ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 34, 1-2025, pp. 91 a 114

Una concepción no hartiana del deporte

A Non-Hartian Conception of Sport

Alfonso García Figueroa*

Recepción: 18/01/2024

Evaluación: 03/02/2024

Aceptación final: 25/10/2024

Resumen: Este artículo discute la concepción hartiana del deporte sostenida por el profesor José Luis Pérez Triviño. Algunas objeciones se basan en mi convicción de que la teoría del Derecho de Hart es insuficiente para ofrecer una explicación adecuada del Derecho y en este sentido no creo que sea un modelo fiable para extrapolarlo al deporte. En cambio, otras objeciones se basan en que, aun asumiendo la validez de esa teoría del Derecho, su extensión al deporte no resulta del todo satisfactoria. Palabras clave: filosofía del deporte, Hart, Pérez Triviño.

Abstract: This article discusses the Hartian conception of sport held by Professor José Luis Pérez Triviño. Some objections are based on my conviction that Hart’s theory of law is insu#cient to provide an adequate explanation of law and therefore it is not a reliable model to extrapolate to sport. On the other hand, other objections are based on the fact that, even assuming the validity of that theory of law, its extension to sport is not entirely satisfactory.

Keywords: philosophy of sport; Hart; Pérez Triviño.

1. Introducción

La filosofía del deporte en lengua española siempre estará en deuda con el extraordinario impulso que ha recibido del profesor José Luis Pérez Triviño durante estos últimos años. Por ello y por otras razones, celebro muy especialmente participar en este debate sobre su concepto de deporte. El objetivo de su estimulante contribución a este volumen consiste en defender una reconstrucción del deporte institucionalizada, ayudándose para ello de la imponente estructura que nos legó la teoría del derecho de H.L.A. Hart. Por mi parte, desearía consignar a continuación una serie de matices a esta concepción del deporte y también algunas objeciones a la extensión del modelo de derecho hartiano al deporte. Algunas objeciones se basan en mi convicción de que la teoría del derecho de Hart es insuficiente para ofrecer una explicación adecuada del derecho y en este sentido no creo que sea un modelo fiable para extrapolarlo al deporte. En cambio, otras objeciones se basan en que, aun asumiendo la validez de esa teoría del derecho, su extensión al deporte no resulta del todo satisfactoria.

El punto de partida de la definición de deporte que asume José Luis Pérez Triviño proviene de un trabajo de Parry, que configura el deporte como “una competición de habilidad física humana, gobernada por reglas e institucionalizada”. A continuación, Pérez Triviño desglosa para su examen los diversos elementos de esta definición con una claridad expositiva muy suya y muy de agradecer. Como vengo diciendo, en relación con esta definición tan sólo deseo formular más bien algunos matices. En su paper, Pérez Triviño se concentra luego en exponer las dificultades que presenta la extensión al deporte de la alternativa teoría del derecho (opuesta a la hartiana) que desarrolló Ronald Dworkin. La tesis fundamental de Pérez Triviño consiste en que la teoría de Dworkin, en caso de ser aceptada, no podría extrapolarse al deporte porque los árbitros, a diferencia de los jueces que aplican el derecho, no disponen de la posibilidad de desarrollar juicios complejos como los que exige una aplicación de principios dworkinianos más allá de la aplicación de reglas hartianas. Será en este punto donde formularé mis reparos más propiamente. Con este fin, a menudo recurriré a algunos argumentos que avancé en mi libro, Moral de victoria (García Figueroa, 2021).

 

2. Matices

2.1. Matices a la tesis del deporte como empresa humana: el test del león de Wittgenstein

El deporte es una empresa “eminentemente humana”, nos dice Pérez Triviño, que al tiempo nos plantea si podría ser “practicada por seres no humanos” y concluye que los animales “pueden jugar y obtener algunos de los beneficios derivados de esta actividad como la diversión” (Pérez Triviño, 2025, sección 2.1.).

En lo fundamental, estoy de acuerdo, si bien me parece conveniente matizar el modo en que los animales pueden participar en el deporte. Es evidente que los animales han estado muy presentes en las actividades deportivas. Pensemos en el caso de los llamados “deportes por representación” (sports par procuration), tales como las carreras de galgos o las peleas de perros de la Inglaterra victoriana (Pociello, 1983, p. 46). Sin embargo, incluso en estos casos los animales nunca son propiamente “practitioners”, sino a lo sumo “participants and performers” (Borge, 2019, p. 137). A mi modo de ver, la participación como genuinos practicantes de los animales en una práctica tan compleja como el deporte parece hoy por hoy tan difícil como lo sería conversamente para nosotros una genuina participación humana en las formas de vida de los distintos animales. En este sentido, siempre me ha parecido muy razonable el juicio contrafáctico de Wittgenstein (2002) cuando afirmaba que “si un león pudiera hablar, no le entenderíamos” (p. 511). Esto no obstante, al mismo tiempo tenemos la sensación de que los animales no son ajenos a lo lúdico. De hecho, todos hemos visto jugar a los cachorros de muchos mamíferos. Sin embargo, se trata de una actividad explicable evolutivamente, en el sentido de que sólo los individuos que practican esos juegos adquieren la habilidad suficiente para cazar, alimentarse, crecer y, en fin, reproducirse y transmitir esos genes lúdicos a sus crías. Por tanto, cabría concluir que compartimos con los animales una actividad que, a falta de mejor nombre, en otro lugar (García Figueroa, 2021, pp. 148 y ss.) he llamado “retozo” y que cabe distinguir del juego y del deporte en sus diversas manifestaciones, prácticas estas propiamente culturales. Quizá la práctica humana más próxima al retozo sea la mera paidía, el recreo desprovisto de reglas, tan propio de los niños párvulos y al que me referiré algo más adelante.

