ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 34, 1-2025, pp. 153 a 170
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“Una concepción hartiana del deporte”
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“A Hartian conception of sport”
José Luis Pérez Triviño*
Recepción: 21/05/2024
Evaluación: 25/01/2025
Aceptación final: 25/02/2025
Resumen: Este artículo ofrece una respuesta crítica y argumentativa a los comentarios realizados sobre la propuesta de una concepción hartiana del deporte. El autor defiende una caracterización del deporte basada en su institucionalización, actividad motora e inmediación, así como en su finalidad meritocrática de distribución justa de bienes. Se abordan objeciones relevantes, como la exclusión del ajedrez como deporte, la analogía entre el derecho y el deporte, y el papel de jueces y árbitros. Asimismo, se matiza el alcance de la discrecionalidad judicial en el deporte, restringiéndola a lagunas normativas y casos de ambigüedad reglamentaria, rechazando una aplicación activista basada en principios morales generales.
Palabras claves: Hart, justicia deportiva, reglas constitutivas, discrecionalidad
Abstract: This article provides a critical and reasoned response to the comments on the proposal of a Hartian conception of sport. The author defends a characterization of sport based on its institutionalization, motor activity, and immediacy, as well as its meritocratic aim of fair distribution of goods. Key objections are addressed, such as the exclusion of chess as a sport, the analogy between law and sport, and the role of referees and judges. The article also refines the scope of judicial discretion in sport, restricting it to normative gaps and regulatory ambiguity, while rejecting an activist application based on general moral principles.
Keywords: Hart, Sporting justice, Constitutive rules, Discretion.
La generosidad de los autores que se han prestado a comentar mi trabajo sobre la caracterización del deporte no solo enriquece el debate sobre esta cuestión, sino que además me brinda la posibilidad de repensar y, eventualmente, mejorar los argumentos en los que apoyo mi concepción acerca del deporte. Trataré, en este sentido, de dar respuesta, si no a todas las objeciones y comentarios realizados, sí a los principales, a aquellos que ponen en cuestión las pretensiones centrales de mi reconstrucción del deporte.
En el trabajo sostengo que una noción de deporte debe dar cuenta, principalmente, de sus manifestaciones más características, en este sentido, en mi opinión tiene razón Jim Parry (2023) –a su vez, deudor de Suits (2007)– cuando señala que esta coincide con las modalidades olímpicas aquellas que reúnen los siguientes rasgos: a) una expresión humana; b) una actividad física; c) basada en habilidades; d) competitiva; e) reglada; f) institucionalizada. Esta es, por supuesto, una decisión interpretativa. Son muchas las prácticas que pueden ser y, de hecho, son denominadas deporte: actividades físicas, juegos que se realizan en la calle, encuentros “deportivos” disputados entre amigos, etc. Sin embargo, he tratado de justificar en el texto principal que a pesar de las similitudes y compartir rasgos comunes, las manifestaciones deportivas más características presentan rasgos propios en forma de competiciones que incluyen subdivisiones en formas de ligas o competiciones inferiores a nivel nacional e internacional. En efecto, es un fenómeno complejo en el que hay diversos agentes implicados (deportistas, entrenadores, médicos, directivos, empresas, etc.) y que, dada su relevancia social, económica y política, también despierta el interés –no solo de los agentes que lo practican– sino también de los poderes públicos. Esto genera que el deporte, como práctica compleja que es, reciba un tratamiento en forma de un haz de normas jurídicas diversas, algunas de las cuales están dirigidas a regular su práctica concreta y sus competiciones y otras a garantizar su estabilidad, regularidad y perdurabilidad en el tiempo.
El recurso a la comparación con el derecho, –tal y como este es reconstruido por Hart (1997)– no pretende señalar que haya una correlación de propiedades entre ambos fenómenos. En la primera parte de su trabajo, Kobiela (2025) incide en los límites del contraste y, básicamente, estoy de acuerdo con él en señalar el carácter local del deporte y de que sus participantes acceden a su práctica de forma voluntaria. En cambio, el derecho es un fenómeno normativo mucho más complejo que regula diversos aspectos de la vida social de los ciudadanos y estos, quieran o no, no pueden dejar de cumplir con las reglas, al menos con un conjunto de estas. No obstante, hay otras instituciones sociales reguladas jurídicamente en las que también se entra voluntariamente, como es el matrimonio. Como el deporte, las reglas de derecho civil que regulan el matrimonio son dispositivas, aunque efectivamente, las razones fundacionales de una y otra institución sean distintas.
