1989, Honneth aborda la cuestión del poder y desestima el trabajo de Michel Foucault, por considerarlo excesivamente apegado a una concepción funcionalista de la sociedad y una concepción del poder demasiado marcada por la dominación y –en cierto modo– por el pesimismo.

En este trabajo, Honneth (2009a) retorna al problema de la dominación y sus modos de funcionamiento en las sociedades occidentales contemporáneas, para retomar una iniciativa y una inquietud que entiende fundacional de la Escuela de Frankfurt. Se propone revisar y actualizar los desarrollos de Horkheimer y Adorno, y asume el desafío de discutir los de Foucault sobre las relaciones de poder, de un modo más interesante que como lo había hecho a su tiempo Habermas. Honneth critica a Horkheimer y Adorno en tanto supieron elaborar una imagen de las sociedades capitalistas, según la cual las interacciones entre los miembros que las conforman –especialmente aquellas que integran procesos comunicativos– parecen encontrarse al margen de los procesos de normatividad social que las rigen. Según la lectura que Honneth hace de Adorno y Horkheimer, la normatividad operante se presentaba alienada de procesos sociales históricos y situados, desprovista de materialidad y por lo mismo altamente ideológica. Esta critica supo dirigirla, si bien con otras modulaciones y ciertos matices, al diagnóstico foucaulteano de las sociedades contemporáneas como sociedades disciplinarias.[13]

Es sabido que las relaciones e intercambios entre los frankfurtianos y Foucault fue errática, sino más bien inexistente, a excepción de algunas referencias de este último a los trabajos de algunos de sus miembros pertenecientes a la primera y segunda generación. Luego, la relación entre Habermas y Foucault quedó más fuertemente marcada por la hostilidad que por un genuino diálogo. Pero no es este el tema que nos ocupa ni nos interesa aquí. Simplemente, señalaremos que las interacciones entre estas dos modalidades de crítica de las sociedades contemporáneas poseen una historia en su desencuentro, y el texto de Honneth, si bien no es del todo ajeno a esa deriva, supuso un intento de contrastación que merece reconocido. Luego[14] de doctorarse con una tesis sobre Foucault y la Teoría Crítica en 1983, que compone los capítulos 1 a 6 de su Crítica del poder, ocasión en la que aun con sus sesgos buscó reponer las reflexiones de Foucault en torno del poder, en su trabajo La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos sociales (1997), Honneth recupera esta discusión e intenta reinscribirla en las coordenadas del pensamiento hegeliano.

Conviene comenzar señalando que Honneth lee a Foucault como teórico, ya sea del poder, de la sociedad o del sujeto. Esta modalidad de lectura supone un problema significativo, puesto que si hay algo que Foucault no elaboró fueron teorías... Podría sostenerse, no sin polémica, que algunos de sus trabajos, sus problematizaciones o sus genealogías se correlacionan con supuestos teóricos que reenvían a alguna teoría de lo social, alguna teoría de lo real. Pero en cada uno de estos casos, es preciso señalar que no se trata de la elaboración por parte de Foucault de una teoría en sentido propio, y será necesario precisar qué estamos diciendo cuando decimos teoría del poder, teoría de la sociedad.

Como él mismo se encargó de señalarlo en más de una oportunidad, el tipo de trabajo que lleva a cabo puede caracterizarse como un trabajo del pensamiento a través de problematizaciones:

Problematización no quiere decir representación de un objeto preexistente, así como tampoco creación mediante el discurso de un objeto que no existe. Es el conjunto de las prácticas discursivas o no discursivas que hace que algo entre en el juego de lo verdadero y de lo falso y lo constituye como objeto para el pensamiento (Foucault, 1999, p. 371)

