ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 32, 1-2024, pp. 163 a 246
La concepción artefactualista de las normas de comportamiento: una réplica a Arriagada, Rodríguez y Godinho
The Artifactualist Conception
of Conduct Norms: A reply to Arriagada, Rodríguez and Godinho
Juan Pablo Mañalich R.*
Recepción: 06/05/2024
Evaluación: 13/05/2024
Aceptación final: 20/05/2024
Resumen: Esta réplica ofrece una respuesta a los comentarios de Arriagada, Rodríguez y Godinho, centrada en los siguientes problemas: el entendimiento de las preguntas ontológicas sobre el cual se asienta la categorización de las normas jurídicas como artefactos institucionales abstractos; la relación existente entre las normas y el lenguaje, a propósito de la reconstrucción crítica de las concepciones expresiva e hilética y de la clarificación de cómo se conectan la semántica y la pragmática; la inteligibilidad de la postulación de artefactos culturales abstractos, entendidos como entidades dependientes de actitudes intencionales, y de la categorización de las normas jurídicas como entidades de esta clase; y la compatibilidad de la caracterización ontológica de las normas de comportamiento punitivamente reforzadas como artefactos institucionales con su caracterización funcional como razones autoritativas y externas para la acción, en consideración a las implicaciones que esa doble caracterización tiene para la teoría de los sistemas de derecho penal.
Palabras clave: ontología, significado y fuerza, artefactos abstractos, teoría de las normas.
Abstract: This reply offers an answer to the comments made by
Arriagada, Rodríguez and Godinho, focused on the following problems: the
understanding of ontological questions that supports the categorization of
legal norms as institutional abstract artifacts; the relation that holds
between norms and language with regard to the critical reconstruction of the
expressive and the hyletic conception and the clarification of how semantics
and pragmatics are interconnected; the intelligibility of both the postulation
of abstract cultural artifacts, understood as entities that depend on
intentional attitudes, and the categorization of legal norms as entities of
that kind; and the compatibility of the ontological characterization of penally
reinforced conduct norms as institutional artifacts with their functional
characterization as authoritative external reasons for action, in reference to
the implications that this double characterization has for the theory of
criminal law systems.
Keywords: ontology, meaning and force,
abstract artifacts, theory of norms.
Quiero partir agradeciendo a Beatriz Arriagada, Jorge Rodríguez e Inês Fernandes Godinho por las observaciones y objeciones que, en sus respectivos comentarios, han ofrecido respecto de buena parte de los planteamientos expuestos en mi artículo “Las normas de comportamiento como artefactos deónticos” (en lo que sigue, “NCAD”). Su lectura atenta y a la vez crítica del texto se ve reflejada en la detección de múltiples aspectos en los cuales la argumentación desarrollada en ese trabajo amerita ser contextualizada, ampliada o reforzada, para así, ojalá, conferir más robustez al enfoque allí presentado. El foco temático de cada uno de los tres comentarios hace posible organizar la presente réplica según lo explico a continuación.
En primer lugar, buscaré hacerme cargo de los múltiples puntos que Arriagada marca en cuanto a las premisas e implicaciones de mi aproximación al problema del estatus ontológico de las normas jurídicas. A partir de ello, y en segundo lugar, me ocuparé de las debilidades e insuficiencias que, según Rodríguez, aquejarían a mi argumentación dirigida a mostrar la inviabilidad teórica tanto de la concepción expresiva como de la concepción hilética en consideración a la clase de entidades a la que tendría que pertenecer una norma jurídica, a propósito de lo cual revisaré críticamente el argumento que él presenta a favor de una concepción “semántico-pragmática”. En tercer lugar, procuraré reforzar mi defensa de la superioridad teórica de una concepción artefactualista de las normas jurídicas, haciéndome cargo de los contraargumentos esgrimidos por Rodríguez. Ello me llevará, en cuarto lugar, a volver sobre la categorización de las normas de comportamiento punitivamente reforzadas como artefactos deónticos, que tanto Rodríguez como Godinho someten a un escrutinio crítico. Esto último proveerá el contexto para enunciar, en diálogo inmediato con Godinho, algunas consecuencias de la adopción de la concepción artefactualista para la elaboración de una teoría de las normas del derecho penal.
En cuanto a las objeciones que, en NCAD, esgrimo contra las concepciones “expresiva” e “hilética”, célebremente distinguidas por Alchourrón y Bulygin (1997 y 2021), Arriagada pone su foco en mi caracterización de la relación en la que se encontrarían esas dos concepciones. A este respecto puede ser conveniente despejar un malentendido en el que, según me parece, incurre Arriagada. Esta observa que yo reconocería “que es discutible y discutido que las concepciones expresiva e hilética sean mutuamente excluyentes”, pero estima desafortunado que en mi trabajo este punto sea dejado a un lado, dado que lo me interesaría enfatizar sería, más bien, que ellas no son conjuntamente exhaustivas. Y ello sería desafortunado porque, por esa vía, yo pasaría por alto la posibilidad de que sea articulada alguna “concepción intermedia que considere elementos tenidos en cuenta por las concepciones expresiva e hilética” (Arriagada, 2024, sección 4).
Más adelante volveré sobre la particular versión de una concepción genuinamente intermedia que Rodríguez presenta en su comentario.[1] Ahora me interesa resaltar, únicamente, que la insistencia de Arriagada en la importancia de no perder de vista la posibilidad de dar forma a una concepción intermedia, que combine los compromisos teóricos que respectivamente dan forma a las concepciones expresiva e hilética, responde a su preocupación por subrayar que, bajo una cierta reformulación (a su juicio) admisible de la concepción expresiva, esta tendría que ser tomada como proveyendo una respuesta a una pregunta distinta de aquella que resultaría respondida a través de la concepción hilética. Para esto, Arriagada se apoya en la propuesta de Guastini (2018), según quien el “‘problema ontológico’ de las normas” tendría que ser descompuesto en dos problemas “distintos y parcialmente independientes”, a saber: el relativo al tipo de entidad en la que consiste una norma jurídica, por un lado, y el relativo a las condiciones de cuya satisfacción depende que exista una norma jurídica, por otro. Mientras que la concepción hilética proporcionaría una respuesta a la primera pregunta, consistente en que las normas jurídicas serían entidades abstractas, y más precisamente “significados”, la reconstrucción más plausible de la concepción expresiva la presentaría como brindando una respuesta a la segunda pregunta, consistente en que las normas jurídicas, qua “significados”, adquirirían existencia en cuanto producidas a través de “actos lingüísticos de prescripción”.
Arriagada acierta al observar que el texto pertinente de Guastini (2018) “apenas” es citado en NCAD. Para explicar por qué ello es así, cabe partir notando que allí evito hablar de tal cosa como “el problema ontológico de las normas”, justamente para evitar la confusión de las dos preguntas correctamente distinguidas por Guastini. En cambio, opto por hablar del problema concerniente al “estatus ontológico” de las normas, para aludir así, en lo inmediato, a la primera de esas dos preguntas. En una reciente contribución, Chiassoni (2022, pp. 223-225) ha propuesto denominar “problema metafísico” al problema de determinar el tipo de entidad en la que consiste una norma jurídica, en tanto que “problema existencial” al problema de identificar sus condiciones de existencia. Acertadamente, Chiassoni nota la prioridad que tiene la solución del problema metafísico frente a la solución del problema existencial: el esclarecimiento de las condiciones de cuya satisfacción pueda depender la existencia de una entidad E dependerá, crucialmente, del esclarecimiento de la clase de entidades a la que pertenezca E.
Haciendo uso de una terminología filosóficamente menos cargada, Thomasson (1999) describe el programa de toda ontología filosófica como uno que se descompondría en dos tareas, la primera de las cuales consistiría en “presentar las categorías en las cuales puede afirmarse que existen [tales o cuales] cosas, sin compromiso en cuanto a si tales categorías se encuentran ocupadas” (1999, pp. 115-117), en tanto que la segunda tarea consistiría en determinar “qué es lo que realmente hay”. A partir de esto, Thomasson denuncia la tendencia, seguida por muchos ontólogos contemporáneos, a descuidar la dedicación a la primera tarea, lo cual los llevaría a examinar aisladamente si debería reconocerse existencia a ítems de cualesquiera géneros. Quien procede de este modo haría suyo el método propio de un “enfoque fragmentario” o “por partes” (piecemeal approach), el cual sería “incapaz de proveer la base para una ontología comprehensiva y sistemática” (Thomasson, 1999, p. 116). La concepción artefactualista de las normas jurídicas de comportamiento bosquejada en NCAD pretende anclarse en lo que, por contraste, cabría denominar un “enfoque categorial”. De acuerdo con este, la pregunta de si algo existe sólo puede ser respondida sobre la base de “un previo sistema de categorías extraído con arreglo a criterios relevantes para tomar decisiones ontológicas y esbozar qué tipos de cosas pudiera haber sin prejuzgar la cuestión de qué es lo que hay” (Thomasson, 1999, p. 117).[2]
En el contexto de la tradición wittgensteineana en la cual se inscribe el programa neocarnapiano de una “ontología fácil” delineado por Thomasson (2015, pp. 4-13),[3] el enfoque categorial asume la forma de una aproximación “deflacionaria”, bajo la cual la metafísica no es entendida como un “estudio de la ‘esencia del mundo’ de re”, sino más bien como una indagación “acerca de los conceptos estructurales más generales que informan nuestro pensamiento” (Hacker, 2010, p. 11). En estos términos, lo que desde otro punto de vista parecerían ser descripciones que expresarían “verdades necesarias” resulta ser nada más que un conjunto de “observaciones gramaticales”, con cargo a que determinar el significado de un término, también cuando se trata de un término que tomamos como expresivo de alguna categoría ontológica, equivale a identificar su “lugar en la gramática” (Wittgenstein, 1989, § 23). Valiéndonos de un ejemplo ofrecido por Hacker (2010), preguntémonos qué es lo expresado por una oración como esta: “un objeto material es una entidad ocupante de espacio tridimensional que puede estar en movimiento o en reposo y que se compone de materia de algún tipo u otro” (p. 8).[4] Contra las apariencias, lo así expresado no es una descripción de aquello en lo que consiste un objeto material, sino un conjunto de reglas para el uso de la frase nominal “objeto material”, que especifican propiedades y relaciones que son constitutivas de, y por ello “internas” a, que algo sea un objeto material.
Esto tendría que contribuir a explicar por qué es importante reconstruir la distinción entre las concepciones expresiva e hilética como una distinción referida a la categoría de entidad en la que consiste una norma jurídica. Precisamente esto explica la insistencia de Alchourrón y Bulygin (1997 y 2021) en el punto, asimismo enfatizado por Caracciolo (1997, p. 162), de que lo así planteado sería una distinción entre dos concepciones mutuamente excluyentes y conjuntamente exhaustivas. Pues la exhaustividad conjunta y la exclusión recíproca son las dos condiciones de adecuación que, como observa Thomasson (1999, p. 117), tendrían que verse cumplidas por el correspondiente sistema de categorías. Aquí radica, en mi opinión, la indesmentible importancia teórica de la controversia abierta por la seminal contribución de Alchourrón y Bulygin.
Desde este último punto de vista, la estrategia favorecida por Arriagada, consistente en abrazar la invitación de Guastini (2018) a asumir que, en realidad, las concepciones expresiva e hilética no serían mutuamente excluyentes, porque solo una de ellas –a saber: la hilética– sería pertinente como respuesta a la pregunta categorial, supone renunciar a comprender la pugna asociada a la defensa de una u otra concepción como una pugna concerniente al estatus ontológico de las normas jurídicas. En tal medida, la de Guastini es una concepción solo aparentemente intermedia.[5] Arriagada parece no advertir que la demostración de la falta de exhaustividad conjunta de las concepciones expresiva e hilética que se obtiene de la negación de su exclusión recíproca deviene una trivialidad. Y más todavía: si se asume que una y otra concepción ofrecen respuestas a preguntas distintas, entonces deja de tener sentido siquiera tematizar la posibilidad de que ellas pudieran ser conjuntamente exhaustivas.
Las disquisiciones anteriores hacen posible considerar otra objeción levantada por Arriagada. Esta apunta a que, en general, el debate referido al estatus ontológico de las normas jurídicas ha sido presentado
como un debate acerca de si ellas son entidades empíricas (como propondrían algunas interpretaciones de la concepción expresiva), si ellas son entidades abstractas (como propondría la concepción hilética), o si para clarificar su estatus ontológico es preciso valerse de alguna combinación de los elementos tenidos en cuenta por las concepciones expresiva e hilética (sección 3).
A pesar de que Arriagada nota que, para plantear ese mismo contraste, yo no utilizaría “la misma terminología”, ella sostiene que “delimitar así el debate” sería un error que me llevaría a atribuir a mi propia propuesta “más originalidad [que] la que realmente tiene” (sección 3).
Lamento tener que explicitar que no reclamo originalidad alguna respecto de la concepción artefactualista de las normas jurídicas, lo cual queda documentado en la bibliografía, citada en NCAD, en la cual hago descansar su presentación. Esto no obsta a que la tematización de una ontología artefactualista de las normas jurídicas pueda resultar relativamente novedosa en un (más bien acotado) universo de discurso que, hasta la fecha, ha tendido a ignorar esa bibliografía. Pero lo importante aquí es que, si el problema concerniente al estatus ontológico de las normas jurídicas es entendido, primordialmente, como uno de índole categorial, entonces tendría que ser fácilmente comprensible que, para preparar la argumentación “constructiva” a favor de la concepción artefactualista, mi énfasis quede puesto en si las concepciones expresiva e hilética resultan ser conjuntamente exhaustivas, y no, en cambio, en si ellas son mutuamente excluyentes. Pues, en la medida en que, de acuerdo con la argumentación “destructiva” ofrecida en NCAD, ni la concepción hilética ni la concepción expresiva logren ofrecer una respuesta satisfactoria a la pregunta acerca de la categoría de entidad en la que puede consistir una norma jurídica, es altamente improbable que una concepción intermedia pueda hacerlo. Esto, porque es altamente improbable que de una combinación de dos respuestas categorialmente inadecuadas a la pregunta por el estatus ontológico de las normas jurídicas pueda obtenerse una respuesta categorialmente adecuada a esa misma pregunta.
Por supuesto, decir lo anterior no equivale a demostrar que las respuestas ofrecidas por las concepciones expresiva e hilética son categorialmente inadecuadas, ni a demostrar que la respuesta ofrecida por la concepción artefactualista es categorialmente adecuada. Ello dependerá de cuán robusta sea la argumentación respectivamente “destructiva” y “constructiva” desplegada en NCAD, y reforzada en esta réplica. Pero esta aclaración sí debería disipar, o al menos debilitar, la suspicacia que Arriagada declara tener en cuanto a la solidez de la conexión entre la pars destruens y la pars construens del proyecto.
Sin embargo, la clarificación precedente no priva de pertinencia a la observación de Arriagada en cuanto a que, para reconstruir el debate asociado a la contraposición de las concepciones expresiva e hilética, yo echo mano a una terminología divergente de la que, según ella, sería prevaleciente en el desenvolvimiento de ese debate. Arriagada entiende que, a lo menos a partir de la decisiva contribución de Caracciolo (1997), el debate ha girado en torno a si las normas jurídicas son o bien “entidades empíricas” o bien “entidades abstractas”. Y ella agrega que, dada la relación que según mi parecer “se verifica[ría] entre el concepto de norma jurídica y su estatus ontológico” (sección 2), yo estaría “presuponiendo un modo o sentido de existencia, así como el tipo de entidad que una norma jurídica es” (sección 2). Pues, si se sostiene que “tratar algo como existente equivale, trivialmente, a decir que es una entidad” (sección 2) y que es conveniente dar ese trato a las normas jurídicas, entonces se estaría asumiendo “que ellas no son entidades empíricas en el sentido en que esta expresión es usada” (sección 2) al interior del debate que yo pretendo reconstruir. Y esto redundaría en que “[p]ara Mañalich decir que una norma existente es una entidad empírica [sería] una contradicción en los términos porque tratar a las normas como existentes […] implica asumir que ellas no se identifican con (ni son reducibles a) hechos empíricos” (sección 2). Esta es una conclusión que yo sólo podría caracterizar como absurda. En lo que sigue quisiera mostrar que son algunas premisas que Arriagada da por sentadas en su análisis, sin que ellas encuentren apoyo textual alguno en NCAD, las que la llevan a alcanzar esa conclusión.
La expresión “entidad empírica” no figura en lo absoluto en NCAD, en tanto que la expresión “entidad conceptual” solo aparece en el contexto de citas a obras ajenas. Esto no es casualidad. Antes bien, entiendo que se incurre en una doble confusión categorial cuando, como lo hace Arriagada, se tienen por equivalentes las expresiones “entidad concreta” y “entidad empírica”, para entonces contraponerlas a las expresiones “entidad abstracta” y “entidad conceptual”.[6]
En primer lugar, hay buenas razones para sostener que el adjetivo “empírico” no alude a la forma en la cual algo pudiera existir o no existir, sino más bien al modo en el cual es posible saber de su existencia. De ahí que, más rigurosamente, pueda sostenerse que la caracterización de una entidad como empírica suponga conferirle el estatus de un objeto observable, en oposición al de un objeto teórico. En la senda marcada por Sellars, la distinción así trazada tiene naturaleza epistemológica o metodológica, y no ontológica (Brandom, 2015, pp. 59-60). Que, así entendida, la distinción en cuestión no tiene pedigrí ontológico, quiere decir que los objetos de uno y otro carácter no se corresponden con entidades de tipo diferente (Brandom, 2015, p. 114). Y tendría que ser claro que esta no es la misma distinción que aquella entre objetos concretos y objetos abstractos, la cual sí tiene naturaleza ontológica. Esto explica que sea precisamente respecto de la categoría de los objetos abstractos que muchas veces se adopte alguna forma de nominalismo ontológico.[7]
En segundo lugar, tampoco me parece afortunado asimilar, como lo hace Arriagada, la caracterización de una entidad como abstracta a su caracterización como “conceptual”. La sugerencia de que existiría algo así como un continuo entre dos polos, uno “empírico” y otro “conceptual”, a lo largo del cual el hecho de que tal o cual entidad exista podría exhibir una mayor o menor dependencia respecto de los conceptos que empleamos al dar cuenta de su existencia, me parece enteramente infundada. Pues, según lo ya explicado, el adjetivo “empírico” es expresivo de una noción epistemológica, y no ontológica.[8] En el presente contexto, sin embargo, basta con observar que la sugerencia de Arriagada es incompatible con el deflacionismo metaontológico sobre el cual descansa la argumentación desarrollada en NCAD. Una breve reseña de esta aproximación deflacionaria hará posible advertir por qué es errado que Arriagada concluya que, al supuestamente afirmar “que, a partir de la observación del discurso de los hablantes competentes, es posible inferir que las normas jurídicas existen, [yo] ya estaría presuponiendo […] el tipo de entidad que una norma jurídica es” (sección 2).
En lo inmediato, cabe notar que en ningún pasaje de NCAD se lee algo parecido a lo que, según Arriagada, yo afirmaría, a saber: que sería posible inferir que las normas jurídicas existen “a partir de la observación del discurso de los hablantes competentes” (sección 2). Esto último es bastante cercano a lo que, en otro lugar, Arriagada (2022) ha planteado al sostener que la distinción entre las normas jurídicas regulativas y constitutivas, al menos según la formulación que esa distinción ha recibido de parte de algunos filósofos del derecho, presupondría “una tesis ontológica descriptiva según la cual las normas existen precisamente porque así lo creen dichos especialistas” (p. 403). Pero estas son palabras suyas, no mías. Mi impresión es que Arriagada entiende que algo como lo así afirmado estaría implicado por lo que sí se dice en NCAD en cuanto a que, bajo un enfoque deflacionario y comprometido con el principio carnapiano de la tolerancia ontológica,[9] “la pregunta (‘formal’) de si lo designado por un término general –como el término ‘norma’– existe puede ser reformulada como la pregunta de si se ven satisfechas las condiciones de aplicación efectivamente asociadas con ese término” (sección 2). Para explicar que sostener esto no supone, en lo absoluto, validar la tesis de que la existencia de las normas jurídicas pudiera ser inferida a partir “de la observación del discurso de los hablantes competentes” (sección 2), puede ser útil reseñar el análisis del concepto formal de existencia ofrecido por Thomasson.
Lo primero que hay que notar es que el análisis ofrecido por Thomasson es enteramente insensible a cuál sea el término designativo de aquello cuya existencia está en cuestión. Esto significa que el mismo análisis es pertinente tanto para analizar qué quiere decir que lo designado por un término como “araña” exista como para analizar qué quiere decir que lo designado por un término como “norma” exista. El punto de partida para ello lo brinda la distinción, introducida por Carnap (1956, pp. 206-213) en inmediata referencia al debate sobre el estatus ontológico de las entidades abstractas, entre dos clases de preguntas existenciales, a saber: preguntas “internas”, por un lado, y preguntas “externas”, por otro. De acuerdo con la interpretación sugerida por Price (2009, pp. 323-325) y asumida por Thomasson (2015, pp. 35-38), la distinción articulada por Carnap puede ser entendida como apuntando a si, en la formulación de la respectiva pregunta existencial, el término designativo de aquello por cuya eventual existencia se pregunta es usado o, en cambio, mencionado.