A todo esto, conviene señalar que distinguir claramente el retozo animal del juego humano no debe interpretarse como una suerte de afrenta especieísta.[1] Muy al contrario, reconocer esta diferencia puede ser un primer paso para proteger mejor a los animales frente a ciertos riesgos de explotación a los que el deporte pudiera exponerlos con el pretexto de que los animales consienten en ello o se divierten así.

2.2 Matices a la tesis del deporte como empresa física: el test granadino del Mind Ball

Quizá una primera reflexión ante esta segunda tesis sobre el carácter “físico” del deporte podría rezar así: ¿Y, en el fondo, qué empresa humana no es física? El dualismo cuerpo/alma ha sido sin duda un lastre para el reconocimiento social del deporte, puesto que ha servido para asociarlo presuntamente a una vil corporeidad, alejada de la noble inmaterialidad del alma (García Figueroa, 2021, pp. 57 y ss.). Desde luego, se trata una cuestión enjundiosa; pero no es necesario volver a ella para comprender que el propio enunciado de la tesis asume una distinción tajante entre lo físico y lo espiritual que no resulta tan clara. Por ejemplo, nadie cuestiona la naturaleza acrisoladamente deportiva del tiro olímpico cuando admiramos la asombrosa quietud de sus practicantes. Por el contrario, el ajedrez no suele ser considerado deporte, pese a que los ajedrecistas se preparan físicamente.[2] Quizá pruebe en alguna medida la necesidad de tal preparación física, el caso de los infartos de miocardio causados por la tensión en algunos ajedrecistas durante un campeonato celebrado en Tromsø (Noruega).[3]Pérez Triviño nos plantea entonces al hilo de la fisicidad del deporte una cuestión de plena actualidad: ¿Y qué hay entonces de los e-sports? A mí me parece (y lo he sostenido en García Figueroa, 2021, pp. 152 y ss.) que, en efecto, Real Ferrer (2021) da en el clavo cuando justifica la naturaleza deportiva de los e-sports y no así del ajedrez (p. 46). Sin embargo, creo que la distinción que él sostiene no se basa propiamente en el criterio que contrapone lo muscular o físico a lo intelectual o espiritual; sino más bien en lo que podríamos llamar la inmediación corporal. Por ejemplo, en el Museo de las Ciencias de Granada, se puede jugar a Mind Ball. Para ello, los jugadores apoyan su frente contra unos sensores que registran en tiempo real sus ondas cerebrales, de modo que vence quien haga llegar a la portería contraria una bola, que se impulsa por el registro de las ondas del cerebro más relajado. En mi opinión, esta competición podría convertirse en un deporte a pesar de su exquisita cerebralidad y ello porque, en efecto, requiere una inmediación corporal compatible con su pura cerebralidad. En consecuencia, no se puede delegar en otro. Y no solo es posible tal competición, sino que me atrevería a decir que además es posible que promueva cierta excelencia en el ejercicio de virtudes tales como la contención y el autocontrol.

Así pues, si el ajedrez no parece un deporte[4] y los e-sports sí lo parecen, ello es debido a la inmediatez corporal del participante. Nadie puede sustituir al jugador de un e-sport a los mandos de su joystick; pero, en principio, cualquiera puede mover la pieza en una partida de ajedrez sin que ello afecte a la esencia del juego (imaginemos una partida jugada por teléfono). Probablemente ahí radique, en fin, un elemento esencial del deporte: la inmediatez corporal. Ésta debe ser siquiera mínima y tan sutil como lo es la del dedo del tirador olímpico sobre el gatillo o como la del jugador de e-sports con su joystick o incluso como lo es la inmediatez del jugador de Mind Ball con un sensor de ondas cerebrales sobre el que debe apoyar su frente. En principio, sólo el jugador de ajedrez puede jugar por teléfono o delegar en otro el efectivo movimiento de la pieza, prescindiendo así de todo contacto corporal.

 

2.3 Matices a la tesis de la competición de habilidades: el test del contraste paidía/ludus

La amplísima gama de habilidades humanas con inmediación corporal, que pueden contrastarse entre humanos, supone que sean innumerables las actividades que puedan llegar a convertirse en deportes. A los ejemplos de Pérez Triviño (el senderismo y el cheerleading) cabría añadir casos tan interesantes como el del frisbee del que se servía Andrew Blake (1996, p. 35) para ilustrar esa querencia agonal que acaba por manifestarse tarde o temprano en muchas actividades originariamente recreativas. El lanzamiento de ese disco comenzó siendo un juego puramente cooperativo, pero pronto alumbró modalidades competitivas como el “ultimate frisbee”. Por tanto, el frisbee comienza siendo un juego, luego puede reglamentarse y finalmente elevarse a deporte mediante un mayor nivel de institucionalización, entre otras cosas. A la vista de estos casos, me parece muy adecuado el planteamiento de Pérez Triviño cuando sugiere que debe de existir ya in nuce una propiedad disposicional en tales actividades que permita prever su potencial conversión en deportes y aquí desearía sostener que tal propiedad disposicional que inclina ciertas actividades casi naturalmente a convertirse en deportes consiste en su capacidad para promover la excelencia física y moral de sus participantes. ¿Por qué no nos parecen deportes ciertas competiciones más o menos excéntricas, como comer de una sentada más chiles picantes[5] o más kilos de alubias?[6] Aquí me parece fundamental subrayar que los deportes aspiran invariablemente a cierta excelencia, al progreso físico y moral de sus practicantes. Y eso es lo que permite a McFee (2004) caracterizar el deporte (muy acertadamente, a mi juicio) como un “laboratorio moral”. En otro lugar (García Figueroa, 2021, pp. 141 y ss.) he sostenido que existe una cierta gradación casi natural en ciertas actividades, que anuncian el tránsito hacia el deporte. Y ese tránsito desde la actividad puramente recreativa (el retozo del animal, pero también la paidía de unos niños que juegan anómicamente, sin orden ni concierto en una sala) hacia el deporte como “laboratorio moral” (donde se cultivan virtudes a veces ya imposibles de actualizar en nuestras sociedades) pasa por un estadio intermedio y necesario. Me refiero al juego como ludus. Veámoslo.