Un segundo problema de lectura se vincula con la identificación entre poder y dominación en el pensamiento de Foucault. A esta altura, para cualquier persona famialiarizada con el trabajo del pensador francés, la distinción entre poder y dominación es bastante clara. Atendiendo a algunas precauciones metodológicas propuestas por él mismo, podemos decir que no se refiere al poder en singular puesto que el poder remite siempre a una relación múltiple, aun cuando pueda articularse en una serie o estrategia de conjunto; se habla de relaciones de poder, habilitando siempre, y por elemental que sea, la posibilidad de resistencia. Las relaciones de poder implican, en una doble dimensión, discursos de verdad o discursos de saber, tanto porque funcionan ligadas a discursos de verdad, como por el hecho que ellos no pueden comprenderse fuera de las estrategias y relaciones de fuerza a las cuales se liga su emergencia y les sirven asimismo de sostén.

Las relaciones de poder se presentan siempre como formas de saber-poder en cuya interfase se despliegan formas de gobierno sobre sí mismo/a y sobre otros/as. Se trata de relaciones estratégicas, polivalentes, móviles; los discursos a través de los cuales ellas funcionan pueden actuar como su soporte, pero también como foco de resistencia, como punto de adversidad (Foucault, 1977, pp. 122-124). Nada del orden de la ideología, aun cuando Foucault ocupó numerosas páginas a problematizar determinados discursos modernos que enlazaban verdad, sujeto y derecho, especialmente en el campo de las prácticas punitivas pero no exclusivamente, su diagnóstico se dirigió desde el comienzo a mostrar cómo, de qué manera, esos discursos tomados como verdaderos en el espacio de la legalidad respondían a contingencias históricas muy precisas, discernibles a nivel de relaciones de fuerza. De manera que

estudiar los procedimientos y técnicas que se utilizan en diferentes contextos institucionales para actuar sobre el comportamiento de los individuos considerados aisladamente o en grupo, para formar, dirigir o modificar su manera de conducirse, para imponer fines a su inactividad o para inscribirla en estrategias de conjunto; múltiples, por tanto, en su forma y en su lugar de ejercicio; diversos igualmente en los procedimientos y técnicas que despliegan. Dichas relaciones de poder caracterizan la manera en que los hombres son «gobernados» unos por otros, y su análisis muestra cómo, a través de ciertas formas de «gobierno», de los alienados, de los enfermos, de los criminales, etc., es objetivado el sujeto loco, enfermo, delincuente. Un análisis de este tipo no pretende decir que el abuso de tal o cual poder ha hecho locos, enfermos, criminales, allí donde no había nada de eso, sino que las formas diversas y particulares de «gobierno» de los individuos han sido determinantes en los diferentes modos de objetivación del sujeto (Foucault, 1994, p. 367).