Otra de las sugerentes ideas de Kobiela (2025) consiste en apelar a la comparación con la geometría para caracterizar el acercamiento ontológico al deporte. En este sentido, habría un análisis conceptual de una figura geométrica (por ejemplo, un rectángulo) mientras que otra cosa sería atender a la realidad para identificar si algún objeto empírico cumple esas propiedades. Así pues, habría objetos que se acercarían más o menos a la idea de rectángulo según sus características, como, por ejemplo, se aproximaría más un objeto de cristal que uno de plastilina. Algo parecido ocurriría con los juegos. La ontología del juego, en la que Suits (2007) sobresale, estudia la idea o modelo ideal de un juego. Los estudios empíricos, principalmente históricos, de los juegos y las convenciones relacionadas con ellos (encarnaciones reales de los juegos en diferentes sociedades) serían de otra naturaleza. Esta distinción permitiría, según Kobiela, hacer compatibles la perspectiva –preocupada por el modelo de deporte– y las perspectivas convencionalistas o interpretativistas –que darían cuenta de las encarnaciones de ese modelo en la práctica.
Sin embargo, no estoy seguro de que esta caracterización propia de los entes abstractos como los de la matemática se aplique tour court a los fenómenos socio-normativos entre los que se encontrarían los juegos y el deporte. Dicho de otra manera, no es que haya un concepto ideal de deporte y las expresiones empíricas de estos se acerquen más o menos a aquel modelo, sino que lo que se trata es identificar si en la elucubración conceptual del deporte, entre sus elementos constitutivos se hayan propiedades en forma de convenciones o de principios (morales) y cuál es su estatus –si son propiedades definitorias o contingentes–. Se trataría de ver si en la investigación ontológica se encuentran esas propiedades.
Kobiela (2025) también objeta que en la concepción del deporte que defiendo se excluya al ajedrez (y otros juegos mentales) y señala que esa exclusión no deja de ser paradójica puesto que precisamente la comparación dworkiniana entre derecho y deporte se lleva a cabo sobre la base del ajedrez. No obstante, esto no deja de ser circunstancial ya que podría haber elegido otro deporte, incluso más parecido al derecho, como es el fútbol. Además, me siguen pareciendo sólidos los argumentos según el cual el deporte implica algún tipo de actividad motora, así como el aportado por Real Ferrer (2021) que enfatiza García Figueroa (2025) en su réplica según el cual, el ajedrez no sería deporte porque los movimientos de las fichas podrían ser realizados vicariamente, mientras que en el deporte debe haber una inmediación absoluta por parte del deportista respecto de sus logros deportivos.
Por último, quisiera señalar que según Kobiela (2025) las reglas constitutivas establecen prohibiciones y van acompañadas de sanciones. Sin embargo, una mejor manera de reconstruir este tipo de reglas es la que ofrece Hart (1997) para quien las reglas constitutivas no prohíben sino conceptualizan o constituyen una determinada realidad –como, por ejemplo, un “gol”–, de forma que no seguir los medios establecidos por aquellas para su consecución no provoca una sanción sino la nulidad. Así, por ejemplo, la reacción del árbitro ante la jugada que acaba con que un gol se anote con la mano no es la sanción, sino la nulidad. Dicho de otra forma, no cumplir con los requisitos establecidos en la regla constitutiva que define un gol provoca que el resultado no se tenga por válido.
Alfonso García Figueroa (2025) realiza numerosas matizaciones a mi reconstrucción de la noción de deporte y sus diversos elementos –practicada por humanos, ser una actividad de habilidades físicas, competitiva e institucionalizada–. Trataré de responder a algunas de sus objeciones. En primer lugar, y en lo que concierne al elemento de actividad física, García Figueroa parece indicar que sería mejor explicativamente sustituir este elemento por el de inmediación como hace el profesor Real Ferrer (2021), es decir, que lo que caracteriza mejor al deporte es que es practicado por alguien quien no puede ser reemplazado bajo la consecuencia de no atribuírsele la autoría y mérito deportivo. En ese sentido, concluye que el ajedrez no reúne las características para ser calificado como deporte, ya que sería posible que una persona distinta a quien mueva las fichas fuera quien diera las órdenes para mover aquellas. Creo que la aportación del profesor Real Ferrer es importante, pero ello no supone negar el rasgo de la actividad física o motora propia del fenómeno deportivo. En este sentido, como señala Rodríguez Ten (2005), el deporte requiere una práctica motora, esto es, “la participación activa y directa de los deportistas poniendo su conducta motora en acción”. A esto añadiría que esa actividad motora debe tener un reflejo o conexión directa con el resultado performativo realizado. Y esto es, precisamente, lo que no tiene lugar en los e-sports pues los movimientos de las manos y dedos se “traducen” en resultados mediados por todo un entorno computerizado y digitalizado. En todo caso, el elemento motor es necesario en la caracterización del deporte y por ello, una actividad como el Mind Ball, que propone García Figueroa, tendría más similitudes con una competición matemática que con lo que normalmente denominamos deporte.