La paidía es semejante al retozo animal. Se trata, por ejemplo, del recreo sin reglas de unos niños pequeñitos haciendo el ganso por una sala. En cambio, el ludus es el juego reglado (e. g. el parchís o el ajedrez). Pues bien, según De Koven (1978, p. 20), el tránsito de la paidía al ludus (del playing al game, nos dice él) y el recurso a las reglas que trae aparejado el ludus o game se explican por la diferente calidad de la relación entre los participantes en una y otra actividad. Mientras que la paidía se desarrolla en una comunidad de individuos (“play community”), entre quienes median relaciones de confianza, amistad o familiaridad; en cambio el ludus es entretenimiento de individuos (“game community”), entre quienes pueden no existir tales vínculos y donde, por tanto, “necesitamos la Ley”, como dice De Koven (1978, p. 43). Es decir, se trata de actividades necesitadas de reglas que disciplinen el impulso lúdico entre extraños. En realidad, creo que es entonces posible ir más allá de De Koven y sostener que tales reglas del game presentan así un intenso aroma constitutivo. Y ello en el sentido de que la game community se constituye entre extraños que se aglutinan en torno a un sistema de reglas que en esa medida los define como miembros de esa comunidad. Lo demuestra el hecho de que el vínculo entre los miembros de la comunidad no tiene por qué preexistir a la aceptación de las reglas, sino que es creado por ellas. Es así como individuos carentes de vínculo social entre sí, pero que se reúnen espontáneamente a jugar al fútbol, se convierten en jugadores de fútbol. Esta transformación de su condición es consecuencia de la aceptación de las reglas que los constituyen como jugadores de ese deporte.

Naturalmente, las cosas son muy distintas en el caso del playing, de la paidía. Los niños que hacen el ganso no cambian de condición por hacer el ganso. Es más, no solo siguen siendo niños, sino que confirman su propia condición de niños por jugar de ese modo. Como bien se ha afirmado en alguna ocasión, “preguntarse por qué el niño juega equivale a preguntarse por qué es niño” (Chateau 1973, p. 4). Por tanto, la paidía no convierte al niño en niño. Significativamente, es el niño (“paidós”) el que da nombre a la paidía; pero en cambio es el fútbol el que da nombre a los futbolistas, a quienes lo practican. En cualquier caso, lo que es necesario retener es que la paidía se desarrolla en comunidades que previamente cuentan con vínculos sociales, que hacen innecesario el uso de reglas. Y por supuesto, la contraposición de paidía (o ludus) a playing (o game) no se limita a la contraposición de niños y deportistas. Dos hombretones que espontáneamente juegan a lanzarse colina abajo como una croqueta (era el caso del dandi Oscar Wilde con un amigo suyo) nos ofrecen un ejemplo de playing, de paidía. En cambio, la carrera colina abajo tras el queso rodante de Gloucester[7] ya es un ludus, un game, que quizá anuncie una cierta dimensión deportiva con su reglamentación, sus entrenamientos y su institucionalización, aunque probablemente le falte algo (García Figueroa, 2021, pp. 143 y ss.).

Por otra parte, y puesto que el debate nos sitúa en terreno hartiano, creo que conviene subrayar la importancia de la aceptación de los participantes en el juego (game, la matriz sobre la que el deporte se forma), que se materializa en la suscripción de lo que Pierre Parlebas (1986, pp. 103) denomina el “contrato ludomotor”. Me parece una pieza fundamental para comprender el deporte. El contrato ludomotor nos introduce en la práctica deportiva como el contrato social nos introduce en la sociedad. Desde esta perspectiva, quizá cabría afirmar que la aceptación del contrato ludomotor representa la expresión trascendental del “aspecto interno” de las reglas deportivas, en el que hallamos normalmente un componente psicológico agonal (de competición), pero también aleatorio, i. e. de aceptación del factor suerte.[8] Mediante la suscripción (normalmente tácita) de la aceptación de las reglas de un deporte, el participante se convierte en deportista o atleta de una determinada disciplina deportiva y a partir de ese momento surge una vinculación a una serie de reglas y principios del deporte. Quizá valga decir que se crea una suerte de “relación de sujeción especial” por recordar una de nuestras categorías jurídicas más reconocidas del derecho público.

 

2.4 Matices y desacuerdos sobre la tesis del deporte como empresa gobernada por reglas

He aquí la propiedad central en el análisis de Pérez Triviño, puesto que él se concentra precisamente en la reconstrucción del deporte como un sistema de reglas análogo al que H.L.A. Hart planteó en The Concept of Law. Simpatizo plenamente con la adopción de una perspectiva juridicista, que contemple el deporte como una práctica presidida por un sistema de reglas. Sin embargo, dentro de este enfoque (al que seguramente ambos propendamos por nuestra común condición de filósofos del derecho), mis matices tenderán a convertirse más bien en objeciones. Fundamentalmente, no estoy muy seguro de la utilidad de trasladar la distinción entre reglas primarias y secundarias al sistema de reglas del deporte. Como es sabido, en Hart la adición de reglas primarias a las secundarias no es solo una explicación del derecho, sino también una explicación de su propia génesis, de cómo hemos pasado de un mundo prejurídico (gobernado por reglas primarias que fundamentalmente obligan a algo) a un mundo genuinamente jurídico, donde aparece la institucionalización, infundida en el sistema normativo por la inclusión de reglas secundarias. Como es sabido, en la ucrónica reconstrucción de esta génesis histórica (Hart 1992, pp. 115 y ss.), la regla secundaria de reconocimiento es aquella que resuelve el problema de la incertidumbre sobre lo que sea o no institucionalmente vinculante. La regla de cambio (e. g. la que regula la reforma y revisión constitucional) confiere dinamismo a un sistema normativo prejurídico que, en ausencia de tales reglas de cambio, está condenado a permanecer estático. La regla de adjudicación (e. g. art. 117.1 de la Constitución española, que dice quién aplica la Ley) sirve, en fin, para concentrar en unos órganos (i. e. los jueces) la capacidad de aplicar el derecho y resolver así el problema del carácter inórganico de un sistema primitivo, donde rige la aplicación de la justicia por la propia mano. Como sabemos, El concepto de derecho enuncia así una teoría positivista que, sin embargo, pretende superar el imperativismo de Austin y, por tanto, a la luz de esta oposición se entiende la propia distinción entre reglas primarias (que eran los mandatos a los que Austin reducía el derecho) y las reglas secundarias, que son las que tenían por objeto la regulación de las primarias. En términos muy generales, tengo la sensación de que la analogía con el deporte se sostiene en un plano demasiado elemental para justificar su coste (pues toda analogía lo tiene).