Puntualmente, respecto a la prisión se trataba de mostrar cómo su aparición no respondió a la necesidad (ni mucho menos a la posibilidad) de la resocialización, ni fue impulsada por el discurso de reforma penal moderna, si no en su anverso al tiempo que uno de sus soportes. El discurso humanista de la resocialización circulaba como uno de los discursos articulados para dar respuesta al problema del castigo. Es preciso reconocer una ligazón entre prisión y humanización de las penas, pero no en el sentido de que aquella constituyera una de las modalidades de humanización frente a la mortificación de los cuerpos propia de los regímenes premodernos, tal y como lo propone la narrativa progresiva de la modernidad. Por el contrario, la problematización llevada adelante por Foucault buscaba mostrar que el discurso de la humanización de las penas se articuló a la emergencia de las nacientes disciplinas. No se trataba de un engaño que obtura el acceso a lo real, suponiendo la preexistencia de una verdad y una imagen que la tergiversa, sino de un efecto. El trabajo genealógico consiste en un trabajo de problematización y de historización en el sentido de reposición de sus condiciones de emergencia, mas no un trabajo de desocultamiento ideológico. Las relaciones de poder producen efectos, positividades y de lo que se trata es de rastrear qué contingencias han hecho posible que las tomemos como naturales o necesarias, cuál es el campo de experiencia de una objetividad posible (sea la locura, la delincuencia, la ciencia, la sexualidad, etc.). Si el encierro carcelario pudo imponerse fue, de acuerdo con sus desarrollos desde 1971 en adelante, porque apoyado en mecanismos de control social popular, funcionaba en el marco de relaciones de poder disciplinarias tendientes a dar forma a unos cuerpos útiles y dóciles, necesarios para la conformación de la clase proletaria emergente, al trabajador como sujeto, y se hallaba encadenado a múltiples instituciones que mantenían con la prisión una relación paradójica (Foucault, 1980a, pp. 89-140). Los cuerpos, y por su conducto las almas, constituyen la sede del valor; es necesario encauzarlos de la mejor y la más útil de las maneras. La prisión funcionaba a la vez como espacio de inclusión disciplinaria y de excepción al régimen de las modernas libertades. Esta paradoja es la que busca exponer Foucault cuando, en Vigilar y castigar (1976), refiere que las disciplinas constituyen el subsuelo de las libertades modernas. Con ello nos habilitamos a pensar la imbricación entre unas y otras: ni las disciplinas son la verdad de las libertades modernas, en sí mismas pura mentira ideológica; ni las libertades modernas constituyen los mecanismos institucionales que nos permitirán per se sortear o contrarestar las relaciones de poder. Las libertades hacen parte junto a las disciplinas de las relaciones de fuerzas que caracterizan al examen como forma de saber-poder.[15] De algún modo, no se oponen a las relaciones de poder; no porque se identifiquen lisa y llanamente con ellas, sino que se encuentran entramadas en ellas. Casi inmediatamente, podemos advertir cómo una entrada genealógica a la cuestión del poder supone correlativamente una impugnación a toda identificación posible entre justicia y derecho sin más. Pero a su vez, es necesario evitar el pesimismo que Honneth erróneamente le adjudica a Foucault: que el derecho no pueda reconocerse como modalidad concreta de lo justo, por el hecho de que lo reconocemos como efecto, como producto de relaciones de poder, no implica que funcione como pura dominación o determinación, sino todo lo contrario. Porque el derecho se encuentra en el juego del poder, que como tal es una relación, es que podemos valernos de él, de sus elementos, de sus modos de funcionamiento, para reorientar, desestabilizar o invertir esas mismas relaciones. Tomando nuevamente las palabras de

Foucault, correspondientes a fines de 1978,

Intento realizar los análisis más precisos y diferenciales para indicar cómo las cosas cambian, se transforman, se desplazan. Cuando estudio los mecanismos del poder, intento estudiar su especificidad; nada me resulta más extraño que la idea de un maestro que impone su propia ley. No admito ni la noción de mando ni la universalidad de la ley. Por el contrario, me esfuerzo por captar los mecanismos del ejercicio efectivo del poder; y lo hago porque quienes están insertos en estas relaciones de poder, quienes están involucrados en ellas, pueden, en sus acciones, en su resistencia y en su rebelión, escapar de ellas, transformarlas, en definitiva, no estar sometidos. Y si no digo qué hacer, no es porque crea que no hay nada que hacer. Al contrario, creo que hay mil cosas que hacer, inventar, forjar por parte de quienes, reconociendo las relaciones de poder en las que están involucrados, han decidido resistirlas o escapar de ellas. Desde este punto de vista, toda mi investigación se basa en un postulado de optimismo absoluto. No hago mi análisis para decir: así son las cosas, estás atrapado. Sólo digo estas cosas en la medida en que considero que ello permite transformarlas. (Foucault, 1994, pp. 92-93. Traducción propia).[16]

En cierto modo el derecho funciona, es una herramienta. Volveremos sobre el final de nuestra reflexión a esto.