Interpretada como una pregunta interna, la pregunta de si existe lo designado por el término T tiene que ser tomada como una pregunta formulada dentro del marco lingüístico del cual T forma parte. Al ser formulada tal pregunta, el hablante hace uso de T según las reglas de uso asociadas con T bajo el respectivo marco lingüístico. Cómo haya de ser respondida la correspondiente pregunta existencial qua pregunta interna, dependerá de cuáles sean esas reglas de uso. Así, para responder la pregunta de si hay (o “existe”) un lápiz sobre mi escritorio, tendré que echar mano a una indagación empírica consistente en, por ejemplo, mirar en dirección al escritorio, o tocar lo que encuentre sobre su superficie, lo cual queda determinado por las propiedades semánticas que, de acuerdo con las reglas de uso que lo acompañan, exhibe el término “lápiz”. Y si la respuesta a esa pregunta es afirmativa, entonces de ella podrá deductivamente obtenerse una respuesta asimismo afirmativa a la pregunta más general de si existen lápices, y así también a la pregunta todavía más general de si existen objetos físicos. En cambio, para responder la pregunta de si hay (o “existe”) un número primo ubicado entre el 1 y el 5, el método apropiado consistirá en desplegar alguna combinación de razonamientos matemáticos. Y si la respuesta a esa pregunta es afirmativa, entonces de ella podrá deductivamente obtenerse una respuesta asimismo afirmativa a la pregunta más general de si existen números primos, y así también a la pregunta todavía más general de si existen números.[10]
Tal como Thomasson (2015, pp. 37-38) lo destaca, de lo anterior de ninguna manera se sigue que aquello cuya existencia es afirmada cuando una pregunta existencial interna es afirmativamente respondida sería dependiente del marco lingüístico al interior del cual esa pregunta es formulada. El significado del término “planeta” es obviamente sensible al marco lingüístico del cual ese término forma parte. Pero de ello no se sigue en lo absoluto que, usando el término “planeta” en congruencia con las reglas de uso que aquel tiene aparejadas al interior de ese marco lingüístico, tuviéramos que decir, absurdamente, que la existencia de uno o más planetas sería dependiente de ese marco lingüístico (Thomasson, 2015, p. 60).
Lo distintivo de una pregunta existencial interna es que quien la formula, o responde, acepta el marco lingüístico al cual pertenecen los términos usados en su formulación. Por supuesto, esto no obsta a que sea perfectamente concebible que, por ejemplo, alguien que formula una pregunta existencial emitiendo la oración interrogativa “¿existen números?” lo haga sin aceptar el marco lingüístico bajo el cual el término “número” queda asociado con las reglas de uso que especifican sus propiedades semánticas. En tal caso, la respectiva pregunta existencial tendrá que ser tomada como una pregunta externa, en cuya formulación el término “número” es mencionado, pero no usado, de manera tal que la respuesta a esa pregunta no pueda hacerse descansar en el significado que el término tiene cuando es usado de acuerdo con las respectivas reglas de uso. Con ello, la pregunta así planteada solo puede ser plausiblemente entendida como una pregunta práctica acerca de si es conveniente o no aceptar ese marco lingüístico. Quien, adoptando una posición nominalista en el campo de la filosofía de las matemáticas, niega que existan tales cosas como números estará abogando por la abolición del vocabulario al interior del cual el término “número” y en general los términos numéricos son tratados como substantivos propiamente denotativos (Thomasson, 2015, pp. 40-41). Tal como se sostiene en NCAD a propósito del planteamiento de Narváez (2015), esta es la manera en la cual debería interpretarse la disputa acerca de si tiene sentido concebir las normas jurídicas como entidades.
Ahora podemos volver sobre qué está en juego en la afirmación, citada por Arriagada, de que la pregunta de si lo designado por un cierto término existe “puede ser reformulada como la pregunta de si se ven satisfechas las condiciones de aplicación efectivamente asociadas con ese término” (sección 2). Esto exige clarificar, en primer lugar, en qué sentido puede decirse, con Thomasson (2015, pp. 63-69), que la noción de existencia debería ser tomada como una noción formal, lo cual quiere decir: “temáticamente neutral” (topic-neutral). En la senda marcada por Frege y seguida por Carnap, Thomasson propone tomar el concepto de existencia como un concepto de segundo orden, que funciona cuantificacionalmente: decir que no existen unicornios es equivalente a decir que el número de entidades que conforman la extensión del término “unicornio” es igual a 0, o a decir que el conjunto especificado por el término “unicornio” es un conjunto vacío.
Esto vuelve reconocible que, contra lo sugerido por su “gramática superficial”,[11] la oración “los unicornios no existen” no es una oración por la cual se predique una propiedad (negativa), consistente en no existir, de entidades que pudieran ser denotadas por el término “unicornio”. Esta es la contracara de que la oración “los unicornios existen” tampoco sea una oración por la cual se predique una propiedad (positiva), consistente en existir, de entidades supuestamente denotadas por ese término. Pues “existencia” no es el nombre de una propiedad de primer orden susceptible de ser exhibida por aquello a lo cual se atribuye existencia. Así, quien emite la oración “los unicornios existen” está simplemente diciendo que el concepto expresado por el término “unicornio” es un concepto instanciado, o valiéndonos, en notación lógica, del cuantificador existencial (simbolizado como “∃”): que ∃xU(x), donde “U” expresa la propiedad consistente en ser un unicornio. En esto radica que, como lo destaca Arriagada, en NCAD se sostenga que decir de algo que es una entidad equivale a tratarlo como algo existente. Pero por ello, y contra lo sugerido por Arriagada en el párrafo final de su comentario, no tiene sentido alguno introducir la aclaración de que, cuando propongo hablar “de las normas jurídicas como entidades”, lo hago con cargo a que esto “equivale a hablar de normas existentes” (sección 7). Pues, a menos que se esté dispuesto a adoptar una (muy problemática) ontología meinongiana,[12] cabe asumir que la expresión “entidad inexistente” es una contradictio in adjecto, lo cual implica que la expresión “entidad existente” es redundante.
El análisis del concepto de existencia como un concepto formal –y de segundo orden– tiene la virtud de explicar la “sensibilidad temática” que, en un sentido no trivial, parece tener el significado de una oración existencial como “los dinosaurios existen”, cuando se la compara con una oración existencial como “las normas jurídicas existen”, sin que ello suponga afirmar que el significado del cuantificador existencial variaría según el contexto (Thomasson, 2015, pp. 56-63, 69-80). Esto hace posible distanciarse de Arriagada cuando esta sugiere que “hablamos de existencia en modos o sentidos diferentes”, los cuales dependerían, “gradualmente, de cuán estrecha es la relación entre lo ontológico y lo conceptual” (sección 2).
En contraste con esta implícita validación de la varianza del cuantificador existencial, un enfoque como el de Thomasson (2015) lleva, por el contrario, a sostener que el significado del cuantificador existencial, al igual que el significado del verbo “existir”, puede considerarse invariante, “incluso cuando añadimos nuevos términos materiales al lenguaje” (p. 75).[13] Y de ahí también que responder la pregunta existencial de si lo designado por el término T existe, interpretada esta como una pregunta interna, equivalga a determinar si resultan satisfechas las condiciones de aplicación especificadas por las reglas de uso que acompañan a T,[14] entendidas como reglas al menos implícitamente dominadas por los hablantes competentes del lenguaje en cuestión.[15] Contra lo asumido por Arriagada, sin embargo, esto último no equivale a que necesite existir un acuerdo entre los hablantes competentes acerca de que esas condiciones de aplicación se ven satisfechas.
Ahora bien, y con independencia de cuál sea el carácter del término que venga en consideración, la viabilidad de un análisis de los enunciados existenciales como el propuesto por Thomasson depende de que entre las condiciones de aplicación especificadas por las reglas de uso asociadas con el término T no figure la condición de que exista algo designado por T, pues de lo contrario la correspondiente inferencia resultaría ser tautológica. Para demostrar que es posible especificar las condiciones de aplicación del concepto expresado por un término sin prejuzgar si ese mismo concepto se ve o no instanciado, Thomasson (2015, pp. 96-112) centra su análisis en sustantivos que funcionan como términos sortales, esto es, como términos que expresan conceptos cuya aplicación lleva aparejado un criterio para la cuantificación de sus propias instanciaciones.[16] Así, por ejemplo, el sustantivo “elefante” se comporta como un término sortal, porque decir que X es un elefante es, al mismo tiempo, clasificar X como un ejemplar de elefante e individuar X como un elefante numéricamente distinto de otros elefantes. Sobre esta base, el desafío consiste en mostrar que es posible establecer si se satisfacen las condiciones de aplicación especificadas por las reglas que gobiernan el uso del respectivo término sortal, sin apelar a la existencia a lo designado por este término.
Para lo que aquí interesa, es especialmente afortunado que Thomasson (2015, pp. 100-101) ejemplifique el problema aludiendo al uso de términos que expresan conceptos institucionales, como el término “corporación”. Esto es importante, dado que todo habla a favor de asumir que el estatus ontológico de una corporación es el de un artefacto institucional abstracto,[17] que es justamente el estatus que en NCAD se atribuye, en general, a las normas jurídicas. Por el momento, valga la observación de que, bajo el sistema categorial presentado por Thomasson, la categoría de los artefactos institucionales abstractos se corresponde con una subcategoría de la categoría de los artefactos abstractos, a la cual también pertenecerían, según Thomasson (1999, pp. 105-111), los personajes de ficción como el hombre-araña. De ahí que con Thomasson, y pace Arriagada, haya que sostener que, desde un punto de vista ontológico, las normas jurídicas son considerablemente más próximas al hombre-araña que a las arañas: qua artefactos abstractos, su existencia se distingue por mostrar una dependencia constante y genérica respecto de algún conjunto estados intencionales.
3.1. ¿Las normas jurídicas como prescripciones?
Sobre la base del enfoque multidimensional presentado por Thomasson (1999, pp. 120-136), en NCAD se afirma que, como en general toda norma social o jurídica, las normas de comportamiento punitivamente reforzadas tendrían que ser categorizadas como entidades que exhiben, simultáneamente, dos propiedades basales, a saber: la de ser abstractas y la de ser artefactuales. La defensa de esa categorización descansa en un intento por demostrar que ella resulta preferible a las respectivamente ofrecidas por la concepción expresiva y la concepción hilética.
Aunque Rodríguez dice concordar con varias de las apreciaciones críticas que formulo respecto de la concepción expresiva, él observa que, “por momentos”, mi argumentación “parece identificarla con su versión imperativista […], pese a que Alchourrón y Bulygin aclaran que esa es solo una de las variantes que asumiría la concepción expresiva, dado que nada impide desde esa perspectiva aceptar también actos de permitir, lo que Mañalich reconoce” (Rodríguez, 2024, sección 2). Entiendo que esta última concesión muestra que la observación no alcanza a tener el carácter de una objeción. Sin embargo, quizá no esté de más insistir en que, al valerme de una identificación preliminar de la concepción expresiva con una concepción imperativista de las normas jurídicas regulativas, estoy simplemente reproduciendo la estrategia expositiva que, de hecho, es asumida por Alchourrón y Bulygin (1997, 2021). En efecto, estos afirman que “[p]ara la concepción expresiva las normas son esencialmente órdenes” (2021, p. 164), así como que “para la concepción expresiva –al menos en su versión ‘clásica’– sólo hay normas imperativas (órdenes y prohibiciones), pero no hay normas permisivas” (1997, p. 41).
En NCAD me ocupo de una particular implicación que a mi juicio tiene la posterior problematización, por parte de Alchourrón y Bulygin, de esa identificación preliminar. Esa problematización los lleva a oscilar entre sugerir que “el concepto de norma permisiva resultaría teóricamente superfluo” (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 164) y sostener que, en cuanto ella hace posible distinguir entre posiciones de permiso débil y de permiso fuerte, la postulación de normas permisivas representaría “una herramienta teórica importante para la descripción de la dinámica del orden jurídico” (p. 271). Aunque esto último aserto me parece indiscutible, en NCAD pongo el foco, más bien, en una específica consecuencia del reconocimiento de la autonomía categorial de las normas permisivas bajo una ontología de las normas jurídicas como la asumida por la concepción expresiva. A este respecto, sostengo que ello es incompatible con una conceptualización unívoca de la noción de promulgación de una norma. Pues, según explícitamente lo afirman Alchourrón y Bulygin (2021) a propósito de su caracterización de la concepción expresiva, “el acto de ordenar puede ser descripto como el acto de promulgar una norma [imperativa]” (p. 168), en tanto que “el acto de otorgar un permiso puede ser descrito como el acto de promulgar una norma permisiva” (p. 186).
Así, bajo una versión de la concepción expresiva que, como la esbozada por Alchourrón y Bulygin, se muestre ontológicamente comprometida con la coexistencia de normas “imperativas” y normas permisivas, el verbo “promulgar” se vuelve sistemáticamente ambiguo, en cuanto designativo de un acto de diferente índole según si lo promulgado es una norma de uno u otro carácter. Y en NCAD afirmo que esa ambigüedad queda disuelta si por “promulgar” se entiende, en cambio, la realización de un acto de habla de carácter “declarativo” à la Searle, cuyo estatus como tal sería insensible a la categoría de norma de cuya promulgación se trate, lo cual resulta incompatible, sin embargo, con la adopción de la concepción expresiva. Frente a ello, Rodríguez objeta que,
aunque la promulgación de una norma, al igual que su derogación, sean actos de habla performativos (“Promúlgase la norma “Prohibido hacer x””, “Derógase la norma “Prohibido hacer x”), ello no dice absolutamente nada sobre si la norma promulgada o derogada (“Prohibido hacer x”) es o no un acto de habla prescriptivo o su resultado, porque las normas no pueden identificarse con su promulgación (Rodríguez, 2024, sección 2).
Para reforzar su denuncia de que sería inadmisible identificar una norma con su promulgación, Rodríguez observa inmediatamente a continuación que, “[d]e hecho, los actos de promulgación y derogación se refieren de manera directa a ciertas formulaciones de normas, y solo indirectamente a las normas expresadas por esas formulaciones” (sección 2). Esta forma de hablar me parece desafortunada, por cuanto sugiere que la promulgación de una norma jurídica sería algo distinto de, aunque conectado con, la promulgación del texto a través del cual ella pudiera verse formulada. Parafraseando a Anscombe, estimo preferible decir que, tratándose de una norma articulada en la forma de una “norma explícita”, se tratará de una norma promulgada bajo una formulación.[18] Pero dejando a un lado este desacuerdo, Rodríguez y yo no discrepamos en cuanto a la inadmisibilidad de la identificación de una norma jurídica con (el acto de) su promulgación. La discrepancia radica, más bien, en que Rodríguez piensa que, contra lo explícitamente sugerido por Alchourrón y Bulygin, la concepción expresiva no está comprometida con esa identificación. Y esto se traduciría en que quien, admitiendo la autonomía categorial de las normas permisivas, suscribe la concepción expresiva no enfrentaría dificultades a la hora de “ofrecer un concepto adecuado de promulgación, que no varíe según cuál sea la clase de norma que se promulgue” (sección 2). Pienso que, al sostener esto último, Rodríguez pierde de vista en qué consiste el compromiso teórico central cuya adopción es definitoria de cualquier versión de la concepción expresiva de las normas.
De acuerdo con Alchourrón y Bulygin (1997), ese compromiso teórico central se expresa en la tesis de que “la característica específica de lo normativo está en el uso prescriptivo del lenguaje” (p. 38), de manera tal que su locus se encontraría en el “nivel pragmático”. En contraste con lo equívocamente sugerido por Arriagada a este respecto, Rodríguez correctamente nota que en NCAD advierto la ambigüedad –del tipo “proceso/producto”– que afecta a la presentación que Alchourrón y Bulygin nos brindan de la concepción expresiva precisamente en este punto, en términos de si, bajo esa concepción, por “norma” habría que entender el acto ilocutivo consistente en emitir una prescripción o, en cambio, el producto de ese acto consistente en la prescripción así emitida. En NCAD, la ambigüedad en cuestión es tematizada a propósito de la (indudablemente problemática) observación de Alchourrón y Bulygin en cuanto a que, bajo la concepción expresiva, las normas jurídicas tendrían que ser entendidas como entidades necesariamente efímeras. Según ellos, si bien parecería factible “decir que la norma !p existe a partir del momento en que p ha sido ordenado y así se convirtió en miembro del correspondiente conjunto [de proposiciones ordenadas]” (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 169), esto no sería más que “un modo de hablar” (p. 169), puesto que, “[e]n realidad, la norma !p tiene una existencia instantánea, de la misma manera como el acto de ordenar p” (p. 169). Esto es suficiente para concluir que, pace Rodríguez, Alchourrón y Bulygin (1997) entienden que la incapacidad de la concepción expresiva para dar cuenta del hecho de que “una de las características típicas de las normas jurídicas es su existencia en el tiempo” (p.17), en el sentido de que ellas “empiezan a existir en un cierto momento, existen durante un lapso más o menos prolongado y dejan de existir en otro momento” (p. 17), sería independiente de que por “norma” se entienda un concreto acto de prescribir o el resultado de ese acto.[19]
Lo anterior nos deja en condiciones de advertir por qué, contra lo planteado por Rodríguez, una versión de la concepción expresiva comprometida con la diferenciación categorial de normas imperativas y normas permisivas no es reconciliable con una definición unívoca del término “promulgación”. Para estos efectos, asumamos que, bajo la concepción expresiva y según lo sugieren Alchourrón y Bulygin (2021), la existencia de una norma jurídica tuviera que ser identificada con un “resultado del uso prescriptivo del lenguaje” (p. 163). En estos términos, el argumento de Rodríguez tendría que mostrar que semejante acto prescriptivo habría de ser identificado con un acto promulgatorio cuyo estatus de tal sería, empero, insensible a que la norma así producida tenga el carácter o bien de una norma imperativa o bien de una norma permisiva. Esto tendría que significar, sin embargo, que el carácter imperativo o permisivo de la norma en cuestión no podría quedar determinado por el carácter del acto de habla cuya ejecución resulta en que esa norma cobre existencia; antes bien, necesitaríamos contar con un criterio independiente para atribuir carácter imperativo o permisivo a la norma así generada. Y esto es incompatible con la tesis de que sería la distintiva fuerza pragmática exhibida por el respectivo acto de habla lo que determinaría que el resultado de ese acto de habla pueda identificarse con la existencia de una norma imperativa o permisiva. Si el acto resultante en que una norma jurídica cobre existencia no es lo que le confiere su posible carácter imperativo o permisivo, entonces no puede sostenerse que sería la fuerza imperativa o permisiva del acto en cuestión lo que se vería reflejado en que su resultado se corresponda con la existencia de una norma de uno u otro carácter.
Por ello, si con Alchourrón y Bulygin se insiste en que, bajo la concepción expresiva, el acto de promulgar una norma imperativa tiene que identificarse con un acto de ordenar, mientras que el acto de promulgar una norma permisiva, con un acto de permitir, entonces sólo puede concluirse que, así definida, la expresión “promulgación” resulta ser sistemáticamente ambigua. Y nótese que esta conclusión tiene un correlato exacto en la detección, por parte de Alchourrón y Bulygin, de que la defensa de una concepción expresiva comprometida con la coexistencia de normas imperativas y permisivas se enfrentaría a una dificultad enteramente simétrica a la hora de especificar en qué consistiría un “acto de rechazo” cuyo efecto sea la derogación de una norma jurídica de una u otra clase. La dificultad consiste en determinar cómo podríamos precisar si el objetivo perseguido a través del respectivo acto de rechazo “es dejar sin efecto la exigencia de p (es decir, la orden de hacer p) o la permisión de p (es decir, la autorización para hacer p)” (Alchourrón y Bulygin, 1997, p. 54). Dado esto, y a menos que él estuviera dispuesto a abandonar su compromiso con la recíproca autonomía categorial de las normas de una y otra índole, “el expresivista estaría obligado a admitir la existencia de dos actos de rechazo: el rechazo de una exigencia y el rechazo de una autorización” (Alchourrón y Bulygin, 1997, pp. 54-55). No parece insignificante constatar que, justamente en atención a esta implicación, en ese mismo contexto Alchourrón y Bulygin optan por dejar a un lado la concepción expresiva para abrazar, en su reemplazo, la concepción hilética.
3.2. ¿Las normas jurídicas como significados?
Rodríguez también enuncia una objeción contra el argumento que en NCAD esgrimo contra la identificación de las normas jurídicas con significados, que no es sino una aplicación del argumento más general, presentado por Black (1962, pp. 102-106), para desestimar que una regla pudiera ser identificada con un significado. En referencia a la observación de Black en cuanto a que es constitutivo de lo que entendemos por “regla” que lo así designado pueda recibir una multiplicidad de posibles formulaciones diferentes, Rodríguez sostiene que “[n]aturalmente uno diría que lo que esas posibles formulaciones lingüísticas de una misma regla poseen en común es, precisamente, su significado” (sección 2). Frente a esto, añade Rodríguez, “Black –al igual que Mañalich– rechaza que las reglas puedan identificarse con significados sosteniendo que no tiene sentido predicar de un significado que pueda ser seguido o quebrantado” (sección 2). Rodríguez piensa que esto no sería más que “una falacia”, asociada al desconocimiento de que “no todo lo que puede predicarse de una especie tiene sentido [si es] predicado de un género al que la especie pertenece” (sección 2). A juicio de Rodríguez, argumentar como lo hace Black sería equivalente a “sostener que las vacas no son seres vivos, pues mientras tiene sentido decir que las vacas mugen no tiene sentido decir que los seres vivos mugen” (sección 2). Black pasaría por alto que, “[s]i las normas se interpretan como significados, se trataría de significados de los que tiene sentido predicar que pueden ser quebrantados o seguidos” (sección 2), que sería justamente lo que se obtiene si se acepta que pueda haber tal cosa como “significados prescriptivos”. Con ello, concluye Rodríguez, el argumento de Black no representaría más que una petición de principio.
La sugerencia de que ese argumento se sostendría o caería dependiendo de si se admite o no la categoría semántica de un “significado prescriptivo” hace reconocible que en la refutación presentada por Rodríguez no es correctamente identificada la naturaleza de ese mismo argumento. Pues Black pone el foco, exclusivamente, en la ineptitud categorial de la noción de significado como posible respuesta a la pregunta por la clase de entidades a la que pertenece una regla. Más precisamente, se trata de un argumento centrado en lo que podríamos llamar el “comportamiento gramatical” del término “significado”. Y esto determina que su desestimación de la identificación de una regla con el significado de sus posibles múltiples formulaciones sea enteramente insensible a que ese significado pudiera ser caracterizado como “prescriptivo”.