Más incisiva es la cuestión que plantea García Figueroa (2025) cuando defiende que el deporte tiene una pretensión de corrección, la cual está ligada a la idea de excelencia. No puedo dejar de estar de acuerdo con la caracterización del deporte como práctica que pretende la distribución de un bien, la victoria y los premios asociados a esta sobre la base de los méritos en la realización de habilidades de carácter físico. En este sentido, una modalidad deportiva está bien diseñada cuando el objetivo de la práctica, los medios admitidos para su logro, esto es las reglas que enmarcan ambos procesos, garantizan que la comparación de méritos sea justa: que haya un mínimo punto de igualdad de oportunidades entre los contendientes o que se asegure la incertidumbre del resultado. De hecho, las autoridades federativas con cierta frecuencia modifican los reglamentos para acentuar o garantizar esos rasgos que hacen de la práctica deportiva un fenómeno interesante, no solo para los practicantes sino también para los espectadores.
En ese sentido, el deporte se sitúa en el ámbito de las prácticas que persiguen una justa distribución de bienes. Si la afirmación de García Figueroa (2025) sobre la conexión entre deporte y moralidad es esta, estoy de acuerdo: el deporte pretende diseñar competiciones que permitan a los participantes comparar sus habilidades y logros. El deporte, a través de sus reglas, busca establecer una distribución justa de victorias y premios. Sin embargo, discrepo en que esta conexión implique que la idea de justicia pueda diluirse en la moralidad. Como señala Hierro “una delimitación muy amplia del ámbito de cosas que pueden ser valoradas como justas o injustas nos conduce a una disolución de la idea de justicia en la idea de bondad, o virtud, que difumina ese carácter específico de lo que usualmente entendemos como justicia” (Hierro, 2002, p. 16). Es decir, que en mi caracterización del deporte la corrección que se pretende está vinculada a la justicia como mecanismo distributivo según determinados criterios.
¿Significa esto que en el fenómeno deportivo la corrección no esté vinculada con otros elementos morales? La respuesta debe matizarse. Los comportamientos de los deportistas pueden evaluarse según criterios de virtud[1] que, normalmente, varían según las modalidades deportivas, en función de si son prácticas colectivas o individuales, de contacto o sin él, etc. Así por ejemplo es más fácil evaluar el comportamiento de un deportista según estándares de virtud en un deporte como el fútbol que no en uno como la natación. Por ejemplo, en el fútbol, un jugador puede ser considerado más virtuoso que otro en función de su nivel de solidaridad en el juego colectivo, en comparación con aquel que prioriza conductas egoístas o poco sacrificadas para el bien del grupo. En consecuencia, un jugador puede ser elogiado por su virtud y, incluso, recibir alabanzas o premios por ser un “buen deportista”. Ahora bien, este tipo de conductas no es relevante para el objeto principal de la práctica deportiva que es la distribución de premios por la excelencia deportiva, pues esta, como ya se ha señalado, gira alrededor, centralmente, de habilidades técnicas.
En otras palabras, el deporte es un fenómeno eminentemente de distribución justa en el que el criterio predominante es de carácter meritocrático y es la excelencia demostrada la que permite la ordenación entre los participantes. Pero no todas las instanciaciones de la modalidad deportiva reproducen una idea de justicia y ello determina las frecuentes modificaciones normativas en aras de mejorar la comparación de excelencias deportivas.
En este sentido, sostengo que el deporte es una práctica limitadamente moral en tanto que preocupada por un reparto “justo” de bienes, pero no en tanto que dicha distribución se atenga a otros criterios de carácter moral o de virtud. En esto, coincido con Dworkin en la cita que introduzco en mi artículo cuando señala que:
fijados por reglas constitutivas y regulativas que pertenecen inconfundiblemente al juego o a un determinado torneo (...) quiero decir, que entre sus participantes se entiende que nadie puede reclamar un derecho institucional apelando directamente a la moralidad general. Nadie puede afirmar, por ejemplo, que se ha ganado el derecho a que lo declaren ganador por su virtud general (Dworkin, 1989, p. 171).