Más útil me parece, en cambio, la propia sistematización que de las reglas que involucra el deporte nos ofrece el propio Pérez Triviño y cuya plausibilidad es, según creo, plenamente independiente y neutral con respecto a la hartiana distinción entre reglas primarias y secundarias. En su esquema, las “reglas del juego” son las que “regulan cada modalidad deportiva” y se dividen a su vez en “reglas técnicas”[9] y “reglas de conducta”. Las reglas técnicas presentan un “carácter constitutivo”, puesto que, por decirlo al uso, “crean” ciertas acciones o quizá las recalifican. Por ejemplo, las reglas técnicas indican que cuando la pelota es introducida en la portería contraria, ello cuenta como gol. La consecuencia de no seguir una regla constitutiva es, como sabemos, la nulidad. Introducir la pelota en la portería contraria sin seguir las reglas constitutivas tiene como consecuencia que eso no cuenta como gol. Las “reglas de conducta”, en cambio, son de carácter estrictamente regulativo (prohíben, obligan o permiten) y su infracción puede y suele estar castigada. Por ejemplo, un penalti es una sanción por infringir la regla de conducta del fútbol, que prohíbe tocar la pelota con la mano en ciertas circunstancias.

A las reglas del juego (ya sean técnicas o de conducta), Pérez Triviño añade entonces las “reglas de competición”, que regulan la organización y desarrollo de la competición, las “reglas generales deportivas”, normas de fuerte carácter institucional que provienen del Estado, de las Federaciones o de las Ligas Profesionales y las que regulan el dopaje, por ejemplo. Y, en fin, tenemos las “reglas de organización”, que confieren poderes a los órganos federativos y también a los poderes públicos, dado el carácter híbrido público/privado de la regulación deportiva, que en España se refleja en el ejercicio de funciones públicas delegadas por parte de las federaciones. A todo esto, reitero, no estoy muy seguro de que la extensión analógica de la distinción hartiana entre reglas primarias y secundarias al deporte resulte especialmente fructífera desde un punto de vista explicativo a la hora de clasificar este conjunto de reglas que llamamos genéricamente “derecho del deporte”. Por el contrario, tengo la sensación de que el recurso por parte de Pérez Triviño a Hart a esta altura de la argumentación parece más bien un instrumento retórico para ir contraponiendo su propio positivismo jurídico a la teoría de Ronald Dworkin, mas tomando como campo de juego el deporte en lugar del derecho en general. Veámoslo.

3. Algunas objeciones

3.1 Las concepciones del deporte y las concepciones del derecho

Pérez Triviño se refiere a tres orientaciones fundamentales de la filosofía del deporte: la formalista, la convencionalista y la interpretativista, que, no por casualidad, presentan su correlato en la filosofía del derecho. Y a mi modo de ver, prueba de tal correlación se halla en que tales orientaciones de la filosofía del deporte con sus homólogas jusfilosóficas no se agotan en esas tres teorías. Por ejemplo, me parece que las teorías críticas del deporte de fuerte arraigo en la sociología del deporte presentan una indudable continuidad con sus homólogas jurídicas de corte marxista y postmarxista como, por ejemplo, es el caso los Critical Legal Studies. Y también me parece que cierto realismo jurídico tiene su reflejo filosófico-deportivo en el filósofo del deporte, Claudio Tamburrini (2001, cap. II), singularmente cuando defiende la maradoniana mano de Dios durante el Mundial de 1986 en México, con el argumento de que de la eficacia de cierta práctica –el gol con la mano (de Dios)– cabe derivar su validez.[10] En todo caso, no parece aventurado, en fin, conjeturar que las drammatis personae en la filosofía del deporte y la filosofía del derecho podrían intercambiarse sin violencia, como de hecho así ha sido a veces y así está siendo ahora.

De hecho, la selección por parte de Pérez Triviño de esas tres teorías también parece reproducir la estrategia hartiana de patrimonializar la fuerza aristótelica del virtuoso medio (virtus in medio stat) frente a dos teorías condenadas sumarísimamente al radicalismo, algo que ya hizo en su día el propio Hart (1994) con su famoso artículo, “Una mirada inglesa a la teoría del derecho norteamericana: la pesadilla y el noble sueño”, donde su propia “vigilia” positivista se presentaba como el estado de la conciencia jurídica más razonable frente a dos extremos: la “pesadilla” del realismo jurídico (que nos sume en una insoportable inseguridad jurídica) y el “noble sueño” del antipositivista Ronald Dworkin (que se confía a la idealización del derecho y aun postula la existencia de una única repuesta correcta a toda controversia jurídica).