Black (1962) parte observando que a favor de la identificación de una regla con el significado de cada una de sus posibles formulaciones lingüísticas podría aducirse que, si alguien “sabe qué significa una cierta formulación de una regla, entonces él necesariamente sabe en qué consiste la regla” (p. 103), así como que “no hay manera de saber en qué consiste una cierta regla si no es entendiendo alguna de sus formulaciones” (p. 103). Si fuera esto lo que se quiere decir cuando se dice que una regla es el significado de la formulación de esa misma regla, aclara Black, entonces no habría razón alguna para disentir de ello. Pero tendría que ser claro que, además de no resultar particularmente iluminadora, esa forma de hablar no estaría siendo tomada al pie de la letra. Pues, que alguien necesariamente sepa en qué consiste una regla si capta el significado de alguna formulación de esa misma regla, es algo que concierne, únicamente, al carácter no contingente del acceso epistémico a la regla en cuestión que brinda la captación del significado de alguna de sus formulaciones.
En cambio, si se la toma al pie de la letra, la identificación de una regla R con el significado de P, allí donde “P” designa el conjunto de palabras que conforman una formulación de R, se muestra como categorialmente errada. Para advertir por qué, bastaría con reparar en que, mientras que tiene sentido decir “propongo adoptar la regla formulada a través de P” (Black, 1962, p. 104), no tendría sentido alguno decir “propongo adoptar el significado de P”. Y de ahí también que tenga sentido decir “siempre sigo la regla que acabas de enunciar”, en tanto que carecería de sentido decir, en cambio, “siempre sigo el significado que acabas de enunciar” (Black, 1962, p. 104). Esto sería concluyentemente indicativo de que “las expresiones ‘regla formulada por P’ y ‘significado de P’ tienen gramáticas lógicas diferentes” (Black, 1962, p. 104).
Lo anterior es suficiente para advertir por qué es desacertada la objeción de que Black incurriría en una confusión del género (correspondiente a la designado por el término “significado”) con la especie (correspondiente a un significado “no prescriptivo”). Recuérdese que Rodríguez afirma que negar, como la hace Black, que las reglas puedan consistir en significados equivaldría a negar que las vacas sean seres vivos, puesto que, “mientras tiene sentido decir que las vacas mugen no tiene sentido decir que los seres vivos mugen” (sección 2). Esto giro idiomático pone de manifiesto que Rodríguez no se toma en serio una distinción que es imprescindible para hacer inteligible el argumento de Black, a saber: la distinción entre que lo dicho por alguien sea falso y que lo dicho por alguien sea absurdo.
Para que lo dicho por un hablante tenga valor de verdad en lo absoluto, esto es, para que pueda ser enjuiciado como verdadero o falso, es necesario que se satisfaga un presupuesto, consistente en que lo dicho tenga sentido, siendo esto último lo que uno niega cuando sostiene que lo dicho es absurdo.[20] Cuando Black (1962) sostiene que no tendría sentido decir “siempre sigo el significado que acabas de enunciar” (p. 104), él está sosteniendo que lo así dicho sería absurdo. En contraste con esto, y contra lo sugerido por Rodríguez, quien dice “los seres vivos mugen” (sección 2) no está diciendo algo absurdo, sino algo que, en virtud de la falta de especificación cuantificacional que exhibe la frase nominal “los seres vivos”, resulta ser falso. Pero que lo así dicho sea falso presupone que lo así dicho tiene sentido, lo cual resulta del hecho de que –para ponerlo en los términos de Black– la “gramática lógica” de la expresión “seres vivos” vuelve categorialmente admisible la pregunta de si todas las entidades denotadas por esa expresión mugen. De hecho, bastaría con reemplazar, en ese mismo contexto, el artículo definido “los” por el adjetivo indefinido “algunos” para que la proposición expresada por esa nueva oración fuera verdadera. Por ende, el problema no consiste –en este plano de discusión, al menos– en si cabe o no admitir que haya tal cosa como un significado prescriptivo; antes bien, el problema consiste en que la gramática del término “significado” es categorialmente incongruente con la gramática del término “regla”.
Piénsese en la sugerencia, que Rodríguez enuncia como una posibilidad teórica entre varias, de que, según lo sostenido por Guastini (2018), una norma jurídica pudiera identificarse con un significado producido a través de un acto de habla de cierta índole. El enfoque de Black tendría que traducirse en un rechazo de esta forma de hablar, al menos si se la toma literalmente. Pues, si bien tiene sentido decir que las palabras usadas por alguien para decir algo “tienen significado”, no parece tener sentido decir que, al decir lo que dice, el hablante “produce el significado” que tienen las palabras que usa al decir lo que dice.[21] Si con Wittgenstein entendemos que el significado de las expresiones de las que se vale un hablante es dependiente del uso que a esas expresiones se da al interior de la respectiva comunidad lingüística, entonces no tiene sustento alguno la sugerencia de que cada hablante “produciría” el significado de las palabras que usa cada vez que las usa para decir algo. Esto, por supuesto, es perfectamente compatible con que, en determinadas situaciones, un hablante pueda pretender fijar, al modo de una definición estipulativa, el significado de ciertas expresiones para que entonces sean tomadas como teniendo ese significado. Pero definir un conjunto de expresiones no es lo mismo que utilizarlas al decir algo. Y nada habla a favor de la hipótesis de que, cuando una autoridad legislativa promulga una norma jurídica bajo una cierta formulación, esa autoridad legislativa está haciendo algo consistente, eo ipso, en definir el conjunto de palabras de las cuales se vale para formular la norma así promulgada.
La objeción que así es posible articular, con Black, contra la conceptualización de una norma jurídica como el significado de cada una de sus posibles formulaciones lingüísticas también es aplicable respecto de algunas propuestas teóricas que, en su comentario, Arriagada menciona como indebidamente preteridas en mi análisis de la falta de exhaustividad conjunta de las concepciones expresiva e hilética. Según Arriagada, sería problemático que yo pase por alto la posibilidad de que las normas jurídicas, tomadas como “entidades que existen con independencia de los hechos empíricos a partir de los cuales, en algún sentido, ellas emergen o se constituyen como sus productos o resultados” (sección 5), al mismo tiempo se presenten “como perspectivas, puntos de vista o esquemas conceptuales que sirven para interpretar ciertos hechos empíricos” (sección 5). Más allá del abuso de adjetivo “empírico” en el cual, según ya fuera explicado, a mi juicio incurre Arriagada, ahora sólo me interesa observar lo siguiente: si una norma jurídica consistente en una regla (regulativa) de prohibición o de requerimiento es algo que, entre otras posibilidades, un agente tendría que poder seguir o quebrantar a través de un comportamiento que, por su parte, tendría que ser susceptible de ser juzgado como conforme o disconforme con esa norma, entonces no tiene asidero alguno la pretensión de identificar semejante norma jurídica con una perspectiva o un punto de vista. Sería a lo menos extraño decir, por ejemplo, que quien da muerte a otro ser humano (nacido) actúa contraviniendo la “perspectiva” en la que consistiría la prohibición del homicidio.
En contraste con esto, parece perfectamente natural decir que quien perpetra un homicidio actúa en disconformidad con una razón para abstenerse de matar a otro ser humano (nacido). Si, en consideración a su función, las normas de comportamiento punitivamente reforzadas necesitan poder ser caracterizadas como razones para la acción, entonces el desafío asociado al esclarecimiento de su estatus ontológico consiste en dar cuenta de que se trata de razones institucionalmente generadas, cuyo soporte existencial último es de índole actitudinal. Al menos bajo la versión presentada en NCAD, la concepción artefactualista busca reconciliar el hecho de que las normas jurídicas regulativas deban poder ser entendidas como el producto de un despliegue directo o indirecto de intencionalidad colectiva, por un lado, con el hecho de que su función consista en servir como razones (externas) para la acción, por otro. Tal como se volverá a enfatizar más adelante,[22] la conceptualización de las normas jurídicas de prohibición o de requerimiento como razones artificiales para la acción se vuelve ontológicamente transparente a través de su categorización como artefactos deónticos.[23]
3.3. ¿Las normas (jurídicas) entre la semántica y la pragmática?
Más allá de que, de acuerdo con lo ya sostenido, haya razones para estimar categorialmente inadmisible la identificación de una norma jurídica con el significado de sus posibles formulaciones lingüísticas, creo importante considerar la propuesta positiva de categorización que, en su comentario, Rodríguez reseña como una posible via media que lograría reconciliar algunas de las ventajas respectivamente asociadas a las concepciones expresiva e hilética, mas sin quedar expuesta a las objeciones a las que se ve enfrentada la defensa de la una y la otra.[24] Según Rodríguez, semejante concepción intermedia sería explicativamente más poderosa que la concepción artefactualista presentada en NCAD.
Para dar forma a esa concepción, explica Rodríguez (2024), habría que renunciar a un presupuesto explícitamente asumido por Alchourrón y Bulygin al contrastar las concepciones expresiva e hilética, a saber: “que el significado y la fuerza de una expresión son entidades enteramente independientes” (sección 3). Si se abandona ese presupuesto y se asume, por el contrario, que “el sentido y la fuerza se encontrarían conectados en el nivel semántico”, de manera tal que “la fuerza de una expresión lingüística [sea considerada] parte del significado”, entonces se volvería posible identificar las normas con significados que serían expresivos de una cierta “actitud pragmática del hablante” (sección 3). Así, y en contraste con una concepción “cognoscitiva o representativa” de las normas, de acuerdo con la cual estas serían “significados de ciertas formulaciones lingüísticas o de ciertas prácticas sociales que describen lo que se debe, no se debe o puede hacer”, una concepción “no cognoscitiva o adscriptiva” podría tomar una de las dos siguientes formas: la de una concepción “prescriptivista”, bajo la cual las normas tendrían que ser entendidas como concretos “actos de prescribir”; o la de una concepción “semántico-pragmática”, bajo la cual las normas serían significados “que seleccionarían lo que se debe, no se debe o puede hacer”, siendo así expresivas de “nuestras valoraciones o preferencias de ciertos mundos como normativamente ideales respecto del mundo real” (sección 3). Por ello, tal concepción semántico-pragmática podría ser asimismo caracterizada como “selectiva” (sección 3).
La argumentación de Rodríguez a favor de esta concepción semántico-pragmática descansa, crucialmente, en la consideración de que la fuerza (pragmática) con la cual una oración es usada por un hablante en una cierta ocasión y el contenido (semántico) atribuible a la oración así usada serían inescindibles. Insistiendo en ya lo apuntado en NCAD a este respecto, creo conveniente no convertir la disputa protagonizada por los partidarios y los detractores de la distinción entre fuerza y contenido (“DFC”) en una disputa terminológica acerca de cómo definir el término “significado”. Pues la pregunta relevante no es la de si por “significado” puede o no entenderse la conjunción de la fuerza con la cual algo es dicho y el contenido de lo dicho. Para tematizar diferenciadamente uno y otro aspecto,[25] en lo que sigue me valdré de las expresiones “fuerza ilocutiva” y “contenido semántico”. En estos términos, la pregunta relevante es, más bien, la de si es posible, o aun imprescindible, reconocer esa distinción, con independencia de si la palabra “significado” es usada –más laxamente– o bien para aludir a la conjunción de ambos aspectos (Searle, 1969, pp. 42-50; Searle y Vanderveken, 1985, p. 7), o bien –más estrictamente– para aludir sólo al segundo de esos dos aspectos (Austin, 1975, pp. 98-100; Davidson, 2001a, pp. 113-117, 266-271; Brandom, 1994, pp. 186-190, 297-299). Así planteado el asunto, el argumento de Rodríguez a favor de la concepción “selectiva” de las normas queda anclado en su rechazo de la DFC. En lo que sigue quisiera ensayar una defensa de la DFC, lo cual tendría que conducir a desestimar esa concepción.
En apoyo de su impugnación de la DFC, Rodríguez hace referencia a una observación de Hart (1983, pp. 4-5) en cuanto a algunas deficiencias que habrían aquejado a su propia utilización de algunas herramientas de la “moderna filosofía lingüística”. Según Rodríguez, al ponernos bajo aviso de que “la expresión ‘uso’ tiene muchos sentidos” (sección 3), Hart buscaría hacer reconocible que el uso que un hablante da a una oración cualquiera, entendiendo por “uso” el proferir esa oración confiriéndole una determinada fuerza ilocutiva, determinaría que el contenido semántico de esa oración sea distinto de aquel que la misma oración tendría si se la hubiera usado en la ejecución de un acto ilocutivo de otra clase. Así, nos dice Rodríguez, la oración “está prohibido estacionar aquí” tendría un significado “descriptivo/representativo”, si se la usara o bien “para informar[…] a alguien de la existencia de una prohibición dictada por otro”, o bien para “advertir[…] a alguien que se expone a una sanción si se estaciona en ese lugar” (sección 3), con independencia del diferente efecto perlocutivo que estaría siendo contingentemente perseguido por el hablante en uno y otro caso. En cambio, si esa misma oración fuera usada “para prescribir, si […] quien la formula tiene autoridad para ello” (sección 3), entonces ella exhibiría un significado “prescriptivo”. Esto mostraría que la DFC no sería practicable: si hiciéramos abstracción de la fuerza que su uso imprime a la oración, no podríamos determinar su contenido semántico.[26] Para establecer si esto tiene sustento, es oportuno volver sobre la observación de Hart, la cual, contra lo sugerido por Rodríguez, tiene que ser entendida como una defensa de la DFC.
En el pasaje aludido, Hart (1983) observa que la noción de que existirían “diferentes ‘usos del lenguaje’” no sería “tan simple” como él mismo había previamente asumido, siendo necesario reconocer que hay una multiplicidad de “diferentes sentidos de ‘uso’” (p. 4). Sin embargo, el mea culpa de Hart no se orienta a relativizar, o aun a desestimar, la DFC. Antes bien, la denuncia del carácter defectuoso de su análisis más temprano del significado de los enunciados jurídicos descansa, precisamente, en la consideración de que en ese análisis él no habría logrado dar cuenta de “la importante distinción entre el significado o sentido relativamente constante de una oración, fijado por las convenciones del lenguaje, y la ‘fuerza’ o manera variable en la cual ella es presentada [put forward] por el escritor o hablante en ocasiones diferentes” (Hart, 1983, pp. 4-5). Esta observación reproduce, al pie de la letra, lo planteado por Austin (1975) en su denuncia del carácter “irremediablemente ambiguo” de términos como “significado” y “uso”, ambigüedad que se vería disipada a través de la diferenciación de la “fuerza” con la cual un hablante dice algo y el “significado” de lo así dicho, pudiendo identificarse ese significado con la conjunción del “sentido” y la “referencia” de lo que el hablante dice (pp. 100-101).
Como ejemplo, Hart se vale de la oración “hay un toro en el campo” para sostener que su significado sería el mismo cuando esa oración es usada para dar respuesta a una solicitud de información, para formular una advertencia de un peligro, o para formular una mera hipótesis. Pero, contra lo sostenido por Rodríguez, ello no se explica por el hecho de que, según Hart, en esos tres casos la oración en cuestión estaría recibiendo un mismo uso ilocutivo de carácter pretendidamente “descriptivo/representativo”. Ello se explica, más bien, en consideración a que el contenido semántico “relativamente constante” de esa oración no se ve impactado por la diferente fuerza con la cual esa misma oración es usada, sea para ejecutar un acto de habla asertivo consistente en una afirmación hecha en respuesta una pregunta, sea para ejecutar un acto de habla directivo consistente en una advertencia,[27] sea para ejecutar un acto de habla consistente en enunciar una proposición desacoplando su presentación de toda fuerza asertiva (“positiva”), como ocurre cuando se la usa para esbozar una hipótesis.[28]
Esto lleva a Hart a sostener que su tratamiento más temprano de los enunciados jurídicos resultaba viciado por su compromiso con la tesis de que “esos enunciados son conclusiones de inferencias a partir de reglas jurídicas”, con lo cual él habría pasado por alto que las oraciones en cuestión “tienen el mismo significado en diferentes ocasiones de uso, sea o no que el hablante o escritor las presente como inferencias que él ha extraído” (1983,
p. 5).[29] Esta sería la base del error consistente en negar que esas oraciones sean “descriptivas”, negación que oscurecería el hecho de que, para contar con un cabal entendimiento de esas oraciones, necesitaríamos “entender en qué consiste que una regla de conducta requiera, prohíba o permita un acto” (Hart, 1983, p. 5).
Nótese que, en este último pasaje, Hart no está insinuando que una oración usada para formular una regla de conducta tendría un significado o sentido distintivo, por el hecho de ser usada para ello. Pues, de hecho, Hart, no está hablando en lo absoluto acerca de la formulación lingüística de tal o cual regla, sino de oraciones que pueden ser usadas para articular inferencias a partir de alguna regla jurídica. Desde este punto de vista, la observación crucial es la que apunta a que la circunstancia de que una oración pueda ser usada para enunciar la conclusión inferida a partir de una regla no compromete en lo absoluto el carácter “descriptivo” que pudiera atribuirse a esa misma oración. Esto quiere decir que, según Hart, ese carácter descriptivo se corresponde con un aspecto del significado o sentido “relativamente constante” que la oración tiene, con independencia de cuál sea la fuerza que el hablante le confiera al usarla en la ejecución de un acto ilocutivo de tal o cual índole. Y de esto se sigue que, a diferencia de Rodríguez, Hart no podría aceptar que hubiera tal cosa como un uso ilocutivo de carácter “descriptivo/representativo”. En este punto, Hart se encuentra en buena compañía.
Para advertir por qué, puede ser útil considerar, someramente, cuál es el trasfondo de la observación ofrecida por Hart en la introducción a sus Essays on Jurisprudence and Philosophy (1983), recién reseñada. Ese trasfondo se vuelve manifiesto si reparamos en otro ejercicio de autocrítica intelectual desplegado por Hart, esta vez plasmado en el prefacio que acompaña a su libro Punishment and Responsibility (2008). Explicando su decisión de no incorporar en el volumen su célebre ensayo “The Adscription of Responsibility and Rights” confesaba que las tesis centrales presentadas en ese trabajo ya no le parecían “defendibles”, caracterizando como justificadas las críticas que aquel había recibido. Al respecto, es fundamental que Hart evocara, en primerísimo lugar, la objeción presentada por Geach. De acuerdo con la tesis adscriptivista tempranamente defendida por Hart, cuando un hablante dice que un agente ejecutó una cierta acción, estaría diciendo algo que –al menos, “primariamente”– carecería de contenido descriptivo, por cuanto el significado de una oración del tipo “A hizo X” sería “adscriptivo”, esto es, atributivo de responsabilidad.[30] Según Geach (1960), esto supondría asumir que, normalmente, cuando se dice que alguien hizo algo, lo dicho sería expresivo de la adopción de una “actitud cuasi-jurídica o cuasi-moral”, lo cual distorsionaría el significado que, en general, tienen las oraciones de semejante tenor (p. 221).
La deficiencia que, según Geach, afectaría a semejante adscriptivismo semántico sería una manifestación específica de la deficiencia que, en general, aquejaría a las diferentes versiones de una concepción expresivista del significado de determinados términos generales, como lo sería una concepción prescriptivista del significado de “bueno” o una concepción corroboracionista del significado de “verdadero”. El error en cuestión consistiría en confundir el hecho de que, al decir algo, el hablante emita una oración por la cual predique “P” de X con el hecho de que, al decir lo que dice, el hablante esté llamando “P” a X (Geach, 1960, p. 223). Este error subyacería a la tradicional confusión de las nociones de predicación y aserción, siendo esta confusión la que habría sido superada por Frege. Y tal como Geach lo explica en un artículo publicado un lustro más tarde, la distinción que Frege introdujo para superar esa confusión no es sino la distinción entre la fuerza propia de una aserción y el contenido proposicional al cual esa fuerza puede quedar referida. En ello consiste lo que, célebremente, Geach (1965, pp. 449-458) propuso denominar “el punto de Frege”, cuya presentación canónica por parte de Geach da forma a lo que hoy se tematiza como el “problema Frege-Geach” (“PFG”), al cual se ven enfrentadas las concepciones expresivistas de diferentes géneros de “lenguaje normativo”, y en particular –aunque no exclusivamente– del “lenguaje de la moral”.
En referencia inmediata a este último ámbito, Schroeder (2008) explica que el PFG se suscita por el hecho de que, contra la tesis central del expresivismo metaético, “no hay evidencia lingüística alguna de que el significado de los términos morales funcione diferentemente que el de los términos descriptivos ordinarios”, dado que todo lo que un hablante puede hacer, sintácticamente, con un adjetivo como “verde” es algo que también puede hacerse, sintácticamente, con un adjetivo como “incorrecto”, de manera tal que el uso de uno y otro término tendría “los mismos efectos semánticos” (p. 704). Esto no representa más que la consecuencia de la generalización de la estrategia argumentativa de Frege, tal como la reconstruye Geach. Según este, el “punto de Frege” consiste en que una oración formulada en modo indicativo, susceptible de ser usada para hacer una aserción, no ve alterado su contenido semántico dependiendo de si esa oración es o no usada asertivamente.[31] Para ello, Geach (1965, pp. 450-455) se vale de la consideración de contextos lingüísticos en los cuales la respectiva oración aparece “incrustada” (embedded) como un componente de una oración más compleja; por ejemplo, cuando la oración en cuestión ocupa el lugar del antecedente de una oración condicional. Lo que estaría en juego aquí no es otra cosa que la validez deductiva de una inferencia en modus ponens entre cuyas premisas figurara la correspondiente oración condicional. Si el contenido semántico de la oración “hoy es domingo” fuera distinto según si esta oración es usada de manera asertiva o no asertiva, entonces habría que negar validez deductiva a una inferencia como esta:
(1) Si hoy es domingo, entonces hoy no es un día laboral.