Es más, en el deporte la distribución de bienes opera únicamente en el plano de la “justicia” general en la que el criterio de reparto no es la necesidad sino el mejor despliegue de habilidades y en el mérito. No se concede prioridad en el reparto de bienes deportivos al que, –como sucede, en el tratamiento médico– más lo necesita, sino al que haya demostrado un rendimiento deportivo superior según cada modalidad deportiva. A diferencia de otras esferas sociales, tampoco hay espacio para la justicia “correctiva”: no se compensa o repara a quien perdió un encuentro de fútbol o quedó último en los 100 metros lisos. Por ello, como señala Kobiela (2025) en su réplica, el deporte es un caso de “justicia local” si lo comparamos con la complejidad “moral” del derecho que rige en una sociedad.
Una vez señalado esto, puede afirmarse que, en el plano legal, de la creación de las reglas deportivas, si hay un elemento moral pues se trata de establecer criterios de reparto justo para lo cual el legislador deberá atender a evaluar a los deportistas en la propia competición según sus despliegues físicos, pero también antes, a la hora de fijar las categorías según un principio de igualdad. Por ello, son tan importante los criterios de elegibilidad que utilizan las autoridades deportivas cuando agrupan a los competidores según sus rendimientos deportivos. De nuevo, aquí lo central está ocupado por las excelencias demostradas y cuando se tienen en cuenta otros rasgos (edad, peso o sexo) lo es indirectamente pues se entiende que afectan al rendimiento deportivo y se busca su agrupación para garantizar la igualdad de oportunidades entre los competidores.
Una vez señalado esto, cabe preguntarse si en el plano de la aplicación de las reglas deportivas por parte de jueces y de árbitros entran en juego consideraciones puramente morales. En este punto, parece oportuno señalar la distinción entre jueces y árbitros deportivos. Aunque el uso de estos término sea en muchas veces indiscriminada, puede observarse que se limita el uso de árbitros a aquellos deportes de equipo en los que hay oposición entre los jugadores de los distintos equipos y colaboración entre los jugadores del mismo equipo (balonmano, fútbol, voleibol, waterpolo, etc.), mientras que se reserva el término “juez” para los deportes individuales –haya oposición o no– (atletismo, natación, tenis, gimnasia, etc.) o en los deportes de equipo en los que no hay oposición entre los deportistas (natación sincronizada) se habla de juez. Pero esta distinción se basa en una diferente concepción de su labor. En primer lugar, durante el encuentro deportivo los árbitros desarrollan una actividad física considerable y, en cambio, los jueces no; incluso en muchas ocasiones permanecen sentados durante el partido o la prueba. En segundo lugar, el juez interviene en deportes sin oposición –gimnasia o patinaje artístico–, evaluando la actuación del deportista tomando en consideración criterios establecidos en el reglamento. Por su lado, el árbitro interviene en deportes con oposición – fútbol, baloncesto– y, como se señaló en mi trabajo, su función es detectar y sancionar las infracciones al reglamento. Esta distinción está entonces vinculada a la de David Best (1978) entre “deportes de propósito” y “deportes estéticos”. En los primeros, el resultado depende sólo de la preparación física y técnica de los deportistas y de la táctica utilizada, aunque en ocasiones, por errores en la aplicación del reglamento, el árbitro pueda influir en el resultado final. En cambio, en los deportes estéticos, la evaluación del juez es relevante en el resultado final del rendimiento deportivo. En este punto, Kobiela (2025) señala otra diferencia interesante en los deportes estéticos, –como, por ejemplo, el patinaje– donde no se puede cometer una falta durante una prueba, pues en virtud de las reglas que delimitan la modalidad deportiva, la infracción de las reglas de habilidad lo que provoca es que el desempeño del patinador reciba malas calificaciones de los jueces.
Aunque no lo indicara en mi trabajo, la segunda parte dedicada a la aplicación estaba focalizada en los árbitros y no en los jueces deportivos. Estos realizan evaluaciones sobre las habilidades deportivas, pero obviamente, son de carácter estético y técnico, no morales. Pero tampoco los árbitros tienen discrecionalidad para aplicar las reglas según criterios de virtud moral de los deportistas y menos para aplicar, sancionar o dejar de sancionar infracciones y modificar el resultado en virtud de evaluaciones de carácter técnico, estético o de virtud moral de los deportistas.