Conviene subrayar, pues, que Hart con su vigilia evita el noble sueño dworkiniano, sí, pero su pesadilla no era formalista, sino realista.[11] Con todo, Pérez Triviño gracias a este ardid argumentativo ocupa asimismo el centro frente al formalismo y frente al interpretativismo deportivos. Y en efecto, por un lado, parece indiscutible que el formalismo no es de recibo. De hecho, la centralidad de las convenciones deportivas más allá de la letra del reglamento es fácilmente constatable en el deporte. Es conocido el viejo ejemplo de D’Agostino (1981, p. 14) con el baloncesto. Pese a que el reglamento del baloncesto prohibía (en tiempos[12]) todo contacto, éste siempre ha existido hasta un límite que se determinaba convencionalmente. Por tanto, el convencionalismo supera al formalismo, concibiendo el deporte como un conjunto de reglas escritas y también no escritas; pero en todo caso convencionales. Cualquiera que conozca un poco la filosofía del derecho identificará en este argumento el convencionalismo propio del positivismo jurídico en el que, por ejemplo, Juan Carlos Bayón (2002), identifica el núcleo mínimo del juspositivismo. Hasta aquí estoy de acuerdo con Pérez Triviño: el formalismo es insuficiente y el convencionalismo un avance. Sin embargo, frente a tal convencionalismo se alzó a su vez el interpretativismo que en la filosofía del deporte es el trasunto de la teoría del derecho de Ronald Dworkin y a la que, con toda naturalidad, los filósofos del deporte aluden explícitamente para demostrar la insuficiencia del convencionalismo también en sede deportiva (con cita recurrente del caso Riggs v. Palmer[13] incluída). Quizá el autor que de manera más clara haya desarrollado esta trasposición de los planteamientos dworkinianos al deporte haya sido Simon (2016), aunque a mi modo de ver de manera no inobjetable (García Figueroa, 2021, pp. 98 y ss.). Mi desacuerdo con Pérez Triviño (apuntado por él mismo ya en el prólogo que tan amablemente accedió a escribir para Moral de Victoria) se sitúa en este punto precisamente (Pérez Triviño 2021b, pp. 15 y ss.). A juicio de Pérez Triviño, “hay todavía espacio para sostener una concepción hartiana acerca del deporte respecto de dos rasgos centrales: su carácter institucional y la caracterización de los árbitros”. Con ese “todavía”, Pérez Triviño nos informa de la prevalencia de un interpretativismo, que por lo demás me parece razonable. Por mi parte, creo que el convencionalismo hartiano resulta insuficiente y que es necesario reconocer dworkinianamente que el deporte está intrínsecamente vinculado a una corrección que va más allá de la mera convención. Es imposible detallar aquí mi posición al respecto en el ámbito estrictamente jusfilosófico (García Figueroa, 2018) y tampoco en el deportivo (García Figueroa, 2021, cap. 9), pero quizá pueda bastar apuntar, siquiera sea algo dogmáticamente, la imposibilidad de aislar el deporte de una búsqueda de excelencia que vincula conceptualmente el ethos deportivo a cierta corrección moral.

 

3.2 La aplicación de las reglas deportivas y la caracterización de los árbitros

Pérez Triviño muestra su sintonía con la tesis de la discreción judicial de Hart. Con esta tesis, se opone tanto al formalismo como a Dworkin. Se opone al formalismo, que concibe a los jueces como autómatas (y ello en coherencia con una concepción mecanicista de la interpretación judicial que ignora los problemas interpretativos). Y se opone al optimismo dworkiniano (que confía en la existencia de una única respuesta correcta).

Y en efecto, el formalismo habría reducido erróneamente todas las controversias jurídicas a casos fáciles resolubles por medio de un sencillo silogismo judicial. De ahí que el convencionalismo hartiano constate que existen casos difíciles, donde el juez debe ejercer discreción. Asimismo, la tesis hartiana de la discreción se opone, como sabemos, a la dworkiniana tesis de la única respuesta correcta (one right answer thesis), que sostiene que todo juez está sometido a un derecho que, por estar vinculado conceptualmente a la moralidad, siempre nos ofrece una respuesta correcta y, por tanto, no deja margen a discreción alguna. Después de todo, como bien dice Dworkin (1984) “la discreción es como el agujero de una rosquilla” (p. 84). Es decir, la discreción siempre es relativa al sistema jurídico de referencia y toda teoría sobre la discreción es tributaria de la teoría del derecho (positivista o no) que asumamos.

En este punto, Pérez Triviño defiende que Dworkin no tiene razón en el derecho y que, a fortiori, menos la puede tener en su aplicación al deporte, porque los jueces “gozan de menos libertad a la hora de interpretar las reglas en el deporte”. Creo que esta afirmación no hace justicia a Dworkin, porque Dworkin precisamente no cree que los jueces tengan más libertad por tener mayor capacidad interpretativa. Precisamente su rechazo de la discreción judicial implica que los jueces carecen totalmente de ella y que la buena interpretación es la que renuncia a tal discreción judicial (en sentido fuerte) y la que se esfuerza interpretativamente por acercarse lo más posible al ideal de la única respuesta correcta. Dicho de otro modo, conviene no confundir actividad judicial con activismo judicial (García Figueroa, 2009, p. 51). Precisamente, la mayor actividad judicial (e interpretativa sensu largo, inclusive) no redunda en mayor activismo judicial, sino todo lo contrario. Al contrario de lo que sucede con el activismo judicial, cabe afirmar que, a mayor actividad judicial, mayor sometimiento al derecho. Y ello en la medida en que tal actividad suponga saturar al máximo la justificación de las decisiones. Con todo, nada tendría que objetar a Pérez Triviño, si lo que quiere afirmar es que la actividad interpretativa de los árbitros suele ser menor que la de los jueces (aunque, como veremos, eso no la excluya necesariamente de la labor arbitral).

Con el fin de demostrar las singulares (e incapacitantes) limitaciones del interpretativismo dworkiniano en el deporte, Pérez Triviño sitúa la asimetría entre la labor arbitral deportiva y la labor jurisdiccional de los jueces en tres aspectos distintivos del razonamiento judicial relativamente ausentes del deporte, a saber: la distinción entre justificación interna y externa, la exigencia de motivación y la existencia de un proceso intelectivo previo. Examinemos esos tres asuntos por separado. 