(2) Hoy es domingo.
(3) Hoy no es un día laboral.
Aquí es fundamental reparar en que, en la enunciación de (1), el hablante estará haciendo uso de la oración “hoy es domingo” para dar forma al antecedente de la oración condicional construida a través de la conectiva “si/entonces”, mas sin que ese uso de la oración “hoy es domingo” le imprima fuerza asertiva a su emisión. Pues lo afirmado a través de la enunciación de (1) es que, si hoy es domingo, entonces hoy no es un día laboral, lo cual no supone afirmar que hoy sea domingo. Por contraste, en la enunciación de (2) el hablante estará usando asertivamente esa misma oración. Luego, la validez deductiva de la inferencia resultante en (3) depende, crucialmente, de que el contenido semántico de la oración “hoy es domingo” sea el mismo cuando se la usa sin fuerza asertiva, en la enunciación de (1), y cuando se la usa con fuerza asertiva, en la enunciación de (2). Y reconocer esto exige comprometerse con la DFC.
Hay múltiples estrategias a las cuales los detractores de la DFC recurren para hacer frente al PFG. Entre ellas destaca la articulada por Hanks (2007, pp. 153-156; 2022, pp. 99-107), centrada en la noción de “cancelación” (de la correspondiente fuerza ilocutiva). Así, contra la DFC cabría sostener que “la fuerza asertiva es siempre parte del contenido de una oración indicativa” (Hanks, 2022, p. 153), aunque “este elemento de fuerza es cancelado cuando la oración es proferida como parte de un condicional” (p. 153). Es más que discutible, sin embargo, que esta sea una vía teórica adecuada para enfrentar el PFG si se rechaza la DFC.
De acuerdo con Hanks, los contextos en los cuales se vería cancelada la fuerza asertiva “inherente” a la proposición expresada a través de una oración indicativa serían contextos en los cuales el significado de la oración seguiría siendo dependiente de la fuerza que, de no verse esta cancelada, exhibiría esa proposición. Como lo ha mostrado Van der Schaar (2022, pp. 50-51, 54-55), sin embargo, esto supone pasar por alto que “cancelación” funciona aquí como un “término modificador” de carácter privativo. A modo de analogía: si alguien dijera que ayer fueron sostenidas dos reuniones y que una tercera reunión fue cancelada, ello no nos autorizaría a concluir que hubo tres reuniones, de las cuales una fue cancelada. Para aplicar esta observación al argumento de Hanks, tomemos “˫” como el signo (fregeano) de la aserción, de manera tal que “˫(a,F)” simbolizaría, según lo sugerido por Hanks, la “proposición asertiva” expresada a través de la oración indicativa “el individuo a exhibe la propiedad F”. ¿Cuál tendría que ser la consecuencia de que a la proposición así simbolizada antepusiéramos el correspondiente “operador de cancelación”? Si “~” simboliza el operador de cancelación, entonces al anteponerlo a la proposición en cuestión obtendríamos “~˫(a,F)”. Pero, dado que el operador de cancelación funciona como un término modificador de carácter privativo, el efecto de su introducción no se dejaría describir como el de privar de fuerza asertiva a una proposición que todavía admitiría ser representada como “˫(a,F)”. Pues, según observa Van der Schaar (2022, p. 51), ese operador no provee un plus, sino un minus, al acto así (pretendidamente) representado.
Con la explicación precedente pretendo haber ilustrado algunas de las dificultades que enfrenta quien pretende adoptar una concepción del significado construida a partir del rechazo de la DFC. Ello es de interés aquí porque, como bien lo advierte Rodríguez, la DFC está en la base de la presentación contrastiva que Alchourrón y Bulygin brindan de las concepciones expresiva e hilética.[32] Y si bien Rodríguez (2021, pp. 154-155) muestra estar debidamente al tanto del PFG, estar al tanto de un problema no equivale a poder darlo por resuelto. Tal como apunta Schroeder (2008, pp. 705-706), la misma objeción que Geach formula contra los enfoques “no cognitivistas” acerca del contenido semántico de las oraciones en cuya formulación son usados términos morales como “bueno” o “incorrecto” es presentada por Searle (1969, pp. 136-141, 146-149) en su denuncia de “la falacia del acto de habla”, cuya fuente se encontraría en una validación acrítica del eslogan del “significado como uso”.[33] Esto importa en razón del diferente alcance con el cual la DFC es presentada y defendida por Frege según la reseña ofrecida por Geach, por un lado, y por Searle, por el otro.
En los términos de una distinción introducida por Hanks (2015, pp. 9, 18-19), Frege se muestra comprometido tanto con la “versión constitutiva” de la DFC, según la cual nada inherentemente asertivo sería propio del contenido proposicional de una oración usada asertivamente, como con una variante restringida de la “versión taxonómica” de la DFC, según la cual actos de habla que exhiben fuerzas diferentes pueden compartir, no obstante, un mismo contenido proposicional. El carácter restringido de esta variante fregeana de la versión taxonómica de la DFC resulta del hecho de que Frege restringía la validez del postulado de la carencia de fuerza al contenido de oraciones indicativas, susceptibles de ser usadas asertivamente, así como –según lo llegara a reconocer más tardíamente– al contenido de aquellas oraciones interrogativas susceptibles de ser usadas en la formulación de preguntas proposicionales, que son aquellas que pueden ser respondidas con un “sí” o un “no” (Textor, 2021, p. 229). En contraste con ello, Searle defiende una variante irrestricta de la versión taxonómica de la DFC, lo cual se ve reflejado en la centralidad que él atribuye a la distinción más general entre lo que propone denominar la “función” y el “contenido” de un acto de habla, sea que se trate de un acto proposicional de referir o de predicar –entendidos como actos dependientes de la realización de algún acto ilocutivo–, sea que se trate de un acto ilocutivo en cuanto tal. En este último caso, apunta Searle (1969), “el contenido es la proposición”, en tanto que “la función es la fuerza ilocutiva con la cual la proposición es presentada” (p. 125).
Lo anterior muestra que, a pesar de que Searle (1969, pp. 46-48) identifica el “significado” de una oración con aquello que es entendido como lo dicho por el hablante cuando el oyente reconoce el acto ilocutivo así ejecutado por el hablante, él reconoce que es imprescindible diferenciar la fuerza que determina la especie de acto ilocutivo ejecutado y el contenido semántico al cual, qua contenido proposicional, queda referida esa fuerza ilocutiva (pp. 29-33). Y contra lo sugerido por Rodríguez, admitir esa diferencia no equivale a asumir “que el significado y la fuerza […] son entidades enteramente independientes” (sección 3). Una corroboración evidente de esto último la provee la observación de Searle (1979) en cuanto a cómo “diferencias en el contenido proposicional” pueden quedar determinadas por diversos “dispositivos indicativos de fuerza ilocutiva” (p. 6). Así, el contenido proposicional de una predicción normalmente tendrá que corresponderse con una proposición concerniente al futuro. Pero esto de ninguna manera conlleva que, en relación con ese mismo acto de habla, no podamos diferenciar la fuerza ilocutiva que lo convierte en una predicción frente al contenido proposicional que especifica qué es lo que el hablante está prediciendo.
Lo anterior tendría que volver más fácil advertir en qué radica que, como lo sostengo en NCAD, la defensa de un pragmatismo semántico como el sintetizado en el eslogan de que “la semántica tiene que responder a la pragmática” (Brandom, 1994, pp. 83-84) se encuentre internamente conectado con la adopción de la DFC.[34] La siguiente observación de Brandom es especialmente pertinente aquí:
Es precisamente porque uno no puede incrustar, digamos, preguntas e imperativos como antecedentes de condicionales bien formados (en los cuales ellos aparecerían sin su fuerza característica) que su significación [significance] como instancias de preguntar y de ordenar está asociada con su fuerza–y así no ha de ser entendida como un aspecto del contenido descriptivo que expresan (1994, p. 298).
Nótese que es exactamente en este mismo sentido que, en el pasaje ya citado, Hart reconocía la importancia de admitir, contra su inclinación más temprana, que una oración usada para hacer algo distinto de informar acerca de cómo es el mundo sigue teniendo contenido “descriptivo”.[35] Esto tendría que volver claro por qué es problemático hablar, como lo hace Rodríguez, del posible uso “descriptivo/representativo” de una cierta oración como un uso pretendidamente ilocutivo. El problema está en que, tal como Searle (1983, pp. 5-6) lo hace explícito, el contenido proposicional al cual queda referida la respectiva fuerza ilocutiva admite, sin distorsión, ser entendido como el “contenido representativo” del acto de habla en cuestión. Así, y entendido funcionalmente, el contenido proposicional de un acto de habla no es otra cosa que una representación de lo que necesita ser el caso para que su fuerza ilocutiva cuente como satisfecha, según cuál sea la dirección de ajuste entre lenguaje y mundo que esté indexada a esa misma fuerza ilocutiva (Searle, 2010, pp. 28-29).
Pienso que esta última consideración enseña cuán poco plausible es la comprensión de la relación entre el uso y el significado sobre la cual Rodríguez pretende hacer descansar la concepción semántico-pragmática de las normas jurídicas, tal como esa comprensión aparece presentada en su reciente contribución conjunta con Navarro. El siguiente pasaje es suficientemente representativo del núcleo de su enfoque:
La proposición expresada por la oración «Pedro pone el libro sobre la mesa» es una aserción, no se trata de que ella «pueda ser usada» para expresar una aserción. De hecho, por su significado, la oración «Pedro pone el libro sobre la mesa» solo puede ser una aserción, no podría «ser usada» para hacer una pregunta o para impartir una orden. Aquí tenemos dos cosas: el hecho de que Pedro pone un libro sobre la mesa y la oración «Pedro pone el libro sobre la mesa». ¿De qué cosa predicamos verdad o falsedad? El hecho de que Pedro pone el libro sobre la mesa es algo que acontece en el mundo, de modo que no tiene sentido predicar verdad o falsedad a su respecto. De lo que predicamos verdad o falsedad es del significado de la oración «Pedro pone el libro sobre la mesa» porque es una aserción. Si no fuera una oración asertiva, afirmada, no tendría sentido predicar verdad o falsedad de ella. Solo porque ella es una aserción es que podemos comprobar si ella se corresponde o no con el hecho de que Pedro pone un libro sobre la mesa (Navarro y Rodríguez, 2022, p. 198).
La manera en la cual Navarro y Rodríguez se valen de los términos “proposición” y “oración” hace reconocibles las dificultades que surgen cuando, a resultas del rechazo de la DFC, una proposición pasa a ser entendida o bien como un tipo, o bien como una instancia particular de un tipo, de acto de habla.[36] Esto último resulta implicado por la sugerencia de que “la proposición expresada por la oración ‘Pedro pone el libro sobre la mesa’ es una aserción” (Navarro y Rodríguez, 2022, p. 198). Pero entonces es difícil entender cómo podría ser el caso que, al mismo tiempo, la oración en cuestión “solo pued[a] ser una aserción” (Navarro y Rodríguez, 2022, p. 198). Si tanto la proposición como la oración por la cual se ve expresada esa proposición “son” la correspondiente aserción, ¿en qué consiste la diferencia entre la proposición y la oración? Y si esa proposición es en sí misma una aserción, ¿qué quiere decir que esa aserción sea “expresada” en una oración? Pues una aserción es algo que un hablante hace al decir algo, a saber y paradigmáticamente: al proferir una oración. Esto tendría que ser indicativo de la diferencia categorial que, frente a lo sugerido por Navarro y Rodríguez, existe entre (a) una aserción, (b) una oración y (c) una proposición, que es la diferencia entre (a) un acto de habla que exhibe una determinada fuerza ilocutiva, (b) una estructura sintáctica de cierta clase y (c) el contenido semántico susceptible de ser exhibido por esa estructura sintáctica.
A su vez, la observación de que el hecho de que Pedro ponga el libro sobre la mesa es una “cosa” distinta de la oración “Pedro pone el libro sobre la mesa”, parece enteramente acertada, pero ello nada nos dice acerca de la relación en la cual se encuentran ese hecho y esa oración. La manera de hablar favorecida por Navarro y Rodríguez vuelve imposible enunciar esa relación en congruencia con la concepción fregeana de lo que es un hecho, a saber: una proposición verdadera, entendiendo por tal el contenido expresable a través de la emisión de una oración que, en caso de ser emitida, resultaría ser verdadera (Brandom, 1994, pp. 327-329). Esto tiene una doble consecuencia.
Por un lado, si un hecho es entendido como una proposición verdadera, entonces tendría que ser claro que, contra lo sugerido por Navarro y Rodríguez (2022), un hecho no “es algo que aconte[zca] en el mundo” (p. 198).[37] El hecho que resulta enunciado por la oración “Pedro pone el libro sobre la mesa”, cuando la proposición expresada por esta oración es verdadera, es un hecho concerniente al evento consistente en la puesta del libro sobre la mesa por parte de Pedro, y este evento es algo que acontece, puesto que se corresponde con un cambio espaciotemporalmente localizable. Pero el respectivo hecho, qua proposición verdadera, no es algo que exista en el espacio y el tiempo (Vendler, 1967, pp. 122-146).[38] Por otro lado, la conceptualización de un hecho como una proposición verdadera resulta incompatible con sostener, como lo hacen Navarro y Rodríguez, que aquello de lo cual puede predicarse ser verdadero o falso sería el significado de una oración porque esta “es” una aserción. Esto supone desconocer que cuando decimos “lo que dices es verdad” no estamos diciendo “tu decirlo es verdad”, dado que lo que puede ser verdadero (o falso) es lo dicho, y no el decirlo (Brandom, 1994, p. 328).
Si se adopta la diferenciación categorial recién propuesta, entonces tendríamos que reformular la observación de Navarro y Rodríguez en cuanto a que una oración como “Pedro pone el libro sobre la mesa” solo podría “ser una aserción”, en el sentido de que semejante oración solo podría ser usada para realizar una aserción. Esta tesis se ve expuesta, sin embargo, a una objeción fundamental, que concierne al rol semántico de aquellos aspectos sintácticos de una oración que funcionan como lo que Davidson (2001a, pp. 109-121) denomina “fijadores de modo”. Parece enteramente sensato asumir que existe una conexión convencional entre el hecho de que una oración tenga forma indicativa, interrogativa o imperativa, por un lado, y que la respectiva oración pueda usarse, característicamente, para hacer una aserción, plantear una pregunta o impartir una orden, por otro. Pero de ello no se sigue que podamos identificar el modo gramatical de la oración con la fuerza ilocutiva del acto de habla ejecutado por un hablante que profiere esa oración. En esto consiste lo que Davidson (2001a) tematiza como el principio de la “autonomía del significado” (pp. 113-114), que se traduce en que “no puede haber una forma de habla que, únicamente en virtud de su significado convencional, solo pueda ser usada para un cierto propósito, como el de hacer una aserción o plantear una pregunta” (pp. 113-114).[39]
Asumir un compromiso con el principio davidsoniano de la autonomía del significado es ciertamente compatible con reconocer que nuestro lenguaje cuenta con términos o expresiones que funcionan como “indicadores de fuerza ilocutiva” (Searle, 1969, pp. 30-31), como lo son, destacadamente, los verbos que Austin (1975, pp. 61-66, 69-73) caracteriza como “explícitamente performativos”. El punto de Davidson (2001a, p. 110) consiste, más bien, en que la sola circunstancia de que un hablante se valga de un término o un modo gramatical que funcione como un posible indicador de fuerza ilocutiva no es, ni puede ser, condición suficiente para que, al decir lo que dice, el hablante esté ejecutando un acto de habla que efectivamente exhiba esa fuerza ilocutiva. Esto se ve reflejado en que, por ejemplo, podamos valernos de una oración interrogativa como “¿notaste que Pedro puso el libro sobre la mesa?” para aseverar que Pedro puso el libro sobre la mesa, así como podemos valernos de la oración indicativa “Me gustaría saber si Pedro puso el libro sobre la mesa” para preguntar si Pedro puso el libro sobre la mesa.
Es exactamente una confusión entre la estructura sintáctica de una oración y los aspectos pragmáticos concernientes a su uso lo que en NCAD identifico como la deficiencia que aqueja al argumento con el cual Ross pretende sustentar la tesis de que el “contenido de significado” de una oración en cuanto ítem del “habla indicativo”, y consistente en una proposición, sería necesariamente divergente del “contenido de significado” de una oración proferida en el “habla directivo”. Por ello, no deja de ser sorprendente que, en su comentario, Arriagada sostenga que sería “sorprendente que Mañalich no tematice la posición que podría atribuirse a Ross” en el marco del “debate suscitado a propósito de las concepciones expresiva e hilética” (sección 6). Tal como se puntualiza en NCAD, a pesar de la controversia existente en cuanto a cómo tendría que ser clasificada la posición de Ross en lo tocante al estatus ontológico de las normas jurídicas, lo determinante es que Ross pretenda definir la noción de norma a partir de la noción más básica de una variante de significado distintivamente directivo. Pues esto deja expuesta su concepción de las normas jurídicas a la objeción presentada en NCAD y que, de manera más detallada, he intentado replantear aquí.
3.4. ¿Las normas jurídicas como significados expresivos de actitudes?
Las dificultades precedentemente enunciadas afectan a cualquier comprensión del significado lingüístico comprometida con un rechazo de la DFC. Pero a ellas se añaden algunas dificultades que son específicamente sensibles al aspecto pragmático de la concepción defendida por Rodríguez. Según este, y tal como ya fuera anticipado, las normas jurídicas tendrían que ser entendidas como significados que “expresarían nuestras valoraciones o preferencias de ciertos mundos como normativamente ideales respecto del mundo real” (sección 3). A esto subyace la adopción de una forma de expresivismo semántico para especificar el estatus ontológico de las normas jurídicas regulativas. Y esto último deja expuesta la concepción “selectiva” presentada por Rodríguez a algunas objeciones a las que se ve enfrentadas las estrategias filosóficas que buscan analizar el significado de aquellas oraciones por las cuales se formulan normas o juicios normativos a partir de las actitudes cuya expresión determinaría su respectivo contenido semántico. Entre esas objeciones destacan las referidas a lo que Warren (2015, pp. 2864-2866) denomina “el problema de las permisiones” y “el compromiso con el mentalismo”.
Adaptándola a las particularidades de la concepción bosquejada por Rodríguez, la primera objeción apunta al hecho de que, para explicar que entre una norma prohibitiva y una norma permisiva aplicables en relación con un mismo comportamiento pueda darse una relación de incompatibilidad lógica, la concepción semántico-pragmática tendría que apelar a una actitud sui generis de “aceptación” como el estado mental cuya expresión determinaría el significado en el que consistiría una norma permisiva.[40] En estos términos, la incompatibilidad de esa actitud con la actitud –por ejemplo– de desaprobación cuya expresión determinaría el significado en el que consistiría la respectiva norma prohibitiva tendría que explicar la antinomia que pudiera darse entre una y otra norma, no siendo en absoluto claro en qué habría de radicar el carácter lógico de la incompatibilidad existente entre tales actitudes (Warren, 2015, p. 2878).
Por su parte, la segunda objeción apunta a una implicación problemática del compromiso mentalista que sería inherente a todo expresivismo semántico, y que no es más que una manifestación específica del PFG. El problema surge por la obvia posibilidad de que entre las oraciones en cuyos significados consistirían tales o cuales normas jurídicas figuren oraciones lógicamente complejas, como lo serían aquellas cuyos significados se corresponderían con normas condicionales. Nuevamente adaptando lo planteado por Warren (2015, pp. 2880-2882), piénsese en la norma jurídica susceptible de ser formulada a través la oración “si una persona se encuentra actualmente ante un peligro de muerte, quien sea garante de la vida de esa persona debe impedir su muerte”. Dado esto, el significado de la oración “una persona se encuentra actualmente ante un peligro de muerte”, en cuanto antecedente de la respectiva oración condicional, tendría que ser función de la actitud cuya expresión determinaría el significado de esa oración condicional, a pesar de que el significado de la oración “una persona se encuentra actualmente ante un peligro de muerte” no quedaría en lo absoluto determinado por la expresión de esa misma actitud, si ella no estuviera “incrustada” en la correspondiente oración condicional.
Lo anterior parece sugerir que el rol semántico de la conectiva “si/ entonces” consistiría en hacer reconocible la actitud cuya expresión determinaría el significado de la correspondiente oración condicional a partir de la actitud cuya expresión determinaría el significado de alguna de las oraciones que la componen. Pero entonces, y a menos que estuviéramos dispuestos a validar la (muy poco plausible) hipótesis de que el rol semántico de la conectiva “si/entonces” sería distinto dependiendo de si las oraciones así conectadas tienen o no una connotación (pretendidamente) normativa, tendríamos que concluir que ese mismo rol semántico determinaría el significado de una oración condicional cuyos antecedente y consecuente se correspondieran, por igual, con oraciones carentes de semejante connotación, verbigracia: “si una persona se encuentra actualmente ante un peligro de muerte, entonces es probable que esa persona muera prontamente”. Si el significado de esta oración condicional queda determinado por la actitud que ella expresa, y si esta actitud ha de ser la actitud cuya expresión determina el significado de una o más de las oraciones que componen esa oración condicional, entonces tendríamos que asumir que el significado de la oración “una persona se encuentra actualmente ante un peligro de muerte” o de la oración “es probable que esa persona muera prontamente” también quedaría determinado por alguna actitud de la cual aquella o esta sería expresiva. Y esto implicaría asumir, problemáticamente, que el significado de tales oraciones también sería función de la respectiva actitud –presuntamente constitutiva de una creencia– que tendría que verse expresada por ellas. Esta es precisamente la implicación mentalista de la comprensión más general del significado de una oración cualquiera que Rodríguez explícitamente hace suya en su comentario, cuando observa que “la diferente actitud pragmática del hablante” tendría que ser “concebida como parte del significado” (sección 3).