Ahora bien, todavía podría cuestionarse si tienen discrecionalidad para hacer esos juicios sobre la base de la justicia en el resultado final. Dicho de otra manera, ¿están legitimados para modificar el sentido de las reglas y su aplicación al caso concreto cuando consideren que su interpretación habitual conduce a un resultado injusto? Esto es lo que estaba en juego en los casos del “pine tar” o en el caso que aportan López Frías (2025) y García Figueroa (2025) de “Reddy Mack”. En ambos casos, según los interpretativistas, los hechos de ambos casos y su calificación según el reglamento conducían a un resultado “injusto” desde el punto de vista de la evaluación de un elemento relevante del sistema deportivo, en este caso, la justicia del resultado final obtenido. O, dicho de otra manera, la acción merecedora de ser calificada como infracción no había supuesto ninguna ventaja competitiva al deportista. Pero también ocurría esto en el caso del atleta que en el tartán pisa por milímetros la línea de demarcación entre los carriles en los que corren los atletas. En todos estos supuestos, las reglas deportivas resolvían de forma mínimamente clara el caso particular. El problema provenía de que para los interpretativistas el criterio adoptado para resolverlo no era consistente con los principios deportivos vinculados a premiar la excelencia. Como nos recuerda López Frías en su trabajo, un prominente autor interpretativista, Russell, indica cuatro principios normativos en función de los que aplicar el reglamento:
— No menoscabar, sino, todo lo contrario, proteger y promover las excelencias demostradas en la consecución del objetivo lúdico del juego.
— Lograr un equilibrio competitivo adecuado.
— Respetar los principios del juego limpio y la deportividad.
— Preservar la buena conducta en los juegos (Russell, 1999, pp. 35-36).
Dicho de otra manera, el órgano aplicador debería haber incluido en su razonamiento que la infracción detectada no debiera ser sancionada dado que con ello impedía el despliegue de habilidades y excelencias de George Brett, así como lograr un equilibrio competitivo adecuado.[2] Dicho de otra manera, incluiría en su juicio un elemento vinculado a la justicia.
Estos casos no son muy distintos de tantos otros que suceden en el ámbito del Derecho y que en ocasiones se denominan lagunas axiológicas, aquellos casos en los que en un sistema –en este caso, el sistema de reglas que delimitan la modalidad deportiva–, las normas no solucionan casos o propiedades que deberían considerarse relevantes con arreglo a alguna hipótesis de relevancia referida al sistema de que se trate. Pongamos un ejemplo. Imaginemos que una normativa tributaria establece un aumento de la tributación de un 20% en una cantidad, como, por ejemplo, una base imponible de 70000€. Imaginemos que un ciudadano tiene ingresos de 70001€, lo cual supone sobrepasar por un solo euro el límite del gravamen con un porcentaje tributario un 20% inferior al que ahora se le aplica. Desde un punto de vista ético no parece que sea justo ese incremento de un 20% del gravamen cuando solo sobrepasa en un euro el límite establecido, pudiendo afirmarse que ello no implica una capacidad económica cualitativamente superior al que solo cobra 69999€. Mi pregunta es si los interpretativistas llegarían en este último caso a la misma conclusión que a la aportada en el caso del “pine tar”. Y si trasladamos la hipótesis al ámbito del deporte, ¿llegarían a la misma conclusión en caso de la línea de demarcación entre carriles, a la misma conclusión que en los famosos casos del “pine tar” o en el incidente en el partido de tenis entre Kim Clijsters y Serena Williams? Porque si fuera así, también lo deberían hacer en numerosos supuestos similares que tienen lugar en las distintas competiciones deportivas, por ejemplo, la posición de un jugador de fútbol por delante de un defensor tan solo por un centímetro o milímetro más allá de la línea de demarcación señalada por el VAR no debería considerarse infracción si no conlleva una ventaja competitiva o con ello, se anula una manifestación de excelencia deportiva.
¿Qué se debe esperar de los órganos aplicadores en estos supuestos? ¿La aplicación de la regla en sus términos habituales o su interpretación en función de los principios deportivos subyacentes como sugieren los interpretativistas? En mi opinión, la respuesta no puede circunscribirse al caso concreto, sino que debe atender a la posibilidad de que estos casos difíciles puedan repetirse. Dicho en términos consecuencialistas, debe atenderse no al caso concreto, sino a la “regla”. En mi opinión, en aras de la seguridad jurídica y a la propia conformación del papel de los jueces y árbitros, estos no pueden aplicar la regla sobre la base de una interpretación “justa”. Si esto fuera así, si se aceptara ese activismo judicial, los jueces/árbitros deberían intervenir en la evolución atlética de las competiciones deportivas cambiando radicalmente su función y ampliando el ámbito de discrecionalidad que conduciría inevitablemente a un subjetivismo que dañaría las expectativas de los deportistas. Y ello llevaría a la simple disolución de las reglas tal y como las entendemos.
Ahora bien, dentro de la variedad de casos difíciles[3] hay dos supuestos donde en mi opinión en el marco de discrecionalidad de los jueces/árbitros, es inevitable que introduzcan en su razonamiento principios morales deportivos. El primero sería el caso de lagunas normativas, esto es, los supuestos, en los que no hay una solución normativa para el caso concreto. No es que la interpretación de la norma dé lugar un resultado injusto, sino que el aplicador no tiene una consecuencia normativa que aplicar al caso contemplado por la norma. En estos supuestos, sí cabe aceptar la discrecional judicial y, por lo tanto, la introducción o inclusión en el razonamiento del aplicador los principios de excelencia normativa que promuevan el resultado más justo en atención a los objetivos perseguidos en la modalidad deportiva.