3.2.1 Sobre la justificación interna y la justificación externa

A juicio de Pérez Triviño (2025), “en el ámbito de la actividad arbitral parece que sólo exista justificación externa (…) [Los árbitros] (n)o llevan a cabo una justificación interna en ningún caso y solo en muy pocas ocasiones motivan la elección de las premisas normativas y fácticas” (sección 4.3). En este punto, debo discrepar de Pérez Triviño. En realidad, los árbitros están efectuando continuamente actos de justificación interna. Ciertamente, a veces sólo vemos el resultado final de tal justificación: la conclusión; pero muy a menudo la justificación interna se nos muestra en toda su extensión. Por ejemplo, supongamos que, en un partido de vóley del equipo juvenil de la Universidad de Granada, el enérgico remate de una de sus jugadoras entra dentro de los límites del campo contrario. En tal caso, el árbitro usará el silbato para suspender el juego, elevará ambos antebrazos en paralelo y extenderá el brazo del lado del equipo que gana el punto. Aunque no haya pronunciado palabra, nos encontramos con todos los elementos de un acto de justificación interna, puesto que puede ser reconstruido como un “silogismo perfecto”, que diría Beccaria:

— Premisa mayor o normativa:  Un equipo anota punto por hacer tocar exitosamente el balón en el piso del campo de juego adversario (art. 6.1.1.1 del reglamento).

— Premisa menor o fáctica: El equipo juvenil de la Universidad de Granada ha hecho tocar exitosamente el balón en el piso del campo de juego adversario (lo que indica el árbitro elevando sus antebrazos paralelamente).

— Conclusión: El equipo juvenil de la Universidad de Granada anota un punto (lo cual es señalado por el árbitro extendiendo su brazo hacia el campo de la Universidad de Granada, para su registro por el otro árbitro que controla el tanteo).

Ciertamente, la premisa mayor no suele hacerse explícita, porque todos los participantes deben conocerla; pero, como vemos, sí lo son (aunque en un lenguaje no verbal) tanto la premisa menor como la conclusión, que todos deben entender porque se expresa mediante un sistema de signos de sobra regulados y conocidos. Si lo que quiere decir Pérez Triviño es que los árbitros a menudo se limitan a exponer la conclusión de tal razonamiento, ello no es en ningún caso un argumento para negar que la decisión esté justificada (internamente). Es decir, el razonamiento puede ser más o menos explícito, pero eso no significa que no esté internamente justificado. Desde luego, cabría plantearse algunas dificultades interpretativas. Por ejemplo, qué signifique en la regla “exitosamente” y ello requeriría entonces hacer explícito otro artículo del reglamento que indica que el balón ha caído “dentro si en cualquier momento de su contacto con el piso, cualquier parte del balón toca el campo de juego, incluyendo las líneas de delimitación” (art. 8.3 del Reglamento). En otras palabras, podemos ampliar la cadena de premisas más y más a fin de hacer explícitas todas las reglas del juego relevantes, pero su carácter implícito no les priva de su fuerza justificatoria en el caso.

En realidad, sospecho que mi discrepancia con el planteamiento de Pérez Triviño en este punto obedezca más bien a una diferente interpretación de lo que signifique “justificación interna” y “justificación externa”. Como es sabido, esta distinción se debe a Jerzy Wróblewski y ha sido empleada con profusión entre teóricos de la argumentación jurídica tan prominentes como Robert Alexy o Neil MacCormick (éste solía hablar de “justificación de primer y segundo orden”, respectivamente). Wróblewski (2001) afirma que “una decisión está INjustificada [i. e. justificada internamente] si se infiere de sus premisas según las reglas de inferencia aceptadas” y añade que “una decisión está EXjustificada [i. e. justificada externamente] cuando sus premisas están calificadas como buenas según estándares utilizados por quienes hacen la calificación” (p. 52). A la luz de estas definiciones no cabe concluir, como hace Pérez Triviño, que los árbitros prescindan de una justificación interna y formulen directamente una justificación externa. A lo sumo, sería posible afirmar lo contrario. Por lo demás, que una justificación no sea plenamente explícita no significa que no haya justificación.

3.2.2 Sobre la exigencia de motivación

Según Pérez Triviño, que sigue aquí al criterio de Jorge Malem, “los jueces tienen el deber de motivar sus decisiones, esto es, describir el proceso intelectivo seguido por el juzgador para alcanzar una decisión”. Personalmente, creo que esta definición de la motivación judicial no es correcta. Motivar (i. e. justificar) una decisión no puede ser “describir el proceso intelectivo seguido por el juzgador”. Es más, en términos justificatorios, el proceso intelectivo del juzgador es irrelevante y describirlo probablemente resultara algo demasiado complicado y que quizá debiéramos encargar a un neurofisiólogo.

Aquí procede recordar, por tanto, otra famosa distinción, propia de la teoría de la argumentación: la distinción entre contexto de descubrimiento y contexto de justificación. Esta distinción, central en la filosofía de la ciencia de Hans Reichenbach, precisamente distingue entre proceso y producto de la ciencia para concentrarse a renglón seguido en el producto y prescindir del proceso. Por poner un ejemplo pintoresco, en el proceso que llevó a Newton a formular la Ley de la gravedad cabría incluir el impacto que le produjo a Newton la caída de una manzana sobre su cabeza, pero eso es irrelevante en términos de justificación (motivación, dirían los juristas) del producto, la Ley de la gravitación universal. Lo único que debe importarnos es (la justificación de) el producto de ese proceso intelectivo (la teoría de la gravedad). Análogamente, la teoría de la argumentación jurídica prescinde del “proceso intelectivo” del juez y se concentra en la justificación del producto (i. e. la sentencia judicial). Cuando identificamos la justificación de una decisión con su “proceso intelectivo” estamos asumiendo, en fin, una concepción realista del razonamiento jurídico incompatible con los planteamientos del propio Hart, pues para él el realismo era una verdadera “pesadilla”.