Un último problema de lectura de Honneth que quisiéramos mencionar es aquel que sitúa a Foucault como funcionalista. Quizás este es el intervalo menos decente de su lectura, pues aun teniendo en consideración que los trabajos de Foucault se encontraban para el año 1985[17] parcialmente publicados, sólo una cabal incomprensión de su pensamiento puede llevar a caracterizar su perspectiva como funcionalista.[18] Probablemente, lo más difícil de procesar para un pensamiento asentado en la confianza en el progreso de la razón, en una cierta concepción de la razón como orientada a un fin a cuya concreción se accede de manera parcial y progresiva mediante sucesivos procesos de integración y reconocimiento, sea el supuesto histórico no dialéctico, pero especialmente no progresivo,[19] de la genealogía. No es posible comprender el trabajo genealógico sino se hace lugar a la idea de que la historia no avanza en un despliegue incesante de la Razón, sino que simplemente se mueve, se transforma, se metamorfosea, intercambiando elementos disponibles a nivel microfísico en conjugaciones singulares que es preciso cartografiar, en vistas de elaborar un diagnóstico del presente que brinde –eventualmente– elementos para prácticas de transformación o prácticas de libertad. El trabajo genealógico rastrea en el presente, y a nivel microfísico, los elementos y los puntos de intersección, quiebre, convergencia, acoplamiento y adversidad, necesariamente heterogéneos y en ocasiones contradictorios entre sí, pero que aun así permiten dar cuerpo a una escena de lo que somos hoy, para habilitar trastocamientos que nos permitan ser otros/as de los/as que somos. Como tal constituye un trabajo crítico que posee un estatuto heterogéneo respecto de la crítica repuesta y propuesta por Honneth.

La falta de comprensión de Honneth respecto de la genealogía como modo de trabajo y modalidad crítica es notoria y termina por cancelar todo diálogo posible. Muchos de sus insistentes equívocos se sitúan en el punto en que presenta la genealogía como crítica de la ideología, lo que a su vez es correlativo a una concepción negativa o represiva del poder. A ojos de Honneth, es posible y necesario escapar de las relaciones de poder, entendidas en términos generales y por ello la genealogía desplegada por Foucault posibilitaría llevar a cabo una crítica que las desoculte, a fin de alcanzar la libertad y la autonomía individual que podrá plasmarse en derechos recíprocamente reconocidos. Nada más lejos de los desarrollos de Foucault que, como señalamos, trabaja relevando relaciones de poder, y en relaciones de poder, en la medida en que una actitud crítica no escapa a ellas, sino que es una apuesta, hacia el interior de un juego posible de relaciones de fuerza. Frente a ella, una concepción del derecho como principio más allá del poder es irreconducible a su itinerario de pensamiento, al menos de manera consistente.

 

5. Conclusiones

Todos estos elementos, de uno u otro modo, contribuyen a esa deriva moralizante de Honneth, que Roggerone (2025a) señala en su texto y cuyas conclusiones críticas compartimos, según la cual sería posible identificar ese lugar hacia el que las sociedades deben dirigirse en aras de perfeccionarse progresivamente, en la medida en que paulatinamente, y por vía dialéctica, logran superar la instancia de lucha y entrar en la dinámica del reconocimiento.

Por nuestra parte, hemos pretendido mostrar cómo Honneth, que inició parte de su itinerario intelectual de la mano de lo que suponía una lectura crítica y sintomática sobre el funcionamiento del poder en las sociedades contemporáneas, yerra en su apropiación de la analítica del poder foucaulteana. En términos muy generales podríamos decir que: si frente al problema del derecho y la multiplicidad de prácticas en las que este significante se concreta (prácticas institucionales de diversa injerencia, prácticas judiciales, dinámicas legislativas, dinámicas de reivindicación de derechos por parte de colectivos diversos, entre muchas otras), sustraemos la realidad de las relaciones de poder que atraviesan y entraman al fenómeno jurídico, nos quedamos con poca cosa más que una moral, y en el peor de los casos una moralina...

Como adelantamos al comienzo de este breve escrito, Honneth no comprende la analítica del poder de Foucault y ello le impide, entre otras cuestiones, evitar –o cuidarse de– sobrevalorar al derecho como garantía de justicia o ideal de vida buena.