El segundo supuesto estaría compuesto por aquellos casos en los que reglas son manifiestamente oscuras o indeterminadas y cuya interpretación puede llevar a resultados distintos.
Ahora bien, aún y así, en estos dos supuestos no será necesariamente fácil que el aplicador encuentre una única solución dadas dos circunstancias frecuentes:
a. La posible introducción en el razonamiento de distintos principios morales-deportivos que no siempre decantarán la solución hacia un mismo lado. Imaginemos una posible contradicción en la que el deportista comete una infracción de la que obtiene ventaja, pero es a su vez un caso de infracción del fair play.[4]
b. La duda puede llevar a una aplicación justa para el supuesto concreto donde ha surgido el problema aplicativo o realizar una evaluación moral más amplia respecto de los méritos morales respecto –no al caso particular– sino al encuentro deportivo.
En definitiva, con esta reformulación creo también responder una de las objeciones de López Frías (2025) según la cual los reglamentos deportivos están compuestos no solo por reglas, sino también por principios normativos subyacentes que especifican la función y aclaran la naturaleza del deporte. En efecto, de lo dicho anteriormente se deducen dos consecuencias:
a. La remisión a los principios deportivos debe limitarse a los casos de lagunas normativas y supuestos claramente controvertidos debido a la vaguedad u oscuridad de la redacción normativa;
b. Los principios no siempre aclaran o no lo hacen de manera de manera directa pues puede haber dudas acerca del principio aplicable.
Otra de las objeciones que me dirige García Figueroa (2025) es que mi comparación entre el derecho y el deporte en torno a la distinción hartiana entre reglas primarias y secundarias es fallida dado que en Hart (1997) tal distinción tiene un carácter histórico o de explicación genética del fenómeno complejo que denominamos derecho. Dicho de otra manera, tal distinción permite explicar el paso del mundo prejurídico (el de las normas primarias) al jurídico (con la presencia además de las reglas secundarias). Sin embargo, creo que la distinción hartiana también sirve para explicar algunos rasgos de tránsito de la paidia –y el juego– al deporte. En efecto, y tomando su propio ejemplo, ¿qué es lo que distingue al juego de tirarse por la colina y la competición queso rodante de Gloucester, entendida esta competición como una propiamente deportiva? La respuesta es precisamente que en el juego hay instanciaciones competitivas individuales, es decir, hay reglas que delimitan el juego en cuestión, pero solo sirven para esa ocasión individual o en varias, pero sin pretensión de estabilidad y regularidad en el tiempo con el objetivo de ordenar y comparar los resultados. No hay juego en tanto competición organizada y estable en el tiempo ya que entonces se convierte en deporte. El juego trastoca en deporte cuando precisamente los participantes deciden crear reglas que ordenen de forma más sistemática la competición haciendo que esta tenga una estabilidad en el tiempo. En este sentido estoy de acuerdo con Kobiela en que el deporte, desde una reconstrucción suitsiana, es “una competencia lúdica y establemente institucionalizada (ya sea arbitrada o juzgada) de habilidades físicas humanas” (Kobiela, 2025, sección 2). Y esto se logra cuando se crean las reglas secundarias, las que institucionalizan el juego y lo convierte en deporte. Cuando hay una organización que decide con antelación dónde, cómo y cuándo se desarrollará “el queso rodante”, así como los criterios para delimitar los participantes y cómo elegir al campeón.
Esto no quita para que simultáneamente en un espacio determinado puedan coexistir manifestaciones de juego y de deporte muy parecidas. En esta misma línea de pensamiento, Lojo (2025) objeta que mi reconstrucción no pueda dar cuenta del partido de fútbol vecinal. Al respecto cabe decir que puede haber una zona de penumbra en mi caracterización, pero aún y así podría distinguir casos claros de deporte –por ejemplo, la competición futbolística que organiza la Real Federación Española de Fútbol– y el juego que desarrollan los amigos y vecinos que deciden reunirse para disputar un encuentro de fútbol aunque probablemente no tengan a un árbitro para dirimir las controversias en el terreno de juego, las dimensiones del terreno no coincidan con las reglamentarias o incluso el número de participantes por equipo no sean once, etc. En esto casos, la competitividad se sustancia en el encuentro individual y no hay una pretensión de ordenación sistemática de los logros deportivos. Si a pesar de las diferencias, llamamos a esas instanciaciones de un juego como fútbol[5] –en tanto deporte– es por su similitud o por compartir ciertos elementos comunes, como, por cierto, sucedía con el derecho internacional público respecto al derecho interno de una sociedad –a pesar de carecer de reglas secundarias o de órganos centralizados de aplicación de sanciones. En todo caso, mi respuesta es parecida a la de Hart: no pretendo identificar o regular el uso de las palabras, en este caso, la de “deporte” o “fútbol”. Mi perspectiva coincide de nuevo con Hart cuando este advierte que los usos amplios de la expresión derecho –como también ocurre con el término “deporte”– pueden tener como consecuencia obstruir los propósitos prácticos o teóricos (Hart, 1997, p. 265).