3.2.3 Sobre la existencia de un “proceso intelectivo” previo

Y es precisamente esa concepción realista de la justificación como “descripción del proceso intelectivo” lo que, paradójicamente, proporciona máxima relevancia en el esquema de Pérez Triviño a la presunta inexistencia de un proceso intelectivo previo a la decisión arbitral. Aunque nuestro autor trate de desmarcarse del realismo jurídico (“la estructura a nivel formal no siempre coincide con el proceso psicológico concreto que desarrolla el juez”), a mí me parece que la definición de justificación como “descripción del proceso intelectivo del juez” vicia de raíz con jusrealismo cualquier argumento. Ciertamente, a favor de su planteamiento habla que el propio Dworkin (1984) afirma “que el derecho no es como el béisbol” (p. 93), sugiriendo que el deporte es cosa de reglas, mientras que el derecho es un sistema de reglas, pero también de principios con una fuerte impronta moral. Sin embargo, yo no creo que ello invalide una concepción interpretativista del deporte. Veámoslo.

En realidad, una vez que el proceso intelectivo de la justificación es irrelevante y solo nos interesa su producto, entonces tal proceso comienza a perder relevancia tanto en el derecho como en el deporte. Y ello por más que Pérez Triviño insista en asociar la justificación al proceso de decisión para fijar en ese momento, en el proceso de decisión, la diferencia fundamental entre jueces y árbitros. Lo que, en definitiva, viene a decirnos Pérez Triviño es que, en ese proceso de decisión y a diferencia de los jueces que aplican el derecho, los árbitros deportivos no tienen tiempo para deliberar. Creo que esta es la cuestión fundamental en el planteamiento de Pérez Triviño y nadie duda de su relevancia práctica; aunque personalmente creo que exagera su importancia a la hora de cuestionar el interpretativismo.

Estas son sus palabras:

En el derecho, la teoría dworkiniana es factible ya que los jueces y tribunales deben exponer las razones que le llevan a aplicar principios en lugar de reglas escritas y de esta manera, otros operadores jurídicos pueden controlar la razonabilidad de sus decisiones. Así, por ejemplo, en el conocido caso Riggs vs. Palmer. Cuando se presenta un caso difícil, el juez tiene que reconstruir todos los materiales jurídicos en juego, incluidos los de naturaleza moral (los principios), para tratar de alcanzar una solución que sea coherente con el sistema jurídico en su conjunto. El juez debe tratar de alcanzar una solución correcta que sea la mejor respuesta que pueda obtenerse del derecho.

Pero esto no sucede en el mundo de la adjudicación arbitral. Los árbitros deben tomar decisiones en décimas de segundo y, por lo tanto, además de carecer de autoridad para ello, no tienen tiempo para evaluar si una determinada interpretación de las reglas u otra favorece más el desarrollo de la excelencia deportiva (Pérez Triviño, 2025, sección 4.3).

Es decir, lo que nos viene a decir Pérez Triviño es que, aun asumiendo como válida para el derecho la teoría de Dworkin, esta no podría aplicarse al deporte a causa de estas particularidades del proceso decisional de la labor arbitral. A su juicio, “su papel [el de los árbitros deportivos] presenta características más propias de los ‘policías’ (Pérez Triviño, 2025, sección 4). Y es que, si se observa detenidamente, los árbitros no tienen la posibilidad de reflexionar y ponderar la aplicación de las reglas (más allá de que esporádicamente lo hagan) a los casos concretos” (Pérez Triviño, 2025, sección 4). Dejando a un lado que Pérez Triviño insiste en centrarse en el contexto de descubrimiento (el proceso) de las decisiones para evaluar la calidad de la justificación (del producto) y que, por cierto, tampoco es cierto que los jueces siempre se hallen precisamente en una habermasiana “situación ideal de diálogo” a la hora de dictar sus sentencias; existen casos que demuestran que incluso en ese breve tiempo de deliberación de que los árbitros disponen para tomar decisiones, ellos son conscientes de que los principios de justicia forman parte esencial del ethos deportivo y aplican el reglamento en consecuencia.

Quizás pudiera ilustrarlo un “caso difícil” resuelto por un árbitro siguiendo la “lógica” del caso Riggs contra Palmer (Morgan, 2018, p. 94) y al que me refiero con el mismo propósito en otro lugar (García Figueroa, 2021, pp. 99 y ss.). Durante un partido de béisbol disputado en 1897, Reddy Mack terminó su carrera placando al cácher tras atravesar la base. Este placaje permitió a dos jugadores del equipo de Mack terminar su carrera tras él. La regla prohibía a los corredores perturbar al cácher (el receptor), como hizo Mack; pero éste adujo haber dejado de ser corredor cuando alcanzó al cácher, lo cual convertía en improcedente la aplicación de la regla que sancionaba su placaje con la invalidez del punto. Pese a tal literalidad, el árbitro sancionó la acción de Mack, reconociendo un principio de justicia no escrito; pero claramente válido para ese caso. El árbitro consideró inaceptable, bajo una interpretación razonable del béisbol, que el corredor pudiera placar al cácher, con la excusa de haber superado la base. En consecuencia, Mack fue descalificado y los puntos de sus dos compañeros anulados.  Este caso demostraría que el deporte no sólo está conformado por reglas (estrictas y normalmente escritas como la regla de béisbol invocada por Mack en su literalidad), sino también por principios (ponderables y más o menos implícitos, como el aplicado en justicia por el árbitro en el caso Reddy Mack). En realidad, el deporte resulta ininteligible privado de una serie de principios morales inherentes a su práctica y cuya presencia se hace manifiesta o explícita, como vemos, cuando argumentamos en los llamados casos difíciles.