Comprender adecuadamente el funcionamiento de las relaciones de poder en nuestras sociedades, así como el modo específico en que lo jurídico cobra forma en y a través de ellas, haciendo parte de las condiciones de posibilidad históricas de la emergencia de modalidades diversas de relación entre los sujetos y la verdad, permite calibrar certeramente cómo hacer funcionar una norma, una reglamentación administrativa, una decisión jurisdiccional, una manifestación de voluntad, entre muchas otras estrategias que involucran la normatividad institucional, en una coyuntura precisa en la que el derecho –en sentido lato– puede funcionar constriñendo, tanto como liberando o desamarrando o subvirtiendo. Pero, la cuestión principal está en advertir que la valencia, el modo en que un trazo discursivo jurídico posee un valor, un peso, no viene dado de antemano por su sola condición de derecho; es la problematización de ese tracto (sea que se trate de una ley, una sentencia, una resolución, un reglamento o un contrato), en tanto campo discursivo polivalente, la operación que permitirá advertir cómo puede hacérsela valer. Tal como tempranamente supo indicarlo Marí (1982), recuperando hipótesis de trabajo foucaulteanas en el campo jurídico, la verdad de lo jurídico, aquello que el derecho es, obedece a esa multiplicidad de discursos heterogéneos que operan, que funcionan, en la trama que lo constituye. Hay una multiplicidad constitutiva del discurso jurídico que permanece velada. Pero, esa operación de velamiento opera diferencialmente, incidiendo mayormente sobre el discurso propiamente político, discurso cuya ausencia domina la configuración definitiva del discurso jurídico, mediante el cifrado del juego multívoco de fuerzas.  Un discurso que se explicita en una serie de avances y retrocesos, marchas y contramarchas, juegos de fuerza que tornan comprensible la metamorfosis característica de esa lengua aparentemente codificada y formalizada. De manera que el derecho no puede comprenderse fuera de ellos, es un elemento en relación con otros, y como tal, es decir, como herramienta, es que posee un valor y un sentido.

No es porque hay derechos, no es porque yo tenga derechos que estoy habilitado a defenderme; es en la medida en que me defiendo que mis derechos existen y la ley me respeta. Es entonces antes que nada la dinámica de la defensa que puede dar a las leyes y los derechos un valor para nosotros indispensable. El derecho no es nada si no cobra vida en la defensa que lo provoca; y sólo la defensa da válidamente fuerza a la ley [...] Los instrumentos: no vamos a encontrarlos ya hechos en las leyes, los derechos y las instituciones existentes sino en el uso de ellos que la dinámica de la defensa vuelva novedoso (Foucault, 1980b. La traducción es propia).[20]

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* Doctora en Derecho (mención en Filosofía del Derecho) Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina. Investigadora Independiente, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Mendoza, Argentina. Correo electrónico: lalvarezbauza@gmail.com

[1] En este punto me estoy refiriendo al modo en que Roggerone ha planteado la cuestión, deslizando una posible intercambiabilidad entre derecho y justicia, largamente trabajada en la filosofía del derecho.

[2] Se señala entre comillas puesto que refiero a los términos textuales en que ello es referido en el artículo de Roggerone del manuscrito (2025a).

[3] Las referencias de Honneth respecto de la deriva habermasiana de toda crítica posible en las sociedades capitalistas contemporáneas ha sido explicitada en múltiples oportunidades. Véase Honneth (2009c, pp. 249-274).

[4] Incluso Honneth reconoce, en algunos pasajes, que el tipo de reflexión que lleva a cabo se inscribe a partir de las coordenadas de pensamieto que inauguró la modernidad (Honneth, 1997), e igualmente conviene recordar que –en buena medida– a partir de Habermas la modernidad constituye un legado, una promesa a cumplir, un proyecto incompleto a retomar (Habermas, 1989).