Lojo señala que habría una cierta inconsistencia entre la concepción epistémica y la aplicativa que se deduce de mi trabajo. Sin entrar en el detalle, creo que realiza una correcta reconstrucción cuando me atribuye una concepción cercana al positivismo incluyente respecto al primer ámbito y una visión ecléctica en el segundo. Ahora bien, indica que:
Por tanto, los compromisos adquiridos con la tesis epistémica respecto a las fuentes del deporte tienen una consecuencia en la tesis de la aplicación: si previamente Pérez Triviño reconoció como contingentemente válidas fuentes con contenido moral, no puede negar la posibilidad de que los árbitros las usen en la fase de aplicación (Lojo, 2025, sección 4).
Sin embargo, no creo negar esa posibilidad. Lo que señalo es que tal posibilidad tiene lugar en un conjunto muy delimitado de casos en los que el sistema jurídico-deportivo no ofrece una respuesta clara al juez. Y cuando es así, el órgano aplicador podría reconstruir la solución de la forma más coherente con los principios la respuesta al caso concreto.
Sin embargo, Lojo sostiene una tesis más fuerte en las conclusiones cuando señala que:
entre la tesis epistémica del contenido del deporte y la tesis sobre la aplicación sí hay una interrelación necesaria, que Pérez Triviño necesita conectar. En concreto, si el autor sigue al positivismo jurídico incluyente de Hart y considera que también en el deporte ciertas consideraciones morales son fuentes válidas, tiene que reconocer que aplicadores de sanciones como los árbitros, podrán hacer uso de todas las fuentes reconocidas a la hora de resolver sus casos (Lojo, 2025, sección 5).
Este párrafo es, en mi opinión, confuso. En las primeras líneas señala que hay una “interrelación necesaria” entre “la tesis epistémica (…) y la tesis sobre la aplicación”. Si nos atuviéramos a ello, mi posición al respecto es de franco desacuerdo. En realidad, si Lojo sostiene eso, la distinción entre el positivismo incluyente y el iusnaturalismo se diluiría, pues el positivista incluyente debería concluir que en el derecho hay principios morales y una vez identificado debería aplicarlos al caso concreto. Pero esta conexión no es necesaria. Se puede reconocer la existencia de fuentes morales sin concluir su necesaria aplicación a los casos concretos. Sin ir más lejos, el propio Hart (1997) en su examen de los juicios de Núremberg llegaba a esa conclusión rechazando las sentencias a las que llegó el tribunal en favor de una concepción que primase la seguridad jurídica.
Sin embargo, en las últimas líneas del párrafo citado parece rebajar su pretensión al indicar que los órganos aplicadores “podrán hacer uso” de esas fuentes morales. En este caso, vale la respuesta que he dado anteriormente.
En su trabajo, López Frías (2025) expone varios casos en los que los jueces y árbitros modulan la interpretación de las reglas para hacer viable que los encuentros deportivos sean más equilibrados, haya mayor grado de incertidumbre y que, en definitiva, las competiciones se decidan por el ejercicio de habilidades deportivas, y no por circunstancias tan inconsecuentes como que un deportista haya pisado una línea de demarcación de forma irregular. Serían, de nuevo, supuestos como los antes señalados en los que se “trata de comprender e interpretar las reglas de un juego (…) siguiendo estos principios, para generar una explicación coherente y basada en principios del sentido y los propósitos que subyacen al juego, intentando comprenderlo de la mejor manera” (Russell 1995, p. 35; citado por López Frías, 2025, sección 2.1.). Sin embargo, aunque inicialmente parece adherirse a las tesis de Russell, posteriormente no solo critica su posición extrema, sino que expone los matices que el autor ha ido introduciendo progresivamente en su concepción, como por ejemplo la diversidad de principios que pueden darse en el ecosistema deportivo:
en el deporte existe un importante pluralismo de valores entre los valores morales, atléticos y lúdicos. La presencia de estos y otros valores potencialmente competitivos (…) sugiere que la elaboración de una jurisprudencia del deporte es más compleja de lo que sugería en mi artículo original (Russell, 1999, p. 186).