Esto último encuentra una corroboración ulterior si se repara en que, a mi juicio acertadamente, Rodríguez entiende que, para dar cuenta del estatus ontológico de las normas jurídicas, no debería haber “diferencia alguna” asociada a que se trate de una regla regulativa o constitutiva.[41] Sobre esta base, y asumiendo que las normas jurídicas tuvieran que ser identificadas con significados que serían expresivos de ciertas actitudes, ¿cuál sería la actitud distintiva cuya expresión determinaría el significado en el que consistiría una norma jurídica de tipo constitutivo? Baste aquí con observar que una respuesta que pretendiera identificar la actitud en cuestión con algo que pudiéramos llamar una “intención constitutiva” sería inadmisible. Pues ello sería equivalente a decir que la actitud cuya expresión determinaría el significado en el que consistiría una norma prohibitiva sería una intención prohibitiva. En uno y otro caso, para entender en qué consistiría la actitud constitutiva o prohibitiva necesitaríamos ya entender en qué consiste, respectivamente, la constitución o la prohibición de algo, con lo cual la apelación a la correspondiente actitud resultaría ser explicativamente vacía.
Las objeciones presentadas hasta aquí no pretenden impugnar la motivación que subyace a la adopción, por parte de Rodríguez, de una concepción semántico-pragmática de las normas jurídicas. Esa motivación queda anclada en la hipótesis de que, si se asume que las normas jurídicas serían significados, entonces la concepción semántico-pragmática se correspondería con la más plausible versión de una concepción “no cognoscitivista”, de acuerdo con la cual, en virtud de la dirección de ajuste que sería inherente al significado en el que ella consistiría, una norma jurídica pueda ser entendida como carente de valor de verdad. Lo que he querido subrayar, empero, es cuán inconveniente resulta ser la identificación categorial de una norma con un significado.
Una demostración concluyente de esa inadecuación es, en mi opinión, ofrecida por Rodríguez mismo, cuando este se ocupa de lo que sostengo en NCAD en cuanto a que aquello que la concepción hilética entiende como una norma jurídica es imposible de reconciliar con la consideración de que las normas jurídicas se distinguen por “tener una historia”. Rodríguez observa que concebir las normas jurídicas como entidades abstractas, en el sentido en que un significado sería una entidad abstracta, resultaría perfectamente compatible con que ellas “tengan una historia”. Esto, siempre que esa historia se entienda conformada por hitos consistentes en la selección de la norma en cuestión como perteneciente a un conjunto de normas promulgadas por una autoridad, o bien a un conjunto de normas aceptadas por algún grupo social, o bien a un conjunto de normas aplicadas o aplicables por algún grupo de funcionarios oficiales, etc. Rodríguez hace enteramente explícito que aquí estaríamos hablando, en rigor, de la promulgación, la aceptación o la aplicación o aplicabilidad de significados, cuya existencia sería “atemporal”. Esto supone reconocer que, así entendida, una norma jurídica no sería una entidad susceptible de ser creada o producida. Y, como asimismo lo advierte Rodríguez, la consecuencia de esto sería que la historia de una norma jurídica no tendría conexión alguna con su existencia. A esto último subyace un entendimiento a lo menos extravagante de lo que, ordinariamente, tematizamos como la historia de algo.
En NCAD busco mostrar que la concepción artefactualista logra reconciliar la caracterización de las normas jurídicas como entidades abstractas con la tesis mínimamente iuspositivista de que, para decirlo con Caracciolo (1997), “el derecho es un artefacto, producto de decisiones humanas y de prácticas sociales” (p. 160). Frente a esto, Rodríguez se pregunta por el sentido en el cual cabría decir, de manera no puramente metafórica, que las normas son “entidades creadas”. Si esta preocupación tuviera asidero, entonces tendríamos que concluir que hablar, por ejemplo, de “poderes para la creación de normas” (norm-creating powers) es ontológicamente sospechoso, en la medida en que, con Raz (1990), entendamos que sería definitorio de tales poderes que “las normas que pueden ser creadas mediante su uso todavía no exist[a]n” (p. 105). Según Rodríguez, esta forma de hablar traería consigo la dificultad de explicar cómo algo que estaríamos inclinados a identificar como una y la misma norma pudiera formar parte de dos (o más) sistemas jurídicos diferentes. A ello se añadiría la dificultad de explicar que, si una norma jurídica es una entidad susceptible de ser creada, entonces ella también pudiera ser “destruida”. Pues, asimismo según Rodríguez, no es en absoluto claro “[e]n qué consistiría ‘destruir’ una norma” (sección 4), sin que parezca plausible, por ejemplo, identificar su posible destrucción con su derogación. Y aún más: si una norma es susceptible de ser destruida, ¿cómo podríamos explicar que “la misma norma” pueda ser nuevamente promulgada?
Las preguntas así planteadas por Rodríguez giran, en lo inmediato, en torno al problema de cómo habría que especificar las condiciones de identidad de una norma jurídica cuando esta es categorizada como una entidad abstracta. Esto significa que las respuestas que deban recibir esas preguntas dependerán de los criterios que hayan de ser aplicados para la individuación de una norma jurídica, los cuales tendrían que quedar determinados por la categoría de entidad en la que ella consista. De acuerdo con la concepción artefactualista, las normas jurídicas pueden ser categorizadas como artefactos institucionales abstractos. Y no deja de ser oportuno constatar, como lo nota Arriagada en su comentario, que esta categorización guarda un parecido considerable con su caracterización como “artefactos intencionales”, sugerida por Celano (2002, pp. 156-158). A juicio de este, como tales cabría identificar entidades que se corresponderían con “contenidos de sentido” capaces de verse plasmados en algún “soporte material” –sonoro, impreso, etc.–, pero que no podrían ser identificadas con ese eventual soporte; que se distinguirían por poder ser de “aplicada[s] o ejecutada[s]”, mas sin ser identificables con su eventual aplicación o ejecución; y cuya existencia, a pesar de tratarse de entidades producidas a través de “actos intencionales”, lograría independizarse de los actos que respectivamente las originan.
Esta caracterización resulta enteramente concordante, en lo fundamental, con la conceptualización de los artefactos abstractos asumida en NCAD. Sin embargo, y en contraste con lo sostenido por Celano (2002, p. 158), mi postulación de semejantes entidades artefactuales abstractas está lejos de ser “meramente metafórica”. Eso vuelve pertinente reseñar, con algo más de detenimiento, la concepción de los artefactos culturales abstractos articulada por Thomasson.
La presentación de esa concepción por parte de Thomasson se apoya, crucialmente, en la impugnación de una premisa que Rodríguez parece asumir implícitamente en su argumentación, y que ella describe como la adopción de una ontología (excluyentemente) bicategorial. De acuerdo con este enfoque, toda entidad tendría que poder ser clasificada bajo una, y solo una, de las siguientes dos categorías: la de las entidades concretas, entendidas como “particulares espaciotemporales”, por un lado, y la de las entidades abstractas “platonistamente concebidas”, por otro (Thomasson, 1999, pp. 37-38).
El compromiso de Rodríguez con semejante ontología bicategorial se hace reconocible en su observación de que, si se asume un criterio de caracterización negativa de las entidades abstractas, de acuerdo con el cual ellas se distinguirían “por no poseer existencia espaciotemporal ni ser susceptibles de relaciones causales” (sección 4), entonces sería “difícil entender cómo podría una entidad abstracta comenzar a existir en cierto momento a partir de la creación de alguien y, eventualmente dejar de existir en otro momento, o depender existencialmente de ciertos acontecimientos empíricos” (sección 4). Esto sugiere que una determinada entidad solo podría o bien ser concreta como lo es, por ejemplo, un objeto físico, y con ello existir espaciotemporalmente, o bien ser abstracta como lo es, por ejemplo, una proposición, estando por ello desprovista de existencia espaciotemporal. Justamente esta última premisa es rechazada por Thomasson (1999), lo cual la lleva a presentar un sistema categorial de carácter multidimensional para la adopción de “decisiones ontológicas”, esto es, decisiones concernientes a “qué deberíamos admitir en nuestra ontología, y sobre qué bases” (p. 73).
Cabe partir notando que el criterio de caracterización negativa de las entidades abstractas que Rodríguez da por sentado destaca por ser particularmente exigente, en cuanto hace depender el estatus de una entidad como abstracta de la satisfacción de la doble exigencia de que se trate de una entidad desprovista de existencia espaciotemporal y, a la vez, incapaz de relacionarse causalmente con otras entidades.[42] Ello contrasta con criterios de caracterización igualmente negativa, pero considerablemente menos exigentes, entre los cuales figura el criterio de la (mera) “no-espacialidad”, que según Falguera, Martínez-Vidal y Rosen (2022) podría ser enunciado así: “[u]n objeto es abstracto (si y) solo si él no logra ocupar algo como una determinada región del espacio (o espacio-tiempo)” (p. 30).
Este último sería el sentido en el cual cabría decir que una obra de ficción como La metamorfosis de Kakfa es una entidad abstracta: la novela en cuestión, en cuanto distinguible de las concretas instancias de reproducción de su texto en los cuales consisten los ejemplares físicos de alguna de sus diferentes ediciones, no ocupa región alguna del espacio-tiempo, lo cual no necesariamente implica que ella carezca de poderes causales, verbigracia, “poderes para afectarnos” como lectores (Falguera, Martínez-Vidal y Rosen, 2022, p. 28). Esto reproduce, de manera enteramente exacta, el criterio de reconocimiento del carácter abstracto de una entidad que Thomasson (1999) entiende apropiado para dar cuenta del sentido en el cual un artefacto cultural como una novela es una entidad abstracta: se trata de “entidades meramente carentes de localización espaciotemporal” (p. 127), pero que pueden exhibir “algunas propiedades temporales como la de [tener un] origen temporal” (p. 127).
En estos términos, que los artefactos abstractos se distingan por no ocupar alguna región del espacio-tiempo no implica en lo absoluto que aquellos sean “atemporales”, pues se trata de entidades que “son creadas en un tiempo particular [y] en circunstancias particulares, pueden cambiar y pueden a su vez dejar de existir aun después de haber sido creadas” (Thomasson, 1999, p. 38). En este mismo sentido, y contra lo que sugiere Godinho cuando observa que yo defendería la tesis de que las normas jurídicas tendrían una “existencia ‘atemporal’ con dependencia de individuos que están en el espacio y el tiempo” (sección 3), en NCAD se sostiene que una norma jurídica, a pesar de corresponderse con una entidad abstracta, no tiene el carácter de una entidad atemporal, justamente en razón de su naturaleza artefactual.
Frente a esto, Rodríguez entiende que solo de entidades concretas, en cuanto espacio-temporalmente localizables, cabría sostener “que ellas pueden ser creadas o destruidas” (sección 4). Piénsese en cuál sería el estatus ontológico atribuible a una novela como 1Q84, de Murakami. Según Rodríguez, una vez que logramos distinguir la novela, en cuanto tal, del proceso histórico de su composición y recepción, así como de las instancias particulares de reproducción del texto que le brinda su estructura sintáctica, tendríamos que concluir que aquella no es sino un “complejo conjunto de significados concebible”, con lo cual podríamos decir que esa misma novela “existe abstracta y atemporalmente, en un universo parecido a la metáfora que idea Borges en ‘La biblioteca de Babel’” (sección 4). De esto se seguiría que hablar, en referencia a la novela en cuestión, de “su ‘creación’ en cierto momento” no sería más que un modo figurado de aludir al resultado de la aplicación de un “criterio empírico de integración de un cierto conjunto de significados”, lo cual no sería equivalente a afirmar que Murakami es el autor de 1Q84 “en sentido literal”. Pues, para decir que Murakami es, estrictamente hablando, el autor de tal o cual novela, tendríamos que “abandonar la idea de que se trata de una entidad abstracta” (sección 4).
Lo anterior descansa en la adopción de una variante de platonismo en cuanto al estatus ontológico de las obras o creaciones literarias, cuya radicalidad se muestra en que, a juicio de Rodríguez, hablar a su respecto de “obras” o “creaciones” supondría dar un uso no literal, sino más bien metafórico, a estos dos sustantivos. Ello resulta plenamente coherente con la descripción que él nos brinda de aquello en lo que consistiría el proceso “creativo” –uso las comillas porque esto también tendría que ser, entonces, una metáfora– en el que alguien se involucraría cuando da forma a una obra literaria por la vía de integrar un conjunto de significados que habría que reconocer como preexistentes a ese esfuerzo “creativo”. Según Rodríguez, al concebir la historia relatada en 1Q84, Murakami habría estado “escogiendo oraciones en japonés” (sección 4). La clave está en el uso del verbo “escoger”: al igual como una autoridad legislativa no haría sino seleccionar un significado atemporal cuando promulga una norma por la vía de añadirla a un conjunto preexistente de normas precedentemente seleccionadas (y aún no deseleccionadas), el novelista escogería una serie finita de oraciones a partir de un universo potencialmente infinito de oraciones para así integrarlas de una determinada manera.
Esto último significa que Rodríguez niega que, al dar forma a la novela en cuestión, Murakami haya estado ejerciendo esa específica forma de libertad positiva que Brandom (1979) propone llamar “libertad expresiva”, a saber: la capacidad creativa consistente en hacer uso de un lenguaje para “producir oraciones novedosas [novel sentences] que la comunidad considerará apropiadas” (pp. 193-194). El carácter distintivamente creativo de este aspecto del uso de cualquier lenguaje natural se manifestaría en que, tal como lo notara Chomsky, “las oraciones que conforman nuestra conversación cotidiana son, en su mayor parte, oraciones que jamás han sido proferidas con anterioridad en la historia del lenguaje” (Brandom, 1979, p. 193). Más precisamente, se trata de que, dejando a un lado la emisión de oraciones o cuasioraciones rutinarias del tipo “te deseo un feliz año nuevo” o “qué alegría lo que me cuentas”, y sin considerar el habla que discurre en modo de citación, “casi toda oración proferida por un hablante nativo adulto es una oración novedosa”, en el sentido de que “nadie en la historia del mundo ha oído [o leído] alguna vez esa cadena de palabras” (Brandom 2019, p. 520). Esto resulta incompatible con sostener, como lo hace Rodríguez, que la escritura de 1Q84 por parte de Murakami podría ser descrita como un proceso consistente en un escogimiento serial de oraciones del japonés, como si esas oraciones hubieran estado desde siempre allí, disponibles para ser escogidas.[43]
Para advertir por qué es problemática, en este punto, la tesis así asumida por Rodríguez, puede ser ilustrativo considerar el análisis que, en su esfuerzo por esclarecer las condiciones de identidad de un artefacto cultural como una novela o una pieza dramatúrgica, Thomasson ofrece de tres nociones interrelacionadas, pero distinguibles, a saber: las nociones de texto, composición y obra literaria. Si por “texto” entendemos una secuencia de símbolos lingüísticos, entonces podemos decir que “composición” –en el sentido del correspondiente producto, y no del proceso de su producción– designa un texto en cuanto creado por un cierto autor en determinadas circunstancias históricas, en tanto que “obra literaria” denota la correspondiente novela o pieza literaria en cuanto poseedora de ciertas cualidades estéticas y artísticas (Thomasson, 1999, p. 64). Respecto de cada una de las tres nociones así definidas cabría distinguir, a su vez, entre la respectiva entidad abstracta en cuanto tal –esto es, el texto, la composición o la novela–, por un lado, y sus respectivas instancias concretas –esto es, las múltiples impresiones físicas o transmisiones sonoras de un texto, la versión original de una composición y todas sus reproducciones, o los múltiples ejemplares de la misma edición de una novela–, por otro.[44]
Con base en lo anterior sería posible, según Thomasson (1999), enunciar las condiciones de cuya satisfacción dependería, por ejemplo, que dos objetos concretos consistentes en sendos legajos de papel impreso, L1 y L2, cuenten como instancias diferentes de una misma composición C, en virtud de pertenecer a una misma cadena de copia, pudiendo la relación expresada por el predicado “copia de” ser definida como una relación transitiva: si x es una copia de y, e y es una copia de z, entonces x es una copia de z. Dado esto, para que L1 y L2 cuenten como dos instancias diferentes de C sería necesario y suficiente o bien que L1 sea una copia de L2, o bien que L2 sea una copia de L1, o bien que exista alguna instancia de C, L3, tal que tanto L1 como L2 sean copias de L3. A partir de esto, uno podría asumir que, si C exhibe –en una medida suficiente– las propiedades estéticas y artísticas que convierten a un texto en una novela, entonces ello bastará para concluir que L1 y L2 necesariamente serían instancias de una misma novela. Pero extraer esta conclusión sería, según Thomasson, precipitado, por cuanto “las obras literarias no son meras cadenas de símbolos, sino que requieren, más bien, de una cierta comunidad de individuos, con las capacidades lingüísticas apropiadas y algunas asunciones de trasfondo, que lean y entiendan la obra literaria” (p. 65).
Para advertir qué está en juego aquí, bastaría con considerar la posibilidad de que una y la misma composición llegara a ser difundida en dos comunidades culturales que, a pesar de estar exclusivamente integradas por hablantes de un mismo idioma, fueran a tal punto diferentes que en una y otra la composición sería tomada y entendida como relatando una historia o trama diferente. Un ejemplo plausible lo encontraríamos en obras alegóricas y paródicas leídas en épocas de censura: “[u]na y la misma composición puede proveer una agradable fábula animal para niños”, a la vez que “una crítica política y un llamado a la insurrección para los rebeldes” (Thomasson, 1999, p. 65-66).
Es la radical dependencia que el carácter de una obra literaria muestra tener respecto de las claves culturales que convierten a la respectiva composición en esa obra literaria y no otra lo que Borges (2002) explora al presentarnos la historia de Pierre Menard, novelista que, ya entrado el siglo XX, decide acometer la titánica tarea de crear no “otro Quijote”, sino “el Quijote”, reproduciendo al pie de la letra el texto compuesto por el manco de Lepanto.[45] Entre otras cosas, el narrador nos recuerda que, en el capítulo IX de la primera parte de la novela de Cervantes, se lee “… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”, pasaje que, redactado en el siglo XVII, no expresaría más que “un mero elogio retórico de la historia” (Borges, 2002, p. 59). En la prosa de ese “contemporáneo de William James” que es Menard, en cambio, el pasaje correspondiente nos transmite que la verdad histórica “no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió”, de lo cual serían indicativas sus “descaradamente pragmáticas” cláusulas finales (Borges, 2002, p. 59).
La moraleja tendría que ser clara: en qué consista una obra literaria como El Quijote, no es algo que pueda reducirse a un conjunto de oraciones pretendidamente escogidas desde un banco atemporal de oraciones, pues el significado que esas oraciones lleguen a tener no es independiente de la contribución que los lectores hacen en cuanto a que la correspondiente composición se convierta en esa obra literaria. En la terminología favorecida por Thomasson, ello es una manifestación de que, como cualquier artefacto cultural, una obra literaria tenga el estatus de una entidad “dependiente”. Esto quiere decir que se trata de una entidad cuya existencia depende de la existencia de otras entidades. Por supuesto, las características que exhiba la dependencia existencial de una entidad artefactual variarán según de qué clase de artefacto se trate (Thomasson, 1999, pp. 24-34). Así, por un lado, esa dependencia puede ser “rígida” o “genérica”, según si la entidad soportante se identifica con una particular entidad individual o, en cambio, con cualquier entidad de un cierto género. Por otro lado, la dependencia puede ser “constante”, si la existencia de la entidad en cuestión está anclada a la existencia de alguna otra entidad en cada punto de tiempo en el cual la primera existe, o “histórica”, si (únicamente) el inicio de su existencia está atado a la existencia de alguna otra entidad.
Sobre esta base, lo distintivo de todo artefacto –sea concreto o abstracto– se encontraría en su dependencia histórica respecto de determinados estados intencionales de su o sus creadores.[46] Pues en esto consistiría que un artefacto pueda, en general, ser caracterizado como el producto de la actividad desplegada por uno o más seres inteligentes.[47] Tratándose de artefactos abstractos, su existencia necesitaría satisfacer, además, una condición de dependencia constante y genérica respecto de algún conjunto de estados mentales atribuibles a sujetos cuyo despliegue de intencionalidad colectiva sirva de soporte a la existencia continua de esos mismos artefactos. Sin embargo, y tal como se constata en NCAD, Thomasson (1999, pp. 129-130) introduce una distinción entre dos subcategorías de artefactos abstractos, en consideración a la diferente forma que tomaría la condición de dependencia histórica a la que quedaría asociado el inicio de su existencia. Así, un artefacto abstracto como una obra literaria o musical mostraría tener una dependencia histórica rígida respecto de ciertas actitudes intencionales de quien o quienes aparecen como sus creadores. En contraste con esto, un artefacto igualmente abstracto como una “ley estatal” se distinguiría por exhibir una dependencia histórica puramente genérica respecto de algún conjunto de actitudes intencionales, lo cual llevaría a que, “[a] lo menos en un sentido”, sea concebible que dos o más estados distintos compartan “una misma ley” (Thomasson, 1999, p. 130). Y esto último sería perfectamente compatible con que una ley estatal exhiba una dependencia constante, asimismo genérica, respecto de algún conjunto de actitudes intencionales consistentes en su aceptación por parte de los integrantes de algún grupo social, pudiendo esa aceptación ser directa o indirecta.
La categorización de las normas jurídicas consistentes en “leyes estatales” como artefactos abstractos cuya dependencia histórica y constante respecto de determinados estados mentales se distinguiría por ser puramente genérica nos deja en condiciones de resolver el doble problema planteado por Rodríguez en lo tocante a los criterios de individuación de una norma jurídica, por un lado, y al sentido en el cual cabría decir que una norma jurídica es susceptible de ser “creada” y “destruida”, por otro.