Además, si bien es cierto que los árbitros no tienen tanto tiempo para deliberar, también hay que reconocer que las cuestiones que dirimen presentan una complejidad normalmente inferior a los problemas jurídicos por una característica propia del deporte y que consiste en que sus reglas se proyectan sobre un marco de actuación extremadamente estilizado. Es decir, todo sucede en un campo demarcado por unas líneas que delimitan espacios, en un tiempo claramente definido, entre unos sujetos que conocen las reglas y siempre bajo la supervisión de los árbitros. Son circunstancias que estilizan los conflictos y facilitan su resolución. En otro lugar (García Figueroa, 2021, pp. 293 y ss.) he sostenido que el deporte pretende exponernos a problemas morales de forma más concentrada y pura simplificando en unas breves y simples coordenadas espacio-temporales lo que en la vida real suele ser mucho más complicado. Es algo parecido a lo que sucede con muchos experimentos mentales como, por ejemplo, el famosos caso del tranvía desbocado. La trolelogía –es el neologismo que propongo para “trolleyology” (García Figueroa, 2021, p. 293)– asume que sólo simplificando al máximo un caso (i. e. reduciendo también el margen de interpretación) es posible explorar los resortes últimos de nuestro universo moral. En este aspecto, el deporte, la literatura y los experimentos mentales se aproximan muy significativamente (García Figueroa, 2021, pp. 286 y ss.).

Por otro lado, hay quien quizá pudiera objetar el caso Reddy Mack por su carácter excepcional, es decir, porque de ordinario no se efectúan juicios prácticos de esa profundidad en el deporte en tan poco tiempo (aunque en esa búsqueda de justicia, el fútbol no haya dudado en conceder un tiempo al VAR, ni el vóley al “challenge”). Sin embargo, el caso difícil no deja de ser significativo porque sea excepcional.  En primer lugar, frente a la gran masa de casos rutinarios, es normal que un caso difícil necesitado del recurso a una argumentación práctica más compleja sea infrecuente. Y entonces descubrimos, en segundo lugar, que los casos excepcionales son los más significativos para examinar la relación conceptual entre deporte y moralidad, precisamente porque es en esos casos límite, cuando podemos advertir los verdaderos límites del deporte con respecto a la moralidad. Es entonces cuando asoma una parte de su funcionamiento que normalmente no se manifiesta, porque no es necesaria o se da por sobreentendida. Los casos difíciles son, en definitiva, las verdaderas piedras de toque para conocer la naturaleza del deporte, de manera análoga a como “los casos difíciles son sensores por medio de los cuales puede ser establecida la naturaleza del derecho” (Alexy, 1989, p. 181).

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* Doctor por la Universidad de Castilla-La Mancha, España. Catedrático de Filosofía del derecho, Universidad de Castilla-La Mancha, España. Correo electrónico: alfonsoj.gfigueroa@uclm.es

[1] Tengo la sensación de que este temor subyacía a algunas objeciones que se me plantearon a este aspecto de mi ponencia, que bajo el título “Deporte y razón práctica”, presenté al Law & Philosophy Colloquium de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona el 08/10/2020.

[2] Véase, por ejemplo, Martínez, 2011.

[3] Véase The Guardian, 15 de agosto de 2014: https://www.theguardian.com/sport/2014/ aug/15/deaths-world-chess-olympiad-norway.

[4] Salvo en Cuba, donde los ajedrecistas gozan del estatus de “glorias deportivas” junto a los atletas de otras 35 disciplinas (art. 3 Decreto-Ley núm. 27 “Del régimen especial de seguridad social a los atletas activos categorizados y a las glorias deportivas”: Gaceta Oficial de la República de Cuba, de 10 de marzo de 2021).

[5] Me refiero, por ejemplo, al SmokinEd’s Pepper Eating Challenge celebrado el 3 de agosto de 2019 en la localidad estadounidense de Puckerbutt.

[6] En 1978, el campeón de Francia de la especialidad, François Bruat logró comer 2,7 kilos de judías blancas en un cuarto de hora. Tomo la noticia del periódico Republique des Pyrénées, julio de 1978 (apud Bourdieu 2016, 454).

[7] A principios de mayo se celebra cada año el Festival del queso rodante del condado de Gloucester (Cooper’s Hill Cheese-Rolling and Wake). Ese día se arroja desde lo alto de una empinadísima cuesta de 200 yardas de longitud un queso de entre tres y cuatro kilos. Tras el queso, que puede alcanzar los 100 kms/h, se lanzan seguidamente unos concursantes que luchan por hacerse con ese trofeo.

[8] Sobre su relevancia, véase Pérez Triviño, 2021.

[9] En el sentido en que se habla de reglas técnicas en la filosofía del deporte como reglamento deportivo, que es distinto del significado que adquiere este sintagma en la filosofía general, i.e. guía del comportamiento para conseguir ciertos fines a partir de una serie de medios, e. g. “si quieres agua en ebullición, entonces debes calentarla en condiciones normales a 100ºC”.

[10] En realidad, Tamburrini defiende la validez del gol, porque todos los participantes actúan así y además todos actuarían como Maradona, si pudieran. Véase una crítica a tal planteamiento en García Figueroa (2021, cap. 10, esp. pp. 332 y ss.).

[11] Véase, por ejemplo, Moreso (1997, p. V).

[12] Actualmente, el art. 33.11 del reglamento de la FIBA afirma en cambio que “tocar al oponente con la(s) mano(s) no es, de por sí, necesariamente una falta”.

[13] Popularizado por Ronald Dworkin (1984, p. 73), este caso, conocido habitualmente como “caso Elmer”, se sustanció a finales del siglo XIX en el Estado de Nueva York cuando el parricida de su propio abuelo reclamó la herencia de éste. Aunque en primera instancia se le dio la razón a Elmer porque no existía regla escrita en el Derecho de sucesiones del Estado de Nueva York que le impidiera a Elmer recibir la herencia de su víctima, la Corte de Apelación le privó de ella basándose en un principio no escrito: Nadie puede beneficiarse de su propio crimen.