También parece reconocer que la propia estructura del deporte provoca que la actuación de los jueces y árbitros deportivos sea distinta a los órganos aplicadores jurídicos y que los casos en que deben introducir un “razonamiento” moral deberían ser los mínimos.
Otra objeción recurrente a mi trabajo es la reconstrucción que realizo del razonamiento judicial. En este punto tengo que reconocer que no expresé correctamente las ideas y tal como están redactadas, la objeción es correcta. Me refiero concretamente a que, en efecto, los árbitros deportivos sí realizan una justificación interna. Sin embargo, mantengo la idea de que tal justificación es distinta a la que realizan los tribunales en una sentencia, pues en esta última el juez debe explicitar la justificación de su resolución, para lo cual dispone de tiempo suficiente para evaluar todas las consideraciones fácticas, normativas y de cualquier otro tipo que considere oportunas. Y esto no ocurre con los árbitros deportivos que deben resolver inmediatamente y sin necesidad de dar explicaciones de cómo han llegado a tal conclusión. De igual manera que no existe, hasta donde yo sé, una discusión acerca de la justificación interna que llevan a cabo los órganos aplicadores de derecho como los policías, tampoco la hay sobre los órganos aplicadores en el deporte.
En cualquier caso, esta circunstancia es relevante para evaluar si los árbitros en el terreno de juego deberían tener margen para ponderar los distintos valores en juego y decidirse por aquél que se acercara más a la excelencia deportiva. Y como he sostenido, mantengo mis dos tesis: a) en la mayoría de los casos los árbitros se limitan a resolver los casos aplicando la normativa deportiva; b) dadas las circunstancias de su labor aplicativa junto con las propias características del deporte como fenómeno normativo la introducción de consideraciones morales es básicamente reducible a criterios de justicia, no de moralidad general o de virtud.
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Hart, H. L. A. (1997). The Concept of Law. Oxford: Oxford University Press.
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* Doctor
en Derecho, Universidad Pompeu Fabra, Barcelona, España. Catedrático de
Filosofía del Derecho, Universitat Pompeu Fabra,
Barcelona, España. Correo electrónico: jose.perez@upf.edu
[1] Queda claro que el sentido de virtud que su utiliza aquí no se refiere a la “virtud técnica”, sino a comportamientos y actitudes en el desarrollo de la competición deportiva.
[2] Por cierto, el caso “Reddy Mack” puede tener otra lectura que lo aleja de ser un caso donde el órgano tiene que ponderar entre la literalidad de la norma y su lectura moral. En efecto, el término “corredor” que utiliza la norma quizá hubiera sido mejor cambiarlo por otro que se refiriese de manera más clara al jugador rival quien, en ningún caso, corriendo o sin correr, puede bloquear al cácher. Pero aún y así, tomando la redacción de la norma, el término “corredor” no denota solo al individuo que en un momento determinado está realizando un movimiento motriz con sus extremidades inferiores que le lleva a trasladarse con una velocidad superior a la que se realiza andando. También, el mismo término denota a aquél sujeto que tiene el rol de participar en competiciones deportivas donde se “corre”, con independencia, de que en ese momento esté corriendo. Así es frecuente referirse a los “corredores” de 100 metros. O incluso, el término se puede usar para referirse aquel individuo que una competición concreta puede desempeñar una determinada función como corredor, como es el caso que nos ocupa. Hubiera bastado esta interpretación para llegar a la misma conclusión sin tener que introducir ningún tipo de razonamiento ponderativo.
[3] Otras fuentes que convierten genéricamente a los casos en difíciles son la incompletitud y la inconsistencia de las regulaciones. En cambio, los problemas de subsunción y prueba son fuentes de dificultad individuales (Navarro, 1993, p. 262). Los casos examinados aquí son de subsunción.
[4] Aunque sea un caso hipotético podría ser perfectamente posible: durante una jugada de ataque de un equipo que tiene claras opciones de acabar un gol, un jugador del equipo rival obliga irregularmente a detener el juego al observar que un aficionado está teniendo en las gradas un ataque al corazón. La acción sería catalogada de juego limpio, pero, por otra parte, habría limitado de manera irregular una acción del juego que podría haber acabado en gol.
[5] Por cierto, quizá la profesora Lojo (2025) señalara que estas instanciaciones serían un caso de “institución informal”, pero no estoy seguro si esa expresión cae en algún tipo de contradicción en el sentido de que el carácter formal (regulado, estable y con órganos de producción y aplicación) es lo que define a una institución.