Tal como se sostiene en NCAD, las normas jurídicas pueden ser entendidas, más precisamente, como artefactos institucionales abstractos. Para advertir qué implicaciones tiene esto, piénsese en las condiciones que tendrían que satisfacerse para que podamos decir que existe una corporación (tomando aquí “corporación” como sinónimo de “persona jurídica”). Que una corporación admita ser entendida como una “persona artificial” (Kurki, 2023, pp. 41-47), quiere decir que su estatus ontológico es el de un artefacto. El carácter institucional del artefacto en el que consiste una corporación radica, según Searle (2010, pp. 93-100), en que las condiciones de cuya satisfacción depende que una corporación cobre existencia, y siga existiendo, son condiciones fijadas por una o más reglas constitutivas, las cuales funcionan como “declaraciones permanentes” y cuya estructura queda expresada por la fórmula canónica “X cuenta como Y en C”: dándose las circunstancias que conforman el contexto C, aquello que es designado por “X” exhibe la función de estatus especificada por el término “Y”.
En lo que ahora interesa, el carácter abstracto del artefacto institucional en el que consiste una corporación es el reflejo de que, bajo la formulación de la regla constitutiva que basalmente instituye la correspondiente función de estatus, el término “Y” se comporte como un término “independiente” (freestanding), en el sentido de que la función de estatus así designada no es impuesta sobre algo que, de manera preexistente, hubiera sido identificable como designado por el término “X” (Searle, 2010, p. 100). Esto último es distintivo de las reglas constitutivas que Thomasson (2003) propone llamar “existenciales”, las cuales “introducen el cuantificador existencial en el contexto intensional de la aceptación colectiva”, posibilitando “la creación de nuevos objetos sociales, y no simplemente la aplicación de nuevos estatus sociales a objetos físicos [ya] existentes” (pp. 282-283). Así, y en virtud de la satisfacción de las condiciones fijadas por las correspondientes reglas constitutivas, podrá cobrar existencia una entidad abstracta previamente inexistente, la cual, según observa Searle (2010), “existirá ‘perpetuamente’ a menos que se den ciertas condiciones adicionales” (p. 97).
Según lo sugiere Thomasson (2003, p. 283), sería este mismo andamiaje el que sustentaría la “creación” de una ley a través del ejercicio de las potestades legislativas de un Estado. Esto hace posible desestimar la objeción de Rodríguez en cuanto a que, para hacer inteligible que, entendida como una entidad abstracta, una norma jurídica pudiera ser creada, tendríamos que asumir que las entidades abstractas sí serían “susceptibles de relaciones causales” (sección 4). Más allá de la oscuridad que, a mi juicio, afecta a esta forma de hablar,[48] aquí es suficiente observar que, entendida como la creación de un artefacto institucional, la producción de una norma jurídica no puede ser asimilada al ejercicio de un “poder causal”. Pues, dado su estatus de artefacto institucional, la producción de una norma jurídica a través de su correspondiente promulgación legislativa se corresponderá, en la terminología de Searle (2010, pp. 35-38), con la ejecución de una acción “constitutivamente compleja”, y no, en cambio, con la ejecución de una acción “causalmente compleja”.
Pero de lo recién dicho no se sigue que la existencia de una norma jurídica solo pudiera corresponderse con el resultado de semejante acto promulgatorio. Una implicación fundamental de la comprensión de los sistemas jurídicos como sistemas institucionalizados consiste en que el hecho de que una cierta norma tenga estatus jurídico es función de que ella pertenezca a algún sistema jurídico momentáneo que forme parte de la serie (dinámica) en la que consiste, según la terminología favorecida por Alchourrón y Bulygin, el respectivo “orden jurídico” (Rodríguez, 2021, pp. 432-444).[49] En cuanto sistema institucionalizado, un sistema jurídico normalmente instituirá órganos creadores de derecho y órganos aplicadores de derecho, sin que pueda asumirse, empero, que todas las normas que, en algún punto de tiempo, compongan el respectivo sistema jurídico (momentáneo) habrán sido creadas por algún órgano creador de derecho. Según Raz (1980), una de las características distintivas de lo que identificamos como un sistema jurídico es que este instituya uno o más “órganos primarios”, que queden habilitados para “reconocer, directa o indirectamente, explícita o implícitamente” (pp. 192-193), todas las normas que pertenecen al respectivo sistema momentáneo. Y nada obsta a que, en determinadas ocasiones, semejante órgano primario dé aplicación a una norma que no haya existido con anterioridad al reconocimiento conferido por el correspondiente acto de aplicación. Con ello, una norma jurídica puede verse creada a través de su reconocimiento, por parte del correspondiente órgano primario, como perteneciente al sistema jurídico del que se trate.[50] Esto explica que los órganos primarios admitan ser entendidos como instituciones “que combinan el hacer normas [norm-making] y el aplicar normas” (Raz, 1990, p. 134).
La centralidad de la actividad recognoscitiva de tales órganos primarios para la identidad del sistema jurídico en cuestión también se manifiesta en que, para que una norma pueda ser entendida como perteneciente al sistema de cuya identificación se trate, en virtud de haber sido producida por un órgano de creación –por ejemplo, a través del ejercicio de una potestad legislativa–, lo decisivo será que el poder normativo ejercido por ese órgano de creación pueda entenderse conferido por una o más normas que los órganos primarios reconocen como pertenecientes al sistema jurídico momentáneo del que se trate (Raz, 1980, pp. 195-196). Esto sugiere que el respectivo “criterio de pertenencia” tendría que manifestarse en la práctica recognoscitiva de los órganos primarios. Y es la función de servir como semejante criterio de pertenencia lo que, en terminología hartiana, distingue a la “regla de reconocimiento última” que determina la identidad del respectivo sistema jurídico. Bajo una concepción artefactualista de los sistemas jurídicos como (macro)artefactos institucionales, ello exige asumir que, contra la reconstrucción favorecida por Raz (1980, pp. 197-200), la regla de reconocimiento última tiene el carácter de una regla constitutiva,[51] la cual necesita coexistir, empero, con una ulterior regla constitutiva que, aceptada por (buena parte de) quienes conforman el correspondiente grupo social, atribuya el estatus institucional de funcionarios oficiales a los órganos primarios en cuya actividad ha de manifestarse la aceptación de esa regla de reconocimiento última (Burazin, 2015, pp. 121-126).
De acuerdo con lo recién planteado, una norma jurídica puede ser entendida como una entidad históricamente dependiente de su reconocimiento como perteneciente a algún sistema jurídico de acuerdo con el criterio de pertenencia provisto por la correspondiente regla de reconocimiento última. A partir de la distinción ya introducida, empero, ello no implica que se trate de una entidad constantemente dependiente de su reconocimiento como perteneciente al respectivo sistema jurídico. Pues las actitudes intencionales respecto de las cuales una norma jurídica pudiera ser constantemente dependiente podrían ser distintas de la actitud consistente en su reconocimiento como una norma actualmente permaneciente a tal o cual sistema jurídico.
Así, por ejemplo, el hecho de que una norma jurídica sea derogada –en el sentido de “despromulgada”– se traducirá en que esa norma ya no pueda ser reconocida como perteneciente al sistema jurídico momentáneo resultante de ese acto de derogación, lo cual es compatible con que la persistencia de esa misma norma jurídica resulte indicada por algún criterio de aplicación instituido por alguna norma sí reconocida como perteneciente a ese mismo sistema. Esto ocurre, trivialmente, cada vez que una norma de sanción penal (NS1) es derogada a través de un acto legislativo que, al mismo tiempo, promulga alguna otra norma de sanción (NS2) que penaliza más severamente aquello que resultaba penalizado por la norma ahora derogada. Si entre las reglas que fijan los criterios de identificación de las normas aplicables al caso sometido al conocimiento del respectivo tribunal figura una regla que impida dar aplicación con efecto retroactivo a NS2, en consideración a su carácter comparativamente desfavorable, y si el correlato de ello sería que, de acuerdo con las reglas de aplicabilidad pertinentes, el tribunal tuviera que dar aplicación –“preteractiva”, en la terminología de Bascuñán (2022, pp. 335-337)– a NS1, por tratarse de la norma de sanción que pertenecía al respectivo sistema jurídico momentáneo cuando fue perpetrado el delito imputado, entonces el sistema jurídico momentáneo bajo el cual el tribunal ha de seleccionar las normas aplicables al caso hace reconocible la persistencia de NS1, a pesar de tratarse de una norma que actualmente no pertenece a ese mismo sistema. Esto sugiere que, contra lo asumido por Buylgin (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 232), es altamente problemático identificar la “vida o existencia de una norma” con “la secuencia de todos los momentos temporales externos en los cuales esa norma pertenece a algún sistema jurídico”.
Lo anterior tendría que bastar para despejar la objeción de Rodríguez en cuanto a que sería implausible identificar la derogación de una norma jurídica con un acto resultante en su “destrucción”. De acuerdo con el argumento recién presentado, la caracterización de una norma jurídica como un artefacto institucional abstracto es compatible con el reconocimiento de que una norma jurídica no necesariamente deja de existir por el hecho de ser derogada. Y lo mismo tendría que valer respecto de una norma que, habiendo sido legislativamente promulgada, con posterioridad es objeto de una declaración de inconstitucionalidad. Como bien observa Rodríguez, tal declaración de inconstitucionalidad no podría ser plausiblemente caracterizada como un acto consistente en “destruir” la norma en cuestión, sino más bien en “declarar que [esta] nunca fue creada válidamente” (sección 4).
¿Resulta esto incompatible con la consideración de que, si esa misma norma hubiera llegado a ser aplicada con anterioridad al correspondiente acto de invalidación, sería absurdo negar que tuvo –o tal vez: todavía tiene– existencia? Para advertir que la respuesta tendría que ser negativa, hay que reparar en que, si se la concibe como un artefacto institucional, el hecho de que una norma jurídica exista tiene que ser concebido, a su vez, como un hecho institucional, y no como un hecho bruto, lo cual equivale a decir: como un hecho dependiente de la satisfacción de condiciones establecidas por una o más reglas constitutivas. Y mientras más estructural y funcionalmente complejo sea un sistema jurídico, más probable será que, como lo ha notado Bascuñán (2022, pp. 344-345) a propósito del problema de la conexión entre la pertenencia de una norma a un sistema jurídico y su aplicabilidad temporalmente condicionada, la tematización de la existencia de una norma jurídica pueda quedar asociada a una multiplicidad de criterios funcionalmente diversos.
Con ello, nada paradójico hay en que pueda atribuirse existencia a una norma jurídica por el hecho de haber sido reconocida como perteneciente a un sistema jurídico por parte de uno o más órganos primarios, a pesar de que el acto de promulgación de esa misma norma haya estado afectado por un vicio de validez de acuerdo con una o más reglas constitutivas asimismo reconocidas por esos órganos como pertenecientes al sistema jurídico en cuestión. Esto último sólo podría generar perplejidad si uno asumiera, contra el convincente argumento ofrecido por Rodríguez (2021, pp. 452-458), que la única manera admisible de reconstruir la estructura jerárquica de los sistemas jurídicos considerados dinámicamente sería la provista por el modelo del orden jurídico “depurado”, según el cual en ninguno de los sistemas momentáneos que conforman la serie en la que consiste el correspondiente orden jurídico “existirían inconsistencias entre normas emanadas de órganos de diferente jerarquía” (p. 456). Si se asume, en cambio, el modelo del orden jurídico “no depurado”, entonces nada obstaría a reconocer que un mismo sistema jurídico momentáneo pudiera quedar conformado por normas entre las cuales se dé una inconsistencia susceptible de ser resuelta, ex post, a través de la aplicación del criterio de la jerarquía. Y esto bastaría, verbigracia, para hacer inteligible la existencia de una norma jurídica cuya promulgación legislativa haya sido inconstitucional (Rodríguez, 2021, p. 457-458, 465-466).
Ahora puedo responder las dos preguntas que, según ya se observara, Rodríguez presenta como capaces de comprometer la viabilidad teórica de la categorización de las normas jurídicas como artefactos abstractos.[52] ¿Cómo cabría dar cuenta de que una norma jurídica pueda empezar a existir en algún momento y dejar de existir en otro momento? Ya he explicado que una norma jurídica puede ser entendida como una entidad genérica y constantemente dependiente de actitudes de aceptación que brindan su suporte existencial a un conjunto más o menos complejo de reglas constitutivas en conformidad con las cuales, a su vez, esa norma llega a pertenecer a un determinado sistema jurídico, pasando a contar, de ahí en más, como susceptible de ser tratada como aplicable o inaplicable a tal o cual caso, como susceptible de derogación o aun de invalidación, entre otras posibilidades. De acuerdo con esto, una norma jurídica podría dejar de existir, desde luego, si se disolviera íntegramente esa relación de dependencia genérica y constante, lo cual admitiría ser descrito como la “destrucción” del respectivo orden jurídico; pero también si el contenido de las correspondientes actitudes de aceptación se viera a tal punto transformado que esa norma jurídica ya no pudiera seguir siendo identificada en lo absoluto como tal.[53]
Menos dramáticamente, una norma jurídica también puede dejar de existir si, de acuerdo con las condiciones establecidas por el conjunto de reglas constitutivas incidentes en la identificación tanto de las normas pertenecientes al respectivo sistema jurídico como de las normas aplicables por los órganos instituidos por las normas de ese mismo sistema, el hecho de su derogación quedara coetánea o sucesivamente acompañado de circunstancias que, bajo esas mismas reglas, privaran de todo posible efecto jurídico a su invocación por parte de siquiera uno de sus órganos. Tratándose de un sistema jurídico que someta la aplicación de las normas de sanción penal a una garantía de irretroactividad, ello puede darse cuando la derogación de una o más de tales normas adopta la forma de una decisión de descriminalización, en los términos en que Godinho hace referencia a esta posibilidad en su comentario. Por supuesto, decir que en tal situación la o las normas jurídicas así suprimidas han sido “destruidas” resulta idiomáticamente extraño. Pero ello sólo se debe a que, en el habla cotidiana, el verbo “destruir” tiende a ser usado para aludir a la supresión de la existencia de objetos concretos, que ocupan alguna región del espacio-tiempo.
¿Y cómo cabría dar cuenta de la posibilidad de que una misma norma jurídica pertenezca, sincrónica o diacrónicamente, a los sistemas jurídicos de dos (o más) Estados diferentes? Que Thomasson (1999, p. 130) introduzca la matización de que esa posibilidad se dejaría afirmar “a lo menos un sentido”, sugiere que la solución del problema tendría que depender de cuán fino o grueso sea el criterio de individuación que entendamos incrustado en el concepto sortal expresado por el sintagma “norma jurídica”. Así, si entendemos que lo que confiere su carácter de tal a una norma jurídica es su pertenencia a alguno de los sistemas momentáneos que conforman la serie dinámica en la que consiste un determinado orden jurídico, entonces tendríamos que decir que, si la norma Nx es reconocida como una norma jurídica en virtud de su pertenencia a un sistema jurídico asociado al Estado E1, mientras que la norma Ny lo es en virtud de su pertenencia a un sistema jurídico asociado al Estado E2, entonces Nx y Ny jamás podrían ser una y la misma norma jurídica en sentido numérico. En este sentido, y adaptando lo observado por Alchourrón y Bulygin (2021, pp. 685-686), estaríamos tratando la existencia de una norma jurídica como relativa al grupo social (discreto) conformado por aquellos individuos cuyas actitudes le sirven de soporte existencial indirecto. Pero esto es perfectamente compatible con que, haciendo abstracción de la propiedad que cada una de ellas exhibiría en cuanto perteneciente a un sistema jurídico distinto, pudiéramos establecer que Nx y Ny son cualitativamente indistinguibles, lo cual tendría que verse reflejado en que ellas pudieran ser enunciadas a través de una y la misma formulación lingüística. Y en este sentido ciertamente podríamos decir, entonces, que a los sistemas jurídicos asociados a E1 y a E2 pertenece, o ha pertenecido, una misma norma.
Hasta aquí, mi defensa de la concepción artefactualista de las normas jurídicas frente a las objeciones levantadas por Rodríguez ha estado centrada en el estatus artefactual atribuible, en general, a toda norma jurídica. Sin embargo, el foco del argumento presentado en NCAD está puesto en la especificidad de aquellas normas jurídicas que tienen el carácter de reglas regulativas, consistentes en prohibiciones o requerimientos de determinadas formas de comportamiento, dado que son normas de esta última clase aquellas cuya trasgresión puede resultar penalizada bajo alguna norma de sanción penal. Y es la “relación punitiva” (Raz, 1980, pp. 24, 155-156) existente entre tales normas primarias de comportamiento y las correspondientes normas secundarias de sanción lo que resulta explicitado a través del modelo dualista –o “estándar”– para la reconstrucción de los sistemas de derecho penal.
A propósito de un punto levantado por Godinho puede ser oportuno notar que, como tesis general acerca del estatus ontológico de las normas jurídicas, la concepción artefactualista no es dependiente de la adopción de semejante modelo dualista. En efecto, las normas de sanción penal también admitirían ser entendidas como artefactos institucionales abstractos si, en contraste con el modelo dualista y de la mano de un modelo “alético”, se rechazara la postulación de normas de comportamiento como normas primarias reforzadas por aquellas. Antes bien, la diferencia radicaría en la función que, bajo tal modelo monista, tendría que ser atribuida a las normas de sanción penal. Bajo un modelo alético –en oposición a deóntico– como el presentado por Hoyer (1996, pp. 58-61), las normas de sanción penal tienen que ser entendidas como reglas cuya función se reduciría a desincentivar la realización de determinadas formas de comportamiento, proveyendo una razón prudencial para la evitación de un comportamiento al cual esa misma norma asocia la imposición de la consecuencia perjudicial en la que consistiría la eventual sanción. En los términos de una tesis artefactualista acerca de la ontología de las normas jurídicas, cabría decir que, bajo tal modelo alético, las normas de sanción penal tendrían el carácter de artefactos (puramente) “desincentivadores”.
Por las razones expuestas en NCAD, y que Rodríguez recapitula en la sección inicial de su comentario, pienso que tal modelo monista no logra ofrecer una reconstrucción plausible de la estructura y la operación de los sistemas de derecho penal. Pero ello no pasa por cuál sea el estatus ontológico que, en general, haya de ser atribuido a las normas jurídicas, sino por cómo han de ser funcionalmente caracterizadas las normas de sanción penal. Un aspecto crucial de esto concierne a que, como lo advierte Raz (1990, pp. 161162), no es posible explicar satisfactoriamente la normatividad del derecho si se la pretende reducir a su coercitividad. Y es justamente esta preocupación pragmática la que, tal como ello es reconocible en la obra de Binding, motiva el compromiso ontológico que el partidario de un modelo dualista asume al postular normas de comportamiento cuya trasgresión pueda resultar fundante de punibilidad bajo una o más normas de sanción.
5.2. ¿Circularidad de la caracterización de las normas de comportamiento como razones para la acción?
Lo anterior se conecta con la función que, bajo un modelo dualista, tendría que ser atribuida a las normas de comportamiento susceptibles de ser reforzadas por algún conjunto de normas de sanción penal. Según se sostiene en NCAD, aquellas pueden ser entendidas como artefactos deónticos, en el sentido de que su función es servir como razones externas para la acción. Siguiendo a Von Wright (1983, pp. 54-55), esto último quiere decir que la norma en cuestión funciona como un “desafío simbólico”, cuya eventual internalización como motivo se expresará en su reconocimiento como premisa vinculante. Con ello, la internalización contingente de la norma por un agente consiste en que este la convierta en la premisa mayor de un silogismo práctico, cuya conclusión tendría que consistir en la omisión o ejecución intencional de una cierta acción.
Frente a esto, Rodríguez esgrime la siguiente objeción: en la medida en que rol así atribuido a una norma de comportamiento sería el propio de una razón justificativa, en oposición al de una razón explicativa, y con cargo a que “al construir un razonamiento práctico lo que se pretende es justificar una cierta conclusión normativa respecto de una acción” (sección 4), apelar a la noción de razón para la acción para explicar en qué consistiría una norma de comportamiento sería ofrecer una pseudoexplicación viciosamente circular. Esto, porque “[t]oda razón justificatoria completa debe contener como componente operativo una norma que determine la calificación normativa o el valor que posee la acción para la cual constituye una razón”, con lo cual “la noción de norma no puede caracterizarse a partir de la noción de razón justificatoria para la acción, sino que las cosas son precisamente a la inversa” (sección 4). Para mostrar que esta objeción resulta desencaminada, debo partir haciendo explícitas dos premisas interrelacionadas, y problemáticas, sobre las cuales reposa la objeción de Rodríguez.
La primera premisa consiste en la asunción de que habría una divergencia categorial entre lo que puede ocupar el lugar de una razón justificativa, por un lado, y lo que puede ocupar el lugar de una razón “explicativa o motivadora”, por otro. Así, mientras que sería “natural suponer que una razón motivadora es un estado psicológico”, como razón justificativa sólo podría venir en consideración algo que pueda tomar el rol de una “premisa evaluativa o normativa” (sección 4), siendo esto último lo que, en el contexto de su argumento, Rodríguez identifica con una norma. Aunque él no lo hace explícito, ello compromete a Rodríguez con la tesis de que una norma jurídica –y en general una norma social– jamás podría ocupar el lugar de una razón motivadora, puesto que una norma jurídica no puede corresponderse con un estado psicológico del agente. Rodríguez vincula esto último con la defensa de una concepción internista de lo que puede fungir como semejante razón motivadora, en virtud de que “parecería ser parte de lo que significa el que una razón tenga la aptitud de explicar el comportamiento de un agente que el tener esa razón es un hecho acerca del agente” (sección 4).
Tal como Rodríguez lo advierte, esto supone abrazar lo que Smith (1994, pp. 92-129) presenta como “la teoría humeana de la motivación”. Para lo que aquí interesa, sin embargo, es crucial que Smith al mismo tiempo abogue por un rechazo de una “teoría humeana de las razones normativas” (pp. 130-181). Y no deja de tener importancia notar que, al asumir este dualismo categorial entre razones de una y otra índole, Smith explícitamente sostenga, echando mano al vocabulario de la Grundlegung de Kant, que los requerimientos fundados en razones normativas tendrían el carácter de “imperativos categóricos”, y no de “imperativos hipotéticos” (pp. 174-175). En los términos sugeridos por Brandom (2001, pp. 89-92), esto quiere decir que, en lo concerniente a lo que puede desempeñar el rol de una razón motivadora, Smith adhiere a un “totalitarismo humeano”, en tanto que, respecto de lo que puede desempeñar el rol de una razón justificativa, él suscribe lo que, por simetría, uno podría llamar un “totalitarismo kantiano”.