[5] Es necesario precisar que Foucault (1994) se refería a una ontología histórica de nosotros mismos, en el sentido de dar cuenta de cómo hemos llegado a ser lo que somos, aludiendo a la idea de subjetivación como proceso, antes que a la noción de sujeto como presupuesto. Nosotros hemos establecido una suerte de paralelo que nos permita pensar ontologías como configuraciones históricas de lo que es, o adviene al campo de lo real.

[6] Esto quiere decir que no pueden comprenderse sin tener en cuenta esas dimensiones histórico-sociales que involucran relaciones de poder, que en su versión más blanda pueden comprenderse como modalidades de gobierno sobre sí mismo/a y sobre otros/as.

[7] Por supuesto que es posible referirse al derecho, a la ley y a múltiples formas jurídicas desde las sociedades griegas antiguas, e incluso antes, pero a los fines de este trabajo y con la intención de delimitar los espacios de lo filosófico, lo teórico y lo jurídico, hemos indicado que realizamos un recorte en torno del modo en que el derecho comienza a delinearse bajo la forma en que hoy lo conocemos. Esta forma supone algunos elementos singulares: la presencia de una forma institucional recortada en torno de lo estatal; el Estado como autoridad política legítima y centralizada; el derecho como emanación o producto de una autoridad estatal; relativa identificación entre Estado y orden jurídico-político que algunos autores denominan unidimensionalidad frente a la multiplicidad normativa que caracterizó históricamente a las sociedades premodernas.

[8] No introducimos esta discusión aquí, ya que hacerlo supondría abrir toda una cantera de lecturas y discusiones, pero conviene no olvidar que la caracterización de la modernidad como tiempo histórico, así como su identificación o no con la Ilustración como proceso y posición filosófica, es un tópico muy discutido en el campo filosófico. Una de las posiciones que toma lugar en dicho debate asume que nos encontramos filosóficamente en la modernidad en la medida en que mantenemos abierta la pregunta por el fundamento del ser y la posibilidad de acceder a ello de manera indubitable, de manera que tanto las posiciones que reconocen a Dios como fundamento, como aquellas que ubican en dicho lugar a la razón, comparten las coordenadas de un mismo debate que no ha dejado de actualizarse hasta nuestros días. De tal suerte que la modernidad no supondría necesariamente una ruptura con el pensamiento religioso premoderno, ni en sí misma la posmodernidad nos ubicaría en un lugar de superación respecto de los postulados modernos (Serrano Marin, 2006).

[9] Aquí estamos pensando en una concepción de historicidad que no remite el despliegue de la historia a una filosofía de la historia en particular. Es por ello que decimos que podría introducir bajo “otras coordenadas” una deshistorización. Es decir, si bien reconoce que los reconocimientos recíprocos se producen de manera situada, se inscriben en una racionalidad o totalidad que los trasciende y que como tal posee sus propias leyes de funcionamiento (la dialéctica negativa). Con esto pretendemos señalar que fuerza el desarrollo de la contingencia histórica al despliegue de una razón trascendental, al desarrollo del Espíritu Absoluto, o al desarrollo de una normatividad social según la dinámica de la dialéctica negativa.

[10] Para una aproximación de lo jurídico como fenómeno discursivo, puede verse, entre muchos otros: Legendre et al. (1987), Cárcova (1993, 1996), Courtis (2001), Bergalli y Martyniuk (2003) y Marí y Cárcova (2006).

[11] No nos hemos ocupado de todas las posiciones filosófico-jurídicas contemporáneas, ni pretendemos esbozar un mapa que articule todas sus posiciones relativas, sino simplemente trazar un camino posible que nos permita enlazar problemas y modalidades de respuesta.

[12] Nos referimos aquí a algunos trabajos de Axel Honneth en los que toma como punto de apoyo y sobre todo como punto de crítica, los trabajos de Foucault sobre el poder, véase Honneth (1986, pp. 800-815; 1990/2009c, pp. 125-149; 2009b, pp. 53-64).