El argumento presentado en NCAD descansa en el rechazo de un dualismo categorial como el defendido por Smith. Por supuesto, esto no significa desconocer que es diferente aludir a una razón como una razón justificativa y aludir a ella como una razón motivadora. El punto es, más bien, que esa diferencia no necesita estar determinada por una supuesta dualidad en lo tocante a las clases de entidades a las que podría aludirse cuando el término “razón” es usado en uno u otro sentido. Antes bien, la diferencia entre invocar algo como una razón justificativa e invocarlo como una razón motivadora se reduce, basalmente, a la diferencia entre indicar una razón que un agente efectivamente tiene, o tenía, para hacer o no hacer algo, por un lado, e indicar una razón que explica que un agente haya hecho o no haya hecho algo, por otro. Se trata de la distinción entre una “razón con la cual” alguien actúa, cuando el agente hace algo en concordancia con la razón en cuestión, y una “razón por la cual” alguien actúa, cuando el agente hace algo estando motivado por la razón en cuestión (Brandom, 2001, pp. 83-84). Un enfoque como este resulta compatible con una tesis pluralista acerca de las clases de entidades que pueden desempeñar el rol de una razón para la acción. Y esto ofrece un punto de apoyo decisivo para rechazar la tesis que proclama la “unidad” del dominio de las razones prácticas (no prudenciales) y para dar cuenta, así, de la inteligibilidad de una caracterización de la normatividad del derecho como una normatividad autónoma.[54]
A partir de un enfoque como el recién esbozado, ningún misterio circunda a la posibilidad de que una razón que un agente A efectivamente tiene para hacer o no hacer X sea, al mismo tiempo, la razón por la cual A hace o no hace X. Ahora bien, que R sea la razón por la cual A ha hecho X, equivale a que R haya ocupado el lugar de la premisa mayor de un silogismo práctico cuya conclusión haya consistido en un hacer (intencionalmente) X por parte de A. Esto nos lleva directamente a la segunda premisa problemática sobre la que reposa la objeción de Rodríguez, y que atañe a su particular entendimiento de lo que sería un “razonamiento práctico”.
Para dar formar a su objeción, Rodríguez introduce la aparentemente inocua premisa de que, “al construir un razonamiento práctico[,] lo que se pretende es justificar una cierta conclusión normativa respecto de una acción” (sección 4). El problema está en que, al menos en el sentido en que la expresión es usada en NCAD, en concordancia con el canon bibliográfico inaugurado por Anscombe y Von Wright mediante su recuperación de la correspondiente noción aristotélica, por “silogismo práctico” no puede entenderse una inferencia conducente a una “conclusión normativa respecto de una acción” (sección 4). Pues lo que confiere carácter práctico a la inferencia en cuestión es que su conclusión exhiba, en palabras de Von Wright (1983, pp. 4-6), la marca de una “necesidad práctica subjetiva”, lo cual sólo es compatible con que su conclusión consista en la ejecución u omisión intencional de una cierta acción, o bien –de acuerdo con una importante matización introducida por Davidson (2001b, pp. 96-102)– en la formación de una intención de ejecutar u omitir una acción.[55] Esto explica que una inferencia auténticamente práctica solo pueda estar construida desde la perspectiva de la primera persona, lo cual lleva a que, como sugiere Von Wright (1983, pp. 5-6), una inferencia pretendidamente práctica construida desde la tercera persona admitiría ser caracterizada, más bien, como una inferencia teórica concerniente a un asunto práctico.
Sobre la base de las consideraciones precedentes, yo no discreparía de lo dicho por Rodríguez en cuanto a que, para construir una inferencia deductiva cuya conclusión sea “genuinamente normativa” (sección 4), como premisa de esa inferencia tendría que figurar algo que, en un sentido suficientemente laxo, podamos llamar una “norma”. El punto es, más bien, que una inferencia de esa índole no ejemplifica el paradigma de silogismo práctico sobre el cual se apoya la conceptualización de las razones para la acción que presento en NCAD. De acuerdo con el enfoque pluralista antes esbozado, lo que puede ocupar el lugar de una razón para la acción no necesita corresponderse con algo que, en un sentido no trivial, hubiera de ser etiquetado como una “norma”. Así, y contra lo que Rodríguez sostiene siguiendo a Finnis (2008), como razón justificativa de una acción consistente en tomar un paraguas antes de salir a la calle cuando afuera está lloviendo no es en absoluto necesario invocar la “premisa evaluativa o normativa” (sección 4) consistente en que “mojarse es malo para la salud”. Asumir que solo invocando una premisa de esta índole estaríamos identificando un “título legitimador” para la ejecución de tal acción supone desconocer que, como lo ha mostrado Brandom (2001, pp. 91-92), es perfectamente inteligible que coexistan múltiples patrones de razonamiento práctico, cada uno de los cuales codifique algún género de “deber-ser racional” (rational ought), verbigracia, y entre otros: el de un deber-ser prudencial, el de un deber-ser institucional, y el de un deber-ser incondicional (o categórico).
Lo anterior es suficiente para advertir que mi caracterización de las normas jurídicas de comportamiento como artefactos deónticos no está aquejada por la circularidad explicativa denunciada por Rodríguez. Si, en cuanto norma jurídica, una norma de comportamiento tiene el estatus ontológico propio de un artefacto institucional abstracto, entonces no es en absoluto superfluo, ni menos explicativamente ocioso, caracterizarla –en contraposición, por ejemplo, a una norma jurídica de tipo constitutivo– como un artefacto institucional abstracto cuya función es la de servir como una razón para la acción. Según lo ya sugerido, lo distintivo de semejante norma será que un silogismo práctico estructurado a partir de su reconocimiento como premisa vinculante codificaría, en los términos de Brandom, un deber-ser institucional.[56]
Como reforzamiento de esta conclusión, no estaría de más reparar en que la sugerencia de que el concepto de norma sería explicativamente primario frente al concepto de razón justificativa para la acción, que Rodríguez suscribe, se ve enfrentada a una objeción que él pasa por alto en su argumentación. Se trata de una objeción que podría quedar anclada en la tesis del “fundamentalismo de las razones”, según la cual “todas las propiedades normativas son analizables en términos de razones” (Lord y Sylvan, 2019, p. 43). Con algo más de precisión, se trata de la tesis de que “toda propiedad o relación normativa tiene que ser explicada en términos de razones” (Schroeder, 2021, p. 3110), lo cual equivaldría a decir que, en el ámbito de lo normativo, “las razones vienen primero”. Si esta última tesis es acertada, entonces en ella encontraríamos una base independiente para desestimar la sugerencia de Rodríguez en cuanto a que la noción de norma no podría caracterizarse a partir de la noción de razón justificativa.
Algunas de las preguntas que Godinho plantea en su comentario se refieren a la naturaleza de la conexión que habría que reconocer entre las normas de comportamiento y las normas de sanción que las refuerzan punitivamente, cuando se las concibe como artefactos institucionales abstractos. Específicamente, Godinho me pregunta si “[e]l quebrantamiento de la norma de comportamiento es (sólo) una condición para la posible aplicación de la norma de sanción” o si, más bien, en cuanto “razón externa para la acción” la primera “presenta una valuación propia” (sección 2).
Una vía para entrar en este problema la provee el tratamiento que Binding (1922, pp. 81-88) da al problema de la “independencia de la norma” respecto de la “ley penal”.[57] Al respecto, Hilliger (2018, pp. 252-264) ha mostrado que la independencia así proclamada se desenvuelve, de manera distinta pero complementaria, en dos planos diferentes, a saber: el del “alcance” y el de la “génesis y extinción” de las normas de comportamiento.[58] En el primero de estos dos planos, la tesis de la independencia apunta a la posibilidad de que la extensión de lo que resulta antinormativo bajo una norma de comportamiento sea mayor que la extensión de lo que resulta penalizado bajo la norma de sanción que la refuerza. En el segundo plano, a su vez, la proclamación de la independencia de las normas de comportamiento no es más que la afirmación de que el inicio o el término de su existencia no necesita estar amarrado al inicio o al término de la vigencia de una norma de sanción. Con ello, que las normas de comportamiento tengan que ser entendidas como conceptualmente primarias frente a las correspondientes normas de sanción, no implica que aquellas necesiten ser temporalmente preexistentes a estas.
Lo anterior puede reconstruirse sin dificultad alguna si se adopta el instrumental teórico provisto por la concepción artefactualista. Tal como ya observara, es un argumento pragmático el que, en la elaboración de un modelo dualista de teoría de las normas del derecho penal, lleva a la postulación de normas de comportamiento como normas cuya contravención hace posible afirmar la ilicitud de un comportamiento potencialmente fundante de punibilidad bajo alguna norma de sanción. Y esto conduce a que, en virtud de la diferente función atribuible a unas y otras, las normas de comportamiento puedan ser individuadas como entidades artefactuales distinguibles de las normas de sanción penal que las refuerzan, sin que la propiedad de estar reforzada por alguna norma de sanción penal admita ser tratada como definitoria del concepto de norma de comportamiento.
Esto último nos deja en mejor posición para explicar el énfasis puesto por Binding (1922, pp. 63-66) en que sería concebible, sin más, que una norma de comportamiento pueda contingentemente asumir la forma de una lex imperfecta, esto es, de una norma cuyo quebrantamiento no lleve aparejada sanción o, más genéricamente, consecuencia jurídica alguna.[59] Ello determina, a su vez, que las normas de comportamiento puedan ser identificadas, y consiguientemente individuadas, como entidades perfectamente distinguibles de aquellas. Y esto vuelve enteramente sensato, entonces, admitir la posibilidad de que exista una norma de comportamiento que, contingentemente, no se encuentre reforzada por norma de sanción alguna. De acuerdo con lo ya sostenido,[60] ello dependerá de que dispongamos de un criterio, distinto del de su eventual reforzamiento por una norma de sanción, para reconocer que una norma de comportamiento pertenece, o ha pertenecido, a alguno de los sistemas momentáneos que sucesivamente conforman un determinado orden jurídico. Aquí basta con observar que, como lo nota Hilliger (2018, p. 80), para Binding sería suficiente que se trate de una norma que exhiba el pedigrí que le confiere el hecho de haber sido creada en conformidad con el modo de producción de normas jurídicas que identificamos con una determinada “fuente”.
Lo anterior tendría que llevarnos a detectar una ambigüedad que afecta a la pregunta, asimismo formulada por Godinho, acerca de “cuáles son las normas de derecho penal en la construcción artefactualista” (sección 2). La ambigüedad se suscita por los dos sentidos que podrían encontrarse asociados al uso de la preposición “de” en el contexto de la frase “las normas de derecho penal”. A este respecto no deja de tener importancia atender al argumento que Binding (1922, pp. 42-45, 96-97) esgrime para negar que las normas de comportamiento cuyo quebrantamiento se encuentra penalizado puedan ser caracterizadas como normas jurídico-penales. En la medida en que su eventual reforzamiento punitivo es un aspecto extrínseco a la estructura de la respectiva norma de comportamiento, esta no podría ser concebida como una norma perteneciente al derecho penal, debiendo ser entendida, más bien, como una norma de derecho público general. Esto, en razón de que la pretensión de autoridad de la cual semejante norma está revestida no es sino una marca de la autoridad que el respetivo Estado reclama para sí.[61] Justamente en esta consideración busca Binding anclar la caracterización del derecho penal como un derecho “secundario”, caracterización que deviene transparente cuando un sistema de derecho penal es entendido como aquel subsistema de un sistema jurídico conformado por normas de sanción penal. Y la premisa decisiva para ello Binding la encuentra, de nuevo, en una consideración pragmática que en último término se enraíza en disquisiciones propias de la teoría de la pena, centradas en la importancia de no confundir las muy diferentes funciones que serían respectivamente atribuibles a las normas de comportamiento en cuanto normas primarias, por un lado, y a las normas de sanción penal como normas secundarias, por otro. De acuerdo con esto, el único sentido en el cual cabría decir que las normas de comportamiento punitivamente reforzadas son normas “de derecho penal” es el sentido en el cual estaríamos diciendo que aquellas son normas que están siendo identificadas por la propiedad (extrínseca) de encontrarse reforzadas por normas de sanción penal.
Con ello quedan asentadas las bases para ofrecer una respuesta unívoca a la doble pregunta planteada por Godinho en cuanto a “si es el sistema penal que define la ilicitud, o si esta calificación […] le precede, siendo reconocida y reforzada por el sistema penal”, por un lado, y a si cabe reconocer independencia al “injusto penal”, por otro. Bajo un modelo dualista reconstruido a través de una reinterpretación artefactualista del andamiaje teórico de Binding, la ilicitud de un comportamiento cuya imputación puede conducir a la punición de una persona es una ilicitud asociada a la trasgresión de una norma que no pertenece al conjunto de las correspondientes normas de sanción penal, y que por ello no admite ser clasificatoriamente tematizada como una “ilicitud penal”. Lo tematizado a través de esta última calificación es, más bien, el hecho de que un comportamiento cuya ilicitud está asociada a la trasgresión de la norma en cuestión al mismo tiempo quede correlacionado, bajo una norma diferente de aquella, con una sanción penal.
El punto recién tocado nos lleva a otro problema planteado por Godinho, que concierne a la aptitud de la concepción artefactualista para dar cuenta de la función directiva que tendría que ser atribuible a una norma de comportamiento en cuanto norma cuya contravención pueda constituirse como el antecedente de una correspondiente reacción penal. A este respecto, Godinho centra su atención en la noción de “directiva permanente”, de la cual se vale Searle para caracterizar en qué consiste una regla regulativa y a la cual en NCAD echo mano para explicar en qué sentido, y con qué consecuencias, una norma jurídica de comportamiento puede ser categorizada como un artefacto deóntico. Godinho sugiere que habría “una idea de orientación de la conducta que debe ser intrínseca a la comprensión de la norma de comportamiento, pues de lo contrario se perdería el concepto de norma” (sección 3). Inmediatamente a continuación, ella se pregunta, empero, si acaso “la premisa de la directiva permanente no revela, en última instancia, la dificultad de una comprensión artefactualista con pretensión de abandonar el imperativismo”, dado que lo que connotado por el término “norma” sería algo que se nos presenta como susceptible de “imposición” (sección 3).
Aquí es necesario partir observando que, contra lo sugerido por Godinho, el hecho de que en NCAD las normas de comportamiento sean funcionalmente caracterizadas como “razones externas para la acción” no conlleva una negación de su caracterización como “razones vinculantes para la acción”.[62] Una norma jurídica consistente en una prohibición o un requerimiento tiene el carácter de una razón “externa” para la acción en el sentido de que, si esa norma es situacionalmente aplicable en relación con el comportamiento de un agente, entonces este tiene una razón para no hacer X, o para hacer X, sin que ello conlleve que, necesariamente, ese mismo agente no hará X, o hará X, motivado por la norma en cuestión. Justamente en su eventual internalización como motivo consistirá, contingentemente, el reconocimiento de esa norma como premisa vinculante. Y que el agente reconozca esa norma como premisa vinculante equivale a que él reconozca la pretensión de autoridad de la que aquella se encuentra revestida. Es esta distintiva pretensión de autoridad la que, siéndole conferida por la intención que guía el acto o proceso de su creación, convierte a tal norma en un artefacto deóntico. Y semejante pretensión de autoridad se ve problemáticamente distorsionada cuando se la confunde con una pretensión de poder, que es lo que se ve sugerido por la identificación de la norma respectiva con un imperativo consistente en una “orden”.
Sin que me sea posible entrar detalladamente en el asunto aquí, quizá sea suficiente explicitar que dar cuenta del carácter autoritativo de las normas jurídicas de comportamiento no es sino ofrecer una respuesta a la pregunta acerca de en qué puede consistir una normatividad propiamente jurídica. Tal como lo he intentado mostrar en algún trabajo anterior (Mañalich, 2022, pp. 425-435), un punto de partida promisorio para ello emerge con la conceptualización hartiana de las reglas jurídicas de obligación como razones tanto “perentorias” como “independientes del contenido”. En lo que ahora interesa, una ventaja asociada a esta estrategia consiste en que la propiedad de la independencia-del-contenido se deja reconstruir óptimamente como la marca del carácter artificial de la razón para la acción creada a través de la producción de una norma jurídica de esa índole. Esta artificialidad de la razón para la acción en la que consiste una norma cuya trasgresión puede ser delictiva se ve adecuadamente indicada a través de su categorización como un artefacto deóntico de carácter institucional. Y esa artificialidad asociada al estatus propio de un artefacto institucional es suficiente para concluir que, a pesar de que unas y otras pudieran “‘corre[r]’ en la misma dirección” (Godinho, 2024, sección 3), las normas jurídicas de comportamiento no admiten ser identificadas con lo que Godinho tematiza como “normas de la moral”.[63]
Por supuesto, nada de lo anterior logra, por sí mismo, especificar las condiciones de legitimación de cuya satisfacción pudiera depender que la pretensión de autoridad de la cual una norma jurídica de comportamiento se encuentra revestida se tenga por suficientemente justificada. Al respecto, pienso que la exposición de un modelo de teorías de las normas orientado a la reconstrucción de los sistemas de derecho penal no debería quedar gravada con semejante carga legitimadora. De ahí que, ante la pregunta de Godinho acerca de cuál sería “la relación entre la función de la norma de comportamiento y su legitimación” (sección 3), la respuesta necesite arrancar de la observación de que la atribución de una función directiva, o deóntica, a una norma de ninguna manera prejuzga su legitimidad o falta de legitimidad. Tal como observa Kindhäuser (1989), mientras que la función de una norma de comportamiento consiste en servir como “fundamento de obligaciones”, su legitimación tendría que entenderse condicionada, más bien, por la manera en la cual, en cuanto “regla de coordinación”, ella logra resolver un “conflicto de libertad referido a un bien jurídico” (pp. 146-153). Con esto quiere decirse que la legitimación de la respectiva norma de comportamiento tendría que depender de que ella admita ser considerada como distributivamente justa, en atención a si la reducción (deóntica) del “espacio de juego para la acción” que la aplicabilidad de la norma trae aparejada para el agente desafiado por ella puede considerarse un costo admisiblemente asociado a la evitación del menoscabo del bien jurídico en cuya protección consiste el telos de esa norma.
Sin embargo, y tal como Godinho lo nota, hay un aspecto ulterior de la conceptualización artefactualista de las normas de comportamiento que propongo en NCAD que atañe, más bien, al esclarecimiento de la conexión existente entre su función directiva, por un lado, y la manera en la cual su posible internalización como premisa vinculante depende de la posesión de determinadas capacidades agenciales, por otro. La clarificación de esa conexión pasa por desentrañar el sentido en el cual, adaptando la caracterización tomada de Ross, una norma de comportamiento puede ser entendida como una “directiva impersonal”. En esto radica que, según observa Godinho, yo sostenga que la estructura de una norma jurídica de comportamiento es insensible “a las capacidades de actuación de quienes aparecen como sus destinatarios”, lo cual se traduciría, como ella misma lo sugiere, en que, por ejemplo, “un niño pued[a] ser destinatario de normas de comportamiento” (sección 3).
Al inicio de NCAD se remarca la importancia de advertir, con Hart, cuán problemática puede ser la metáfora del “destinatario”, cuya aceptación suele quedar asociada a la defensa, explícita o implícita, de lo que Alchourrón y Bulygin tematizan como el modelo de la “norma-comunicación”. En contra de lo asumido por Godinho, esto hace posible problematizar la afirmación de que “la existencia de una norma de comportamiento implica la existencia de un destinatario al que se dirige” (sección 3). Ciertamente, de no existir agentes que, en determinadas circunstancias, pudieran encontrarse en condiciones de orientar su comportamiento según una norma jurídica, sería pragmáticamente ininteligible que semejante norma fuera puesta en vigor. Pero esto de ninguna manera equivale a que tal norma tenga que entenderse “dirigida” a tal o cual persona, en cuanto capacitada para darle seguimiento.
Desde este punto de vista, las capacidades agenciales de cuya posesión depende que alguien se encuentre en condiciones de internalizar la norma como motivo y, en virtud ello, de formarse y realizar una intención de ajustar su comportamiento a esa norma no pueden ser identificadas con aspectos de lo que la norma en cuestión regula al prohibir o requerir la correspondiente forma de comportamiento. Antes bien, esas capacidades se corresponden con presupuestos que tienen que satisfacerse para que a una persona pueda serle legítimamente imputada la trasgresión de la norma. Aquí radica la base para la diferenciación analítica de las propiedades que necesita exhibir un comportamiento para resultar antinormativo bajo la respectiva norma, por un lado, frente a las condiciones agenciales instituidas por el conjunto de reglas de imputación que inciden en la aplicación de la correspondiente norma de sanción penal, por otro.
Con esto llego al cierre de esta réplica, cuya desmedida extensión al menos podrá servir, espero, como testimonio de la enorme gratitud que guardo hacia a Beatriz Arriagada, Jorge Rodríguez e Inês Fernandes Godinho, quienes aguda y amistosamente me han obligado a –y por implicación: permitido– ofrecer una defensa ojalá más robusta de la concepción artefactualista de las normas jurídicas en pos de la elaboración de una teoría de las normas del derecho penal.
Alchourrón, C. y Bulygin, E. (1997). Sobre la existencia de las normas jurídicas, 2ª ed. México D.F.: Fontamara.
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* Doctor en derecho, Universidad de Bonn, Alemania.
Profesor titular, Departamento de Ciencias Penales, Universidad de Chile, Santiago.
Correo electrónico: jpmanalich@derecho.uchile.cl
[1] Infra,
3.3 y 3.4.
[2] Una exposición considerablemente más
detallada de este enfoque categorial se encuentra en Thomasson (2007, pp.
38-44, 110-125).
[3] Se trata de un programa neocarnapiano (y no simplemente carnapiano), en cuanto consiste en
un enfoque desacoplado tanto del verificacionismo como, en general, del
empirismo definitorios del proyecto del positivismo lógico en el cual se
inserta la obra de Carnap. Para una muy accesible contextualización del asunto,
encaminada a refutar el lugar común según el cual la impugnación de la noción
carnapiana de “marco lingüístico”, presentada por Quine a partir de su
impugnación de la distinción entre verdades de carácter analítico y de carácter
sintético, comprometería la viabilidad del deflacionismo metaontológico
promovido por Carnap, véase Price (2009, pp. 323-335).
[4] Valga la precisión de que las expresiones
“entidad” y “objeto” no están siendo tomadas como sinonímicas, sino como
expresivas de conceptos que se encuentran en una relación de género y especie:
si X es un objeto, entonces X también es una entidad, sin que ello implique
toda entidad es un objeto. Así, por ejemplo, es posible sostener que los
eventos y las propiedades son entidades categorialmente distintas de los
objetos.
[5] Acertadamente, Navarro y Rodríguez (2022)
afirman: “Si, tal como sugiere Guastini, el resultado de un acto de prescribir
es un significado, este modo de concebir a las normas parece colapsar con el
que postula, dentro de lo que para Alchourrón y Bulygin sería la concepción
hilética, que las normas son significados pero carecen de valores de verdad”
(p. 190 [versales suprimidas]).
[6] De acuerdo con la célebre explicación de la
noción ofrecida por Ryle (1984, pp. 16-17), se incurre en una confusión categorial –de aquellas que
son “interesantes teóricamente”– cuando uno o más conceptos son asignados “a
tipos lógicos a los cuales ellos no pertenecen”.
[7] Para una reconstrucción crítica del
“nominalismo de nominalización” articulado por Sellars, y que pretende
descansar en la distinción entre términos singulares “referenciales” y “no
referenciales”, véase Brandom (2015, pp. 236-272).
[8] Aquí cabría apuntar que, si Arriagada
estuviera abrazando la tesis epistemológica según la cual nuestro conocimiento
acerca de la existencia de lo que ella llama “objetos empíricos” estaría libre
de toda mediación conceptual, correspondiéndose así con una forma de
conocimiento no inferencial, entonces su argumentación se vería
problemáticamente comprometida con una versión de lo que Sellars (1997, pp.
13-25) denuncia como “el mito de lo dado”; latamente al respecto, véase Brandom
(2015, pp. 99-144).
[9] A propósito de su tratamiento del problema de
la ontología de las normas jurídicas, Alchourrón y Bulygin (2021, p. 167)
declaran su adhesión a ese principio de tolerancia.
[10] Nótese cómo esto refuerza el punto
sellarsiano, ya hecho, en cuanto al estatus puramente epistemológico de la
distinción entre términos que expresan conceptos “empíricos” (u
observacionales), por un lado, y términos que expresan conceptos “teóricos” (o inferenciales),
por otro.
[11] Acerca de la distinción entre la gramática
superficial y la gramática profunda de alguna oración, véase Wittgenstein
(1984b, § 664), quien caracteriza la primera como aquello que nos sería
inmediatamente sugerido por la estructura sintáctica de la oración en cuestión.
[12] A saber, una ontología como la defendida por
Meinong, según quien tendría sentido postular entidades inexistentes; críticamente al respecto, Thomasson (1999,
pp. 14-17, 100-105), a propósito del estatus ontológico de los “objetos
ficcionales”.
[13] Fundamental al respecto, Price (2009, pp.
330-335).
[14] Que la inferencia que lleva a la conclusión de que
existe lo designado por el término en cuestión descanse en la invocación de una
“verdad conceptual”, da pie a que la argumentación de Thomasson se vea expuesta
a la objeción de presuponer la noción de analiticidad; al respecto, véase
Thomasson (2015, pp. 231-252). Baste aquí con observar que aceptar la
impugnación de la distinción analítico/sintético, célebremente ofrecida por
Quine, no supone renunciar a la noción de analiticidad, si no se la identifica
con la noción de lo que sería verdadero “por convención”; fundamental al
respecto, Lance y O’Leary-Hawthorne (1997, pp. 83-171). Véase también Price
(2009, pp. 325-327).
[15] Según observa Thomasson (2015, pp. 41-43),
ello no implica en lo absoluto que las condiciones de aplicación especificadas
por esas reglas necesariamente tuvieran que poder ser enunciadas por quienes, en su comportamiento lingüístico, muestran
un dominio implícito de las reglas en cuestión.
[16] En el vocabulario favorecido por Thomasson
(2007, pp. 40-44; 2015, pp. 222-226), ello significa que los conceptos
expresados por los términos sortales se distinguen por quedar sometidos a
condiciones de “coaplicación”, que complementan sus correspondientes
condiciones de aplicación.
[17] Al respecto, infra, 4.4.
[18] La necesidad de reemplazar la frase “bajo una
descripción”, célebremente introducida por Anscombe, por la locución “bajo una
formulación” se sigue de que, en cuanto entidad intensional, una norma no es
algo que sea descrito a través de la
formulación por la cual ella resulta enunciada; a este respecto, y según se
explica en NCAD, es especialmente iluminador el análisis ofrecido por Black
(1962, pp. 100-102).
[19] Esto se ve corroborado a través de la reseña
que Navarro y Rodríguez (2022) nos brindan de la caracterización que Alchourrón
y Bulygin dieran a la concepción expresiva: “[d]ado que las normas son
concebidas como el resultado de un acto de prescribir, solo existen (y se
agotan) en la realización de tales actos” (p. 187).
[20] Acerca de la correspondiente noción de
presuposición semántica a propósito de una reconstrucción de las “reglas de la
predicación”, véase Searle (1969, pp. 125-126).
[21] Al respecto, considérese el argumento que, en
otro contexto, Black (1962, pp. 17-24) presenta para mostrar que la palabra
“significado” no puede entenderse como designativa de una entidad, así como
tampoco de una relación entre entidades.
[22] Infra,
5.
[23] Con esto pretendo haber respondido la
pregunta que, “al pasar”, Rodríguez formula en una nota al pie de página, a
saber: la pregunta de si “de los artefactos sí tendría sentido decir que pueden
ser seguidos o quebrantados” (Rodríguez, 2024, sección 2, nota al pie 3). La
respuesta descansa en la conceptualización de las reglas regulativas como
razones para la acción de carácter artefactual, que es lo que se expresa en su
caracterización como artefactos deónticos.
[24] Para una presentación más detallada de esa
concepción, véase Navarro y Rodríguez (2022, pp. 191-202).
[25] Frente a lo sugerido por Rodríguez, estimo preferible
no categorizar la fuerza ilocutiva de un acto de habla y el contenido semántico
de una oración como “entidades”; véase supra,
nota 21.
[26] Véase Navarro y Rodríguez: bajo la tesis de
que “el sentido y la fuerza se encontrarían conectados en el nivel semántico,
[…] no sería posible comprender cabalmente el contenido semántico de una
expresión lingüística sin tomar en cuenta su fuerza” (2022, pp. 199).
[27] Acerca del verbo “advertir” (to warn) como un “verbo directivo” cuyo
uso se encontraría, empero, internamente conectado con el punto ilocutivo
convencionalmente indicado por los “verbos asertivos”, véase Searle y
Vanderveken (1985, pp. 202-203).
[28] Acerca del “grado negativo” –en el sentido de
inferior a 0– de fuerza asertiva del cual serían convencionalmente indicativos
verbos como “hipotetizar” y “conjeturar”, véase Searle y Vanderveken (1985, p.
99).
[29] Aquí es importante notar que, según Searle
(1979, p. 13), “concluir” y “deducir” funcionarían como “verbos asertivos” que
serían convencionalmente indicativos de que lo afirmado se encuentra en una
cierta relación (inferencial) con el resto del discurso, o con el contexto, en
el que se inserta lo dicho.
[30] Para una reseña pormenorizada del problema,
véase Mañalich (2012a, pp. 664-670).
[31] Según Textor (2022, p. 217), la presentación
y defensa de la DFC por parte de Frege se apoyaría, más bien, en una
combinación de al menos tres argumentos distintos, pero complementarios, el
primero de los cuales se correspondería con el PFG, mientras que los dos
restantes serían el “argumento del escenario”, que apunta al hecho de que el
significado de una oración indicativa no sufriría impacto alguno cuando, por
ejemplo, ella es proferida por un actor en la interpretación de un personaje de
una pieza teatral, sin que el actor esté haciendo afirmación alguna al
proferirla en ese contexto, y el “argumento a partir de las cláusulas
subordinadas”, que apunta a que un mismo contenido proposicional puede ser
enunciado con o sin la forma gramatical apropiada para afirmar la verdad de la
correspondiente proposición. Para un argumento centrado, en cambio, en el
tratamiento que Frege da al estatus de las “preguntas proposicionales”, véase
Textor (2021).
[32] Ello es especialmente reconocible cuando, en
su caracterización de la concepción expresiva, Alchourrón y Bulygin (2021)
observan que “[l]os signos “˫” y “!” serán usados para indicar el tipo de
acto lingüístico (aserción u orden) llevado a cabo”, signos que serían “meros indicadores de lo que el hablante hace
cuando emite ciertas palabras, pero [que] no contribuyen al significado (esto
es, al contenido conceptual) de las palabras usadas” (p. 163).
[33] Se trata de un eslogan frecuentemente
atribuido a Wittgenstein, pero que distorsiona lo efectivamente dicho por este. Al respecto, véase
especialmente Wittgenstein (1984b, § 43): “Para una gran clase de casos de utilización de la palabra «significado» –aun
cuando no para todos los casos de su utilización–,
uno puede explicar esta palabra así: el significado de una palabra es su uso en
el lenguaje”. Wittgenstein es suficientemente explícito en cuanto a que lo así
enunciado no es una definición de la
palabra “significado”, sino una explicación
que atiende –de manera recursiva– a cómo esa palabra es utilizada, explicación cuya validez tendría, con todo, un alcance
restringido.
[34] Espero que esto haga reconocible que la
observación, hecha en NCAD, en cuanto a que la defensa de un pragmatismo
semántico como el articulado por Brandom es compatible, porque de hecho se
encuentra internamente conectado, con la adopción de la DFC determina que mi
diferencia con Rodríguez en este punto no sea “meramente verbal”, como él se
pregunta en una nota al pie.
[35] Supra,
3.3.1.
[36] La primera de estas dos categorizaciones
alternativas es, en efecto, la asumida por Hanks (2022), según quien “las
proposiciones son tipos, cuyas instancias son actos particulares de aserción”
(p. 94), observando acertadamente que, en tal caso, lo que el hablante
“realiza” (performs) es una aserción,
y no una oración. El problema está en que Hanks parece no advertir que no es
posible analizar un enunciado como “el hablante usa O para aseverar p” en el
sentido de que “O” designaría una oración y “p” una proposición, si al mismo
tiempo se sostiene, como él lo hace, que una aserción no sería otra cosa que
una instancia particular de una proposición. Pues, si p es una aserción,
entonces no tiene sentido decir que el hablante “asevera” p.
[37] Esto resulta especialmente claro si se adopta
un concepto “tractariano” de mundo, de acuerdo con el cual “el mundo es todo lo
que es el caso”, lo cual conduce a que “el mundo [sea] la totalidad de los
hechos, y no de las cosas” (Wittgenstein, 1984a, p. 1, sección 1.1).
[38] Nótese que la descripción definida “la puesta
del libro sobre la mesa por parte de Juan” funciona, en ese mismo contexto,
como un término singular que designa el evento consistente en la transformación
de un estado. Acerca del enteramente distinto estatus ontológico de los eventos
y de los hechos, a propósito de la distinción entre las nociones de causalidad productiva y causalidad explicativa, véase Mañalich (2014a, pp.
52-56).
[39] Un sugerente desarrollo de este enfoque es
ofrecido por Van der Schaar (2022, pp. 51-55), quien introduce las expresiones
“candidato-para-aserción”, “candidato-para-orden”, etc., para designar el
aspecto del significado de una oración indicativa, imperativa, etc., que la
convierte en distintivamente apta para ser usada en la realización de una
aserción, en la impartición de una orden, etc., sin que ello implique que la
emisión de la respectiva oración necesariamente quede revestida de la
correspondiente fuerza ilocutiva. Crucialmente, ella sostiene que el aspecto
del significado de una oración que resulta determinado por su modo gramatical
no podría confundirse con el contenido proposicional del acto de habla que
pudiera ser ejecutado mediante la emisión de la respectiva oración, contenido
proposicional que podría ser idéntico tratándose de actos que exhiban fuerzas
ilocutivas diferentes.
[40] Tal es, en efecto, la solución propuesta por
Von Wright (1963, pp. 90-92) para sustentar la tesis de que el concepto de
permisión se correspondería con un “carácter-norma” autónomo y, con ello,
irreducible al concepto de prohibición. Críticamente al respecto, véase
Mañalich (2014b, pp. 487-488).
[41] Nótese que esto supone desestimar, contra lo
sostenido por Arriagada (2022, pp. 401-406), que las normas jurídicas de una y
otra clase tengan diferentes “condiciones de existencia”.
[42] Aunque Rodríguez no entra en el punto, es
importante notar que un criterio como el de la “ineficacia causal” enfrenta
algunas dificultades considerables, determinadas por la falta de claridad que
aqueja a lo que, en ese mismo contexto, habría que entender por “causalidad”;
al respecto, Falguera, Martínez-Vidal y Rosen (2022, pp. 32-25). Aludir, como
lo hace Rodríguez, a que las entidades abstractas no serían “susceptibles de
relaciones causales” (sección 4) supone asumir un entendimiento de las relaciones
causales como relaciones cuyos relata
pudieran corresponderse no solo con eventos
(o, tal vez, estados), sino también
con objetos de diversa índole, lo
cual tendría que descansar en la validación de un concepto “inmanente”, en
oposición a “transeúnte”, de las relaciones causales; acerca de esto último,
véase Mañalich (2014a, pp. 68-70).
[43] Sobre ello, véase Preston (2022, pp. 27-28),
dando cuenta de las objeciones a las que –a pesar del escepticismo ontológico
al que suele verse enfrentada la postulación de artefactos abstractos– se ven
expuestas las posiciones que identifican el proceso de creación de una obra
literaria o musical con uno de “selección e indicación” de estructuras
pretendidamente preexistentes.
[44] Acerca del estatus artefactual de obras
literarias o musicales, cabría notar que, en su (seminal) tratamiento más
temprano del asunto, Hilpinen (1992, pp. 70-77) se inclinaba por identificar
cada una de las instancias concretas de la obra respectiva con un
correspondiente artefacto, a partir de una definición (“estricta”) del término
“artefactos” como designativo de “objetos físicos que han sido manufacturados
para un cierto propósito, o intencionalmente modificados para un cierto
propósito” (p. 58), lo cual no le impedía conceder que, en determinados
contextos, pudiera problematizase “la asunción de que los artefactos hechos por
artistas son objetos materiales” (p. 70). Posteriormente, él llegó a admitir
que, “[o]ntológicamente, un artefacto puede ser […] un objeto abstracto, por
ejemplo, un lenguaje artificial” (Hilpinen, 2011, sec. 2). Detalladamente al
respecto, con un argumento a favor de la tesis de “la primacía [temporal,
ontológica y conceptual] de los artefactos abstractos” frente a los artefactos
concretos, véase Reicher (2022).
[45] Que en lo que sigue cito de la versión
correspondiente a Borges (2002, pp. 47-66).
[46] Nótese que esta es la única relación de
dependencia que Celano (2002, p. 157) tematiza en su caracterización de lo que
él denomina “artefactos intencionales”; supra,
4.1.
[47] Más precisamente, y según observa Hilpinen
(1992, pp. 59-60), un artefacto puede ser entendido como el producto de una acción, en la medida en
que esa acción tenga como resultado
que ese artefacto empiece a existir.
[48] Supra, nota 42.
[49] Pues, como observa Raz (1980, pp. 187-189),
sin prestar atención a la relación existente entre tal sistema momentáneo y el correspondiente
sistema “no momentáneo” no puede analizarse qué determina que el respectivo
sistema momentáneo tenga el carácter de un sistema jurídico momentáneo. Al respecto, me limito a hacer dos
observaciones. En primer lugar, es claro que, por las razones expuestas por
Rodríguez (2021, pp. 433-434), esa relación debe ser formalmente entendida de
acuerdo con el modelo de la pertenencia,
y no con el modelo de la inclusión:
los diferentes sistemas momentáneos sucesivamente conforman la secuencia o
serie en la que consiste el sistema no momentáneo, sin que este último pueda
ser entendido como un conjunto del cual aquellos serían subconjuntos. En
segundo lugar, reconocer la necesidad de asumir una caracterización dinámica
del derecho, según correctamente lo enfatiza Rodríguez (2021, pp. 490-494), no
implica conceder que la atribución de carácter jurídico a la secuencia en la
que consista el correspondiente orden jurídico necesariamente dependería de que
el sistema momentáneo originario contenga, a lo menos, una regla de cambio que
habilite a la promulgación de una “norma coactiva”. Pues nada parece hablar en
contra de privilegiar, exclusivamente, los atributos estructurales que Raz
(1990, pp. 149-162) asocia a la “comprehensividad”, a la “pretensión de autoridad
suprema” y a la “apertura”, en contraste con lo cual, tal como Raz mismo lo
sugiere, el atributo de la coercitividad no sería conceptualmente necesario, a
pesar de ser sociológicamente insoslayable.
[50] Como también observa Raz (1980, p. 67), a
propósito de la posibilidad de la producción judicial de derecho bajo una
práctica de formación y seguimiento de precedentes, ello no necesariamente
depende de que esta forma de creación de normas sea epistémicamente
transparente para los respectivos órganos primarios. Acerca de la posibilidad
de que la creación (intencionada)
–distinguida de su mera generación
(no intencionada)– de entidades institucionales pueda ser “epistémicamente
opaca” para los sujetos cuyas actitudes intencionales les sirven de soporte,
véase Thomasson (2003, pp. 278-283).
[51] Una célebre defensa de esta tesis, aunque a
partir de una caracterización de las reglas constitutivas como “reglas
conceptuales”, es brindada por Bulygin; véase Alchourrón y Bulygin (2021, pp.
409-416). Sobre el problema, véase también Rodríguez (2021, pp. 472-487).
[52] Supra,
4.1.
[53] En los términos de Burazin (2015, pp.
122-123), ello equivaldría a que opere un cambio en el “concepto colectivo”,
implícita o prácticamente manejado por quienes conforman el respectivo grupo
social, que determina la “naturaleza” del respectivo sistema jurídico
(dinámicamente entendido).
[54] Sobre ello, véase Mañalich (2022, pp.
425-435).
[55] Para una presentación del modelo del
silogismo práctico en la forma de un esquema de fundamentación de deberes de
abstención o de acción a partir de normas, véase Mañalich (2018, pp. 104-117).
[56] De ahí que sea problemático el intento de
Muffato (2022, pp. 215-218) por apoyar el rechazo de la categorización de las
normas jurídicas como entidades en la
impugnación que Brandom (1994, pp. 18-30) ofrece tanto de una estrategia
“regularista” como de una estrategia “regulista” para explicar en qué consiste
una norma. Muffato pasa por alto que, en ese contexto, Brandom se ocupa de lo
que él llama “normas conceptuales”, para mostrar que estas no pueden ser
reducidas a meras regularidades conductuales ni a reglas explícitamente
formuladas o “codificadas”, lo cual no conlleva en lo absoluto una desestimación
de que, característicamente tratándose de normas sociales o jurídicas, estas
puedan consistir en reglas explícitamente formuladas. Sostener, como lo hace
Brandom (1994, p. 20), que “las normas que están explícitas en la forma de
reglas presuponen normas implícitas en prácticas” ciertamente no equivale a
decir que solo existan normas implícitas en prácticas, y no normas explicitadas
como reglas.
[57] Que Binding no haya estado dispuesto a
categorizar las “leyes penales” como “normas”, se explica por la conjunción de
su adopción de un concepto imperativista de norma y su rechazo de que, bajo
semejante noción de norma, una ley penal admita ser caracterizada como una
norma. Al respecto puede consultarse la explicación ofrecida en Mañalich (2021,
pp. 27-30, 40-48), encaminada a mostrar que la mejor reconstrucción de su
planteamiento pasa por asumir, contra Binding, que lo que llamamos “norma”
puede corresponderse o bien con una regla regulativa o bien con una regla
constitutiva, en términos de lo cual lo que Binding entiende por una “ley
penal” no es sino una regla constitutiva que se distingue por instituir
sujeciones al castigo y, correlativamente, poderes punitivos.
[58] Una consideración más detenida del punto se
encuentra en Mañalich (2023, pp. 224-226).
[59] Acerca del paralelismo que, en este punto, el
argumento de Binding muestra tener con la caracterización que Hart nos brinda
de la relación en la que se encontrarían las “reglas secundarias de
adjudicación” que instituyen sanciones y las correspondiente “reglas primarias
de obligación”, véase Mañalich (2012b, pp. 578-584).
[60] Supra,
4.4 y 4.5.
[61] Para una reconstrucción más detallada de este
aspecto del programa teórico de Binding, véase Mañalich (2014b, pp. 500-503).
[62] Supra,
5.2.
[63] Nótese que ello no se vería puesto en
entredicho si, con Frugé (2022, pp. 10-19), nos inclináramos por concebir las
normas morales como “artefactos sociales”, pues aun así tendríamos que
reconocer la diferencia entre la categoría de las entidades sociales y la
subcategoría de las entidades institucionales.