[13] No nos hemos ocupado de reponer el recorrido del trabajo de Foucault, cuestión que excedería el marco de esta discusión. Simplemente, hemos reconstruido de manera resumida la discusión que Honneth plantea en relación a Foucault y que él mismo ha restringido al análisis de las sociedades disciplinarias, lo que supone en términos de Foucault mantenerse en un momento de producción en el que el problema del gobierno no terminaba de cobrar forma. De acuerdo con las referencias que el mismo Honneth ha utilizado en sus trabajos, la discusión se sitúa de manera significativa en los límites definidos por libro Vigilar y castigar (1976) a cuyas textuales palabras remite una y otra vez. 

[14] Para una caracterización breve del recorrido de formación y produccion de Honneth, puede consultarse Honneth (2011, pp. 9-54).

[15] Una afirmación como esta requiere un desarrollo más extenso que no podemos reproducir aquí, en su lugar remitimos al texto elaborado junto a otros/as colegas, véase Alvarez, Jacky Rosell, Palermo y Vignale (2020).

[16]J’essaie de mener les analyses les plus précises et les plus différentielles pour indiquer comment les choses changent, se transforment, es déplacent. Quand j’étudie les mécanismes de pouvoir, j’essaie d’étudier leur spécificité; rien ne m’est plus étranger que l’idée d’un maître qui vous impose sa propre loi. Je n’admets ni al notion de maîtrise ni l’universalité de la loi. Au contraire, je m’attache à saisir des mécanismes d’exercice effectif de pouvoir; et je le fais parce que ceux qui sont insérés dans ces relations de pouvoir, qui y sont impliqués peuvent, dans leurs actions, dans leur résistance et leur rébellion, leur échapper, les transformer [...] Et si je ne dis pas ce qu’il faut faire, ce n’est pas parce que je crois qu’il n’y a rien à faire. Bien au contraire, je pense qu’il y a mille choses à faire, à inventer, à forger par ceux qui, reconnaissant les relations de pouvoir dans lesquelles ils sont impliqués, ont décidé de leur résister ou de leur échapper. De ce point de vue, toute ma recherche repose sur un postulat d›optimisme absolu. Je n›effectue pas mes analyses pour dire: voilà comment sont les choses, vous êtes piégés. Je ne dis ces choses que dans la mesure je considère que cela permet de les transformer. Tout ce que je fais, je le fais pour que cela serve” (Foucault, 1994, pp. 92-93).

[17] Incluso, conviene tener presente que Honneth, tal y como señalan algunos/as comentadores, alcanzó a conocer trabajos de Foucault posteriores a Vigilar y castigar (1976), pero mantuvo la hermenéutica que había desarrollado a partir de 1983. Véase Balbontin Gallo (2022, p. 180).

[18] El funcionalismo que Honneth atribuye a Foucault pasa por identificar esa posición con una concepción orgánica, sistemática e incluso estructuralista de lo social, de acuerdo con la cual la parte se explica por el todo, lo que supondría que no es posible comprender la agencia a nivel individual si no se la inserta en una estructura (de allí la metáfora del organismo que hace comprensible el funcionamiento y el para qué de cada miembro u órgano) que la contenga y dentro de la cual cada una de esas dimensiones parciales cumplen un función de conservación del todo social.

[19] Una discusión más profunda respecto de la dialéctica negativa hegeliana y la posibilidad de articularla con una comprensión no necesariamente progresiva y acumulativa, a través de una problematización del universal concreto en el campo jurídico, puede verse en Alvarez (2010).

[20] “Ce n’est pas parce qu’il y a des lois, ce n’est pas parce que j’ai des droits que je suis habilité à me défendre ; c’est dans la mesure je me défends que mes droits existent et que la loi me respecte. C’est donc avant tout la dynamique de la défense qui peut donner aux lois et aux droits une valeur pour nous indispensable. Le droit n’est rien s’il ne prend vie dans la défense qui le provoque ; et seule la défense donne, valablement, force à la loi” (Foucault, 1980b).